DOCE

Al día siguiente Giovanni Drogo mandó la guardia en el Reducto Nuevo. Era éste un fortín apartado, a tres cuartos de hora de camino de la Fortaleza, en la cima de un cono rocoso que dominaba la llanura de los tártaros. Era la plaza fuerte más importante, completamente aislada, y debía dar la alarma si se aproximaba alguna amenaza.

Drogo salió por la tarde de la Fortaleza al mando de unos setenta hombres; se necesitaban tantos soldados porque los puestos de centinela eran diez, sin contar dos cañoneros. Era la primera vez que ponía el pie al otro lado del paso, prácticamente se estaba ya fuera de los confines.

Giovanni pensaba en las responsabilidades del servicio, pero sobre todo meditaba en el sueño sobre Agustina. Este sueño le había dejado en el ánimo una obstinada resonancia. Le parecía que en él debía haber oscuros lazos con las cosas futuras, aunque no fuera especialmente supersticioso.

Entraron en el Reducto Nuevo, se hizo el cambio de centinelas, después la guardia saliente se marchó y desde el borde de la terraza Drogo se quedó observándola mientras se alejaba en medio de las paredes rocosas. La Fortaleza desde allí parecía un larguísimo muro, una simple muralla con nada detrás. Los centinelas ni se distinguían, porque estaban demasiado lejos. Sólo era visible de vez en cuando la bandera, cuando la agitaba el viento.

Durante veinticuatro horas, en el solitario reducto, el único comandante de puesto sería Drogo. Ocurriera lo que ocurriera, no se podía pedir socorro. Aunque hubieran llegado enemigos, el fortín tenía que bastarse a sí mismo. El propio rey, durante veinticuatro horas, contaba menos dentro de aquellas murallas que Giovanni Drogo.

Esperando que llegase la noche, Giovanni se quedó mirando la llanura septentrional. Desde la Fortaleza sólo había podido ver un pequeño triángulo, por culpa de las montañas de delante. Ahora la podía divisar toda, en cambio, hasta los últimos límites del horizonte, donde se estancaba la habitual barrera de niebla. Era una especie de desierto, empedrado de rocas, con manchas aquí y allá de bajas matas polvorientas. A la derecha, al fondo de todo, una tira negra podía ser incluso un bosque. A los costados, la áspera cadena de montañas. Las había bellísimas, con inmensos murallones cortados a plomo y la cumbre blanca con la primera nieve otoñal. Pero nadie las miraba: todos, Drogo y los soldados, tendían instintivamente a mirar hacia el norte, a la desolada llanura, carente de sentido y misteriosa.

Fuese la idea de estar completamente solo al mando del fortín, fuese la visión de la deshabitada landa, fuese el recuerdo del sueño de Angustina, Drogo sentía ahora crecer a su alrededor, con el dilatarse de la noche, una sorda inquietud.

Era una tarde de octubre de tiempo inseguro, con manchas de luz rojiza diseminadas aquí y allá sobre la tierra, reflejadas de no se sabía dónde, y progresivamente tragadas por el crepúsculo de color plomo.

Como de ordinario, con la puesta del sol entraba en el ánimo de Drogo una especie de poética animación. Era la hora de las esperanzas. Y él volvía a meditar sobre las heroicas fantasías tantas veces construidas en los largos turnos de guardia y perfeccionadas cada día con nuevos detalles. En general pensaba en una desesperada batalla entablada por él, con muy pocos hombres, contra innumerables fuerzas enemigas; como si esa noche el Reducto Nuevo hubiera sido sitiado por millares de tártaros. Él resistía durante días y días, casi todos sus compañeros morían o resultaban heridos; un proyectil le había alcanzado también a él, una herida grave, pero no del todo, que le permitía seguir todavía al mando. Y he aquí que los cartuchos están a punto de acabarse, él intenta una salida a la cabeza de los últimos hombres, una venda rodea su frente; y entonces por fin llegan los refuerzos, el enemigo se desbanda y emprende la huida, él cae agotado, estrechando el sable ensangrentado. Pero alguien lo llama: «Teniente Drogo, teniente Drogo», llama, lo sacude para reanimarlo. Y él, Drogo, abre lentamente los ojos: el rey, el rey en persona está inclinado sobre él y le llama valiente.

