VEINTISIETE

Se vuelve una página, pasan meses y años. Los que fueron compañeros de escuela de Drogo están casi cansados de trabajar, tienen barbas cuadradas y grises, caminan con circunspección por las ciudades saludados respetuosamente, sus hijos son hombres hechos y derechos, alguno ya es abuelo. A los viejos amigos de Drogo, en el umbral de la casa que se han construido, les gusta pararse a observar, orgullosos de su carrera, cómo corre el río de la vida, y en el remolino de las multitudes les divierte distinguir a sus propios hijos, incitándolos a darse prisa, a adelantar a los demás, a llegar los primeros. Giovanni Drogo, en cambio, espera aún, aunque la esperanza se debilite a cada minuto.

Ahora sí que ha cambiado finalmente. Tiene cincuenta y cuatro años, el grado de comandante y es el segundo jefe de la enteca guarnición de la Fortaleza. Hasta hace poco tiempo no había cambiado gran cosa, se le podía considerar todavía joven. De vez en cuando, aunque con trabajo, daba por higiene unas vueltas a caballo por la explanada.

Después empezó a adelgazar, el rostro se le puso de un triste color amarillo, los músculos se aflojaron. Trastornos del hígado, decía el doctor Rovina, ya viejísimo, decidido obstinadamente a acabar allá arriba su vida. Pero los polvitos del doctor Rovina no surtieron efecto; Giovanni se despertaba por la mañana con un desalentador cansancio que se le pegaba a la nuca. Sentado después en su despacho, no veía llegada la hora de que cayese la noche para poder arrojarse en un sillón o en la cama. Trastornos del hígado agravados por agotamiento general, decía el médico, pero era rarísimo un agotamiento general con la vida que hacía Giovanni. De todos modos, era una cosa pasajera, frecuente a esa edad —decía el doctor Rovina—, un poco larguita, quizá, pero sin ningún peligro de complicaciones.

Se injertó así en la vida de Drogo una espera suplementaria, la esperanza de la curación. Por lo demás, no se mostraba impaciente. El desierto septentrional seguía vacío, nada permitía presagiar una posible bajada enemiga.

—Tienes mejor aspecto —le decían casi todos los días sus colegas, pero en realidad Drogo no sentía la mínima mejoría. Habían desaparecido, sí, los dolores de cabeza y las penosas diarreas de los primeros tiempos; no lo atormentaba ningún sufrimiento específico. Pero las energías de conjunto se hacían cada vez más débiles.

Simeoni, el comandante en jefe de la Fortaleza, le decía:

—Tómate un permiso, vete a descansar, te sentaría bien una ciudad marítima.

Y al decirle Drogo que no, que ya se sentía mejor, que prefería quedarse, Simeoni meneaba la cabeza reprobador, como si Giovanni rechazase por ingratitud un valioso consejo, que respondía en todo al espíritu del reglamento, a la eficacia de la guarnición y a su propio beneficio personal. Porque Simeoni conseguía incluso que echaran de menos a Matti, tanto hacía pesar sobre los demás su propia y virtuosa perfección.

Hablara de lo que hablara, sus palabras, cordialísimas en la superficie, tenían siempre un vago sabor de reprimenda para todos los demás, como si sólo él cumpliera el deber hasta lo último, él solo fuera el sostén de la Fortaleza, él solo se ocupara de remediar infinitos desastres que si no lo habrían mandado todo a paseo. También Matti, en sus buenos tiempos, había sido un poco así, pero menos hipócrita; Matti no se recataba de descubrir la aridez de su corazón y a los soldados no les desagradaban ciertas despiadadas rudezas.

Por suerte, Drogo se había hecho amigo del doctor Rovina y había obtenido su complicidad para poder quedarse. Una oscura superstición le decía que si abandonaba ahora la Fortaleza por enfermedad, jamás regresaría. Este pensamiento constituía un motivo de angustia. Veinte años antes sí le habría gustado marcharse, meterse en la plácida y brillante vida de guarnición, con maniobras estivales, ejercicios de tiro, concursos hípicos, teatros, sociedades, hermosas damas. Pero ahora, ¿qué le habría quedado? Le faltaban pocos años para el retiro, su carrera estaba agotada, a lo sumo podían darle un puesto en algún Mando, simplemente para que terminase el servicio. Le quedaban pocos años, la última reserva, y quizá antes de su término podía ocurrir el acontecimiento esperado. Había tirado los años buenos, ahora quería al menos esperar hasta el último minuto.

