La expedición para delimitar los confines en el trecho de frontera que había quedado sin marcar partió al día siguiente de madrugada. La mandaba el gigantesco capitán Monti, acompañado por el teniente Angustina y por un sargento primero. A cada uno de los tres se les habían confiado las contraseñas de ese día y de los cuatro siguientes; en cualquier caso, el más antiguo de los soldados supervivientes tendría facultades para abrir la guerrera de los superiores muertos o desvanecidos, para hurgar en el bolsillo interior, para extraer el sobre sellado que contenía la palabra secreta para regresar a la Fortaleza.
Unos cuarenta hombres armados salieron de las murallas de la Fortaleza, hacia el norte, mientras estaba naciendo el sol. El capitán Monti llevaba zapatos gruesos claveteados, parecidos a los de los soldados. Sólo Angustina llevaba botas, y el capitán las había mirado con exagerada curiosidad, antes de salir, aunque sin decir nada.
Descendieron un centenar de metros entre cúmulos de rocas, después doblaron a la derecha, horizontalmente, hacia la embocadura de un angosto valle rocoso que se adentraba en el corazón de la montaña.
Llevaban media hora andando cuando el capitán dijo:
—Con esos chismes —aludía a las botas de Angustina— se cansará.
Angustina no dijo nada.
—No quisiera que tuviéramos que detenernos —repitió al cabo de un rato el capitán—. Le harán daño, ya lo verá.
Angustina respondió:
—Ya es demasiado tarde, mi capitán; habría podido decírmelo antes, si es como usted dice.
—Total —replicó Monti—, habría sido lo mismo. Le conozco, Angustina, se las habría puesto lo mismo.
Monti no lo podía aguantar. «Con todos esos aires que te das —pensaba—, ya te enseñaré dentro de poco.» Y forzaba al máximo la marcha, incluso en las pendientes más empinadas, sabiendo que Angustina no era robusto. Entre tanto se habían acercado a la base de las paredes. La grava se había vuelto más menuda y los pies se hundían trabajosamente en ella.
El capitán dijo:
—Normalmente sopla un viento infernal por esta garganta… Pero hoy se está bien.
El teniente Angustina calló.
—Por suerte no hace sol —siguió Monti—. Se marcha bien hoy.
—Pero ¿usted ya ha estado por aquí? —preguntó Angustina.
Monti respondió:
—Una vez, había que buscar a un soldado fug…
Se interrumpió porque de lo alto de un gris murallón, cortado a pico sobre ellos, había llegado un sonido de derrumbamiento. Se oían los golpes de las piedras berroqueñas que estallaban contra las rocas, y rebotaban con salvaje ímpetu abismo abajo, entre humaredas de polvo. Un estruendo de trueno repercutía de una pared a otra. El misterioso derrumbamiento continuó durante unos minutos en el corazón de los despeñaderos, pero se agotó en las profundas torrenteras antes de llegar abajo; a la grava por donde subían los soldados sólo llegaron dos o tres piedrecillas.
Todos habían callado, en aquellos estruendos de derrumbamiento se había sentido una presencia enemiga. Monti miró a Angustina con un vago aire de desafío. Esperaba que tuviese miedo, pero nada de eso. Sin embargo, el teniente parecía exageradamente acalorado por la breve marcha; su elegante uniforme se había descompuesto.
«Con todos los aires que te das, maldito esnob —pensaba Monti—, ya te quiero ver dentro de poco.» Reanudó de inmediato la marcha, forzando aún más el paso, y de vez en cuando lanzaba breves ojeadas hacia atrás para examinar a Angustina; sí, tal y como había esperado y previsto, se veía que las botas empezaban a torturarle los pies. No es que Angustina aflojase el paso o su cara expresase dolor. Se notaba por el ritmo de la marcha, por la expresión de severo empeño marcada en su frente.
