TRECE

Así comenzó aquella noche memorable, atravesada por los vientos, entre vaivenes de linternas, insólitas cornetas, pasos en los zaguanes, nubes que bajaban atropelladamente del norte, se enganchaban en las cimas rocosas dejando pegados en ellas jirones, pero no tenían tiempo de pararse, algo muy importante las llamaba.

Había bastado un disparo, un modesto disparo de fusil, y la Fortaleza se había despertado. Durante años había habido silencio —y ellos siempre orientados al norte para oír la voz de la guerra inminente, un silencio demasiado prolongado. Ahora un fusil había disparado —con la carga de polvo prescrita y la bala de plomo de treinta y dos gramos— y los hombres se habían mirado recíprocamente como si aquella fuera la señal.

Es cierto que tampoco esta noche nadie, salvo algún soldado, pronuncia el nombre que está en el corazón de todos. Los oficiales prefieren callarlo porque justamente ésa es su esperanza. Por los tártaros han alzado las murallas de la Fortaleza, consumen allá arriba grandes porciones de vida, por los tártaros los centinelas caminan noche y día como autómatas. Unos alimentan esa esperanza con nueva fe cada mañana, otros la conservan oculta en lo más hondo, otros ni siquiera saben que la poseen, creyendo haberla perdido. Pero nadie tiene el valor de mencionarla; parecería un mal augurio, y sobre todo parecería confesar los propios y más queridos pensamientos, y a los soldados eso les avergüenza.

Por ahora hay sólo un soldado muerto y un caballo de desconocida procedencia. En el cuerpo de guardia, en la puerta que da al norte, donde ha sucedido la desgracia, hay una gran agitación, y aunque no sea de ordenanza, también se encuentra Tronk, quien no descansa al pensar en el castigo que le espera; la responsabilidad recae sobre él, él tenía que impedir que Lazzari huyese, él tenía que darse cuenta inmediatamente, a la vuelta, de que el soldado no había respondido al pasar lista.

Y ahora aparece también el comandante Matti, ansioso de hacer notar su autoridad y competencia. Tiene una extraña cara, incomprensible, incluso puede dar la impresión de que sonríe. Evidentemente está informado a la perfección de todo y da órdenes al teniente Mentana, de servicio en ese reducto, para que mande retirar el cadáver del soldado.

Mentana es un oficial descolorido, el teniente más antiguo de la Fortaleza; si no tuviera un anillo con un grueso diamante y no jugase bien al ajedrez, nadie advertiría su existencia; grosísima es la piedra preciosa de su anular y pocos son los que consiguen derrotarlo en el tablero, pero ante el comandante Matti tiembla literalmente y pierde la cabeza en una cosa tan sencilla como es mandar un grupo de faena en busca de un muerto.

Por suerte para él, el comandante Matti ha divisado, de pie en un rincón, al sargento primero Tronk y lo llama: —Tronk, en vista de que no tiene usted nada que hacer, ¡tome el mando de la expedición!

Lo dice con la máxima naturalidad, como si Tronk fuera un suboficial cualquiera, sin la menor relación personal con el incidente; pues Matti es incapaz de hacer un reproche directo, acaba por ponerse blanco de rabia y no encuentra palabras; prefiere el arma mucho más dura de las investigaciones, con flemáticos interrogatorios, documentación escrita, que consiguen aumentar monstruosamente los más leves fallos y conducen casi siempre a castigos de importancia.

Tronk no pestañea, responde «a sus órdenes» y se apresura en el pequeño patio, inmediatamente detrás del portón. Un pequeño grupo, a la luz de linternas, sale poco después de la Fortaleza: Tronk a la cabeza, y además cuatro soldados con una camilla, otros cuatro soldados armados como precaución, y, por último, el propio comandante Matti, envuelto en un desteñido capote, arrastrando el sable por las piedras.

