DIECISIETE

Hasta que la nieve de las terrazas de la Fortaleza se puso blanda y los pies se hundían en ella como en légamo. El dulce sonido de las aguas llegó repentinamente de las montañas más cercanas, aquí y allá, a lo largo de los salientes, se descubrían listas blancas verticales que centelleaban al sol, y los soldados se sorprendían de vez en cuando canturreando, como no hacían desde hacía meses.

El sol ya no corrió como antes, ansioso de ponerse, sino que empezaba a pararse un poco en medio del cielo, devorando la nieve acumulada, y era inútil que las nubes se precipitaran aún desde los hielos del norte; ya no conseguían hacer nieve, sólo podían lluvia, y la lluvia no hacía más que disolver la poca nieve que quedaba. Había vuelto el buen tiempo.

Ya se oían por la mañana voces de pájaros que todos creían haber olvidado. En compensación, los cuervos ya no estaban reunidos sobre la altiplanicie de la Fortaleza esperando los desechos de las cocinas, sino que se diseminaban por los valles en busca de comida fresca.

Por la noche, en los dormitorios, las tablas que sostienen las mochilas, las perchas para los fusiles, las propias puertas, y hasta los hermosos muebles de nogal macizo del cuarto del coronel, todas las maderas de la Fortaleza, incluidas las más viejas, lanzaban crujidos en la oscuridad. A veces eran golpes secos como pistoletazos, parecía que algo se hacía verdaderamente pedazos, alguien se despertaba en el catre y aguzaba el oído; pero no lograba oír nada, salvo otros crujidos que susurraban en la noche.

Es el momento en que las viejas tablas resucitan una obstinada nostalgia de vida. Muchísimos años antes, en los días felices, había un flujo juvenil de calor y de fuerza, de las ramas salían haces de brotes. Después, el árbol había sido derribado. Y ahora que es primavera, infinitamente menor, una pulsación de vida. Antaño flores y hojas; hoy sólo un vago recuerdo, un poquito, para hacer crac, y después se acabó hasta el año que viene.

Es el momento en que los hombres de la Fortaleza empiezan a tener curiosos pensamientos que nada tienen de militar. Las murallas ya no son refugio hospitalario, sino que dan una impresión de cárcel. Su aspecto desnudo, las listas oscuras de los desagües, las aristas oblicuas de los bastiones, su color amarillo, no responden de ningún modo a las nuevas disposiciones de ánimo.

Un oficial —de espaldas no se puede ver quién es, y podría ser Giovanni Drogo— camina aburrido, en la mañana de primavera, por los vastos lavaderos de la tropa, desiertos a estas horas. No tiene que hacer inspecciones o comprobaciones; da vueltas sin más, sólo por moverse; por otra parte, todo está en regla, las pilas limpias, el suelo barrido y ese grifo que gotea no es culpa de los soldados.

El oficial se detiene mirando hacia arriba, a una de las altas ventanas. Los cristales están cerrados, probablemente hace muchos años que no los lavan y en las esquinas cuelgan telarañas. Nada que conforte de algún modo el ánimo humano. Sin embargo, detrás de los cristales, se consigue descubrir una cosa que parece un cielo. Ese mismo cielo —piensa quizá el oficial—, ese mismo sol ilumina simultáneamente los sórdidos lavaderos y ciertas praderas lejanas.

Las praderas son verdes y han nacido hace poco pequeñas flores de un presumible color blanco. También los árboles, como es debido, han echado hojas nuevas. Sería hermoso cabalgar sin meta por el campo. ¿Y si por un caminito, en medio de los setos, avanzase una hermosa muchacha, y cuando pasáramos a su lado a caballo nos saludase con una sonrisa? Pero qué cosa más ridícula… ¿Son admisibles en un oficial de la Fortaleza Bastiani ideas tan estúpidas?

A través de la polvorienta ventana del lavadero, por extraño que pueda parecer, se logra ver también una nube blanca de agradable forma. Nubes iguales navegan en este momento sobre la ciudad lejana; gente que pasea, plácida, las mira de vez en cuando, contenta de que el invierno haya acabado; casi todos visten trajes nuevos o remozados, las mujeres jóvenes llevan sombreros con flores y ropas de colores. Todos tienen un aire satisfecho, como si esperaran de un momento a otro cosas buenas. Al menos antaño era así, quién sabe si ahora habrá llegado una moda distinta. ¿Y si en un alféizar hubiera una guapa muchacha y cuando pasáramos por debajo nos saludase, sin ninguna razón especial, nos saludase amistosamente con una hermosa sonrisa? En el fondo son cosas ridículas, boberías de colegial.