Dijo el capitán:
—Noto que hoy seguiremos adelante unas seis horas. Si no fuera por los soldados… Hoy todo va muy bien —insistía con ingenua malicia—. ¿Qué tal, teniente?
—Perdone, mi capitán —dijo Angustina—. ¿Qué ha dicho?
—Nada —y sonreía, avieso—, le preguntaba qué tal iba.
—Ah, sí, gracias —dijo Angustina evasivamente; y tras una pausa, para ocultar el jadeo de la subida—; lástima que…
—Lástima ¿qué? —preguntó Monti, esperando que el otro se confesara cansado.
—Lástima que no se pueda venir más a menudo aquí arriba, son lugares bellísimos —y sonreía con su tono de despego.
Monti aceleró aún más el paso. Pero Angustina seguía detrás; su cara estaba ahora pálida por el esfuerzo, regueros de sudor bajaban desde el borde de la gorra, también la tela de la chaqueta, en la espalda, se había humedecido, pero no decía una palabra ni perdía terreno.
Ahora habían entrado entre las peñas, horrendas paredes grises se alzaban a plomo a su alrededor, el valle parecía seguir subiendo hasta alturas inconcebibles.
Cesaban los aspectos de la vida habitual para dejar su puesto a la inmóvil desolación de la montaña. Fascinado, Angustina alzaba de vez en cuando los ojos a las crestas que gravitaban sobre ellos.
—Haremos una parada más adelante —dijo Monti, que no le quitaba ojo—. Aún no se ve el sitio. Pero, sinceramente, ¿no está cansado, verdad? A veces uno no está en condiciones. Y es mejor decirlo, aunque se corra el riesgo de llegar tarde.
—Sigamos, sigamos —fue la respuesta de Angustina, como si el superior fuera él.
—¿Sabe? Se lo decía porque a cualquiera le puede ocurrir no estar en condiciones. Lo decía sólo por eso…
Angustina estaba pálido, regueros de sudor fluían desde el borde de la gorra, la chaqueta estaba totalmente empapada. Pero apretaba los dientes y no cedía, antes se hubiera muerto. Tratando de que el capitán no lo viese, lanzaba realmente ojeadas hacia el extremo del valle, buscando un final a sus fatigas.
Mientras tanto el sol se había alzado e iluminaba las cimas más altas, aunque sin el fresco esplendor de las buenas mañanas de otoño. Un velo de calígine se extendía lentamente por el cielo, subrepticio y uniforme.
Ahora en realidad las botas empezaban a hacerle un daño infernal, el cuero mordía el empeine del pie; a juzgar por el sufrimiento de la piel, debía ya de haberse desgarrado.
De repente cesaron los paredones y el valle desembocó en una breve altiplanicie con enfermizas hierbecillas, al pie de un circo de paredes. A un lado y otro se alzaban, en una maraña de torres y de hendiduras, murallas cuya altura era difícil estimar.
Aunque a regañadientes, el capitán Monti ordenó una parada y dio tiempo para comer a los soldados. Angustina se sentó en un peñasco con toda compostura, aunque temblaba con el viento que le helaba el sudor. Él y el capitán compartieron un poco de pan, una loncha de carne, queso, una botella de vino.
Angustina tenía frío, miraba al capitán y los soldados, por si alguno desataba el rollo del capote, para poderlo imitar. Pero los soldados parecían insensibles a la fatiga y bromeaban entre sí, el capitán comía con ávida complacencia, mirando entre un bocado y otro una escarpada montaña sobre ellos.
—Ahora —dijo—, ahora ya veo por dónde se puede subir —y señalaba la abrupta pared que finalizaba sobre la cresta en litigio—. Hay que subir rectos por aquí. Bastante empinado, ¿no? ¿Qué le parece, teniente?
Angustina miró la pared. Para alcanzar la cresta del confín no había otro remedio que subir por allí, a menos que se quisiera rodearla por algún puerto. Pero eso llevaría mucho más tiempo y había que apresurarse, en cambio; los del norte llevaban la ventaja de haberse puesto en marcha los primeros, y por su lado el camino era mucho más fácil. Había que atacar la pared precisamente de frente.
