DIEZ

Así debía ocurrir, y quizá ya estaba fijado desde hacía mucho tiempo; esto es, desde aquel lejano día en que Drogo se asomó por vez primera, con Ortiz, al borde de la altiplanicie y la Fortaleza se le apareció con su pesado esplendor meridiano.

Drogo ha decidido quedarse, sujeto por un deseo, mas no sólo por eso: quizá el pensamiento heroico no habría bastado para tanto. Por ahora él cree haber hecho algo noble y se asombra de buena fe, al descubrirse mejor de lo que había creído. Sólo muchos meses después, al mirar atrás, reconocerá las míseras cosas que lo ligan a la Fortaleza.

Aunque hubieran sonado las trompetas, se hubieran oído canciones de guerra, del norte hubieran llegado inquietantes mensajes; si fuera sólo eso, Drogo se habría marchado igualmente; pero estaban ya en él el entorpecimiento de los hábitos, la vanidad militar, el amor doméstico a los muros cotidianos. Cuatro meses habían bastado para enviscarlo en el monótono ritmo del servicio.

En hábito se había convertido el turno de guardia, que las primeras veces parecía un peso insoportable; poco a poco había aprendido bien las reglas, los modismos, las manías de sus superiores, la topografía de los reductos, los puestos de los centinelas, las esquinas donde no soplaba viento, el lenguaje de las cornetas. Del dominio del servicio extraía un especial placer, valorando la creciente estimación de los soldados y de los suboficiales; hasta Tronk se había dado cuenta de lo serio y escrupuloso que era Drogo, casi le había tomado cariño.

En hábito se habían convertido los colegas; ahora los conocía tan bien que ni siquiera los más sutiles de sus sobreentendidos lo encontraban desprevenido; por la noche se quedaban mucho tiempo juntos, hablando de los hechos de la ciudad, que con la lejanía adquirían desmesurado interés. Hábito la mesa buena y cómoda, la acogedora chimenea del club de oficiales, encendida siempre, día y noche; la solicitud del asistente, un buen diablo llamado Geronimo, que poco a poco había aprendido sus deseos especiales.

Hábito las excursiones de vez en cuando con Morel al pueblo menos alejado: dos horas largas de caballo a través de un estrecho valle que ya se había aprendido de memoria, una posada donde por fin se veía alguna cara nueva, se preparaban cenas suntuosas y se oían frescas carcajadas de muchachas con las que se podía hacer el amor.

Hábito las desenfrenadas carreras a caballo de un lado a otro de la explanada de detrás de la Fortaleza, compitiendo en maestría con sus compañeros, en las tardes de descanso, y las pacientes partidas de ajedrez, por la noche, que se desarrollaban en alta voz, a menudo victoriosas para Drogo (pero el capitán Ortiz le había dicho: «Siempre es lo mismo, los recién llegados ganan siempre al principio. A todos les ocurre lo mismo, se hacen la ilusión de ser verdaderamente buenos, pero es sólo cuestión de novedad; también los otros acaban aprendiendo nuestro sistema y un buen día ya no se consigue nada»).

Hábitos eran para Drogo su habitación, las plácidas lecturas nocturnas, la grieta del techo, sobre la cama, que semejaba la cabeza de un turco, los ruidos del aljibe, con el tiempo convertidos en amistosos; el hoyo excavado por su cuerpo en el colchón, las mantas tan inhóspitas en los primeros días y ahora dócilmente prontas; el movimiento, ya realizado instintivamente con su longitud exacta, para apagar la lámpara de petróleo o dejar el libro en la mesilla. Ya sabía cómo tenía que colocarse por la mañana, cuando se afeitaba ante el espejo, para que la luz iluminase su cara con el ángulo justo, cómo verter el agua de la jarra en la palangana sin derramarla, cómo hacer saltar la cerradura rebelde de un cajón, manteniendo la llave doblada un poco hacia abajo.

Hábito el rechinar de la puerta en los períodos de lluvia, el punto donde solía dar el rayo de luna entrado por la ventana y su lento desplazarse con el transcurso de las horas, la agitación en el cuarto de debajo del suyo, todas las noches, a la una y media en punto, cuando la vieja herida de la pierna derecha del teniente coronel Nicolosi se despertaba misteriosamente, interrumpiendo su sueño.