Era la hora de las esperanzas y él meditaba en heroicas historias que probablemente no se producirían nunca, pero que de todos modos servían para animar su vida. A veces se contentaba con mucho menos, renunciaba a ser él solo el héroe, renunciaba a la herida, renunciaba incluso al rey que le llamaba valiente. En el fondo habría sido una simple batalla, una batalla sola, pero en serio, cargar con uniforme de gala y ser capaz de sonreír al precipitarse hacia las caras herméticas de los enemigos. Una batalla, y después quizá estaría contento para toda la vida.

Pero aquella tarde no era fácil sentirse un héroe. Las tinieblas habían envuelto ya el mundo, la llanura del norte había perdido todo color, pero aún no se había amodorrado, como si algo triste estuviera naciendo en ella.

Eran ya las ocho de la noche y el cielo se había llenado de nubes, cuando a Drogo le pareció divisar en la llanura, algo a la izquierda, exactamente bajo el reducto, una pequeña mancha negra que se movía. «Debo de tener la vista cansada —pensó—, a fuerza de mirar tengo la vista cansada y veo manchas.» También otra vez le había ocurrido lo mismo, cuando era un muchacho y se quedaba levantado de noche, a estudiar.

Probó a mantener cerrados por unos instantes los párpados, después dirigió la vista a los objetos de alrededor: un cubo que debía de haber servido para lavar la terraza, un gancho de hierro en la muralla, una banqueta que el oficial de servicio anterior a él debía de haber mandado llevar para sentarse. Sólo unos minutos después volvió a mirar hacia abajo, donde poco antes le había parecido divisar la mancha negra. Estaba aún allí, y se desplazaba lentamente.

—¡Tronk! —llamó Drogo con tono agitado.

—A la orden, mi teniente —le respondió inmediatamente una voz tan cercana que le hizo estremecerse.

—Ah, está usted ahí —dijo, y tomó aliento—. Tronk, no quisiera equivocarme, pero me parece… me parece ver algo que se mueve allá abajo.

—Sí, mi teniente —respondió Tronk con voz reglamentaria. Hace ya varios minutos que lo estoy observando.

—¿Cómo? —dijo Drogo—. ¿También lo ha visto usted? ¿Qué es lo que ve?

—Esa cosa que se mueve, mi teniente.

Drogo sintió que se le revolvía la sangre. Ya está, pensó, olvidando completamente sus fantasías guerreras, precisamente a mí tenía que pasarme, ahora ocurre algún lío.

—¡Ah! ¿Lo ha visto también usted? —preguntó de nuevo, con la absurda esperanza de que el otro negase.

—Sí, mi teniente —dijo Tronk—. Hará unos diez minutos. Había ido abajo para ver la limpieza de los cañones, y después subí aquí y lo he visto.

Callaron ambos, también para Tronk debía ser un hecho extraño e inquietante.

—¿Qué diría que es, Tronk?

—No consigo entenderlo, se mueve demasiado despacio.

—¿Cómo? ¿Demasiado despacio?

—Sí, pensaba que podían ser los penachos de las cañas.

—¿Penachos? ¿Qué penachos?

—Hay un cañaveral allá al fondo —hizo un gesto hacia la derecha, pero era inútil, porque en la oscuridad no se veía nada—. Son plantas a las que en esta estación les salen unos penachos negros. A veces el viento los arranca, esos penachos, y como son ligeros, vuelan, parecen pequeños humos… Pero no puede ser —agregó tras una pausa—, se moverían más rápidos.

—¿Y qué puede ser, entonces?

—No lo entiendo —dijo Tronk—. Hombres sería extraño. Vendrían de otro lado. Y además sigue moviéndose, no se entiende.