—¿Por ahí arriba? —preguntó Angustina, observando los abruptos despeñaderos, y notó que unos cien metros más a la izquierda el camino habría sido mucho más sencillo.
—Rectos por ahí, claro —repitió el capitán—. ¿Qué le parece?
Angustina dijo:
—Todo consiste en llegar antes que ellos.
El capitán le miró con manifiesta antipatía.
—Bueno —dijo—. Ahora juguemos una partidita.
Sacó del bolsillo un mazo de cartas, extendió sobre una piedra cuadrada su capote, invitó a Angustina a jugar, y después dijo:
—Esas nubes… Usted las mira de cierta manera, pero no tenga miedo, no son nubes de mal tiempo, ésas… —y se rio, quién sabe por qué, como si hubiera gastado una ingeniosa broma.
Empezaron a jugar. Angustina se sentía helado por el viento. Mientras que el capitán se había sentado entre dos grandes piedras que lo abrigaban, a él le daba el aire en plena espalda. «¡Esta vez enfermo!», pensaba.
—¡Ah, esto es demasiado para usted! —gritó, literalmente chilló, el capitán Monti, sin previo aviso—. ¡Por Dios, darme así un as! Pero, mi querido teniente, ¿dónde tiene la cabeza? Sigue mirando para arriba y ni siquiera se fija en las cartas.
—¡No, no! —respondió Angustina—. ¡Ha sido un error! —Y trató de reír sin conseguirlo.
—Diga la verdad —dijo Monti con triunfal satisfacción—. Diga la verdad; esos chismes le hacen daño, lo habría jurado desde que salimos.
—¿Qué chismes?
—Sus hermosas botas. No son para estas marchas, mi querido teniente. Diga la verdad: le hacen daño.
—Me molestan —admitió Angustina con un tono de desprecio, como para indicar que le fastidiaba hablar de eso—. Me han molestado, efectivamente.
—¡Ja, ja! —rio contento el capitán—. ¡Ya lo sabía yo! Claro, no hay que andar con botas peñas arriba.
—Mire que le he echado un rey de espadas —advirtió gélido Angustina—. ¿No tiene para seguirme?
—Sí, sí, no me daba cuenta —dijo el capitán, siempre alegrísimo—. ¡Claro! ¡Esas botas!
Las botas del teniente Angustina no se agarraban bien, en realidad, a las rocas de la pared. Desprovistas de clavos, tendían a resbalar, mientras que los zapatones del capitán Monti y de los soldados mordían sólidamente en los salientes. No por eso Angustina se quedaba atrás; con multiplicado empeño, aunque ya estaba cansado y penaba con el sudor helado encima, conseguía seguir de cerca al capitán por la quebrada muralla.
La montaña resultaba menos difícil y empinada de lo que parecía mirándola desde abajo. Estaba enteramente surcada por galerías, por hendiduras, por cornisas pedregosas, y las rocas estaban agrietadas por innumerables salientes, a los que era fácil agarrarse. Nada ágil por naturaleza, el capitán trepaba a fuerza de brazos, en sucesivos saltos, mirando de vez en cuando hacia abajo con la esperanza de que Angustina estuviera reventado. Pero Angustina aguantaba bien; buscaba con la máxima presteza los apoyos más anchos y seguros y casi se asombraba de poder subir tan prestamente, a pesar de sentirse agotado.
A medida que el abismo aumentaba bajo ellos, parecía alejarse cada vez más la cresta final, defendida por un amarillo murallón cortado a plomo. Y la noche se acercaba cada vez más velozmente, aunque un espeso techo de nubes grises impedía valorar la altura del sol. Incluso empezaba a hacer frío. Un viento malo subía desde el valle y se le oía jadear dentro de las grietas de la montaña.
