Después fue a ver a María, la hermana de su amigo Francesco Vescovi. Su casa tenía un jardín, y como estaban en primavera, los árboles ostentaban hojas nuevas; en las ramas cantaban pajarillos.
María fue a su encuentro en la puerta, sonriente. Se había enterado de que él iba a ir y se había puesto un vestido azul, ajustado en la cintura, parecido a otro que un lejano día a él le había gustado.
Drogo había pensado que sería para él una gran emoción, que le latiría el corazón. Pero cuando estuvo a su lado y volvió a ver su sonrisa, cuando oyó el sonido de su voz que decía: «¡Oh, Giovanni, por fin!» (tan distinta de lo que había pensado), tuvo la medida del tiempo transcurrido.
Él era el mismo de antes —creía—, quizá algo más ancho de hombros y tostado por el sol de la Fortaleza. Tampoco ella había cambiado. Pero algo se había interpuesto entre ellos.
Entraron en el gran salón, porque fuera hacía demasiado sol; la estancia estaba inmersa en una suave penumbra, una franja de sol resplandecía sobre la alfombra y un reloj andaba.
Se sentaron en un sofá, al sesgo, para poderse mirar. Drogo la miraba a los ojos sin encontrar palabras, pero ella ponía vivazmente sus miradas alrededor, en parte en él, en parte en los muebles, en parte en un brazalete de turquesas que parecía novísimo.
—Francesco vendrá dentro de un rato —dijo María alegremente—. Mientras tanto estarás un rato conmigo, ¡quién sabe cuántas cosas tienes que contar!
—¡Oh! —dijo Drogo—, nada muy especial, es siempre la…
—Pero ¿por qué me miras así? —preguntó ella—. ¿Me encuentras tan cambiada?
No, Drogo no la encontraba cambiada, incluso estaba sorprendido de que una muchacha, en cuatro años, no hubiera sufrido alguna visible mudanza. Pero tenía una sensación vaga de desilusión y de frío. No conseguía encontrar el tono de antes, cuando se hablaban como hermanos y podían bromear sobre todo sin herirse. ¿Por qué estaba tan comedida en el sofá y hablaba con tanta gracia? Habría tenido que tirarle de un brazo, decirle: «Pero ¿estás loca? ¿Cómo se te ocurre jugar a las personas serias?» El gélido encanto se habría roto.
Pero Drogo no se sentía capaz. Ante él estaba una persona distinta y nueva, cuyos pensamientos le eran desconocidos. Él mismo, quizá, ya no era el de antes, y había sido él quien comenzó con un tono falso.
—¿Cambiada? —respondió Drogo—. No, no, nada en absoluto.
—¡Ah! Dices eso porque me encuentras más fea, eso es. ¡Dime la verdad!
¿Era María la que hablaba? ¿No estaba bromeando? Casi incrédulo, Giovanni escuchaba sus palabras y esperaba que en cualquier momento se desprendiese de aquella elegante sonrisa, de aquella actitud suave, y soltase una carcajada.
«Fea, sí, te encuentro fea», habría respondido en los buenos tiempos Giovanni, pasándole un brazo por la cintura, y ella se habría apretado contra él. Pero ¿ahora? Habría sido absurdo, una broma de mal gusto.
—Claro que no, te digo —respondió Drogo—. Estás idéntica, te lo aseguro.
Ella lo miró con una sonrisa poco convencida y cambió de tema:
—Y ahora dime: ¿has venido para quedarte?
Era una pregunta que él había previsto («Depende de ti», había pensado responder, o algo por el estilo). Pero se la había esperado antes, en el momento del encuentro, como habría sido natural, si verdaderamente le interesaba. Ahora, en cambio, le había llegado casi por sorpresa, y era algo distinto, una pregunta casi de compromiso, sin sobreentendidos sentimentales.
Hubo un instante de silencio en el salón en penumbra, donde llegaban del jardín cantos de pájaros y de una remota lejanía acordes de piano, lentos y mecánicos, de alguien que estudiaba.
—No sé, por ahora no sé. Tengo sólo un permiso —dijo Drogo.