Todas estas cosas se habían ya vuelto suyas y dejarlas le habría apenado. Pero Drogo no lo sabía, no sospechaba que la partida le habría costado trabajo ni que la vida de la Fortaleza se tragara los días unos detrás de otros, todos semejantes, con velocidad vertiginosa. Ayer y anteayer eran iguales, no habría ya sabido distinguirlos; un hecho de tres días antes o de veinte acababa pareciéndole igualmente lejano. Así se desarrollaba, sin saberlo él, la huida del tiempo.

Pero por ahora ahí está, petulante y despreocupado, sobre las escarpas del cuarto reducto, en una pura y gélida noche. A causa del frío los centinelas caminaban sin tregua y sus pasos rechinaban en la nieve helada. Una luna grande y blanquísima iluminaba el mundo. El fuerte, los peñascos, el valle pedregoso al norte estaban inundados de maravillosa luz, resplandecía hasta la cortina de nieblas que se estancaban en el último septentrión.

Abajo, en el cuarto del oficial de servicio, dentro del reducto, se había quedado encendida la lámpara, la llama oscilaba levemente haciendo balancear las sombras. Drogo había empezado poco antes a escribir una carta, tenía que contestarle a María, la hermana de Vescovi, su amigo, que quizá un día sería su esposa. Pero después de dos líneas se había levantado, sin saber muy bien por qué, y había subido al tejado a mirar.

Aquél era el trozo más bajo de la fortificación, que correspondía a la máxima hondura del desfiladero. En aquel punto de la muralla estaba la puerta que comunicaba los dos Estados. Las macizas hojas acorazadas de hierro no se habían vuelto a abrir desde tiempo inmemorial. Y la guardia del Reducto Nuevo salía y entraba todos los días por una pequeña puerta secundaria, apenas más ancha que un hombre y vigilada por un centinela.

Drogo montaba guardia por primera vez en el cuarto reducto. Apenas salió al aire libre, miró las rocas enormes de la derecha, todas incrustadas de hielo y resplandecientes bajo la luna.

Rachas de viento empezaban a transportar a través del cielo pequeñas nubes blancas y sacudían la capa de Drogo, la capa nueva, que tanto significaba para él.

Inmóvil, miraba fijamente las barreras de rocas del frente, las impenetrables lejanías del norte, y los bordes de la capa crepitaban como una bandera, plegándose tempestuosamente. Drogo sentía que aquella noche poseía una fiera y militar belleza, erguido en el borde de la terraza, con la espléndida capa agitada por el viento. A su lado, Tronk, arropado en un ancho gabán, ni siquiera parecía un soldado.

—Dígame, Tronk —preguntó Drogo, con un aire falsamente preocupado—. ¿Es una impresión mía, o la luna esta noche es mucho más grande que de costumbre?

—No creo, mi teniente —dijo Tronk—. Aquí, en la Fortaleza, siempre da esa impresión.

Las voces resonaban enormemente, como si el aire fuera de vidrio. Tronk, en vista de que el teniente no tenía otras cosas que decirle, se marchó a lo largo del borde de la terraza, con su perenne necesidad de vigilar el servicio.

Drogo se quedó solo y se sintió prácticamente feliz. Saboreaba con orgullo su decisión de quedarse, el amargo gusto de abandonar las alegrías menudas y seguras por un gran bien a largo e inseguro plazo (y quizá bajo eso estaba el consolador pensamiento de que siempre estaría a tiempo de marcharse).

Un presentimiento —¿o era sólo esperanza?— de cosas grandes y nobles lo había hecho quedarse allá arriba, pero podía ser sólo un aplazamiento, en el fondo nada queda comprometido. Tenía mucho tiempo por delante. Todo lo bueno de la vida parecía esperarlo. ¿Qué necesidad había de apresurarse? Hasta las mujeres, amables y extrañas criaturas, las preveía como una felicidad segura, prometida formalmente a él por el normal orden de la vida.

¡Cuánto tiempo por delante! Larguísimo le parecía incluso un solo año, y los años buenos apenas habían comenzado; parecían formar una serie larguísima, cuyo final era imposible divisar, un tesoro todavía intacto y tan grande que resultaba aburrido.