—¡Mi capitán! —se oyó en cierto momento gritar desde abajo al sargento que cerraba la marcha.
Monti se detuvo, se detuvo Angustina, y después todos los soldados, hasta el último.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó el capitán, como si ya le trastornaran otros motivos de preocupación.
—¡Ya están en la cresta los del norte! —gritó el sargento.
—¿Estás loco? ¿Dónde los ves? —replicó Monti.
—A la izquierda, en aquel pequeño puerto, ¡inmediatamente a la izquierda de esa especie de nariz!
En efecto, allí estaban. Tres minúsculas figuras negras se destacaban contra el cielo gris, y visiblemente estaban moviéndose. Era evidente que habían ocupado ya el trecho inferior de la cresta y con toda probabilidad llegarían a la cima antes que ellos.
—¡Por Dios! —dijo el capitán con una ojeada rabiosa hacia abajo, como si los soldados fueran responsables del retraso. Después, a Angustina:
—Al menos tenemos que ocupar nosotros la cima, sin más historias. ¡Si no, estamos frescos con el coronel!
—Tendrían que pararse ésos un poco —dijo Angustina—. Desde el puerto a la cima no tardan más de una hora. Si no se paran un poco, a la fuerza llegaremos después.
El capitán dijo entonces:
—Quizá será mejor que me adelante yo con cuatro soldados; siendo pocos se va más deprisa. Usted síganos con calma, o bien espere aquí, si se siente cansado.
A eso quería ir a parar aquel bribón, pensó Angustina, quería dejarlo atrás, para hacer un buen papel él solo.
—A sus órdenes, mi capitán —respondió—. Pero prefiero subir yo también; al quedarse parado, uno se hiela.
El capitán, con cuatro de los soldados más ligeros, volvió a partir, pues, como patrulla avanzada. Angustina tomó el mando de los restantes y esperó inútilmente poder seguir aún de cerca a Monti. Los suyos eran demasiados; la fila, forzando el paso, se alargaba desmesuradamente, hasta el punto de que los hombres se perdían completamente de vista.
Angustina vio así cómo la pequeña patrulla del capitán Monti desaparecía allá arriba, tras grises repisas de roca. Durante un rato oyó los pequeños derrumbamientos que producían en las torrenteras, después ni siquiera eso. Hasta sus voces acabaron por disolverse en lontananza.
Pero mientras tanto el cielo se ensombrecía. Las rocas de alrededor, las pálidas paredes del otro lado del valle, el fondo del precipicio, tenían un tinte lívido. Pequeños cuerpos volaban a lo largo de las aéreas aristas emitiendo chillidos, parecían llamarse unos a otros ante peligros inminentes.
—Mi teniente —le dijo a Angustina el soldado que lo seguía—. Dentro de poco tendremos lluvia.
Angustina se detuvo a mirarlo un instante y no dijo palabra. Las botas ahora ya no lo torturaban, pero comenzaba un profundo cansancio. Cada metro de subida le costaba un supremo esfuerzo. Por fortuna las rocas de aquel trecho eran menos empinadas y aún más quebradas que las precedentes. Quién sabe hasta dónde había llegado el capitán —pensaba Angustina—, quizá ya a la cima, quizá haya plantado la banderita y puesto la señal de los confines, quizá estaba ya por el camino de vuelta.
Miró hacia arriba y advirtió que la cumbre ya no estaba muy lejos. Sólo que no comprendía por dónde podrían pasar, tan escarpado y liso era el murallón rocoso que la sustentaba.
Finalmente, al desembocar en una ancha senda pedregosa, Angustina se encontró a pocos metros del capitán Monti. Encaramado a hombros de un soldado, el oficial intentaba trepar por una breve pared cortada a pico, no más alta de una docena de metros, desde luego, pero en apariencia inaccesible. Era evidente que Monti llevaba ya varios minutos obstinándose en sus tentativas, sin conseguir encontrar un camino.