Encuentran a Lazzari tal como ha muerto, con la cara en el suelo y los brazos tendidos hacia adelante. El fusil que llevaba en bandolera se le ha enganchado, con la caída, entre dos piedras, y está derecho, con la culata hacia arriba, cosa rara a la vista. El soldado, al caer, se ha herido en una mano y antes de que se enfriase el cuerpo ha tenido tiempo de verter un poco de sangre, formando una mancha sobre una piedra blanca. El misterioso caballo ha desaparecido.

Tronk se inclina sobre el muerto e intenta aferrarlo por los hombros, pero se retira de golpe hacia atrás, como si hubiera advertido que actúa contra las reglas.

—Levantadlo —ordena a los soldados con voz baja y aviesa—. Pero primero quitadle el fusil.

Un soldado se baja para desatar el correaje y deja en las piedras la linterna, al lado del muerto. Lazzari no ha tenido tiempo de cerrar por completo los párpados, y en la rendija de los ojos, sobre el blanco, la llama pone un leve reflejo.

—Tronk —llama entonces el comandante Matti, que se ha quedado completamente en la sombra.

—A sus órdenes, mi comandante —responde Tronk, cuadrándose.

También los soldados se detienen.

—¿Dónde ocurrió? ¿De dónde se escapó? —pregunta el comandante, arrastrando las palabras como si hablara por aburrida curiosidad—. ¿Fue en la fuente? ¿Donde hay esos peñascos?

—Sí, mi comandante, en los peñascos —responde Tronk, sin añadir una palabra más.

—¿Y nadie lo vio cuando escapó?

—Nadie, mi comandante —dice Tronk.

—En la fuente, ¿eh? ¿Y estaba oscuro?

—Sí, mi comandante, bastante oscuro.

Tronk espera unos instantes en posición de firmes, y después, como el comandante Matti calla, indica a los soldados que continúen. Uno intenta desatar la correa del fusil, pero el cierre está duro y le cuesta trabajo. Al tirar, el soldado siente el peso del cuerpo muerto, un peso desproporcionado, como de plomo.

Tras quitarle el fusil, los dos soldados le dan la vuelta delicadamente al cadáver, poniéndolo boca arriba. Ahora se ve completamente su rostro. La boca está cerrada e inexpresiva, sólo los ojos semiabiertos e inmóviles, que resisten a la luz de la linterna, huelen a muerte.

—¿En la frente? —pregunta la voz de Matti, que ha notado en seguida una especie de pequeño hundimiento, justamente sobre la nariz.

—¿Mi comandante? —dice Tronk, sin comprender.

—Digo que si le han dado en la frente —dice Matti, fastidiado por tener que repetirlo.

Tronk levanta la linterna, ilumina de lleno la cara de Lazzari, ve también él el pequeño hundimiento e instintivamente acerca un dedo, como para tocarlo. Pero de inmediato lo retira, turbado.

—Creo que sí, mi comandante, precisamente en el medio de la frente. —(Pero ¿por qué no viene a ver él el muerto, si tanto le interesa? ¿Por qué todas esas estúpidas preguntas?)

Los soldados, advirtiendo la turbación de Tronk, se ocupan de su trabajo: dos alzan el cadáver por los hombros, dos por las piernas. La cabeza, abandonada a sí misma, se bambolea hacia atrás horriblemente. La boca, aunque helada por la muerte, vuelve casi a abrirse.

—¿Y quién ha disparado? —pregunta aún Matti, siempre inmóvil en la oscuridad.

Pero en ese momento Tronk no le hace caso. Tronk está sólo atento al muerto. «Levantadle la cabeza», ordena con profunda ira, como si el muerto fuese él. Después se da cuenta de qué Matti ha hablado, se cuadra de nuevo.

—Perdone, mi comandante, estaba…

—He dicho —repite el comandante Matti, y escande las palabras, dando a entender que si no pierde la paciencia es sólo mérito del muerto—, he dicho que quién ha disparado…

—¿Cómo se llama? ¿Lo sabéis? —pregunta en voz baja Tronk a los soldados.

—Martelli —dice uno—, Giovanni Martelli.

