VEINTIUNO

El paso de un caballo remonta el valle solitario y en el silencio de las gargantas produce un vasto eco; las matas de la cima de los peñascos no se mueven, inmóviles están las hierbecitas amarillas; hasta las nubes pasan por el cielo con especial lentitud. El paso del caballo sube despacio por el camino blanco, es Giovanni Drogo que regresa.

Es él, ahora que se ha acercado se le reconoce perfectamente, y en su cara no se lee ningún especial dolor. No se ha rebelado, pues, no ha solicitado la baja, se ha tragado la injusticia sin rechistar y regresa al puesto de siempre. En el fondo de su alma hay incluso una tímida complacencia por haber evitado bruscos cambios de vida, por poder volver tal cual a sus viejos hábitos. Se hace la ilusión, Drogo, de un glorioso desquite a largo plazo, cree tener aún una inmensidad de tiempo disponible, renuncia así a la lucha menuda por la vida cotidiana. Llegará un día en que todas las cuentas se salden generosamente, piensa. Pero entre tanto los otros llegan, se disputan ávidamente el paso para estar los primeros, adelantan a la carrera a Drogo, sin preocuparse por él, lo dejan atrás. Él los mira desaparecer allá al fondo, perplejo, asaltado por insólitas dudas: ¿y si se hubiera equivocado realmente? ¿Si fuera un hombre normal al que por derecho le toca sólo un mediocre destino?

Giovanni Drogo subía a la solitaria Fortaleza como en aquel día de septiembre, aquel día remoto. Sólo que ahora por el otro lado del valle no avanzaba ningún otro oficial, y en el puente, donde se unían los dos caminos, no venía ya a su encuentro el capitán Ortiz.

Drogo esta vez marchaba solo, y mientras tanto meditaba sobre la vida. Regresaba a la Fortaleza para quedarse quién sabe aún cuánto tiempo, y precisamente en los días en que muchos compañeros la abandonaban para siempre. Sus compañeros habían sido más rápidos, pensaba Drogo, pero tampoco había que excluir que fueran realmente mejores; ésta podía ser la explicación.

Cuanto más tiempo pasaba, más importancia perdía el fuerte. En tiempos remotos quizá había sido una guarnición de importancia, o al menos se lo consideraba tal. Ahora, reducida a la mitad de sus fuerzas, era sólo una barrera de seguridad, excluida estratégicamente de cualquier plan de guerra. Se la mantenía únicamente para no dejar desguarnecida la frontera. Ya no se admitía la posibilidad de la menor amenaza desde la llanura del norte, a lo sumo podía aparecer en el desfiladero alguna caravana de nómadas. ¿En qué se convertía la existencia allá arriba?

Meditando sobre estas cosas, Drogo llegó por la tarde al borde de la última altiplanicie y se encontró ante la Fortaleza. Ya no encerraba, como la primera vez, inquietantes secretos. No era en realidad más que un cuartel limítrofe, una ridícula bicoca, sus murallas sólo resistirían unas horas ante cañones de modelos recientes. Con el paso del tiempo la dejarían arruinarse, ya habían caído algunas almenas y un terraplén se estaba derrumbando sin que nadie lo mandase reparar.

Eso pensaba Drogo, inmóvil en el límite de la altiplanicie, al observar los centinelas de costumbre que iban de un lado a otro por el borde de las murallas. La bandera del tejado colgaba floja, no humeaba ninguna chimenea, ni un alma en la desnuda explanada.

Qué aburrida vida, ahora. Probablemente el alegre Morel se iría de los primeros; en la práctica Drogo se quedaría sin ningún amigo. Y además siempre el mismo servicio de guardia, las consabidas partidas de cartas, las consabidas escapadas al pueblo más cercano para beber un poco y hacer mediocremente el amor. Qué desastre, pensaba Drogo. Y, sin embargo, un residuo de encanto vagaba a lo largo de los perfiles de los amarillos reductos, un misterio se obstinaba allá arriba, en las esquinas de los fosos, a la sombra de las casamatas, sensación inefable de cosas futuras.