Gesticuló tres o cuatro veces buscando un sostén, pareció encontrarlo, se le oyó blasfemar, se le vio caer nuevamente sobre los hombros del soldado, que vibraba totalmente con el esfuerzo. Por fin renunció y de un salto estuvo sobre la grava del sendero.
Monti, jadeante de fatiga, miró con aire hostil a Angustina:
—Podía haber esperado abajo, teniente —dijo—. Por aquí, desde luego, no pasamos todos, ya será mucho si puedo ir yo con un par de soldados. Era mejor que esperara abajo, ahora cae la noche y bajar resulta asunto serio.
—Pero lo dijo usted, mi capitán —respondió Angustina sin la mínima participación—. Me dijo que hiciera lo que prefiriese: esperar o subir detrás de usted.
—Está bien —dijo el capitán—. Ahora es preciso encontrar un camino, sólo quedan esos pocos metros para llegar a la cima.
—¿Cómo? ¿La cima está inmediatamente detrás? —preguntó el teniente con una indefinible ironía que Monti ni siquiera sospechó.
—No quedan ni siquiera doce metros —renegaba el capitán—. ¡Por Dios, ya veremos si paso o no! A costa de…
Lo interrumpió un grito arrogante que venía de lo alto: al borde superior de la breve pared se asomaron dos sonrientes cabezas humanas.
—Buenas noches, señores —gritó uno, quizá un oficial—. ¡Miren que por aquí no pasan, hay que subir por la cresta!
Las dos caras se retiraron y se oyeron sólo confusas voces de hombres que confabulaban.
Monti estaba lívido de rabia. No había nada que hacer, pues. Los del norte habían ocupado también la cima. El capitán se sentó sobre un peñasco del sendero, sin hacer caso de sus soldados, que seguían llegando desde abajo.
Precisamente en ese momento empezó a nevar, una nieve espesa y pesada, como de pleno invierno. En pocos instantes, casi increíble, los guijarros del sendero se pusieron blancos y faltó repentinamente la luz. Había caído la noche, en la que hasta ahora nadie había pensado en serio.
Los soldados, sin demostrar la menor alarma, desataron el rollo del capote y se taparon.
—¿Qué hacéis? ¡Caramba! —saltó el capitán—. ¡Volved a enrollar los capotes inmediatamente! ¿No se os pasará por la cabeza quedaros aquí de noche? ¡Hay que descender ahora!
Angustina dijo:
—Si me permite, mi capitán, mientras ésos estén en la cima…
—¿Qué? ¿Qué quiere decir usted? —preguntó el capitán con ira.
—Que no se puede retroceder, me parece, mientras los del norte estén en la cima. Ellos han llegado antes y no tenemos nada que hacer aquí, ¡pero haríamos un bonito papel!
El capitán no respondió, caminó de un lado a otro unos instantes por la ancha senda. Después dijo:
—Pero ahora también ellos se marcharán; en la cima, y con este tiempo, aún están peor que aquí.
—¡Señores! —llamó una voz desde arriba, mientras asomaban por el borde de la paredita cuatro o cinco cabezas—. ¡No se anden con cumplidos, cojan estas cuerdas y suban aquí arriba! ¡Con la oscuridad no conseguirán descender por la pared!
Simultáneamente arrojaron desde arriba dos cuerdas, a fin de que los de la Fortaleza las utilizaran para subir la breve muralla.
—Gracias —respondió el capitán Monti con aire burlón—. Gracias por la idea, ¡pero ya nos ocuparemos nosotros de nuestros asuntos!
—Como quieran —gritaron de nuevo desde la cima—. De todos modos se las dejamos aquí, por si les acomoda.
Siguió un breve silencio, no se oía más que el susurro de la nieve, alguna tos de los soldados. La visibilidad había desaparecido casi por entero, apenas se lograba distinguir el borde de la paredita, desde el que ahora irradiaba el reflejo rojo de una linterna.
