Dos tardes después Giovanni Drogo subió por primera vez de servicio al tercer reducto. A las seis de la tarde formaron en el patio las siete guardias: tres para el fuerte, cuatro para los reductos laterales. La octava, para el Reducto Nuevo, se había marchado antes, porque había bastante camino por recorrer.
El sargento primero Tronk, vieja criatura de la Fortaleza, había traído a los 28 hombres del tercer reducto, más un corneta que hacía el 29. Todos eran de la segunda compañía, la del capitán Ortiz, a la que Giovanni había sido destinado. Drogo tomó el mando y desenvainó la espada.
Las siete guardias entrantes estaban alineadas, y desde una ventana, según la tradición, las observaba el coronel jefe de la plaza. En la amarilla tierra del patio formaban un dibujo negro, hermoso a la vista.
El cielo, barrido por el viento, resplandecía sobre las murallas, cortadas diagonalmente por el último sol. Una tarde de septiembre. El subjefe, teniente coronel Nicolosi, salió por la puerta de la Comandancia, cojeando a causa de una vieja herida, y se apoyaba en la espada. Ese día estaba de servicio de inspección el gigantesco capitán Monti; su voz ronca dio las órdenes y todos al tiempo, absolutamente al tiempo, los soldados presentaron armas, con un poderoso estruendo metálico. Se hizo un vasto silencio.
Entonces, uno tras otro, los trompeteros de las siete guardias lanzaron los toques de costumbre. Eran las famosas trompetas de plata de la Fortaleza Bastiani, con cordones de seda roja y oro, y un gran escudo colgado. Su voz pura se ensanchó por el cielo y vibraba con ella el inmóvil enrejado de las bayonetas, con vaga sonoridad de campana. Los soldados estaban quietos como estatuas, sus rostros militarmente herméticos. No, no se preparaban para los monótonos turnos de guardia; con esas miradas de héroes parecía —desde luego— que iban a esperar al enemigo.
El último tañido quedó mucho tiempo en el aire, repetido por las lejanas murallas. Las bayonetas centellearon todavía un instante, bruñidas contra el cielo profundo, y después fueron tragadas por la formación, apagándose simultáneamente. El coronel había desaparecido de la ventana. Resonaron los pasos de las siete guardias que se esparcían hacia las respectivas murallas, a través de los laberintos de la Fortaleza.
Una hora después Giovanni Drogo estaba en la terraza que coronaba el tercer reducto, en el mismo punto donde la tarde anterior había mirado hacia septentrión. Ayer había ido a curiosear como un viajero de paso. Ahora era el amo, en cambio; durante veinticuatro horas todo el reducto y cien metros de murallas dependían sólo de él. Cuatro artilleros, bajo sus pies, en el interior del fortín, se ocupaban de los dos cañones apuntados hacia el fondo del valle; tres centinelas se repartían el borde perimétrico del reducto, otros cuatro estaban escalonados a lo largo del murallón, hacia la derecha, con veinticinco metros para cada uno.
El relevo con los centinelas salientes se había producido con meticulosa precisión ante los ojos del sargento primero Tronk, especialista en los reglamentos. Tronk llevaba veintidós años en la Fortaleza y ahora ya ni siquiera se movía de ella en los períodos de permiso. Nadie conocía como él cada rincón de la fortificación, a menudo los oficiales se lo encontraban por la noche girando una visita de inspección, en la más negra oscuridad, sin la mínima luz. Cuando él estaba de servicio, los centinelas no abandonaban ni un instante el fusil, no se apoyaban en las murallas y hasta evitaban detenerse, porque las paradas sólo estaban permitidas en casos excepcionales; Tronk no dormía en toda la noche y vagaba con pasos silenciosos por el camino de ronda, haciéndolos estremecerse. «¿Quién va? ¿Quién va?», preguntaban los centinelas, embrazando el fusil. «Gruta», respondía el sargento primero. «Gregorio», decía el centinela.
En la práctica, los oficiales y suboficiales de servicio de guardia recorrían el borde de sus propias murallas sin formalismos; los soldados los conocían bien de vista y habría parecido ridículo intercambiarse la contraseña. Sólo con Tronk los soldados seguían el reglamento al pie de la letra.
