NUEVE

Las terrazas de la Fortaleza estaban blancas, como el valle del sur y el desierto del septentrión. La nieve cubría totalmente las escarpas, había extendido un frágil marco a lo largo de las almenas, se precipitaba con pequeñas zambullidas desde los canalones, se desprendía de vez en cuando del costado de los precipicios, sin ninguna razón comprensible, y horribles masas retumbaban humeando en las torrenteras.

No era la primera nieve, sino la tercera o la cuarta, y servía para indicar que habían pasado bastantes días. «Me parece que fue ayer cuando llegué a la Fortaleza», decía Drogo, y era exactamente así. Parecía ayer, pero el tiempo se había consumido lo mismo con su inmóvil ritmo, idéntico para todos los hombres, ni más lento para quien es feliz ni más veloz para los desventurados.

Otros tres meses habían pasado, ni deprisa ni despacio. Navidad se había ya disuelto en lontananza, el año nuevo había llegado también trayendo durante unos minutos a los hombres extrañas esperanzas. Giovanni Drogo se preparaba ya para partir. Se necesitaba aún el formalismo del reconocimiento médico, como le había prometido el comandante Matti, y después podría irse. Él seguía repitiéndose que se trataba de un acontecimiento alegre, que en la ciudad lo esperaba una vida fácil, divertida y quizá feliz, y sin embargo no estaba contento.

La mañana del 10 de enero entró en el despacho del doctor, en el último piso de la Fortaleza. El médico se llamaba Ferdinando Rovina, tenía más de cincuenta años, un rostro flojo e inteligente, un resignado cansancio, y no llevaba uniforme, sino una larga chaqueta oscura de magistrado. Estaba sentado ante su mesa con varios libros y papeles delante; pero Drogo, al entrar casi de improviso, comprendió inmediatamente que no estaba haciendo nada; estaba sentado, inmóvil, pensando en quién sabe qué.

La ventana daba al patio y de éste subía un sonido de pasos cadenciosos porque ya atardecía y comenzaba el cambio de la guardia. Por la ventana se divisaba un trozo del muro frontero y un cielo extraordinariamente sereno. Los dos se saludaron y Giovanni se dio cuenta pronto de que el médico estaba perfectamente al corriente de su caso.

—Los cuervos nidifican y las golondrinas se van —dijo Rovina bromeando, y sacó de un cajón un papel con un formulario impreso.

—Quizá no sepa usted, doctor, que yo vine aquí por un error.

—Todos, hijo mío, han venido aquí arriba por un error —dijo el médico con patética alusión—. Quien más y quien menos, incluso los que se han quedado.

Drogo no entendía del todo y se contentó con sonreír.

—¡Oh, no se lo reprocho! Hacen bien ustedes, los jóvenes, en no enmohecerse aquí —continuó Rovina—. Abajo, en la ciudad, hay oportunidades muy distintas. También yo lo pienso algunas veces, si pudiera…

—¿Por qué? —preguntó Drogo—. ¿No podría conseguir un traslado?

El doctor agitó las manos como si hubiese oído una barbaridad.

—¿Conseguir el traslado? —rio de buena gana—. ¿Después de veinticinco años que llevo aquí? Demasiado tarde, hijo mío; había que pensarlo antes.

Quizá habría deseado que Drogo le llevase la contraria, pero como el teniente calló, entró en materia: invitó a Giovanni a sentarse, hizo que le diera su nombre y apellido, que escribió en el sitio exacto, en la ficha reglamentaria.

—Bien —concluyó—. Usted padece algunos trastornos del sistema cardíaco, ¿no? Su organismo no soporta esta altura, ¿no? ¿Ponemos eso?

—Pongámoslo —asintió Drogo—. Usted es el mejor árbitro para esas cosas.

—¿Prescribimos también un permiso de convalecencia, ya que estamos? —dijo el médico guiñando un ojo.

—Muchas gracias —dijo Drogo—, pero no quisiera exagerar.

—Como quiera. Nada de permiso. Yo, a su edad, no tenía semejantes escrúpulos.

Giovanni, en lugar de sentarse, se había acercado a la ventana y miraba de vez en cuando hacia abajo, a los soldados alineados sobre la blanca nieve. El sol acababa de ponerse, entre las murallas se había difundido una penumbra azul.

—Más de la mitad de ustedes quiere marcharse después de tres o cuatro meses —estaba diciendo con cierta tristeza el doctor, ahora también envuelto en sombras, hasta el punto de que no se entendía cómo veía para escribir—. También yo, si pudiera volver atrás, haría como ustedes… Pero, después de todo, es una lástima.