También varios soldados de la Fortaleza, de nuevo con los capotes, habían encendido luces. Le llevaron una al capitán, por si acaso la necesitaba.
—Mi capitán —dijo Angustina con voz cansada.
—¿Qué pasa ahora?
—Mi capitán, ¿qué le parecería una partidita?
—¡Al diablo la partidita! —respondió Monti, que comprendía perfectamente que esa noche ya no podría bajar.
Sin decir palabra, Angustina sacó de la cartera del capitán, confiada a un soldado, el mazo de cartas. Extendió sobre una piedra un borde de su capote, puso al lado la linterna, comenzó a barajar.
—Mi capitán —repitió—. Hágame caso, aunque no tenga ganas.
Monti comprendió entonces qué pretendía decir el teniente: ante los del norte, que probablemente estaban mofándose de ellos, no quedaba otra cosa que hacer. Y mientras los soldados se agazapaban junto a la base de la pared, aprovechando todos los entrantes, o se ponían a comer entre bromas y risas, los dos oficiales, bajo la nieve, comenzaron una partida de cartas. Sobre ellos las rocas cortadas a pico, debajo el precipicio negro.
«¡Capote! ¡Capote!», se oyó gritar desde arriba, en tono burlón.
Ni Monti ni Angustina levantaron la cabeza, siguieron jugando. Pero el capitán lo hacía a regañadientes, golpeando con rabia las cartas sobre el capote. En cambio, Angustina trataba de bromear: «Magnífico, dos ases en fila…, pero esto me lo llevo yo… Diga la verdad, se le había olvidado aquel basto…» Y también se reía, de cuando en cuando: una risa aparentemente sincera.
Arriba se oyó reanudarse las voces, después, ruidos de piedras removidas, probablemente estaban a punto de irse.
«¡Buena suerte! —gritó aún hacia ellos la voz de antes—. ¡Buena partida… y no olviden las dos cuerdas!»
Ni el capitán ni Angustina respondieron. Continuaron jugando sin siquiera un gesto de respuesta, fingiendo gran concentración.
El reflejo de la linterna desapareció de la cima; evidentemente los del norte se estaban yendo. Las cartas, bajo la nieve espesa, se habían humedecido y sólo a duras penas conseguían barajarlas.
—Ya basta —dijo el capitán, lanzando sobre el capote las suyas—. ¡Basta de esta comedia!
Se retiró bajo las rocas, se envolvió con cuidado en el capote.
—¡Toni! —llamó—. Tráeme mi cartera y búscame algo de agua para beber.
—Aún nos ven —dijo Angustina—. ¡Aún nos ven desde la cresta! —pero como comprendía que Monti ya tenía bastante, continuó él solo, simulando que continuaba la partida.
Entre clamorosas exclamaciones propias del juego, el teniente sostenía en la mano izquierda sus cartas, con la derecha las arrojaba sobre el borde del capote, fingiendo recoger las ganadas; en medio de la espesa nieve, los extranjeros de la cresta no podían notar, desde luego, que el oficial jugaba solo.
Una horrible sensación de hielo había penetrado entre tanto en sus entrañas. Sentía que probablemente ya no sería capaz de moverse, ni siquiera de tumbarse; nunca, por lo que recordaba, se había sentido tan mal. En la cresta se distinguía aún el bamboleante reflejo de la linterna de los otros, que se alejaban; todavía podían verlo. (Y en la ventana del maravilloso palacio, una frágil figura: él, Angustina, niño, de una impresionante palidez, con un elegante traje de terciopelo y un cuello de encaje blanco; con gesto cansado abrió la ventana inclinándose hacia los fluctuantes espíritus colgados del alféizar, como si estuviera familiarizado con ellos y quisiera decir algo.)
«¡Capote! ¡Capote! —intentaba gritar aún para que lo oyeran los extranjeros, pero le salía una pobre voz ronca y agotada—. ¡Perdió por segunda vez, mi capitán!»