Era bajo y delgado, con una cara de vejete, el pelo rapado; hablaba poquísimo, incluso con sus colegas, y en sus horas libres prefería en general quedarse solo, estudiando música. Era su manía, hasta el punto de que el maestro de la banda, el brigada Espina, era quizá su único amigo. Poseía una buena armónica, pero no la tocaba casi nunca, aunque la leyenda decía que era buenísimo; estudiaba armonía y decían que había escrito marchas militares. Pero no se sabía nada concreto.
No había peligro, cuando estaba de servicio, de que se pusiera a silbar, como era su costumbre durante el descanso. Normalmente caminaba a lo largo de las almenas, escrutando el valle del norte, en busca de quién sabe qué. Ahora estaba al lado de Drogo y le indicaba el camino de herradura que, a lo largo de abruptas pendientes, llevaba al Reducto Nuevo.
—Ahí tiene la guardia saliente —decía Tronk, señalando con el índice derecho; pero Drogo no logró distinguirla en la penumbra del crepúsculo. El sargento primero meneó la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Drogo.
—Pasa que el servicio así no marcha, siempre lo he dicho, es de locos —respondió Tronk.
—Pero ¿qué ha ocurrido?
—El servicio así no marcha —repitió Tronk—, tendrían que hacerlo primero, el relevo, en el Reducto Nuevo. Pero el señor coronel no quiere.
Giovanni lo miró asombrado. ¿Era posible que Tronk se permitiera criticar al coronel?
—El señor coronel —continuó el sargento primero con profunda seriedad y convicción, y desde luego no para rectificar sus últimas palabras— tiene toda la razón desde su punto de vista. Pero nadie le ha explicado el peligro.
—¿El peligro? —preguntó Drogo. ¿Qué peligro podía haber en trasladarse de la Fortaleza al Reducto Nuevo por aquel cómodo sendero en una localidad tan desierta?
—El peligro —repitió Tronk—. Un día u otro sucederá algo con esta oscuridad.
—¿Y qué habría que hacer? —preguntó Drogo, por mostrarse amable; toda aquella historia le interesaba muy relativamente.
—En tiempos —dijo el sargento primero, muy contento de poder alardear de su competencia—, en tiempos, en el Reducto Nuevo la guardia se cambiaba dos horas antes que en la Fortaleza. Siempre de día, incluso en invierno; y además el asunto de la contraseña estaba más simplificado. Se necesitaba una para entrar en el Reducto, y se necesitaba la contraseña nueva para el día de guardia y el regreso a la Fortaleza. Bastaba con dos. Cuando la guardia saliente estaba de regreso en la Fortaleza, aún no había entrado aquí la guardia nueva y valía todavía la contraseña.
—Ya, ya entiendo —decía Drogo, renunciando a seguirlo.
—Pero después tuvieron miedo —contaba Tronk—. Es imprudente, decían, dejar sueltos, fuera de los confines, tantos soldados que saben la contraseña. Nunca se sabe, decían, es más fácil que traicione un soldado entre cincuenta que un solo oficial.
—Sí, claro —asintió Drogo.
—Y entonces pensaron: mejor que la contraseña la sepa sólo el comandante del puesto. Así, ahora salen de la Fortaleza tres cuartos de hora antes del relevo. Supongamos que es hoy. El relevo general se ha hecho a las seis. La guardia para el Reducto Nuevo se ha marchado de aquí a las cinco y cuarto, y ha llegado allá a las seis en punto. Para salir de la Fortaleza no necesita la contraseña, porque es una sección formada. Para entrar en el Reducto necesitaba la contraseña de ayer, y ésa la sabía sólo el oficial. Hecho el relevo en el Reducto, comienza la contraseña de hoy, y ésa también la sabe sólo el oficial. Y dura veinticuatro horas, hasta que llega la nueva guardia a hacer el relevo. Mañana por la tarde, cuando los soldados regresen (podrán llegar a las seis y media, el camino de vuelta es menos fatigoso), en la Fortaleza habrá cambiado la contraseña. De modo que se necesita una tercera. El oficial tiene que saber tres: la que sirve para la ida, la que se gasta en el servicio y la tercera para la vuelta. Y todas estas complicaciones para que los soldados, mientras están por el camino, no sepan nada.