—¡Alarma! ¡Alarma! —gritó en ese momento un centinela próximo, después otro, después otro más. También ellos habían divisado la mancha negra. Del interior del reducto acudieron inmediatamente los otros soldados que no estaban de turno. Se amontonaron en el parapeto, curiosos y con un poco de miedo.

—¿No lo ves? —decía uno—. Sí, exactamente aquí debajo. Ahora está quieto.

—Será niebla —decía otro—. La niebla a veces tiene agujeros y a través de ellos se ve lo que hay detrás. Parece que hay alguien que se mueve y, en cambio, son los agujeros de la niebla.

—Sí, sí, ahora lo veo —se oía decir—. Pero siempre ha habido ese chisme negro ahí, es una piedra negra, eso es lo que es.

—¡Cómo, una piedra! ¿No ves que sigue moviéndose? ¿Estás ciego?

—Una piedra, te digo. La he visto siempre, una piedra negra que parece una monja.

Alguien se rio.

—Fuera, fuera de aquí, volved inmediatamente adentro —intervino Tronk, anticipándose al teniente, cuya angustia aumentaban todas aquellas voces. Los soldados se retiraron a regañadientes al interior y se hizo de nuevo el silencio.

—Tronk —preguntó Drogo de pronto, no sabiéndose decidir por sí solo—, ¿usted daría la alarma?

—¿La alarma a la Fortaleza, dice? ¿Dice que disparemos un cañonazo, mi teniente?

—No sé… ¿Le parece que habría que dar la alarma?

Tronk sacudió la cabeza:

—Yo esperaría a ver mejor. Si se dispara, en la Fortaleza se alborotarían. ¿Y si después no hay nada?

—Claro —admitió Drogo.

—Y además —agregó Tronk—, no estaría conforme con el reglamento. El reglamento dice que es preciso dar la alarma sólo en caso de amenaza, exactamente eso dice, «en caso de amenaza, de aparición de secciones armadas y en todos aquellos casos en que personas sospechosas se acerquen a menos de cien metros del límite de las murallas», eso dice el reglamento.

—Claro —asintió Giovanni—, y habrá más de cien metros, ¿no?

—Eso diría yo —aprobó Tronk—. Y, además, ¿cómo afirmar que sea una persona?

—¿Y qué quiere que sea, entonces? ¿Un espíritu? —dijo Drogo, vagamente irritado.

Tronk no respondió.

Colgados sobre la interminable noche, Drogo y Tronk estuvieron apoyados en el parapeto, con los ojos clavados en el fondo, allá donde comenzaba la llanura de los tártaros. La enigmática mancha parecía inmóvil, como si estuviera durmiendo, y poco a poco Giovanni empezaba a pensar que realmente no era nada, sólo una peña negra parecida a una monja y que sus ojos se habían engañado, en parte por cansancio, nada más, una estúpida alucinación. Ahora sentía incluso una sombra de opaca amargura, como cuando las graves horas del destino nos pasan al lado sin tocarnos y su estruendo se pierde en lontananza mientras nos quedamos solos, entre torbellinos de hojas secas, añorando la terrible pero gran ocasión perdida.

Pero después, desde el valle oscuro, con el transcurso de la noche volvía a subir el soplo del miedo. Con el transcurso de la noche Drogo se sentía pequeño y solo. Tronk era demasiado distinto de él para poderle servir de amigo. Oh, si hubiera tenido a su lado a sus camaradas, aunque fuera uno solo, entonces sí que habría sido distinto, Drogo habría encontrado incluso ganas de bromear y no le habría causado pena la espera del alba.

Mientras tanto se iban formando lenguas de niebla en la llanura, pálido archipiélago sobre océano negro. Una de ellas se extendió justamente al pie del reducto, ocultando el objeto misterioso. El aire se había puesto húmedo, de los hombros de Drogo la capa colgaba floja y pesada.

