DIECIOCHO

Se abrió la puerta de su casa y Drogo sintió de inmediato el viejo olor doméstico, como cuando, de niño, regresaba a la ciudad tras los meses de verano en el campo. Era un olor familiar y amigo, y sin embargo, después de tanto tiempo, afloraba en él algo mezquino. Le recordaba, sí, los años lejanos, la dulzura de ciertos domingos, las alegres cenas, la niñez perdida, pero hablaba también de ventanas cerradas, de tareas, de limpieza matutina, de enfermedades, de peleas, de ratones.

—¡Oh, señorito! —le gritó exultante la buena Giovanna, que le había abierto la puerta. Y en seguida llegó su madre; gracias a Dios, aún no cambiada.

Sentado en el salón, mientras intentaba responder a las muchas preguntas, sentía mudarse la felicidad en tristeza desganada. La casa le parecía vacía en comparación con antes, uno de los hermanos se había marchado al extranjero, otro estaba de viaje quién sabe dónde, el tercero en el campo. Sólo quedaba la madre, y también ella tuvo que salir un poco después para una función de iglesia donde la esperaba una amiga.

Su habitación seguía idéntica, tal como la había dejado, no habían movido ni un libro, y sin embargo le pareció de otro. Se sentó en la butaca, escuchó el ruido de los carros en la calle, el intermitente vocerío que llegaba de la cocina. Estaba solo en su habitación, su madre rezaba en la iglesia, sus hermanos estaban lejos, todo el mundo vivía, pues, sin necesitar para nada a Giovanni Drogo. Abrió una ventana, vio las casas grises, tejados tras tejados, un cielo caliginoso. Buscó en un cajón sus viejos cuadernos escolares, un diario que había llevado durante años, ciertas cartas; se asombró de haber escrito él aquellas cosas, ni siquiera se acordaba, todo se refería a extraños hechos olvidados. Se sentó al piano, intentó un acorde, volvió a bajar la tapa del teclado. ¿Y ahora?, se preguntaba.

Extranjero, vagó por la ciudad, en busca de viejos amigos; los supo ocupadísimos con negocios, con grandes empresas, con la carrera política. Le hablaron de cosas serias e importantes, fábricas, vías férreas, hospitales. Alguno lo invitó a comer, alguno se había casado, todos habían tomado caminos distintos y en cuatro años se habían vuelto ya lejanos. Por mucho que lo intentase (aunque quizá ya no era capaz), no conseguía que renacieran las charlas de antaño, las bromas, los modismos. Vagaba por la ciudad en busca de viejos amigos —y habían sido muchos—, pero acababa encontrándose solo en una acera, con muchas horas vacías ante sí antes de que cayera la noche.

Por la noche se quedaba fuera de casa hasta tarde, decidido a divertirse. Todas las veces salía con las consabidas y vagas esperanzas juveniles de amor, todas las veces regresaba desilusionado. Empezó a odiar la calle que lo conducía solitario a su casa, siempre igual y desierta.

Hubo en esa época un gran baile, y Drogo, al entrar en el edificio en compañía de su amigo Vescovi, el único que había recobrado, se sentía en las mejores disposiciones de ánimo. Aunque ya era primavera, la noche sería larga, un espacio de tiempo casi ilimitado; antes del alba podían suceder muchas cosas; Drogo no estaba en condiciones de especificarlas exactamente, pero desde luego le esperaban varias horas de incondicional placer. En efecto, había empezado a bromear con una muchacha vestida de violeta y aún no habían dado las doce, quizá antes del día habría nacido el amor; pero el dueño de la casa lo llamó para enseñarle detalladamente la mansión, lo arrastró por laberintos y galerías, lo tuvo relegado en la biblioteca, lo obligó a examinar pieza a pieza una colección de armas, le hablaba de cuestiones estratégicas, de chistes militares, de anécdotas de la Casa Real, y mientras tanto pasaba el tiempo, los relojes se habían puesto a correr espantosamente. Cuando Drogo consiguió liberarse, ansioso por volver al baile, las salas se habían ya semivaciado, la muchacha vestida de violeta había desaparecido; probablemente ya había regresado a su casa.

En vano Drogo trató de beber, en vano rio sin sentido, ni siquiera el vino le servía ya. Y la música de los violines se hacía cada vez más débil, en cierto momento tocaban literalmente en el vacío porque nadie bailaba ya. Drogo se encontró, con la boca amarga, entre los árboles del jardín, oía ciertos ecos de un vals mientras el encantamiento de la fiesta se desvanecía y el cielo se ponía lentamente pálido con el alba próxima.

Al ponerse las estrellas, Drogo se quedó, entre negras sombras vegetales, a ver alzarse el día, mientras una por una las carrozas doradas se alejaban del palacio. Ahora también callaron los músicos, y un lacayo vagó por las salas bajando las luces. Desde un árbol, exactamente sobre Drogo, llegó agudo y fresquísimo el trino de una avecilla. El cielo se volvía progresivamente más claro, todo reposaba silencioso en la confiada espera de un buen día. En ese momento —pensó Drogo— los primeros rayos del sol habrían alcanzado los bastiones de la Fortaleza y a los centinelas friolentos. Su oído esperó inútilmente un toque de corneta.

Atravesó la ciudad dormida, aún inmersa en el sueño, abrió con exagerado ruido el portal de su casa. En el piso ya se filtraba por las rendijas de las persianas un poco de luz.

—Buenas noches, mamá —dijo al pasar por el pasillo.

Y de la habitación, al otro lado de la puerta, le pareció que, como de costumbre, como en los días lejanos cuando regresaba a altas horas de la noche, le respondía un sonido confuso, una voz amorosa aunque rebosante de sueño. Y siguió casi apaciguado hacia su cuarto, cuando advirtió que también ella hablaba.

—¿Qué tienes, mamá? —preguntó en el vasto silencio.

En ese mismo instante comprendió que había confundido el rodar de una carroza lejana con la querida voz. En realidad, su madre no había contestado, los pasos nocturnos del hijo ya no podrían despertarla como antaño, se habían vuelto ajenos, como si su sueño hubiera cambiado con el tiempo.

Antaño sus pasos le llegaban en sueños como una llamada establecida. Todos los otros ruidos de la noche, incluso mucho más fuertes, no bastaban para despertarla, ni los carros por la calle, ni el llanto de un niño, ni los aullidos de los perros, ni las lechuzas, ni una contraventana que se bate, ni el viento en los aleros, ni la lluvia o el crujido de los muebles. Sólo le despertaba el paso de él, no porque fuera ruidoso (Giovanni incluso caminaba de puntillas). Por ninguna razón especial, sólo porque él era su hijito.

Pero ahora ya no. Ahora él había saludado a su madre como antaño, con la misma inflexión de voz, seguro de que con el familiar ruido de sus pasos se había despertado. Pero nadie le había respondido, salvo el rodar de la lejana carroza. Una estupidez, pensó, una ridícula coincidencia, podía ser. Pero le quedaba, mientras se disponía a meterse en la cama, una impresión amarga, como si el afecto de antaño se hubiera empañado, como si entre ellos dos el tiempo y la lejanía hubieran extendido lentamente un velo de separación.