CATORCE

Y a primeras horas de la madrugada vieron, desde el Reducto Nuevo, una pequeña franja negra en la llanura septentrional. Una señal sutil que se movía y no podía ser una alucinación. La vio primero el centinela Andronico, después el centinela Pietri, después el sargento Batta, que al principio se lo había tomado a broma, después también el teniente Maderna, comandante del reducto.

Una pequeña franja negra avanzaba desde el norte a través de la landa deshabitada y pareció un absurdo prodigio, aunque ya durante la noche algún presentimiento vagaba por la Fortaleza. Alrededor de las seis el centinela Andronico lanzó el primero un grito de alarma. Algo se acercaba desde septentrión, cosa que jamás había ocurrido desde tiempo inmemorial. Al aumentar la luz, sobre el fondo blanco del desierto se destacó con nitidez la formación humana que avanzaba.

Unos minutos después, como hacía todas las mañanas desde tiempo inmemorial (un día había sido pura esperanza, después sólo escrúpulo, ahora casi únicamente hábito), el sastre-jefe Prosdocimo subió a echar una ojeada el tejado de la Fortaleza. En los cuerpos de guardia lo dejaban pasar por tradición, él se asomaba al camino de ronda, charlaba un poco con el sargento de servicio y después volvía a bajar a su sótano.

Esa mañana se asomó dirigiendo la mirada al triángulo visible de desierto y creyó estar muerto. No pensó que pudiera ser un sueño. En el sueño hay siempre algo absurdo y confuso, uno no se libera nunca de la vaga sensación de que todo es falso, que de un momento a otro tendrá que despertarse. En el sueño las cosas jamás son límpidas y materiales, como aquella desolada llanura por la que avanzaban escuadrones de hombres desconocidos.

Pero se trataba de algo tan extraño, tan idéntico a ciertos delirios suyos de cuando era joven, que Prosdocimo ni siquiera pensó que podía ser cierto y creyó estar muerto.

Creyó estar muerto y que Dios lo había perdonado. Pensó estar en el mundo del más allá, aparentemente idéntico al nuestro, sólo que las cosas más bellas se cumplen de acuerdo con los justos deseos, y tras alcanzar esa satisfacción uno se queda con el ánimo en paz, no como aquí abajo, donde siempre hay algo que envenena incluso los días mejores.

Creyó estar muerto Prosdocimo, y no se movía, suponiendo que ya no le tocaba moverse, como difunto, hasta que lo sacudiera una arcana intervención. Pero fue un sargento primero el que le tocó respetuosamente en un brazo.

—Brigada —le dijo—, ¿qué tiene? ¿No se encuentra bien?

Sólo entonces Prosdocimo empezó a entender.

Más o menos como en los sueños, pero mejor, del norte bajaba gente misteriosa. El tiempo pasaba rápidamente, los párpados ni siquiera se movían mientras miraban la insólita imagen, el sol resplandecía ya sobre el borde rojo del horizonte, poco a poco los extranjeros se acercaban más, aunque con grandísima lentitud. Alguien decía que los había a pie y a caballo, que avanzaban en fila india, que había una bandera. Eso decía alguien y también los otros se hacían la ilusión de verlo, a todos se les metía en la cabeza descubrir infantes y jinetes, el paño de un estandarte, la fila india, aunque en realidad distinguieran sólo una sutil franja negra que se movía lentamente.

—Los tártaros —se atrevió a decir el centinela Andronico, como con jactanciosa chanza, pues su rostro se había puesto blanco como un sudario. Media hora después el teniente Maderna, en el Reducto Nuevo, ordenó un cañonazo de salvas, disparo de advertencia, como estaba prescrito en el caso de que se viera acercarse secciones extranjeras armadas.