¡Qué noche más larga! Drogo había perdido ya la esperanza de que terminase nunca cuando el cielo empezó a palidecer y rachas gélidas anunciaron que el alba no estaba lejos. Entonces fue cuando lo sorprendió el sueño. De pie, apoyado en el parapeto de la terraza, Drogo dejó bambolearse dos veces la cabeza, dos veces la enderezó sobresaltado, y por último la cabeza se abandonó inerte y los párpados cedieron ante un peso. Nacía el nuevo día. Se despertó porque alguien le tocaba un brazo. Emergió despacio de los sueños, aturdido con la luz. Una voz, la voz de Tronk, le decía:

—Mi teniente, es un caballo.

Recordó entonces la vida, la Fortaleza, el Reducto Nuevo, el enigma de la mancha negra. Miró inmediatamente hacia abajo, ávido de saber, y deseaba cobardemente no descubrir sino piedras y matas, nada más que la llanura, como siempre había estado, solitaria y vacía. La voz le repetía, en cambio:

—Mi teniente, es un caballo.

Y Drogo lo vio, cosa inverosímil, parado al pie de la roca.

Era un caballo, no muy grande, bajo y regordete, de una curiosa belleza con sus patas finas y su crin flotante. Extraña era su forma, pero asombroso sobre todo el color, un color negro resplandeciente que manchaba el paisaje.

¿De dónde había llegado? ¿De quién era? Ninguna criatura, desde hacía muchísimos años —salvo acaso algún cuervo o alguna culebra— se había aventurado por aquellos lugares. Y ahora, en cambio, había aparecido un caballo, y se notaba de inmediato que no era salvaje, sino un animal selecto, un auténtico caballo de militares (quizá sólo las patas eran demasiado finas).

Era algo extraordinario, de inquietante significado. Drogo, Tronk, los centinelas —y también los otros soldados a través de las troneras del piso de abajo— no conseguían apartar de él los ojos. Aquel caballo rompía las reglas, volvía a traer las viejas leyendas del norte, con tártaros y batallas, llenaba con su ilógica presencia todo el desierto.

Por sí solo no significaba gran cosa, pero detrás del caballo se comprendía que tenían que llegar otras cosas. Tenía la silla en orden, como si hubiera sido montado poco antes. Había, pues, una historia en suspenso, lo que hasta ayer era absurda y ridícula superstición, podía ser cierto, por lo tanto. Drogo tenía la impresión de sentirlos, a los misteriosos enemigos, a los tártaros, agazapados entre las matas, en las grietas de las rocas, inmóviles y mudos, con los dientes apretados: esperaban la oscuridad para atacar. Y mientras tanto llegaban otros, un amenazador hormigueo que salía con lentitud de las nieblas del norte. No tenían músicas ni canciones, ni espadas centelleantes, ni hermosas banderas. Sus armas eran opacas para que no centellearan al sol y sus caballos estaban amaestrados para no relinchar.

Pero un caballito —ésa fue la inmediata idea en el Reducto Nuevo—, un caballito se les había escapado a los enemigos y había corrido hacia adelante a traicionarlos. Probablemente no se habían dado cuenta porque el animal había huido del campamento durante la noche.

El caballo había traído, así, un mensaje valioso. Pero ¿en cuanto tiempo precedía a los enemigos? Hasta la tarde Drogo no podría informar al mando de la Fortaleza, y entre tanto los tártaros podían aparecer debajo.

¿Dar la alarma, pues? Tronk decía que no; en el fondo se trataba de un simple caballo, decía; el hecho de que hubiera llegado al pie del reducto podía significar que se había encontrado aislado, quizá el dueño fuera un cazador solitario que se había internado imprudentemente en el desierto y había muerto, o estaba enfermo; el caballo, al quedarse solo, había buscado la salvación, había sentido la presencia del hombre por el lado de la Fortaleza y ahora esperaba que le llevasen cebada.

