Muchas veces había estado solo: en algunos casos, de niño, perdido en el campo, otras veces en la ciudad nocturna, en las calles habitadas por el crimen, y hasta la noche antes, que había dormido por el camino. Pero ahora era algo muy distinto, ahora que había acabado la excitación del viaje y sus nuevos colegas estaban ya durmiendo, y él se sentaba en su cuarto, a la luz de la lámpara, en el borde de la cama, triste y desamparado. Ahora sí que entendía en serio qué era la soledad (una habitación nada fea, toda recubierta de madera, con una gran cama, una mesa, un incómodo sofá, un armario). Todos habían sido amables con él, en la mesa habían descorchado una botella en su honor, pero ahora se les daba un ardite de él, lo habían olvidado ya por completo (sobre la cama un crucifijo de madera, al otro lado un viejo grabado con una larga inscripción cuyas primeras palabras se leen: Humanissimi Viri Francisci Angloisi virtutibus). Nadie entraría a saludarlo durante toda la noche; nadie en toda la Fortaleza pensaba en él, y no sólo en la Fortaleza, probablemente tampoco en todo el mundo había un alma que pensase en Drogo; cada uno tiene sus ocupaciones, cada uno apenas se basta a sí mismo, hasta la madre, podía ser, hasta ella en ese momento tenía en la cabeza otras cosas, él no era su único hijo, en Giovanni había pensado todo el día, ahora les tocaba a los otros. Muy justo, admitía Giovanni, sin una sombra de reproche; pero mientras tanto él estaba sentado en el borde de la cama, en la habitación de la Fortaleza (grabado en la madera de la pared, lo notaba ahora, coloreado con extraordinaria paciencia, un sable de tamaño natural, que a primera vista incluso podía parecer auténtico, meticuloso trabajo de algún oficial, quién sabe hace cuántos años), estaba sentado, pues, en el borde de la cama, con la cabeza un poco inclinada hacia adelante, la espalda encorvada, miradas átonas y pesadas, y se sentía solo como nunca en su vida.
Drogo se levantó con un esfuerzo, abrió la ventana, miró hacia fuera. La ventana daba al patio y no se veía nada más. Como miraba hacia el sur, Giovanni trató en vano de distinguir, en la noche, las montañas que había atravesado para llegar a la Fortaleza; resultaban más bajas, ocultas tras el muro frontero.
Sólo había tres ventanas iluminadas, pero pertenecían a su misma fachada, de modo que no se veía su interior; su halo de luz y el de la habitación de Drogo se grababan en el muro opuesto, agigantados, y en uno de ellos se agitaba una sombra, quizá un oficial que estaba desnudándose.
Cerró la ventana, se desnudó, se metió en la cama, se quedó unos minutos pensando, mirando al techo, también revestido de madera. Se había olvidado de traer algo para leer, pero esa noche no le importaba porque tenía mucho sueño. Apagó la lámpara; poco a poco de la oscuridad emergió el rectángulo claro de la ventana y Drogo vio brillar las estrellas.
Le pareció que un entorpecimiento repentino lo arrastraba al sueño. Pero estaba demasiado consciente. Una barahúnda de imágenes, como de sueño, pasaron ante él, comenzaban incluso a formar una historia; pero tras unos instantes advirtió que estaba aún despierto.
Más despierto que antes, pues lo impresionó la vastedad del silencio. Lejanísima, aunque, ¿sería real?, le llegó una tos. Después, cercano, un fláccido «ploc» de agua, que se propagó por los muros. Una pequeña estrella verde (la veía, quedándose él inmóvil) estaba alcanzando, en su viaje nocturno, el límite superior de la ventana, dentro de poco habría desaparecido; centelleó un instante exactamente sobre el borde negro, y después desapareció, en efecto. Drogo quiso seguirla un poco más, desplazando la cabeza hacia adelante. En ese momento se oyó un segundo «ploc», parecido al zambullirse de un objeto en el agua. ¿Se repetiría otra vez? Esperó al acecho el sonido, ruido de subterráneos, de charcas, de casas muertas. Pasaron minutos inmóviles, un silencio absoluto parecía por fin incontrovertible señor de la Fortaleza. Y de nuevo se agolpaban en torno a Drogo insensatas imágenes de la vida lejana.