Para apresurar la curación, Rovina aconsejó a Drogo que no se ajetreara, que se quedase todo el día en la cama y mandara llevar a su cuarto los expedientes que tenía que despachar. Esto ocurría en un marzo frío y lluvioso, acompañado por descomunales desprendimientos en las montañas: pináculos enteros se derrumbaban repentinamente, por desconocidos motivos, precipitándose en los abismos, y lúgubres voces retumbaban en la noche durante horas y horas.

Por fin, con sumas dificultades, comenzó a asomar el buen tiempo. La nieve del desfiladero se había derretido ya, pero húmedas nieblas se desmoronaban sobre la Fortaleza. Se necesitaba un sol potente para expulsarlas, tan desmedrado por el invierno estaba el aire de los valles. Pero una mañana, al despertarse, Drogo vio brillar sobre el pavimento de madera una hermosa franja de sol y sintió que había llegado la primavera.

Se dejó asaltar por la esperanza de que al buen tiempo correspondería en él una parecida recuperación de fuerzas. Hasta en las viejas maderas resucita en primavera un residuo de vida; de ahí los innumerables chirridos que pueblan esas noches. Todo parece empezar desde el principio, una oleada de salud y alegría se derrama sobre el mundo.

Eso pensaba con intensidad Drogo, trayendo a su mente escritos de ilustres autores sobre el tema, con la finalidad de convencerse. Se levantó de la cama y fue tambaleándose hacia la ventana. Sintió un comienzo de vértigo, pero se consoló pensando que siempre sucede eso cuando uno se levanta tras muchos días de cama, aunque esté curado. Y en efecto, la sensación de vértigo desapareció y Drogo pudo ver el esplendor del sol.

Una alegría sin límites parecía difundirse en el mundo. Drogo no la podía comprobar directamente, porque frente a sí tenía el muro, pero la intuía sin esfuerzo. Hasta aquellas viejas paredes, la tierra rojiza del patio, los bancos de madera descolorida, una carreta vacía, un soldado que pasaba lentamente, parecían contentos. ¡Quién sabe allá fuera, al otro lado de las murallas!

Tuvo la tentación de vestirse, de sentarse al aire libre en una butaca a tomar el sol, pero un sutil escalofrío le dio miedo, aconsejándole volver a la cama. «Pero hoy me siento mejor, realmente mejor», pensaba, convencido de no hacerse ilusiones.

Pausadamente avanzaba la espléndida mañana de, primavera, la franja de sol sobre el suelo se iba desplazando. Drogo la observaba de vez en cuando, sin ninguna gana de examinar los cartapacios amontonados en una mesa al lado de la cama. Además había un extraordinario silencio que no menguaban los escasos toques de corneta ni los ruidos del aljibe. Drogo no había querido cambiar de habitación después de su nombramiento como comandante, temiendo que eso le trajera mala suerte; pero ya los sollozos del depósito se habían convertido en un profundo hábito y no le molestaban.

Drogo observaba una mosca que se había parado en el suelo exactamente sobre la franja de sol, animal extraño en aquella estación, superviviente quién sabe cómo del invierno. La observaba caminar con circunspección cuando alguien llamó a la puerta.

Era un golpe distinto de los habituales, observó Giovanni. Desde luego no era su asistente, ni el capitán Corradi, de Secretaría, el cual solía, en cambio, pedir permiso, ni ningún otro de los visitantes de costumbre.

—¡Adelante! —dijo Drogo.

Se abrió la puerta y avanzó el viejo sastre-jefe Prosdocimo, ya completamente encorvado, con un extraño traje que un día debió haber sido un uniforme de brigada. Se adelantó jadeando un poco, hizo un gesto, con el índice derecho, refiriéndose a algo al otro lado de las murallas.

—¡Vienen! ¡Vienen! —exclamó en sordina, como si fuera un gran secreto.

—¿Quiénes vienen? —dijo Drogo, asombrado de ver al sastre tan obseso—. «Estoy fresco —pensó—, ahora éste empieza con sus charlas y no lo deja en una hora, por lo menos.»

—Vienen por la carretera, si Dios quiere, ¡por la carretera del norte! Todos han ido a la terraza a verlos.

—¿Por la carretera del norte? ¿Soldados?