Hacía muchos años que allá arriba no se oía el cañón. Las murallas tuvieron un pequeño temblor. El disparo se amplió en un lento estruendo, funesto sonido de ruina entre las peñas. Y los ojos del teniente Maderna se volvieron al chato perfil de la Fortaleza, esperando señales de agitación. Pero el cañonazo no sembró el estupor, porque los extranjeros avanzaban precisamente por el triángulo de llanura visible desde el fuerte central y ya todos estaban informados. La noticia había llegado incluso a la galería subterránea más periférica, donde los bastiones de la izquierda terminaban pegados a las rocas, incluso al plantón que montaba la guardia en el sótano, en el almacén de las linternas y los útiles de albañilería, a él, que nada podía ver, encerrado en la lóbrega bodega. Y se estremecía porque el tiempo corriese, porque su turno terminase, para ir también al camino de ronda a echar un vistazo.

Todo seguía como antes, los centinelas permanecían en sus puestos, caminando de un lado a otro por el espacio prescrito, los escribientes copiaban los informes haciendo rechinar las plumas y mojándolas en el tintero con el ritmo habitual, pero desde el norte estaban llegando hombres desconocidos que era lícito presuponer enemigos. En las cuadras los hombres almohazaban los animales, la chimenea de las cocinas humeaba flemáticamente, tres soldados barrían el patio, pero ya pesaba sobre todo un sentimiento agudo y solemne, una inmensa suspensión de los ánimos, como si la gran hora hubiera llegado y nada pudiera pararla.

Oficiales y soldados respiraron a fondo el aire de la mañana para sentir en su interior una vida joven. Los artilleros se pusieron a preparar los cañones; bromeando entre sí, trabajaban a su alrededor como si se tratara de animales a los que mantener tranquilos, y los miraban con cierta aprensión; quizá, después de tanto tiempo, las piezas ya no estaban en condiciones de disparar, quizá en el pasado no se había hecho la limpieza con bastante cuidado, había que remediarlo en cierto sentido, pues dentro de poco se decidiría todo. Y nunca los mensajeros habían corrido escaleras arriba a tanta velocidad, nunca los uniformes habían estado en tan perfecto orden, ni las bayonetas tan brillantes, nunca habían tañido las cornetas de forma tan militar. No se había esperado en vano, pues; los años no se habían desperdiciado, la vieja Fortaleza, después de todo, serviría para algo.

Se esperaba ahora un especial toque de corneta, la señal de «alarma general» que los soldados nunca habían tenido la suerte de escuchar. En sus ejercicios, realizados fuera de la Fortaleza, en un vallecito aislado —para que el sonido no llegara al fuerte y no se produjeran equívocos—, los cornetas, durante las plácidas tardes de verano, habían ensayado la famosa señal, más que nada por un exceso de celo (nadie pensaba, desde luego, que un día podría servir). Ahora se arrepentían de no haberla estudiado lo bastante; era un larguísimo arpegio y subía hasta un extremo agudo; probablemente les saldría algo desafinado.

Sólo el comandante de la Fortaleza podía ordenar esa señal, y todos pensaban en él; los soldados ya esperaban que viniera a inspeccionar las murallas de una punta a otra, ya lo veían avanzar con orgullosa sonrisa, mirando bien a todos a los ojos. Tenía que ser un día espléndido para él. ¿No había gastado su vida en espera de esta ocasión?

El coronel Filimore estaba en su despacho, en cambio, y desde la ventana miraba, hacia el norte, el pequeño triángulo de desierta llanura que no ocultaban las rocas; veía una lista de puntitos negros que se movían como hormigas, precisamente en dirección a él, a la Fortaleza, y parecían verdaderamente soldados.

De vez en cuando entraba algún oficial, o el teniente coronel Nicolosi, o el capitán de inspección, u oficiales de servicio. Con diversos pretextos entraban, en impaciente espera de sus órdenes, anunciándole novedades insignificantes: que de la ciudad había llegado un nuevo cargamento de víveres, que se iniciaban esa mañana los trabajos de reparación del horno, que vencía el plazo del permiso de una decena de soldados, que en la terraza del fuerte central estaba preparado el anteojo, por si acaso el señor coronel quería utilizarlo.

Daban estas noticias, saludaban con un taconazo y no entendían por qué el coronel permanecía allá, mudo, sin dar las órdenes que todos esperaban como seguras. Aún no había mandado reforzar las guardias ni redoblar las reservas individuales de municiones, ni decidido la señal de «alarma general».