A través de los cristales sucios se descubre, al sesgo, un trozo de muralla. También está inundado de sol, pero no se desprende de él alegría. Es la pared de un cuartel, haya sol o luna, para la muralla es absolutamente indiferente; basta con que no nazcan obstáculos a la buena marcha del servicio. La muralla de un cuartel, y nada más. Y sin embargo un día, en un lejano septiembre, el oficial se había quedado mirándola casi fascinado; entonces esas murallas parecían custodiar para él un severo aunque envidiable destino. A pesar de que no lograba encontrarlas hermosas, se había quedado inmóvil durante unos minutos, como ante un prodigio.

Un oficial vaga por los lavaderos desiertos, otros están de servicio en los diversos reductos, otros cabalgan por la pedregosa explanada, otros están sentados en los despachos. Ninguno logra comprender bien qué ha sucedido, pero las caras de los demás le ponen los nervios de punta. Siempre las mismas caras, piensa instintivamente, siempre las mismas palabras, el mismo servicio, los mismos documentos. Y mientras tanto fermentan tiernos deseos, no es fácil establecer con exactitud qué querría uno, desde luego no aquellas murallas, aquéllos soldados, aquellos toques de corneta.

Corre entonces, caballito, por el camino de la llanura, corre antes de que sea tarde, no te detengas, aunque estés cansado, antes de ver los prados verdes, los árboles familiares, las moradas de los hombres, las iglesias y los campanarios.

Y entonces, adiós Fortaleza, detenerse aún sería peligroso, tu fácil misterio se ha derrumbado, la llanura del norte seguirá estando desierta, nunca jamás vendrán los enemigos, nunca jamás vendrá nadie a asaltar tus pobres murallas. Adiós, comandante Ortiz, melancólico amigo que ya no eres capaz de apartarte de esta bicoca; y como tú otros muchos, os habéis obstinado demasiado tiempo esperando, el tiempo ha sido más rápido que vosotros, y no podéis empezar de nuevo.

Giovanni Drogo sí, en cambio. Ningún compromiso lo retiene en la Fortaleza. Ahora regresa a la llanura, vuelve a entrar en el consorcio de los hombres, no será difícil que le den algún encargo especial, acaso una misión en el extranjero en el séquito de un general. En estos años, mientras él estaba en la Fortaleza, habrá perdido muchas buenas ocasiones, pero Giovanni es todavía joven, le queda todo el tiempo posible para remediarlo.

Adiós, pues, Fortaleza, con tus absurdos reductos, tus soldados pacientes, tu señor coronel que todas las mañanas, sin que lo vean, escruta con el anteojo el desierto del septentrión, pero es inútil, nunca hay nada. Un saludo a la tumba de Angustina; quizá fue el más afortunado de todos, al menos él murió como un verdadero soldado, mejor, en cualquier caso, que en el probable lecho de un hospital. Un saludo a su habitación; después de todo Drogo durmió honestamente en ella cientos de noches. Otro saludo al patio, donde también esta noche, con las formalidades de costumbre, se alinean las guardias entrantes. El último saludo a la llanura del norte, vacía ya de ilusiones.

No lo pienses más, Giovanni Drogo, no te vuelvas hacia atrás ahora que has llegado al borde de la altiplanicie y el camino está a punto de hundirse en el valle. Sería una estúpida debilidad. La conoces piedra a piedra, podría decirse, la Fortaleza Bastiani, desde luego no corres peligro de olvidarla. El caballo trota alegremente, el día es bueno, el aire tibio y ligero, la vida aún larga por delante, casi está aún por empezar; ¿qué necesidad habría de echar un último vistazo a las murallas, a las casamatas, a los centinelas de turno en el borde de los reductos? Se vuelve así lentamente una página, se extiende al lado opuesto, agregándose a las otras ya acabadas, por ahora es sólo una capa fina, las que quedan por leer son, en comparación, un montón inagotable. Pero de todos modos siempre es una página gastada, mi teniente, una porción de vida.

Desde el borde de la pedregosa altiplanicie, Drogo, en efecto, no se vuelve a mirar, sin una sombra de vacilación espolea el caballo cuesta abajo, no intenta volver ni un centímetro la cabeza, silba una canción con pasable desenvoltura, aunque le cueste trabajo.