—¡Batallones! ¡Batallones! —gritaba, fuera de sí, el vejete, apretando los puños—. Esta vez no hay error posible, ¡y además ha llegado una carta del Estado Mayor para avisar de que nos mandan refuerzos! ¡La guerra, la guerra! —gritaba, y no se sabía si estaba también un poco asustado.

—¿Y se ven ya? —preguntó Drogo—. ¿Se ven sin anteojo? —se había sentado en la cama, invadido por una tremenda inquietud.

—¡Caray que si se ven! ¡Se ven los cañones; han contado ya dieciocho!

—¿Y dentro de cuánto podrán atacar? ¿Cuánto tiempo tardarán aún?

—Ah, con la carretera avanzan deprisa; digo yo que dentro de dos días estarán aquí, ¡dos días como máximo!

Maldita cama, se dijo Drogo, aquí estoy bloqueado por la enfermedad. Ni se le pasó por la cabeza que Prosdocimo le contara un cuento; repentinamente había sentido que era muy cierto; había advertido que incluso el aire estaba cambiado en cierto modo, incluso la luz del sol.

—Prosdocimo —dijo jadeante—. Ve a buscarme a Luca, mi asistente; es inútil que toque la campanilla, debe de estar arriba, en Secretaría, esperando que le den papeles… ¡Date prisa, por favor!

—Ea, rápido, mi comandante —recomendó Prosdocimo al marcharse—. No piense en sus achaques, ¡venga usted también a las murallas a ver!

Salió ligero, olvidándose de cerrar la puerta; se oyó el sonido de sus pasos alejarse por el corredor; después volvió el silencio.

«Dios mío, hazme estar mejor, te lo suplico, al menos seis o siete días», bisbiseó Drogo, sin lograr dominar su angustia. Quería levantarse en seguida, a toda costa, ir inmediatamente a las murallas, que lo viera Simeoni, dar a entender que él no fallaba, que estaba en su puesto de mando, que asumiría sus responsabilidades como de costumbre, como si no estuviera enfermo.

¡Pam!, un soplo de viento en el corredor hizo batirse la puerta de mala manera. En medio del gran silencio el ruido resonó fuerte y avieso, como respuesta a la plegaria de Drogo. ¿Y por qué no venía Luca? ¡Cuánto tardaba aquel imbécil en hacer dos tramos de escaleras!

Sin esperarlo, Drogo bajó de la cama y le asaltó una oleada de vértigo, que, sin embargo, se disolvió lentamente. Ahora estaba ante el espejo y miraba espantado su rostro, amarillo y chupado. Es la barba la que me da ese aspecto, probó a decirse Drogo; y con pasos inseguros, aún en camisón, dio vueltas por la estancia en busca de la navaja de afeitar. Pero ¿por qué Luca no se decidía a venir?

¡Pam!, hizo de nuevo la puerta, agitada por la corriente. «¡Qué el diablo te lleve!», dijo Drogo, y se acercó a cerrarla. En ese momento oyó los pasos del asistente, que se aproximaban.

Afeitado y vestido de punta en blanco —aunque se sentía bailar dentro del uniforme demasiado ancho—, el comandante Giovanni Drogo salió del cuarto, echó a andar por el corredor, que le pareció mucho más largo de lo normal. Luca estaba a su lado, algo detrás, dispuesto a sostenerlo, porque veía que el oficial se mantenía en pie a duras penas. Ahora las oleadas de vértigo regresaban intermitentemente; a cada ocasión Drogo tenía que detenerse, apoyándose en el muro. «Me agito demasiado, el consabido nerviosismo —pensó—, pero en conjunto me siento mejor.»

Efectivamente, los vértigos desaparecieron y Drogo llegó a la terraza más alta del fuerte, donde diversos oficiales estaban escrutando con anteojos el triángulo visible de llanura que dejaban libre las llanuras. Giovanni quedó cegado por el pleno esplendor del sol, al que no estaba ya habituado; respondió confusamente a los saludos de los oficiales presentes. Le pareció, aunque quizá fuera sólo una interpretación maligna, que los subalternos lo saludaban con cierta desenvoltura, como si ya no fuera su inmediato superior, el árbitro en cierto sentido de su vida cotidiana. ¿Lo consideraban ya liquidado?

Este desagradable pensamiento fue breve, al regresar la preocupación principal: la idea de la guerra. Drogo distinguió ante todo un sutil humo que se alzaba del borde del Reducto Nuevo; de modo que habían restablecido allí la guardia, se habían tomado ya medidas de excepción, el Mando estaba ya en movimiento, sin que nadie lo hubiera consultado a él, el segundo jefe. Ni siquiera lo habían avisado, incluso. Si Prosdocimo, por propia iniciativa, no hubiera ido a llamarlo, Drogo estaría aún en la cama, ignorante de la amenaza.