Como con misteriosa atonía, observaba fríamente la llegada de los extranjeros, ni triste ni alegre, como si todo aquello no le concerniese.

Además era un espléndido día de octubre, de sol límpido, aire ligero, el tiempo más deseable para una batalla. El viento agitaba la bandera izada en el tejado del fuerte, la tierra amarilla del patio resplandecía y los soldados, al pasar por allí, dejaban nítidas sombras. Una hermosa mañana, mi coronel.

Pero el comandante del fuerte daba a entender con claridad que prefería quedarse solo, y cuando no había nadie en su despacho iba del escritorio a la ventana, de la ventana al escritorio, sin saber decidirse, se acomodaba sin motivo el bigote gris, lanzaba largos suspiros, como hacen los viejos, exclusivamente físicos.

Ahora la franja negra de los extranjeros ya no se divisaba en el pequeño triángulo de llanura visible desde la ventana, señal de que estaban ya debajo, cada vez más próximos a la frontera. En tres o cuatro horas estarían al pie de las montañas.

Pero el señor coronel seguía limpiando con el pañuelo, sin motivo, los cristales de sus gafas, hojeaba los informes acumulados sobre la mesa: la orden del día para firmar, una petición de permiso, el impreso diario del oficial médico, un buen balance de la talabartería.

¿Qué esperas, coronel? El sol está ya alto, hasta el comandante Matti, que ha entrado hace poco, no ocultaba cierta aprensión; hasta él, que nunca cree en nada. Que te vean por lo menos los centinelas, una vueltecita por las murallas. Los extranjeros, ha dicho el capitán Forze, que ha ido a inspeccionar el Reducto Nuevo, se distinguen ya uno a uno, y están armados, llevan fusiles al hombro, no hay tiempo que perder.

Filimore, en cambio, quiere esperar. Serán soldados los extranjeros, no lo niega, pero ¿cuántos son? Uno ha dicho doscientos, otro doscientos cincuenta; le han hecho constar además que si ésa es la vanguardia el grueso será por lo menos de dos mil hombres. Pero el grueso aún no se ha visto, podría ocurrir que ni siquiera exista.

El grueso del ejército no se ha visto aún, mi coronel, sólo a causa de las nieblas del norte. Esta mañana están muy adelantadas, el viento las ha empujado hacia abajo, de modo que cubren una vasta zona de la llanura. Esos doscientos hombres no tendrían sentido si detrás de ellos no bajara un fuerte ejército; antes de mediodía aparecerán seguramente los otros. Incluso hay un centinela que afirma haber visto hace poco algo que se movía en los límites de las nieblas.

Pero el comandante va de un lado a otro, de la ventana al escritorio y viceversa, hojea desganadamente los informes. ¿Por qué iban a asaltar la Fortaleza los extranjeros?, piensa. Acaso se trata de maniobras normales para experimentar las dificultades del desierto. El tiempo de los tártaros ha pasado ya, no son sino una remota leyenda. ¿Y a quién iba a interesarle forzar la frontera? En todo este asunto hay algo que no lo convence.

No serán los tártaros, no, mi coronel, pero desde luego son soldados. Desde hace bastantes años hay profundos rencores con el reino del norte, no es un misterio para nadie; más de una vez se ha hablado de guerra. Soldados son, desde luego. Los hay de a pie y de a caballo; probablemente pronto llegará la artillería. Antes de la noche, sin exagerar, tendrían perfectamente tiempo de atacar, y las murallas de la Fortaleza son viejas, viejos son los fusiles, viejos los cañones, todo absolutamente atrasado, salvo el corazón de los soldados. No te fíes demasiado, coronel.

¡Fiarse! ¡Oh!, él quisiera, sí, no poder fiarse; para eso ha gastado su vida; ya no le quedan muchos años, y si esta vez no es la buena, probablemente todo ha acabado. No es el miedo lo que lo detiene, no es el pensamiento de poder morir. Ni se le pasa por la cabeza.

El caso es que, al final de su vida, Filimore veía repentinamente llegar la fortuna con coraza de plata y espada teñida en sangre; él (que casi ya no pensaba ahora en ella) la veía aproximarse extrañamente, con rostro amigo. Y Filimore, ésa es la verdad, no se atrevía a moverse hacia ella y responder a su sonrisa, se había engañado demasiadas veces, ya estaba bien.