—¿Nada más que un permiso? —dijo de inmediato María, y hubo en su voz una sutil vibración que podría ser casualidad o desilusión, y hasta dolor. Pero algo se había interpuesto realmente entre ellos, un velo indefinible y vago que no quería disolverse; quizá había crecido lentamente, durante la larga separación, día tras día, separándolos, y ninguno de los dos lo sabía.
—Dos meses. Después quizá tenga que volver, quizá me den otro destino, quizá incluso aquí, en la ciudad —explicó Drogo. La conversación ahora le resultaba penosa, una indiferencia había entrado en su ánimo.
Ambos callaron. La tarde se estancaba sobre la ciudad, los pájaros habían enmudecido, se oían sólo los lejanos acordes del piano, tristes y metódicos, que subían y subían, llenando toda la casa, y en aquel sonido había una especie de obstinada fatiga, una cosa difícil de decir que jamás se logra decir.
—Es la hija de los Micheli, en el piso de arriba —dijo María, advirtiendo que Giovanni escuchaba.
—También tú tocabas en tiempos esa música, ¿no?
María dobló graciosamente la cabeza como para escuchar.
—No, no, ésa es demasiado difícil, la habrás oído en otra parte…
Drogo dijo:
—Me parecía…
El piano sonaba con inalterable pena. Giovanni miraba la franja de sol sobre la alfombra, pensaba en la Fortaleza, imaginó la nieve que se disolvía, el goteo sobre las terrazas, la pobre primavera de la montaña, que conoce sólo pequeñas flores en los prados y perfumes de siega transportados por el viento.
—Pero ahora te trasladarán, ¿no? —prosiguió la muchacha—. Después de tanto tiempo bien tendrás derecho. ¡Debe ser muy aburrido aquello!
Dijo estas últimas palabras con leve ira, como si la Fortaleza le resultara odiosa.
«Quizá un poco aburrido; desde luego, prefiero estar aquí contigo.» Esta mísera frase relampagueó en la mente de Drogo como una valerosa posibilidad. Era trivial, pero quizá habría bastado. Pero de golpe todo deseo se apagó; Giovanni pensó con desagrado, incluso, en lo ridículas que habrían sido esas palabras pronunciadas por él.
—Sí, claro que sí —dijo entonces—. ¡Pero los días pasan tan pronto!
Se oía el sonido del piano, pero ¿por qué los acordes seguían subiendo sin concluir jamás? Académicamente desnudos, repetían con resignado despego una vieja historia en tiempos querida. Hablaban de una noche de niebla entre los faroles de la ciudad y de ellos dos que caminaban bajo los árboles sin hojas, por la avenida desierta, repentinamente felices, de la mano como niños, sin comprender por qué. También aquella noche, lo recordaba, había pianos que tocaban en las casas, las notas salían por las ventanas iluminadas, y aunque probablemente se trataba de aburridos ejercicios, Giovanni y María nunca habían oído músicas más suaves y humanas.
—Es cierto —agregó Drogo bromeando— que allá arriba no hay grandes diversiones, pero uno se había habituado…
La conversación, en el salón con olor a flores, parecía adquirir lentamente una poética añoranza, amiga de las confesiones de amor. «Quién sabe —pensaba Giovanni—, este primer encuentro después de una separación tan larga no podía ser distinto, quizá podremos volver a encontrarnos, tengo dos meses de tiempo; así, de golpe, no se puede juzgar, puede que aún me quiera y que yo no regrese a la Fortaleza.» Pero la muchacha dijo:
—¡Qué lástima! Me marcho con mamá y Georgina dentro de tres días; estaremos fuera unos meses, creo —con la idea se animaba gozosa—. Vamos a Holanda.
—¿A Holanda?
La muchacha hablaba ahora del viaje muy entusiasmada, de los amigos con los que se marcharía, de sus caballos, de las fiestas que se habían celebrado en carnaval, de su vida, de sus compañeras, inconsciente de Drogo.
Ahora se sentía enteramente a sus anchas y parecía más guapa.
