SEIS

Ya había caído la noche. Drogo estaba sentado en la desnuda habitación del reducto y se había hecho llevar papel, tinta y pluma para escribir.

«Querida mamá», comenzó a escribir, e inmediatamente se sintió como cuando era niño. Solo, a la luz de un farol, mientras nadie lo veía, en el corazón de la Fortaleza desconocida para él, lejos de su casa, de todas las cosas familiares y buenas, le parecía un consuelo poder al menos abrir completamente su corazón.

Con los demás, con sus colegas oficiales, tenía que aparentar ser un hombre, tenía que reír con ellos y contar historias jactanciosas de militares y mujeres. ¿A quién, sino a su madre, podía decirle la verdad? Y la verdad de Drogo esa noche no era una verdad de valiente soldado, no era probablemente digna de la austera Fortaleza, sus camaradas se habrían reído de ella. La verdad era el cansancio del viaje, la opresión de los tétricos muros, el sentirse completamente solo.

«He llegado agotado después de dos días de camino —así le escribiría—, y, al llegar, he sabido que si quería podía regresar a la ciudad. La Fortaleza es melancólica, no hay pueblos cercanos, no hay ninguna diversión y ninguna alegría.» Eso le escribiría.

Pero Drogo se acordó de su madre, a esas horas ella pensaba en él y se consolaba con la idea de que el hijo lo estaba pasando bien, con amigos simpáticos y acaso, quién sabe, en amable compañía. Desde luego, ella lo creía satisfecho y sereno.

«Querida mamá —escribió su mano—. He llegado anteayer tras un viaje espléndido. La Fortaleza es grandiosa…» Oh, darle a entender la sordidez de aquellas murallas, aquel aire vago de castigo y exilio, aquellos hombres ajenos y absurdos. Y, en cambio: «Los oficiales me han acogido cariñosamente —escribía—. Incluso el comandante, ayudante del coronel, ha sido muy amable y me ha dejado en entera libertad de regresar a la ciudad si quería. Pero yo…»

Quizá en ese momento su madre andaba por su habitación abandonada, abría un cajón, ponía en orden algunos de sus trajes viejos, los libros, la escribanía; los había ordenado ya muchas veces, pero le parecía encontrar así en parte la viva presencia de él, como si fuera a volver a casa, como de costumbre, antes de cenar. Le parecía oírlo, el conocido rumor de sus pasitos inquietos que se dirían preocupados siempre por alguien. ¿Cómo iba a tener valor para amargarla? Si hubiera estado a su lado, en la misma habitación, absortos bajo la luz familiar, entonces sí que Giovanni se lo habría dicho todo, y ella no habría tenido tiempo de contristarse, porque él estaba a su lado y lo peor había pasado ya. Pero así, de lejos, ¿por carta? Sentado a su lado, ante la chimenea, en la consoladora tranquilidad de la antigua casa, entonces sí que le habría hablado del comandante Matti y de sus insidiosas lisonjas, de las manías de Tronk… Le habría dicho cuán estúpidamente había aceptado quedarse cuatro meses, y probablemente ambos se habrían reído de ello. Pero ¿cómo hacer, desde tan lejos?

«Pero yo —escribía Drogo— he creído conveniente para mí y para mi carrera quedarme algún tiempo aquí arriba… Además, la compañía es muy simpática, el servicio fácil y nada fatigoso.» ¿Y su habitación, el ruido del aljibe, el encuentro con el capitán Ortiz y la desolada tierra del norte? ¿No tenía que explicarle los férreos reglamentos de la guardia, el desnudo reducto donde se encontraba? No, ni siquiera con su madre podía ser sincero, ni siquiera confesarle a ella los oscuros temores que no le dejaban en paz.

En su casa, en la ciudad, los relojes, uno tras otro, con voces distintas, daban ahora las diez; con los toques tintineaban levemente los vasos en los aparadores, de la cocina llegaba el eco de una carcajada, del otro lado de la calle el sonido de un piano. A través de una estrechísima ventanita, casi una tronera, Drogo podía, desde el sitio donde estaba sentado, echar un vistazo al valle del norte, aquella tierra triste; pero ahora no se veía más que oscuridad. La pluma rechinaba un poco. Aunque triunfaba la noche, el viento empezaba a soplar entre las almenas trayendo ignotos mensajes, aunque dentro del reducto se amontonaban densas las tinieblas y el aire era húmedo e ingrato, «en conjunto estoy muy contento y me encuentro muy bien», escribía Giovanni Drogo.

Desde las nueve de la noche al alba, cada media hora sonaba una campana en el cuarto reducto, en el extremo derecho del desfiladero, donde acababan las murallas. Sonaba una pequeña campana y en seguida el último centinela llamaba al camarada más próximo; la llamada corría en la noche desde éste al soldado siguiente, y después avanzaba hasta el extremo opuesto de las murallas, de reducto en reducto, a través del fuerte y a lo largo del conjunto de bastiones. «¡Alerta! ¡Alerta!» Los centinelas no ponían el menor entusiasmo en el grito, lo repetían mecánicamente, con extraños timbres de voz.