»Y yo digo —continuaba, sin preocuparse de si Drogo le hacía caso—, yo digo: si la contraseña la sabe sólo el oficial y, supongamos, se siente mal por el camino, ¿qué hacen los soldados? No podrán obligarlo a hablar. Y tampoco pueden volver al sitio del que han salido, porque mientras tanto también allí ha cambiado la contraseña. ¿No piensan en eso? Y además, ellos, que tanto buscan el secreto, no se dan cuenta de que así se necesitan tres contraseñas en lugar de dos, y que la tercera, para regresar al día siguiente a la Fortaleza, se pone en circulación más de veinticuatro horas antes… Suceda lo que suceda, están obligados a mantenerla, si no la guardia no puede volver a entrar.
—Pero —objetó Drogo— en la puerta los reconocerán, ¿no? ¡Verán perfectamente que es la guardia saliente!
Tronk miró al teniente con cierto tono de superioridad:
—Eso es imposible, mi teniente. Es la regla en la Fortaleza. Por la parte del norte nadie puede entrar sin contraseña, sea quien sea.
—Pero, entonces —dijo Drogo, irritado por aquel absurdo rigor—, entonces, ¿no sería más sencillo dar una contraseña especial para el Reducto Nuevo? Hacen el relevo primero, y la contraseña para regresar se le dice sólo al oficial. Así los soldados no saben nada.
—Claro —dijo el suboficial, casi triunfante, como si hubiera estado al acecho de esa objeción—. Quizá fuera la mejor solución. Pero habría que cambiar el reglamento, se necesitaría una ley. El reglamento dice —entonó la voz con cadencia didáctica—: «La contraseña dura veinticuatro horas desde un relevo de la guardia al sucesivo; una sola contraseña rige en la Fortaleza y sus dependencias». Dice precisamente «sus dependencias». Habla claro. No cabe ningún truco.
—Pero en tiempos —dijo Drogo, que al principio no había estado atento—, ¿se hacía antes el relevo en el Reducto Nuevo?
—¡Seguro! —exclamó Tronk, y luego se corrigió—. Sí, mi teniente. Esta historia viene de hace dos años. Antes era mucho mejor.
El suboficial calló, Drogo lo miraba espantado. Tras veintidós años de Fortaleza, ¿qué quedaba de aquel soldado? ¿Recordaba aún Tronk que existían, en alguna parte del mundo, millones de hombres semejantes a él que no vestían uniforme? Que vagaban libres por la ciudad y por la noche podían, a su placer, meterse en la cama o ir a una taberna o al teatro… No (al mirarlo se comprendía perfectamente), Tronk se había olvidado de los demás hombres, para él no existía sino la Fortaleza con sus odiosos reglamentos. Tronk ya no recordaba cómo sonaban las dulces voces de las muchachas, ni cómo eran los jardines, ni los ríos, ni otros árboles que los endebles y escasos arbustos diseminados por las cercanías de la Fortaleza. Tronk miraba, sí, hacia septentrión, pero no con el ánimo de Drogo; él contemplaba el sendero del Reducto Nuevo, el foso y la contraescarpa, inspeccionaba las posibles vías de acceso, pero no las salvajes rocas, ni aquel triángulo de llanura misteriosa, y mucho menos las nubes blancas que navegaban por el cielo ya casi nocturno.
Así, mientras llegaba la oscuridad, se apoderaba nuevamente de Drogo el deseo de huir. ¿Por qué no se había ido en seguida?, se reprochaba. ¿Por qué había cedido a la meliflua diplomacia de Matti? Ahora tenía que esperar que se consumieran cuatro meses, ciento veinte larguísimos días, la mitad de ellos de guardia en las murallas. Le pareció encontrarse entre hombres de otra raza, en una tierra extranjera, mundo duro o ingrato. Miró a su alrededor, reconoció a Tronk, que, inmóvil, observaba a los centinelas.