Lo asaltó una ira ardiente y amarga, los ojos se le velaron, tuvo que apoyarse en el parapeto de la terraza, y lo hizo controlándose al máximo, para que los otros no comprendieran el estado a que se veía reducido. Se sentía horriblemente solo, entre gente enemiga. Había, sí, algún joven teniente, como Moro, que le tenía cariño, pero ¿qué contaba para él el apoyo de los subalternos?

En ese momento oyó la orden de firmes. Con pasos precipitados apareció el teniente coronel Simeoni, con la cara roja.

—Hace media hora que te busco por todas partes —exclamó hacia Drogo—. ¡Ya no sabía qué hacer! ¡Es preciso tomar decisiones!

Se acercó con exuberante cordialidad, frunciendo las cejas, como si estuviera preocupadísimo y ansioso de recibir los consejos de Drogo. Giovanni se sintió desarmado, de repente se apagó su ira, aunque sabía perfectamente que Simeoni lo estaba engañando. Simeoni se había hecho la ilusión de que Drogo no pudiera moverse, no se había preocupado más de él, había decidido por su cuenta, a reserva de informarlo después cuando todo se hubiera realizado; después le habían dicho que Drogo andaba por la Fortaleza, había corrido en su busca, ansioso de demostrar su buena fe.

—Tengo aquí un mensaje del general Stazzi —dijo Simeoni, anticipándose a cualquier pregunta de Drogo y llevándolo aparte, para que los otros no pudieran oír—. Están a punto de llegar dos regimientos, ¿comprendes? ¿Y dónde los meto?

—¿Dos regimientos de refuerzo? —dijo Drogo, aturdido.

Simeoni le dio el mensaje. El general anunciaba que como medida de seguridad, temiéndose posibles provocaciones enemigas, dos regimientos, el 17.º de Infantería y además un segundo con un grupo de artillería ligera, habían sido enviados para reforzar la guarnición de la Fortaleza; había que establecer, en cuanto fuera posible, el servicio de guardia según la vieja plantilla, es decir, con las fuerzas completas, y que preparar los acantonamientos para oficiales y soldados. Una parte de ellos, naturalmente, acamparía.

—De momento he enviado un pelotón al Reducto Nuevo… ¿He hecho bien, no? —agregó Simeoni, sin darle a Drogo tiempo a contestar—. ¿Los has visto ya?

—Sí, sí, has hecho bien —respondió Giovanni trabajosamente.

Las palabras de Simeoni entraban en sus oídos con un sonido alejado e irreal, las cosas a su alrededor oscilaban desagradablemente. Drogo se sentía mal, un agotamiento atroz lo había invadido de golpe, toda su voluntad se concentraba en el mero esfuerzo de tenerse en pie. «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —suplicó mentalmente—, ¡ayúdame un poco!»

Para enmascarar el colapso pidió un anteojo (era el famoso anteojo del teniente Simeoni) y se puso a mirar hacia el norte apoyando los codos en el parapeto, lo cual lo ayudaba a tenerse en pie. Oh, si al menos los enemigos hubieran esperado un poco, bastaría una semana para que pudiera recobrarse… Habían esperado tantos años, ¿no podían tardar todavía unos días, unos días solamente?

Miró con el anteojo el triángulo visible de desierto, esperó no divisar nada, que la carretera estuviera desierta, que no hubiera ninguna señal de vida; Drogo deseaba eso, tras haber consumido toda su vida en la espera del enemigo.

Esperaba no divisar nada, pero una franja negra atravesaba oblicuamente el fondo blanquecino de la llanura, y esa franja se movía, un denso hormigueo de hombres y convoyes que bajaba hacia la Fortaleza. Nada de las miserables filas de hombres armados de la época de la delimitación de la frontera. Era el ejército del norte, finalmente, y quién sabe…

En este momento Drogo vio que la imagen del anteojo se ponía a girar con movimiento de remolino, se oscurecía cada vez más, se hundía en la oscuridad. Desfallecido, se aflojó sobre el parapeto como un pelele. Simeoni lo sostuvo a tiempo; sujetando el cuerpo vaciado de vida sintió, a través de la tela, la descarnada armazón de los huesos.