—Giovanni Martelli —responde Tronk en alta voz.

—Martelli —repite para sí el comandante. (Ese nombre no le resulta nuevo, debe ser uno de los premiados en el concurso de tiro. La escuela de tiro la dirige el propio Matti y siempre se acuerda del nombre de los mejores)—. ¿Quizá es ese al que le llaman el Moreno?

—Sí, mi comandante —responde Tronk, inmóvil en posición de firmes—, creo que le llaman el Moreno. Ya sabe, mi comandante, entre camaradas…

Dice eso como para disculparlo, como para demostrar que Martelli no tiene ninguna responsabilidad, que si le llaman el Moreno no es por su culpa y que no hay ningún motivo para castigarlo.

Pero el comandante no piensa en absoluto en castigarlo, no se le pasa por la cabeza.

—¡Ah, el Moreno! —exclama, sin ocultar cierta complacencia.

El sargento primero lo mira con ojos duros y comprende. «Claro, claro que sí —piensa—, dale un premio, basura, porque ha matado bien. Una magnífica diana, ¿verdad?»

Una magnífica diana, seguro. Precisamente Matti está meditando en eso (y pensar que cuando el Moreno ha disparado ya estaba oscuro. Espléndidos, sus tiradores.)

Tronk, en ese momento, lo odia. «Claro, claro que sí, dilo en voz alta que estás contento —piensa—, ¿qué te importa que Lazzari haya muerto? Dile que muy bien al Moreno, ¡hazle un elogio solemne!»

Y efectivamente es así: el comandante, absolutamente tranquilo, se felicita en voz alta:

—Claro, el Moreno no yerra —exclama, como diciendo: «Lazzari, el muy listo, creía que el Moreno no apuntaba bien, creía que saldría bien parado, ¿eh?, Lazzari, pues así ha aprendido qué clase de tirador era… ¿Y Tronk?, acaso también él esperaba que el Moreno errase (entonces todo se habría arreglado con unos días de arresto)»—. Ah, sí, sí —repite una vez más el comandante, olvidando del modo más absoluto que allí delante hay un muerto—. ¡Un tirador de primera el Moreno!

Por fin se calla y el sargento primero puede volverse a mirar cómo han colocado el cadáver en la camilla. Ya está perfectamente extendido; sobre la cara le han arrojado una manta de campaña; lo único desnudo que se ve son las manos, dos gruesas manos de campesino, que parecen aún rojas de vida y de sangre cálida.

Tronk hace un ademán con la cabeza. Los soldados levantan la camilla.

—¿Podemos irnos, mi comandante? —pregunta.

—¿Y a quién quieres esperar? —responde Matti, duro; ahora, con sincero asombro, ha notado el odio de Tronk y quiere devolvérselo multiplicado, con el añadido de su desprecio de superior.

—Adelante —ordena Tronk. De frente, march, habría debido decir, pero casi le parece una profanación. Sólo ahora miraba las murallas de la Fortaleza, el centinela en el borde, vagamente iluminado por los reflejos de las linternas. Detrás de esos muros, en un dormitorio común, está el catre de Lazzari, su cajoncito con las cosas traídas de casa: una imagen piadosa, dos panochas, un eslabón, pañuelos de colores, cuatro botones de plata, para el traje de las fiestas, que habían sido de su abuelo y que en la Fortaleza no podían servir para nada.

El almohadón quizá tiene aún la huella de su cabeza, exactamente como dos días antes, cuando se había despertado. También hay, probablemente, un frasquito de tinta —agrega mentalmente Tronk, meticuloso incluso en sus pensamientos solitarios—, un frasquito de tinta y una pluma. Todo eso se meterá en un paquete y se remitirá a su casa, con una carta del señor coronel. Las otras cosas, dadas por el Gobierno, pasarán, como es natural, a otro soldado, incluida la camisa de repuesto. El uniforme mejor no, en cambio, ni siquiera su fusil: el fusil y el uniforme serán enterrados con él, porque así es la vieja regla de la Fortaleza.