VEINTICUATRO

Entre tanto el tiempo corría, su latido silencioso mide cada vez más precipitado la vida, no podemos parar ni un instante, ni siquiera para una ojeada hacia atrás. «¡Párate! ¡Párate!», quisiéramos gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye, los hombres, las estaciones, las nubes; y de nada sirve agarrarse a las piedras, resistir en lo alto de un escollo; los dedos cansados se abren, los brazos se aflojan inertes, nos arrastra de nuevo el río, que parece lento pero jamás se para.

Día tras día Drogo sentía aumentar esta misteriosa ruina, y en vano trataba de contenerla. En la vida uniforme de la Fortaleza le faltaban puntos de referencia y las horas se le escapaban de entre los dedos antes de que consiguiera contarlas.

Estaba además la secreta esperanza por la que Drogo dilapidaba la mejor parte de su vida. Para alimentarla sacrificaba a la ligera meses y meses, y nunca bastaba. El invierno, el larguísimo invierno de la Fortaleza, no fue sino una especie de pago a cuenta. Terminado el invierno, Drogo seguía esperando.

Cuando llegara el buen tiempo —pensaba— los extranjeros reanudarían las obras de la carretera. Pero ya no disponía del anteojo de Simeoni que permitía verlos. Sin embargo, al avanzar las obras —aunque quién sabe cuánto tiempo se necesitaría aún—, los extranjeros se acercarían y un buen día estarían al alcance de los viejos anteojos con que estaban dotados algunos cuerpos de guardia.

Por ello Drogo había fijado el plazo de su espera no ya en la primavera, sino unos meses después, siempre en la hipótesis de que de verdad hicieran una carretera. Y debía incubar estos pensamientos en secreto porque Simeoni, temiendo molestias, no quería ya saber nada de ellos; los otros compañeros le habrían tomado el pelo y los superiores desaprobaban las fantasías de este estilo.

A comienzos de mayo, por mucho que escrutaba la llanura con el mejor de los anteojos de ordenanza, Giovanni no conseguía descubrir aún ningún signo de actividad humana; ni siquiera la luz nocturna, y eso que los fuegos se ven fácilmente incluso a distancias desmesuradas.

Poco a poco la confianza se debilitaba. Es difícil creer en algo cuando uno está solo y no puede hablar de ello con nadie. Precisamente en esa época Drogo se dio cuenta de que los hombres, por mucho que se quisieran, siempre permanecen alejados; si uno sufre, el dolor es completamente suyo, ningún otro puede tomar para sí ni una mínima parte; si uno sufre, no por eso los otros sienten daño, aunque el amor sea grande, y eso provoca la soledad en la vida.

La confianza empezaba a debilitarse y la impaciencia crecía, al notar Drogo que el tictac del reloj se volvía cada vez más apresurado. Ya le ocurría el dejar pasar días enteros sin una ojeada al norte (aunque a veces le gustaba engañarse a sí mismo y persuadirse de que se trataba de un olvido, cuando la verdad es que lo hacía a propósito, para tener una sombra más de probabilidades la próxima vez).

Por fin una noche —pero ¿cuánto tiempo se necesitó?— una lucecita temblorosa apareció en la lente del anteojo, débil luz que parecía palpitar moribunda y que, en cambio, debía de ser, calculando la distancia, una respetable iluminación.

Era la noche del 7 de julio. Drogo recordó durante años la alegría asombrosa que inundó su ánimo y las ganas de correr y gritar, para que todos lo supieran, y el orgulloso trabajo de no decir nada a nadie, a causa del supersticioso temor de que la luz muriese.

Cada noche, en el borde de la muralla, Drogo se ponía a esperar, cada noche la misteriosa lucecita parecía acercarse un poco y hacerse mayor. Muchas veces debía de ser sólo una ilusión, nacida del deseo, pero otras era un efectivo progreso, hasta el punto de que finalmente un centinela la avistó a simple vista.

Después se comenzó a divisar incluso de día, sobre el blanquecino fondo del desierto, un movimiento de pequeños puntos negros, igual que el año anterior, sólo que ahora el anteojo era menos potente y por tanto los extranjeros debían de haberse acercado mucho más.

En septiembre la luz de la presunta obra se distinguía claramente, en las noches serenas, incluso por gente de vista normal. Poco a poco, entre los militares se volvió a hablar de la llanura del norte, de los extranjeros, de aquellos extraños movimientos y luces nocturnas. Muchos decían que era una carretera, aunque no lograban explicarse su finalidad; la hipótesis de una obra militar parecía absurda. Por lo demás, los trabajos parecían avanzar con extraordinaria lentitud respecto a la grandísima distancia que quedaba.

Una noche hasta se oyó a alguien hablar en términos vagos de guerra, y extrañas esperanzas empezaron a revolotear entre las murallas de la Fortaleza.