No tenía nadie que le dijera: «¡Cuidado, Giovanni Drogo!» La vida le parecía inagotable, obstinada ilusión, aunque la juventud ya había comenzado a ajarse. Pero Drogo no conocía el tiempo. Aunque hubiera tenido ante sí una juventud de cien y cien años, como los dioses, habría sido bien pobre cosa. Y, en cambio, disponía de una vida sencilla y normal, de una pequeña juventud humana, avaro don, que los dedos de las manos bastaban para contar y que se disolvería antes aún de dejarse conocer.

Cuánto tiempo por delante, pensaba. Y, sin embargo, existían hombres —había oído decir— que en cierto momento (qué cosa más extraña) se ponían a esperar la muerte, esa cosa conocida y absurda que no podía concernirle. Drogo sonreía pensando en ello, y mientras tanto, instigado por el frío, había echado a andar.

Las murallas seguían en aquel punto el declive del desfiladero, formando una complicada escala de terrazas y balcones corridos. Bajo él, negrísimos contra la nieve, Drogo veía, a la luz de la luna, los sucesivos centinelas; sus pasos metódicos hacían cric, cric, sobre la capa helada.

El más cercano, en una terraza interior, a unos diez metros, menos presuroso que los otros, estaba inmóvil, con la espalda apoyada en un muro; se habría dicho que dormía. Pero Drogo lo oyó canturrear una cantinela con voz profunda.

Era una sucesión de palabras (que Drogo no lograba distinguir) unidas entre sí por un aire monótono y sin fin. Hablar, y aún peor cantar, de servicio estaba severamente prohibido. Giovanni habría debido castigarlo, pero le dio pena, pensando en el frío y la soledad de aquella noche. Entonces empezó a bajar una breve escalera que llevaba a la terraza y tosió levemente, para advertir al soldado.

El centinela volvió la cabeza, y cuando vio al oficial rectificó su posición, pero no interrumpió la cantinela. A Drogo le asaltó la cólera: ¿aquellos soldados se creían que podían tomarle el pelo? Ya le daría un buen escarmiento.

El centinela notó de inmediato la actitud amenazadora de Drogo, y aunque la formalidad del santo y seña, por mutuo y viejísimo acuerdo, no se practicara entre los soldados y el jefe de la guardia, tuvo un exceso de escrúpulo. Embrazando el fusil, preguntó, con el especialísimo acento usado en la Fortaleza:

—¿Quién va? ¿Quién va?

Drogo se paró de golpe, desorientado. Quizá a menos de cinco metros de distancia, a la límpida luz de la luna, veía perfectamente la cara del militar y su boca estaba cerrada. Pero la cantinela no se había interrumpido. ¿De dónde venía entonces la voz?

Pensando en aquella cosa extraña, ya que el soldado seguía a la espera, Giovanni dijo mecánicamente la contraseña: «Milagro». «Miseria», respondió el centinela, y dejó el arma a sus pies.

Se produjo un inmenso silencio, en el cual navegaba más fuerte que antes el murmullo de palabras y canto.

Por fin Drogo comprendió, y un lento escalofrío corrió por su espalda. Era el agua, era una lejana cascada que corría con estruendo por los salientes de las rocas vecinas. El viento, que hacía oscilar el larguísimo chorro, el misterioso juego de los ecos, el sonido distinto de las piedras golpeadas, formaban una voz humana, la cual hablaba y hablaba: palabras de nuestra vida, que se estaba siempre a un pelo de entender, pero, en cambio, nada.

No era, pues, el soldado el que canturreaba, no un hombre sensible al frío, a los castigos y al amor, sino la montaña hostil. Qué triste equivocación, pensó Drogo, quizá todo es así, creemos que a nuestro alrededor hay criaturas semejantes a nosotros y en cambio no hay sino hielo, piedras que hablan una lengua extranjera; estamos a punto de saludar a un amigo, pero el brazo vuelve a caer inerte, la sonrisa se apaga, porque advertimos que estamos completamente solos.

El viento bate contra la espléndida capa del oficial y la sombra azul sobre la nieve se agita como una bandera. El centinela está inmóvil. La luna camina y camina, lenta, pero sin perder un solo instante, impaciente del alba. Toc, toc, late el corazón en el pecho de Giovanni Drogo.