En la Fortaleza encontró muchas cosas cambiadas. Ante la inminencia de tantas marchas, reinaba por doquier una gran animación. Aún no se sabía quiénes eran los destinados a partir, y los oficiales, que habían pedido casi todos el traslado, vivían en una ansiosa espera, olvidando los cuidados de un tiempo. El propio Filimore —se sabía con seguridad— abandonaría la Fortaleza, y eso contribuía a perturbar el ritmo del servicio. La inquietud se había propagado incluso entre los soldados, pues gran parte de las compañías, sin determinar aún, tenía que descender a la llanura. Los turnos de guardia se hacían con desgana, a menudo los pelotones no estaban preparados a la hora del relevo, en todos se había asentado la convicción de que tantas precauciones eran estúpidas e inútiles.

Parecía evidente que las esperanzas de antaño, las ilusiones bélicas, la espera del enemigo del norte, no habían sido sino un pretexto para dar sentido a la vida. Ahora que existía la posibilidad de regresar al consorcio civilizado, aquellas historias parecían manías de chiquillos, nadie quería admitir que se las había tomado en serio, ni vacilaba en reírse de ellas. Lo que importaba era marcharse. Cada uno de los colegas de Drogo había puesto en marcha influyentes amistades para conseguir la preferencia, cada uno estaba convencido, en lo más hondo de su corazón, de conseguirlo.

—¿Y tú? —le preguntaban a Giovanni, con ambigua simpatía, los compañeros que se habían callado la gran novedad para pasarle por delante y tener un competidor menos—. ¿Y tú? —le preguntaban.

—Probablemente tendré que quedarme aquí unos meses —respondió Drogo.

Y los otros se apresuraban a animarlo; también a él, caramba, lo trasladarían, era más que justo, no debía ser tan pesimista, y cosas por el estilo.

Solamente Ortiz, entre todos los demás, no parecía cambiado. Ortiz no había pedido irse, desde hacía muchos años no se había vuelto a interesar por el asunto, la noticia de que se reducía la guarnición le había llegado después que a todos los demás, y por eso no había tenido tiempo de avisar a Drogo. Ortiz asistía indiferente al nuevo fermento, se ocupaba con su celo habitual de los asuntos de la Fortaleza.

Hasta que las partidas se iniciaron efectivamente. En el patio hubo un continuo rodar de carros que cargaban material y enseres del cuartel y las compañías se alineaban por turno para despedirse. El coronel bajaba cada vez de su despacho a pasarles revista, decía palabras de despedida a los soldados, su voz era inmóvil y apagada.

Oficiales que habían vivido allá arriba muchos años, que durante cientos de días habían seguido escrutando las soledades del norte desde las escarpas de los reductos, que solían tener interminables discusiones sobre la probabilidad o no de un repentino ataque enemigo, muchos de esos oficiales se marchaban con una cara alegre, guiñando el ojo de modo insolente a los compañeros que se quedaban, se alejaban hacia el valle, petulantemente erguidos en la silla, al mando de sus secciones, y ni siquiera volvían la cabeza para mirar por última vez su Fortaleza.

Solamente Morel, cuando una mañana de sol, en el centro del patio, presentó su pelotón que partía ante el coronel, y bajó saludando el sable, sólo a él le brillaron los ojos, y su voz, al dar las órdenes, tuvo un temblor. Drogo, con la espalda apoyada en un muro, observaba la escena y sonrió amistosamente cuando su compañero pasó ante él a caballo, dirigiéndose a la salida. Quizá era la última vez que se veían; Drogo se llevó la mano derecha a la visera de la gorra, haciendo el saludo reglamentario.

Después volvió a entrar en los zaguanes de la Fortaleza, fríos incluso en verano, que día tras día quedaban más desiertos. Ante la idea de que Morel se había marchado, la herida de la injusticia sufrida se había abierto repentinamente y le dolía. Giovanni fue en busca de Ortiz y lo encontró saliendo de su despacho, con un fajo de papeles. Le dio alcance, se puso a su lado:

—Buenos días, mi comandante.

—Buenos días, Drogo —respondió Ortiz, deteniéndose—. ¿Hay alguna novedad? ¿Desea algo de mí?

En realidad sí quería preguntarle algo. Era un asunto genérico, sin la menor urgencia, pero pesaba sobre su corazón desde hacía unos días.

—Perdone, mi comandante —dijo—. ¿Se acuerda usted de que cuando llegué a la Fortaleza, hace cuatro años y medio, el comandante Matti me dijo que aquí se quedaban sólo los voluntarios? ¿Que si uno quería marcharse era muy libre de hacerlo? ¿Se acuerda de que se lo conté? Según Matti, bastaba con que yo pidiera un reconocimiento médico, por contar con un pretexto formal, sólo que decía que eso fastidiaría un poco al coronel.