—Una idea magnífica —dijo Drogo, que sentía un nudo amargo en la garganta—. He oído que ésta es la mejor estación en Holanda. Dicen que hay llanuras llenas de tulipanes en flor.
—Oh, sí, debe ser bellísimo —aprobaba María.
—En vez de trigo cultivan rosas —continuaba Giovanni con leve ondulación de la voz—, millones y millones de rosas hasta perderse de vista, y sobre ellas se ven los molinos de viento, todos recién pintados de vivos colores.
—¿Recién pintados? —preguntó María, que empezaba a entender la broma—. ¿Qué quieres decir?
—Eso cuentan —respondió Giovanni—. Hasta lo he leído en un libro.
La franja de sol, tras recorrer toda la alfombra, subía ahora progresivamente a lo largo de la taracea de un escritorio. La tarde ya moría, la voz del piano se había vuelto débil, fuera del jardín un pajarillo aislado volvía a cantar. Drogo contemplaba los morillos de la chimenea, exactamente iguales a un par que había en la Fortaleza; la coincidencia le daba un sutil consuelo, como si demostrase que, después de todo, Fortaleza y ciudad eran un solo mundo, con iguales hábitos de vida. Pero aparte los morillos, Drogo no había conseguido descubrir nada en común.
—Debe ser bonito, sí —dijo María, bajando los ojos—. Pero ahora que estamos a punto de partir, se me han quitado las ganas.
—Bobadas, siempre ocurre en el último momento, ¡es tan aburrido preparar el equipaje! —dijo aposta Drogo, como si no hubiera entendido la alusión sentimental.
—Oh, no es por el equipaje, no es por eso…
Habría sido menester una palabra, una simple frase, para decirle que su partida le disgustaba. Pero Drogo no quería pedir nada, en aquel momento no era capaz, de verdad, le habría parecido una mentira. Por eso calló, con una sonrisa ambigua.
—¿Salimos un momento al jardín? —propuso por fin la muchacha, sin saber ya qué decir—. El sol debe de haberse puesto.
Se levantaron del sofá. Ella callaba, como esperando que Drogo le hablase, y lo miraba quizá con un resto de amor. Pero el pensamiento de Giovanni, a la vista del jardín, voló a los áridos prados que rodeaban la Fortaleza; también allá arriba estaba a punto de llegar la estación templada, valientes hierbecillas despuntaban entre las piedras. Precisamente por aquellos días, cientos de años antes, habían llegado quizá los tártaros. Drogo dijo:
—Hace ya mucho calor para ser abril. Ya verás como vuelve a llover.
Dijo exactamente eso, y María tuvo una pequeña sonrisa desolada.
—Sí, hace demasiado calor —respondió con voz átona, y ambos se dieron cuenta de que todo había acabado. Ahora estaban otra vez lejos, entre ellos se abría un vacío, en vano alargaban las manos para tocarse, la distancia aumentaba cada minuto.
Drogo comprendía que aún quería a María y que amaba su mundo; pero todas las cosas que alimentaban su vida de antes se habían quedado lejos; un mundo ajeno, donde su puesto había sido ocupado fácilmente. Y lo consideraba ahora desde fuera, aunque con nostalgia; volver a entrar en él le habría resultado incómodo, caras nuevas, costumbres distintas, nuevas bromas, nuevos modos de hablar, para los que no estaba entrenado.
Aquélla ya no era su vida, él había cogido otro camino, retroceder habría sido estúpido e inútil.
Como Francesco no llegaba, Drogo y María se despidieron con exagerada cordialidad, guardándose cada uno para sí sus secretos pensamientos. María le estrechó la mano con fuerza, mirándolo fijamente a los ojos, quizá una invitación a que no se marchara así, a perdonarlo, a volver a intentar lo que ya estaba perdido…
También él la miró con fijeza y dijo:
—Adiós, espero que nos veamos antes de tu marcha.
Después se fue sin volverse hacia atrás, con pasos marciales, hacia la verja de entrada, haciendo rechinar en el silencio la gravilla del sendero.