Tendido en el camastro, sin haberse desnudado, Giovanni Drogo, invadido por una creciente pesadez, sentía llegar a intervalos, desde lejos, aquel grito. «Aé…, aé…, aé…», le llegaba sólo. Se hacía cada vez más fuerte, pasaba sobre él con la máxima intensidad, se alejaba hacia otra parte, hundiéndose poco a poco en la nada. Dos minutos después estaba de regreso, devuelto, como contraprueba, desde el primer fortín de la izquierda. Drogo lo oía acercarse una vez más, a pasos lentos e iguales: «aé…, aé…, aé…». Sólo cuando estaba sobre él, repetido por sus propios centinelas, conseguía distinguir la palabra. Pero pronto el «¡alerta!» se confundía de nuevo en una especie de lamento que moría por fin en el último centinela, junto al pedestal de las rocas.

Giovanni oyó llegar la llamada cuatro veces, y cuatro veces volver a bajar por los bordes del fuerte hasta el punto de donde había salido. A la quinta, a la conciencia de Drogo llegó sólo una vaga resonancia que provocó en él un leve estremecimiento. Se le pasó por la cabeza que no estaba bien, en un oficial de guardia, dormir; el reglamento lo permitía a condición de que no se desvistiera, pero casi todos los oficiales jóvenes de la Fortaleza, por una especie de elegante altanería, se quedaban despiertos toda la noche, leyendo, fumando cigarros, visitándose también abusivamente unos a otros y jugando a las cartas. Tronk, a quien antes Giovanni le había pedido información, le había dado a entender que era una buena norma estar despierto.

Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo lo asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche —oh, si lo hubiera sabido, quizá no tendría ganas de dormir—, precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.

Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años discurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear. Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas, y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se saborea la víspera de las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, pero es seguro, absolutamente seguro, que un día llegaremos a ellas.

¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor, y se reanuda sin pensar el camino.

Así se continúa andando en medio de una espera confiada, y los días son largos y tranquilos, el sol resplandece alto en el cielo y parece que nunca tiene ganas de caer hacia poniente.

Pero en cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía del retorno. Entonces se siente que algo ha cambiado, el sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo de mirarlo y ya se precipita hacia el límite del horizonte; uno advierte que las nubes ya no se estancan en los golfos azules del cielo, sino que huyen superponiéndose unas a otras, tanta es su prisa; uno comprende que el tiempo pasa y que el camino un día tranquilo tendrá que acabar también.

Cierran en cierto punto a nuestras espaldas una pesada verja, la cierran con velocidad fulminante y no da tiempo de regresar. Pero Giovanni Drogo en ese momento dormía, ignorante, y sonreía en sueños como hacen los niños.

Pasarán días antes de que Drogo comprenda lo que ha sucedido. Será entonces como un despertar. Mirará a su alrededor, incrédulo; después oirá un pataleo de pasos que llegan a sus espaldas, verá la gente que, despertada antes que él, corre afanosa y se le adelanta para llegar primero. Oirá el latido del tiempo escandir ávidamente la vida. A las ventanas ya no se asomarán risueñas figuras, sino rostros inmóviles e indiferentes. Y si él pregunta cuánto camino queda, ellos señalarán de nuevo al horizonte, sí, pero sin ninguna bondad ni alegría. Mientras tanto los compañeros se perderán de vista, alguno se queda atrás, agotado; otro ha escapado delante; ahora ya no es sino un minúsculo punto en el horizonte.

Detrás de aquel río —dirá la gente—, diez kilómetros más y habrás llegado. Pero nunca se acaba, los días se hacen cada vez más breves, los compañeros de viaje más escasos; en las ventanas hay apáticas figuras pálidas que sacuden la cabeza.

Hasta que Drogo se quede completamente solo y aparezca en el horizonte la franja de un inmenso mar azul, de color plomo. Ahora estará cansado, las casas a lo largo del camino tendrán casi todas las ventanas cerradas y las escasas personas visibles le responderán con un gesto desconsolado: lo bueno estaba detrás, muy detrás, y él ha pasado por delante sin saberlo. ¡Oh!, es demasiado tarde ya para regresar, detrás de él se amplía el estruendo de la multitud que lo sigue, empujada por idéntica ilusión, pero aún invisible por el blanco camino desierto.

Giovanni Drogo ahora duerme en el interior del tercer reducto. Sueña y sonríe. Por última vez llegan a él, en la noche, las dulces imágenes de un mundo completamente feliz. ¡Ay! Si pudiera verse a sí mismo, como estará un día, allá donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol, ni siquiera una brizna de hierba, y todo así desde tiempo inmemorial…