—Sí, lo recuerdo vagamente —dijo Ortiz, con una levísima sombra de hastío—. Pero discúlpeme, mi querido Drogo, yo ahora…

—Un minuto, mi comandante… ¿Se acuerda de que por no hacer algo desagradable me conformé a quedarme cuatro meses? Pero si quería, podía marcharme, ¿no?

Ortiz dijo:

—Ya entiendo, mi querido Drogo, pero no es usted el único…

—Entonces —lo interrumpió Drogo con angustia—, entonces ¿no eran más que cuentos? ¿Entonces no era cierto que si quería podía marcharme? ¿Sólo cuentos para que estuviera tranquilo?

—¡Oh! —dijo el comandante—. No lo creo… ¡No se meta eso en la cabeza!

—No me diga que no, mi comandante —replicó Giovanni—. ¿Pretende usted que Matti decía la verdad?

—También a mí me ocurrió lo mismo, más o menos —dijo Ortiz, mirando turbado al suelo—. También yo pensaba entonces en una brillante carrera…

Estaban parados en uno de los grandes corredores y sus voces resonaban tristemente entre los muros, porque el lugar estaba desnudo y deshabitado.

—¿Entonces no es cierto que todos los oficiales han venido aquí a petición propia? Todos obligados a quedarse como yo, ¿o no es así?

Ortiz callaba jugueteando con la contera del sable en una grieta del suelo de piedra.

—Y los que decían que eran ellos los que querían quedarse aquí…, ¿no eran más que cuentos, entonces? —insistía Drogo—. ¿Por qué ninguno tuvo nunca el valor de decirlo?

—Quizá no es exactamente como usted dice —respondió Ortiz—. Hay alguno que realmente prefirió quedarse, pocos, lo reconozco, pero alguno ha habido…

—¿Quién? ¡Dígame quién! —dijo Drogo, vivamente; después se contuvo de pronto—: Oh, disculpe, mi comandante —agregó—, naturalmente no pensaba en usted, ya sabe lo que ocurre cuando uno habla…

Ortiz sonrió:

—¡Ah!, no lo decía por mí, ¿sabe? ¡Probablemente yo también me he quedado aquí de oficio!

Los dos echaron a andar, caminando juntos, y pasaron ante unas pequeñas ventanas oblongas, cerradas por rejas; desde allí se divisaban la desnuda explanada de detrás de la Fortaleza, los montes del sur, los pesados vapores del valle.

—Y entonces —prosiguió Drogo tras un silencio—, entonces, todos aquellos entusiasmos, aquellas historias de los tártaros… ¿No es que se esperaran realmente, entonces?

—¡Claro que se esperaban! —dijo Ortiz—. Lo creían, efectivamente.

Drogo sacudió la cabeza:

—No lo entiendo, palabra…

—¿Qué quiere que le diga? —dijo el comandante—. Son historias un poco complicadas… Aquí arriba uno está un poco como en el exilio, es preciso encontrar una especie de desahogo, es preciso esperar algo. A alguien se le pasó por la cabeza, se empezó a hablar de los tártaros, quién sabe quién fue el primero…

Drogo dijo:

—Quizá también a causa del sitio, a fuerza de ver ese desierto…

—Sí, también por el sitio… Ese desierto, esas nieblas al fondo, esas montañas, no se puede negar… También el sitio contribuye, efectivamente.

Calló un momento, pensando; después continuó, como hablando consigo mismo:

—Los tártaros…, los tártaros… Al principio parece una estupidez, naturalmente, luego uno acaba por creérselo, por lo menos a muchos les sucedió eso, efectivamente.

—Pero usted, mi comandante; perdone, usted…

—Yo es otra cosa —dijo Ortiz—. La mía es otra edad. Ya no tengo aspiraciones de carrera, me basta con un sitio tranquilo… Usted, en cambio, teniente, tiene toda la vida por delante. Dentro de un año, un año y medio como máximo, lo trasladarán…

—¡Ahí va Morel! ¡Feliz él! —exclamó Drogo, deteniéndose ante un ventanuco.

A través de la explanada se veía alejarse el pelotón. Sobre el terreno yermo y batido por el sol los soldados se destacaban nítidamente. Aunque cargados con pesadas mochilas, marchaban con arrogancia.