Los otros, los oficiales de la Fortaleza, habían corrido inmediatamente a su encuentro, festejándola. A diferencia de él, se habían adelantado confiados y saboreaban, como si lo hubieran probado ya otras veces, el acre y poderoso olor de la batalla. El coronel, al contrario, esperaba. Hasta que la hermosa aparición no le hubiera tocado con la mano, no se movería, como supersticioso. Quizá bastara una nadería, un simple gesto de saludo, una admisión del deseo, para que la imagen se disolviera en la nada.

Por eso se limitaba a sacudir la cabeza haciendo señas de que no, de que la fortuna se debía de equivocar. Y miraba incrédulo a su alrededor, a sus espaldas, donde era presumible que hubiera otras personas, las que la fortuna buscaba verdaderamente. Pero no divisaba a nadie, no podía tratarse de un error de personas, tenía que reconocer que la envidiable suerte estaba destinada precisamente para él.

Hubo un momento, con las primeras luces del alba, cuando en la blancura del desierto se le apareció la misteriosa franja negra, un momento en el que su corazón había jadeado de gozo. Después la imagen acorazada de plata y con la espada ensangrentada se había ido haciendo un poco más vaga, y aún caminaba, sí, hacia él, pero en realidad no conseguía aproximarse, acortar la breve y, sin embargo, infinita distancia.

La razón es que Filimore ha esperado demasiado, y a cierta edad esperar cuesta un gran trabajo, ya no se recobra la fe de cuando se tenía veinte años. Demasiado tiempo ha esperado en vano, sus ojos han leído demasiadas órdenes del día, demasiadas mañanas sus ojos han visto esa maldita llanura siempre desierta.

Y ahora que han aparecido los extranjeros tiene la clara impresión de que debe tratarse de un error (demasiado hermoso, si no), debe haber bajo todo un garrafal error.

Entre tanto, el reloj de pared frente al escritorio continuaba triturando la vida, y los flacos dedos del coronel, secados por los años, se obstinaban en relimpiar, con ayuda del pañuelo, los cristales de las gafas, aunque no hubiera necesidad.

Las agujas del reloj se aproximaban a las diez y media, y entonces entró en la sala el comandante Matti para recordar al coronel que había asamblea de oficiales. Filimore se había olvidado y quedó desagradablemente sorprendido: le tocaría hablar de los extranjeros aparecidos en la llanura, no podría retrasar más la decisión, tendría que definirlos oficialmente como enemigos, o bien tomárselo a broma, o bien un camino intermedio, ordenar medidas de seguridad y al mismo tiempo mostrarse escéptico, como sí no hubiera que calentarse los cascos. Pero había que tomar una decisión, y eso le disgustaba. Habría preferido continuar la espera, quedarse absolutamente inmóvil, como provocando al destino con el fin de que se desencadenara de verdad.

El comandante Matti le dijo, con una de sus ambiguas sonrisas:

—¡Parece que va de veras esta vez!

El coronel Filimore no respondió. El comandante dijo:

—Se ven llegar más ahora. Son tres filas, se pueden ver incluso desde aquí.

El coronel le miró a los ojos y consiguió, por un instante, casi quererlo.

—¿Dice usted que llegan más?

—Incluso desde aquí se pueden ver, mi coronel; ya son muchos.

Fueron a la ventana y en el triángulo visible de la llanura septentrional distinguieron nuevas pequeñas franjas negras en movimiento; ya no una, como de madrugada, sino tres juntas, y no se divisaba el final.

La guerra, la guerra, pensó el coronel, y trató en vano de expulsar esa idea, como si fuera un deseo prohibido. Con las palabras de Matti la esperanza había vuelto a despertar y ahora lo llenaba de angustia.