Justamente eso hacía dudar seriamente de que se estuviera acercando un ejército. ¿Qué motivo podía haber tenido el animal para escapar de un campamento en una tierra inhóspita? Y, además, decía Tronk, había oído decir que los caballos de los tártaros eran casi todos blancos, incluso en un viejo cuadro colgado de una sala de la Fortaleza se veía a los tártaros montados todos en corceles blancos, y éste, en cambio, era negro como el carbón. Así, Drogo, tras muchos titubeos, decidió esperar a la tarde. Entre tanto el cielo se había aclarado y el sol iluminó el paisaje, caldeando el corazón de los hombres. También Giovanni se sintió reanimado con la clara luz; las fantasías de los tártaros perdieron consistencia, todo volvía a sus proporciones normales, el caballo era un simple caballo y para su presencia podía encontrarse una gran cantidad de explicaciones sin recurrir a incursiones enemigas. Entonces, olvidados los temores nocturnos, se sintió repentinamente dispuesto a cualquier aventura, y lo llenaba de gozo el presentimiento de que su destino estaba en puertas, una suerte feliz que lo pondría por encima de los demás hombres.

Se complació en ocuparse personalmente de las más insignificantes formalidades del servicio de guardia, como para demostrar a Tronk y a los soldados que la aparición del caballo, aunque extraña y preocupante, no lo había turbado en absoluto; la cosa le parecía muy militar.

Los soldados, a decir verdad, no tenían ningún miedo; el caballo se lo habían tomado a broma, les habría gustado muchísimo poderlo capturar y llevarlo como trofeo a la Fortaleza. Uno de ellos pidió incluso permiso al sargento primero, que se limitó a una ojeada de reproche, como diciendo que no era lícito bromear con los asuntos del servicio.

En el piso interior, en cambio, donde estaban instalados dos cañones, uno de los artilleros se había agitado muchísimo al ver el caballo. Se llamaba Giuseppe Lazzari, un jovencito entrado hacía poco en filas. Decía que aquel caballo era el suyo, lo reconocía perfectamente, no podía equivocarse, debían de haberlo dejado escapar mientras los animales habían salido de la Fortaleza para abrevar.

—¡Es Fiocco, mi caballo! —gritaba, como si verdaderamente fuera de su propiedad y se lo hubieran robado.

Tronk, que descendió abajo, hizo callar de inmediato los gritos y demostró secamente a Lazzari que era imposible que su caballo hubiese huido; para pasar al valle del norte hubiera tenido que atravesar las murallas de la Fortaleza o cruzar las montañas.

Lazzari respondió que había un paso —había oído decir—, un cómodo paso a través de las rocas, un viejo camino abandonado que nadie recordaba. En efecto, en la Fortaleza, entre otras muchas, había esa curiosa leyenda. Pero debía de ser una patraña. A derecha e izquierda de la Fortaleza, durante kilómetros y kilómetros, se alzaban salvajes montañas que nunca habían sido franqueadas.

Pero el soldado no se convenció y bramaba con la idea de tenerse que quedar encerrado en el reducto, sin poder recuperar su caballo; habría bastado con media hora de camino entre ir y volver.

Mientras tanto las horas se consumían, el sol continuaba su viaje hacia occidente, los centinelas se daban el relevo en el momento exacto, el desierto resplandecía más solitario que nunca, el caballito estaba en el sitio de antes, normalmente inmóvil, como si durmiera, o daba unas vueltas buscando alguna brizna de hierba. Las miradas de Drogo buscaban en lontananza, pero no divisaban nada nuevo, siempre las mismas grandes lastras rocosas, las matas, las nieblas del último septentrión que mudaban lentamente de color a medida que se acercaba la noche.

Llegó la guardia nueva para hacer el relevo. Drogo y sus soldados dejaron el reducto, se encaminaron de regreso a la Fortaleza a través de las paredes rocosas, entre las sombras violetas de la tarde. Llegados a las murallas, Drogo dijo la contraseña para sí y para sus hombres, abrieron la puerta, la guardia saliente se alineó en una especie de pequeño patio y Tronk empezó a pasar lista. Mientras tanto Drogo se alejó para avisar al mando del misterioso caballo.