Envuelto en su tabardo, masticando lentamente algo, Monti miraba ahora atentamente a Angustina, con ira cada vez menor.
—¡Basta! Venga a abrigarse aquí, teniente, ¡los del norte ya se han ido!
—Usted es mucho mejor que yo, mi capitán —insistía Angustina en la ficción, fallándole cada vez más la voz—. Pero esta noche no está de suerte. ¿Por qué sigue mirando hacia arriba? ¿Por qué mira a la cima? ¿Quizá está un poco nervioso?
Entonces, bajo el hormigueo de la nieve, las últimas cartas húmedas se le escaparon de la mano al teniente Angustina, la propia mano cayó sin vida, quedó inerte a lo largo del capote, a la trémula luz de la linterna.
Con la espalda apoyada en una piedra, el teniente se abandonó con lento movimiento hacia atrás, una extraña somnolencia lo estaba invadiendo. (Y hacia el palacio, en la noche de luna, avanzaba por el aire un pequeño cortejo de otros espíritus que arrastraban una silla de manos.)
—Teniente, venga aquí a comer un bocado, con este frío hay que comer, fuércese, aunque no tenga ganas… —Así gritaba el capitán, y una sombra de aprensión vibraba en su voz—. Venga aquí debajo, que la nieve está a punto de acabar.
Y así era, en efecto: casi de golpe los blancos copos se habían vuelto menos espesos y pesados, la atmósfera más límpida, se podía ya divisar, con los reflejos de las linternas, rocas distantes incluso varias decenas de metros.
Y repentinamente, a través de un desgarrón de la tormenta, en una lejanía incalculable, aparecieron las luces de la Fortaleza. Parecían infinitas, como de un castillo encantado, inmerso en el jolgorio de antiguos carnavales. Angustina las vio y una sutil sonrisa se formó lentamente en sus labios, entorpecidos por el hielo.
—Teniente —llamó de nuevo el capitán, que empezaba a comprender—. Teniente, tire esas cartas, venga aquí debajo, se está al abrigo del viento.
Pero Angustina miraba las luces y en verdad no sabía ya exactamente qué eran, si de la Fortaleza o de la ciudad lejana, o bien del propio castillo, donde nadie estaba esperando su regreso.
Quizá, desde las escarpas del fuerte, un centinela había vuelto en ese momento casualmente la mirada hacia las montañas, reconociendo las luces en la altísima cresta; a tan gran distancia la maligna paredita era menos que nada, no se veía mucha diferencia. Y quizá era el propio Drogo quien mandaba la guardia; Drogo, que probablemente, de haberlo deseado, habría podido partir con el capitán Monti y Angustina. Pero a Drogo le había parecido estúpido: esfumada la amenaza de los tártaros, aquel servicio le había parecido ni más ni menos un fastidio, en el que no se podían hacer méritos. Pero ahora también Drogo veía el temblequeo de las linternas en la cima y empezaba a lamentar no haber ido. No sólo en una guerra podía encontrarse algo digno, y ahora le habría gustado estar allá arriba, en el corazón de la noche y de la tempestad. Demasiado tarde, la ocasión había pasado a su lado y la había dejado escapar.
Bien descansado y seco, envuelto en su cálido capote, quizá Giovanni Drogo miraba envidiosamente a las luces lejanas, mientras Angustina, todo cubierto de nieve, empleaba con dificultad las fuerzas que le quedaban en alisarse los bigotes mojados y plegar minuciosamente el capote, no con el fin de arrebujarse en él y estar más caliente, sino con otro designio. Desde su refugio, el capitán Monti le miraba estupefacto, se preguntaba qué estaba haciendo Angustina, dónde había visto una figura muy similar, aunque sin conseguir recordarlo.