Revoloteándole así la mente, el coronel se encontró de pronto en la sala de reuniones, ante todos los oficiales alineados (excepto los de servicio de guardia). Sobre la mancha azul de los uniformes resplandecían pálidas caras singulares, que le costaba trabajo reconocer: jóvenes o avezadas, le decían todas lo mismo, con ojos encendidos de fiebre le pedían ávidamente el anuncio formal de que habían llegado los enemigos. Erguidos en posición de firmes, todos le miraban fijamente, con la pretensión de no verse defraudados.

En el gran silencio de la sala se oía solamente la honda respiración de los oficiales. Y el coronel comprendió que tenía que hablar. En esos instantes se sintió invadido por una sensación nueva y desenfrenada. Con asombro, sin descubrir las razones, Filimore tuvo la repentina certeza de que los extranjeros eran realmente enemigos, decididos a forzar la frontera. No comprendía cómo le había ocurrido, a él, que hasta un momento antes había sabido vencer la tentación de creer. Se sentía como arrastrado por la común tensión de los ánimos, comprendía que hablaría sin reservas. «Señores —diría—, he aquí por fin llegada la hora que esperamos desde hace muchos años.» Diría eso, o algo parecido, y los oficiales escucharían con gratitud sus palabras, autorizada promesa de gloria.

Estaba a punto de hablar ya en este sentido, pero todavía, en la intimidad de su alma, se obstinaba una voz contraria. «Es imposible, coronel —decía esa voz—; ten cuidado mientras estás a tiempo, es un error (demasiado hermoso, si no), ten cuidado, que bajo todo hay un garrafal error.»

En la emoción que lo estaba invadiendo afloraba de vez en cuando esta voz enemiga. Pero era tarde, la demora empezaba a resultar embarazosa.

Y el coronel dio un paso adelante, alzó la cabeza como era su costumbre cuando empezaba a hablar, y los oficiales vieron que su rostro se ponía repentinamente rojo; sí, el señor coronel se ruborizaba como un niño, porque estaba a punto de confesar el celoso secreto de su propia vida.

Se había ruborizado delicadamente como un niño y sus labios estaban a punto de emitir el primer sonido, cuando la voz hostil se despertó desde el fondo de su ánimo, y Filimore tuvo un estremecimiento de desasosiego.

Le pareció entonces oír pasos precipitados que subían las escaleras, que se aproximaban a la sala donde estaban reunidos. Ninguno de los oficiales, vueltos hacia su comandante en jefe, lo advirtió, pero los oídos de Filimore se habían adiestrado durante muchos años a distinguir las mínimas voces de la Fortaleza.

Los pasos se acercaban, no cabía duda, con desacostumbrada precipitación. Tenían un sonido extraño y sórdido, un sonido de inspección administrativa; venían en derechura, se diría, del mundo de la llanura. El ruido llegaba ahora con claridad también a los otros oficiales e hirió vulgarmente su alma, sin que se pudiera decir por qué. Por fin se abrió la puerta y apareció un desconocido oficial de dragones, que jadeaba de cansancio, cubierto de polvo.

Se cuadró.

—Teniente Fernández —dijo—, del Séptimo de Dragones. Traigo este mensaje de la ciudad, de parte de Su Excelencia el jefe del Estado Mayor.

Sosteniendo elegantemente su largo gorro con el brazo izquierdo, doblado en arco, se acercó al coronel y le entregó un sobre lacrado.

Filimore le estrechó la mano.

—Gracias, teniente —dijo—, debe de haber hecho una buena carrera, me parece. Su colega Santi, ahora, le acompañará a refrescarse un poco.

Sin dejar traslucir ni una sombra de inquietud, el coronel hizo un gesto al teniente Santi; el primero se le puso delante, invitándole a hacer los honores de la casa. Los dos oficiales salieron y la puerta se cerró de nuevo.

—¿Me permiten, verdad? —preguntó Filimore con una sonrisa sutil, mostrando el sobre, para indicar que prefería leerlo ahora mismo.

Sus manos desprendieron delicadamente los lacres, arrancaron un borde, sacaron una hoja doble, toda cubierta de escritura.

Los oficiales le miraban mientras leía, tratando de ver reflejado algo en su rostro. Pero nada. Como si estuviera dando un vistazo al periódico después de la cena, sentado ante la chimenea, en una letárgica noche de invierno. Sólo el rubor había desaparecido de la cara enjuta del comandante en jefe.