«¡Ploc!», ahí estaba otra vez el odioso sonido. Drogo se sentó. Conque era un ruido de repetición; además, los últimos sonidos no habían sido menores que el primero, no podía ser, pues, un goteo a punto de terminar. ¿Cómo era posible dormir? Drogo recordó que al lado de la cama colgaba un cordón, quizá de una campanilla. Probó a tirar, el cordón cedió y en un remoto recoveco del edificio respondió, casi imperceptiblemente, un breve tintineo. ¡Qué estupidez, pensó ahora Drogo, llamar por semejante fruslería! ¿Quién habría de acudir?
En el corredor, fuera, resonaron poco después unos pasos, se acercaron cada vez más, alguien llamó a la puerta.
—¡Adelante! —dijo Drogo.
Apareció un soldado con una linterna en la mano:
—¡A sus órdenes, mi teniente!
—Aquí no se puede dormir, ¡por Dios! —dijo Drogo, enfureciéndose en frío—. ¿Qué es ese asqueroso ruido? Alguna cañería que se sale; ocúpate de arreglarla, no se puede dormir; a veces basta con poner debajo un trapo.
—Es el aljibe —respondió el soldado inmediatamente, como experto en el asunto—. Es el aljibe, mi teniente, no hay nada que hacer.
—¿El aljibe?
—Sí, mi teniente —explicó el soldado—. El aljibe del agua, justamente detrás de esa pared. Todos se quejan, pero no se ha podido hacer nada. No se oye sólo desde aquí. También el capitán Fonzaso chilla de vez en cuando, pero no hay nada que hacer.
—Vete, vete, entonces —dijo Drogo.
La puerta se cerró, los pasos se alejaron, se amplió nuevamente el silencio, brillaron las estrellas en la ventana. Giovanni pensaba ahora en los centinelas que a pocos metros de él caminaban como autómatas de un lado a otro, sin una pausa de respiro. Decenas y decenas de hombres estaban despiertos, mientras él yacía en la cama, mientras todo parecía inmerso en el sueño. Decenas y decenas —pensaba Drogo—, pero ¿por quién?, ¿para qué? El formalismo militar parecía haber creado, en aquella fortaleza, una insana obra maestra. Cientos de hombres para custodiar un desfiladero por el que nadie pasaría. Irse, irse lo más pronto posible —pensaba Giovanni—, salir fuera, al aire, salir de aquel misterio neblinoso. Oh, la decente casa; a estas horas su madre estaba durmiendo, con seguridad, con todas las luces apagadas; a menos que no pensara por un momento en él, era muy probable, la conocía bien, le preocupaba la más pequeña cosa y por la noche daba vueltas en la cama sin encontrar descanso.
De nuevo el rebosar del aljibe, de nuevo otra estrella que se perdió tras el recuadro de la ventana, aunque su luz seguía llegando al mundo, a las escarpas de la Fortaleza, a los ojos febriles de los centinelas, pero ya no a Giovanni Drogo, que esperaba el sueño, atormentado ahora por siniestras ideas.
¿Y si las sutilezas de Matti no fueran sino una comedia? ¿Y si en realidad, incluso pasados cuatro meses, no lo dejaran marcharse? ¿Si con sofísticos pretextos reglamentarios le impedían volver a ver la ciudad? ¿Tendría que quedarse allá arriba, años y años, y en aquella habitación, en aquella cama solitaria, se consumiría su juventud? Qué absurdas hipótesis, se decía Drogo, dándose cuenta de su necedad… Y, sin embargo, no conseguía desecharlas, al poco rato volvían a tentarlo, protegidas por la soledad de la noche.
Le parecía sentir crecer a su alrededor una oscura trama que intentaba retenerlo. Probablemente ni siquiera se trataba de Matti. Ni éste, ni el coronel, ni ningún otro oficial se interesaban para nada por él. Desde luego les daba igual que se quedara o se marchara. Sin embargo, una fuerza desconocida trabajaba contra su regreso a la ciudad, quizá brotaba de su propia alma, sin que él lo advirtiese.
Después vio un atrio, un caballo por un camino blanco, después le pareció que lo llamaban por su nombre y lo asaltó el sueño.