Como estaba prescrito, Drogo se presentó al capitán de inspección, y después fueron juntos en busca del coronel; normalmente, para las novedades, bastaba con dirigirse al ayudante del coronel, pero esta vez podía ser una cosa grave y no había tiempo que perder.

Entre tanto, el rumor había corrido fulminantemente por toda la Fortaleza. Alguien, en los últimos cuerpos de guardia, charloteaba ya sobre enteros escuadrones de tártaros acampados al pie de las rocas. El coronel, cuando lo supo, dijo sólo:

—Habría que tratar de coger ese caballo; si está ensillado, quizá se pudiera saber de dónde viene.

Pero ya era inútil, porque el soldado Giuseppe Lazzari, mientras la guardia saliente regresaba a la Fortaleza, había conseguido esconderse detrás de un peñasco, sin que nadie lo advirtiese, y después había bajado por su cuenta por las rocas, había llegado hasta el caballito y ahora lo traía a la Fortaleza. Comprobó con estupor que no era el suyo, pero ya no había nada que hacer.

Sólo en el momento de entrar en la Fortaleza alguno de sus compañeros advirtió que había desaparecido. Si Tronk se enteraba, Lazzari se pudriría en el calabozo al menos un par de meses. Había que salvarlo. Por eso cuando el sargento primero pasó lista, y salió el nombre de Lazzari, alguien respondió por él «presente».

Unos minutos después, cuando los soldados habían ya roto filas, recordaron que Lazzari no sabía la contraseña; ya no se trataba del calabozo, sino de la vida; ¡ay de él si se presentaba ante las murallas, le dispararían! Dos o tres compañeros se pusieron entonces a buscar a Tronk, para que encontrase un remedio.

Demasiado tarde. Sujetando al caballo negro por las riendas, Lazzari estaba ya junto a las murallas. Y en el camino de ronda estaba Tronk, reclamado allí por un vago presentimiento; inmediatamente después de pasar lista, cierta inquietud había asaltado al sargento primero, no conseguía averiguar la causa, pero intuía que algo no marchaba bien. Al examinar los hechos de la jornada, había llegado hasta el regreso a la Fortaleza sin encontrar nada sospechoso; después algo le había chocado; sí, en la lista debía de haber habido una irregularidad, y en su momento, como ocurre a menudo en esos casos, él no se había dado cuenta.

Un centinela montaba guardia precisamente sobre la puerta de entrada. En la penumbra vio dos figuras negras que se adelantaban por la grava. Estarían a unos doscientos metros. No hizo mucho caso, pensó que sufría una alucinación; muchas veces, en los lugares desiertos, tras estar mucho tiempo a la espera, se acaba descubriendo, incluso en pleno día, perfiles humanos que se deslizan entre las matas y las rocas, se tiene la impresión de que alguien nos está espiando, y después se va a ver que no hay nadie.

El centinela, para distraerse, miró a su alrededor, hizo, un ademán de saludo a un compañero, de centinela a unos treinta metros más a la derecha, se ajustó el pesado gorro que le apretaba en la frente, después volvió los ojos a la izquierda y vio al sargento primero Tronk, inmóvil, que lo miraba severamente.

El centinela se recobró, miró ante sí, vio que las dos sombras no eran un sueño, ya se encontraban próximas, estarían apenas a unos sesenta metros: un soldado y un caballo, concretamente. Entonces embrazó el fusil, preparó el gatillo para disparar, se atiesó en el gesto repetido cientos de veces en la instrucción. Después gritó:

—¿Quién va? ¿Quién va?

Lazzari era soldado desde hacía poco tiempo, ni remotamente pensaba en que sin la contraseña no habría podido volver. A lo sumo temía un castigo por haberse alejado sin permiso; aunque, quién sabe, quizá el coronel le perdonase por obra del caballo recuperado: era un animal bellísimo, un caballo de general.

Sólo faltaban unos cuarenta metros. Las herraduras del cuadrúpedo resonaban en las piedras, era casi noche cerrada, se oyó un lejano sonido de corneta.