Cuando acabó de leer, el coronel dobló la hoja, la introdujo nuevamente en el sobre, se metió el sobre en el bolsillo y alzó la cabeza, haciendo una señal de que iba a hablar. Se notaba en el aire que algo había sucedido, que el encanto de poco antes se había roto.

—Señores —dijo, y la voz le costaba un gran trabajo—. Esta mañana ha habido entre los soldados, si no me equivoco, cierta excitación, e incluso entre ustedes, si no me equivoco, con motivo de las secciones avistadas en la llanura de los tártaros.

Sus palabras se abrían a duras penas un camino en el profundo silencio. Una mosca volaba de un lado a otro de la sala.

—Se trata —continuó—, se trata de secciones del Estado del Norte encargadas de fijar la línea fronteriza, como hicimos nosotros hace muchos años. Por tanto, no vendrán hacia la Fortaleza, probablemente se dispersarán en grupos, escalonándose por las montañas. Eso me comunica oficialmente en esta carta Su Excelencia el jefe del Estado Mayor.

Filimore lanzaba largos suspiros al hablar, no movimientos de impaciencia o dolor, sino suspiros exclusivamente físicos, como hacen los viejos; y similar a la de los viejos parecía haberse vuelto de repente su voz, por obra de cierta flaccidez cavernosa, e igualmente sus miradas, amarillentas y opacas.

Se lo había olido desde el principio el coronel Filimore. No podían ser enemigos, lo sabía perfectamente; él no había nacido para la gloria, demasiadas veces se había ilusionado estúpidamente… ¿Por qué —se preguntaba con rabia—, por qué se había dejado engañar? Se lo había olido desde el principio que tenía que acabar así.

—Como ustedes saben —continuó con acento demasiado apático, para no resultar sumamente amargo—, nosotros hemos fijado años atrás los cipos de la frontera y otras señales de demarcación. Pero aún queda, según me informa Su Excelencia, un trecho sin definir. Mandaré a completar el trabajo a cierto número de hombres al mando de un capitán y de un subalterno. Es una zona montañosa, con dos o tres cadenas paralelas. Es superfluo agregar que convendría avanzar lo más posible, asegurarse el borde septentrional. No es que estratégicamente sea esencial, ustedes me entienden, porque allá arriba una guerra nunca podrá tener desarrollos ni ofrecer posibilidades de maniobra… —se interrumpió un momento, perdiéndose en algún pensamiento—. Posibilidades de maniobra… ¿dónde me había quedado?

—Decía que era preciso avanzar lo más posible… —apuntó el comandante Matti con sospechosa compunción.

—Ah, sí; decía que era preciso avanzar lo más posible. Desgraciadamente la cosa no es fácil; ahora llevamos retraso respecto a los del norte. Sin embargo… Bueno, ya hablaremos después —concluyó dirigiéndose al teniente coronel Nicolosi.

Calló y parecía fatigado. Había visto bajar sobre las caras de los oficiales, mientras hablaba, un velo de desilusión, los había visto volver a convertirse, de guerreros ansiosos de lucha, en incoloros oficiales de guarnición. Pero eran jóvenes, pensaba, aún estaban a tiempo.

—Bien —prosiguió el coronel—. Ahora me duele tener que hacer una observación que concierne a varios de ustedes. He notado más de una vez que algunos pelotones se presentan al relevo, en el patio, sin que los acompañen los respectivos oficiales. Esos oficiales, evidentemente, se consideran autorizados a llegar más tarde…

La mosca volaba de un lado a otro de la sala, la bandera del tejado del fuerte se había aflojado, el coronel hablaba de disciplina y de reglamentos, por la llanura del norte avanzaban escuadrones armados, ya no enemigos ávidos de batalla, sino soldados inocuos como ellos mismos, no lanzados al exterminio, sino a una especie de operación catastral, sus fusiles estaban descargados, sus dagas sin filo. Por la llanura del norte se extiende esa inofensiva apariencia de ejército, y en la Fortaleza todo se estanca de nuevo en el ritmo de los días de siempre.