Drogo escuchaba sin interés, atento a mirar por la ventana. Y entonces le pareció ver los muros amarillentos del patio alzarse altísimos hacia el cielo de cristal, y sobre ellos, al otro lado, aún más altas, solitarias torres, murallones sesgados coronados de nieve, aéreas escarpas y fortines, que nunca había observado antes. Una luz clara de occidente los iluminaba aún y resplandecían misteriosamente con una impenetrable vida. Nunca se había dado cuenta Drogo de que la Fortaleza fuera tan complicada e inmensa. Vio una ventana (¿o una tronera?) abierta sobre el valle, a una altura casi increíble. Allá arriba debía de haber hombres que él no conocía, quizá también algún oficial como él, del que habría podido ser amigo. Vio sombras geométricas de abismos entre un bastión y otro, vio frágiles puentes colgados entre los tejados, extraños portones atrancados al ras de las murallas, viejos despeñaderos bloqueados, largas aristas curvadas por los años.

Vio, entre faroles y teas, sobre el fondo lívido del patio, soldados enormes y fieros desenvainar las bayonetas. Sobre la claridad de la nieve formaban filas negras e inmóviles, como de hierro. Eran bellísimos y estaban petrificados, mientras comenzaba a tocar una trompeta. Sus sonidos se ensanchaban por el aire vivos y brillantes, penetraban rectos en el corazón.

—Uno a uno se van todos —murmuraba Rovina en la penumbra. Acabaremos por quedarnos sólo los viejos. Este año…

La trompeta sonaba abajo en el patio, sonido puro de voz humana y metal. Palpitó una vez más con ímpetu guerrero. Al callar, dejó un inexpresable encanto, hasta en el despacho del médico. El silencio se volvió tal que se pudo oír un largo paso crujir sobre la nieve helada. El coronel en persona había bajado a saludar a la guardia. Tres notas de suma belleza cortaron el cielo.

—¿Quién de ustedes? —continuaba recriminando el doctor—. El teniente Angustina, el único. Hasta Morel, apuesto, el año que viene tendrá que bajar a la ciudad a curarse. Hasta él, apuesto, acabará por enfermar…

—¿Morel? —Drogo no podía dejar de responder, para que viera que escuchaba—. ¿Morel, enfermo? —preguntó, pues no había cogido más que las últimas palabras.

—Oh, no —dijo el doctor—. Una especie de metáfora.

Incluso a través de la ventana cerrada se oían los pasos vítreos del coronel. En el crepúsculo las bayonetas formaban, alineadas, muchas tiras de plata. De lejanías improbables llegaban ecos de trompetas, el sonido de antes, quizá, devuelto por la maraña de murallas.

El doctor callaba. Después se levantó y dijo:

—Ahí tiene el certificado. Ahora vaya a que se lo firme el coronel —dobló la hoja y la metió en una carpeta, descolgó del perchero el gabán y un gorro de piel—. ¿Se viene usted también, teniente? —preguntó—. ¿Qué está mirando?

Las guardias entrantes habían dejado las armas y se movían una tras otra hacia las distintas partes de la Fortaleza. Sobre la nieve la cadencia de sus pasos hacía un ruido sordo, pero por encima volaba la música de la banda. Después, aunque pareciera inverosímil, las murallas, ya asediadas por la noche, se alzaron lentamente hacia el cenit, y de su límite supremo, enmarcado por tiras de nieve, empezaron a desprenderse nubes blancas en forma de garza que navegaban por los espacios siderales.

Pasó por la mente de Drogo el recuerdo de su ciudad, una imagen pálida, calles fragorosas bajo la lluvia, estatuas de yeso, humedad de cuarteles, escuálidas campanas, caras cansadas y deshechas, tardes sin fin, cielos rasos sucios de polvo.

Aquí, en cambio, avanzaba la noche grande de las montañas, con las nubes en fuga sobre la Fortaleza, milagrosos presagios. Y desde el norte, desde el septentrión invisible tras los muros, Drogo sentía agolparse su destino.

—Doctor, doctor —dijo Drogo, casi balbuciendo—. Yo estoy bien.

—Ya lo sé —respondió el médico—. ¿Qué se creía?

—Yo estoy bien —repitió Drogo, como sin reconocer su propia voz—. Estoy bien y quiero quedarme.

—¿Quedarse aquí, en la Fortaleza? ¿Ya no quiere marcharse? ¿Qué le ha sucedido?

—No lo sé —dijo Giovanni—. Pero no puedo marcharme.

—¡Oh! —exclamó Rovina, acercándose—. Si no bromea, le juro que estoy muy contento.

—No bromeo, no —dijo Drogo, que sentía que la exaltación se mudaba en una extraña pena, próxima a la felicidad. Doctor, tire ese papel.