—¿Quién va? ¿Quién va? —repitió el centinela. Una vez más, y después tendría que disparar.

Un repentino malestar había asaltado a Lazzari ante la primera llamada del centinela. Le parecía muy raro, ahora que se encontraba personalmente metido, oírse interpelar de ese modo por un compañero, pero se tranquilizó con el segundo «¿quién va?», porque reconoció la voz de un amigo, precisamente de su misma compañía, a quien llamaban en confianza el Moreno.

—¡Soy yo, Lazzari! —gritó—. ¡Manda al jefe del piquete que me abra! ¡He cogido el caballo! Y que no se den cuenta, ¡porque me meten un puro!

El centinela no se movió. Con el fusil embrazado, estaba inmóvil, tratando de retrasar lo más posible el tercer «¿quién va?» Quizá Lazzari se daría cuenta por sí solo del peligro, retrocedería, quizá podría sumarse al día siguiente a la guardia del Reducto Nuevo. Pero Tronk, a pocos metros, lo miraba severamente.

Tronk no decía ni una palabra. Ora miraba al centinela, ora a Lazzari, por culpa del cual probablemente le castigarían. ¿Qué significaban sus miradas?

El soldado y el caballo ya no distaban más de treinta metros; esperar aún habría sido imprudente. Cuanto más se acercaba Lazzari, más fácil sería acertarle.

—¿Quién va? ¿Quién va? —gritó por tercera vez el centinela.

Y en su voz subyacía como una advertencia privada y antirreglamentaria. Quería decir: «Retrocede mientras estás a tiempo. ¿Quieres que te maten?»

Y finalmente Lazzari comprendió, recordó como en un relámpago las duras leyes de la Fortaleza, se sintió perdido. Pero en lugar de huir, quién sabe por qué, soltó las riendas del caballo y se adelantó solo, invocando con voz aguda:

—¡Soy yo, Lazzari! ¿No me ves? ¡Moreno, eh, Moreno! ¡Soy yo! Pero ¿qué haces con el fusil? ¿Estás loco, Moreno?

Pero el centinela ya no era el Moreno, era simplemente un soldado de cara adusta que ahora alzaba lentamente el fusil, apuntando a su amigo. Había apoyado el arma en el hombro y con el rabillo del ojo echó un vistazo al sargento primero, invocando silenciosamente un gesto de que lo dejara. Pero Tronk seguía inmóvil y lo miraba severamente.

Lazzari, sin volverse, retrocedió unos pasos tropezando con las piedras.

—¡Soy yo, Lazzari! —gritaba—. ¿No ves que soy yo? ¡No dispares, Moreno!

Pero el centinela ya no era el Moreno, con quien todos sus camaradas bromeaban libremente, era sólo un centinela de la Fortaleza, con uniforme de paño azul oscuro con banderola de cuero, absolutamente idéntico a todos los demás de la noche, un centinela cualquiera que había apuntado y ahora apretaba el gatillo. Sentía en los oídos un estruendo y le pareció oír la voz ronca de Tronk: «¡Apunta bien!», aunque Tronk no había resollado.

El fusil lanzó un pequeño relámpago, una minúscula nubécula de humo, incluso el disparo no pareció gran cosa en el primer momento, pero después fue multiplicado por los ecos, rebotó de muralla en muralla, se quedó mucho tiempo en el aire, muriendo en un lejano murmullo como de trueno.

Ahora que había cumplido con su deber, el centinela dejó el fusil en el suelo, se asomó por el parapeto, miró hacia abajo esperando no haber acertado. Y en la oscuridad le pareció, en efecto, que Lazzari no había caído.

No, Lazzari estaba aún de pie, y el caballo se le había acercado. Después, en el silencio dejado por el disparo, se oyó su voz, y con qué desesperado sonido:

—¡Oh, Moreno! ¡Me has matado!

Eso dijo Lazzari, y se dobló lentamente hacia adelante. Tronk, con rostro impenetrable, aún no se había movido, mientras una confusión bélica se propagaba por los meandros de la Fortaleza.