Había, en una sala de la Fortaleza, un viejo cuadro que representaba el final del príncipe Sebastián. Mortalmente herido, el príncipe Sebastián yacía en el corazón del bosque, apoyando la espalda en un tronco, con la cabeza un poco abandonada hacia un lado, el capote cayendo en armoniosos pliegues; nada había en la imagen de la desagradable crueldad física de la muerte; y al mirarlo nadie se asombraba de que el pintor le hubiera conservado toda su nobleza y una suma elegancia.
Ahora Angustina —¡oh, no es que él lo pensase!— se estaba pareciendo al príncipe Sebastián herido en el corazón del bosque; Angustina no tenía, como él, una reluciente coraza, ni a sus pies yacía el yelmo sanguinolento, ni la espada rota; no apoyaba la espalda en un tronco, sino en un duro peñasco; no le iluminaba la frente el último rayo del sol, sino solamente una débil linterna. Pero se le parecía muchísimo, idéntica la posición de los miembros, idéntico el plegado del capote, idéntica aquella expresión de cansancio definitivo.
Entonces, en comparación con Angustina, el capitán, el sargento y todos los demás soldados, aun siendo mucho más vigorosos y petulantes, parecieron toscos patanes. Y en el ánimo de Monti, por muy inverosímil que fuera, nació un envidioso estupor.
Tras cesar la nieve, el viento lanzaba lamentos entre las peñas, arremolinaba una polvareda de carámbanos, hacía oscilar las llamitas dentro de los vidrios de las linternas. Angustina parecía no notarlo, estaba inmóvil, apoyado en la gran piedra, con los ojos clavados en las lejanas luces de la Fortaleza.
—¡Teniente! —probó de nuevo el capitán Monti—. Teniente, ¡decídase! Venga aquí debajo; si se queda ahí no podrá aguantar, acabará congelado. Venga aquí debajo, que Toni ha construido una especie de tapia.
—Gracias, capitán —dijo trabajosamente Angustina, y como le resultaba demasiado difícil hablar, alzó levemente una mano, haciendo un ademán, como para decir que no importaba, que eran meras bobadas sin el mínimo peso. (Al final el jefe de los espíritus le dirigió un gesto imperioso y Angustina, con su aire aburrido, saltó el alféizar y se sentó graciosamente en la silla de manos. La encantada carroza se puso suavemente en marcha.)
Durante unos minutos no se oyó sino el grito ronco del viento. También los soldados, reunidos en grupos bajo las rocas para estar más calientes, habían perdido las ganas de bromear y luchaban en silencio con el frío.
Cuando el viento hizo una pausa, Angustina levantó unos centímetros la cabeza, movió despacio la boca para hablar, le salieron sólo estas dos palabras: «Mañana habría…», y después nada más. Dos palabras sólo, y tan débiles que ni el propio capitán Monti advirtió que había hablado.
Dos palabras, y la cabeza de Angustina se dobló hacia adelante, abandonada a sí misma. Una de sus manos yació blanca y rígida dentro del pliegue del capote, la boca consiguió cerrarse, de nuevo en sus labios fue formándose una sutil sonrisa. (Al llevárselo la silla de manos, él apartó la vista de su amigo y volvió la cabeza hacia adelante, en dirección al cortejo, con una especie de curiosidad divertida y desconfiada. Así se alejó en la noche, con una nobleza casi inhumana. El mágico cortejo se fue serpenteando lentamente en el cielo, cada vez más alto, se convirtió en una confusa estela, después en un mínimo mechón de niebla, después en nada.)
«¿Qué querías decir, Angustina? Mañana, ¿qué?» El capitán Monti, saliendo finalmente de su refugio, sacudió con fuerza por los hombros al teniente para hacerle recobrar vida; pero sólo consiguió descomponer los nobles pliegues del militar sudario, y es una lástima. Ninguno de los soldados se había dado cuenta aún de lo sucedido.
Al renegar Monti, le respondió sólo, desde el precipicio negro, la voz del viento. «¿Qué querías decir, Angustina? Te has marchado sin terminar la frase; quizá era algo absurdo e insignificante, quizá una absurda esperanza, quizá incluso nada.»