Una criadita con cofia y uniforme azul barría la puerta de Villa Cristina. No tendría arriba de veinte años y su rostro redondo y cubierto de pecas reflejaba timidez.
—Buenos días, voy a saludar a los señores —le dije empujando el portón entornado y sonriéndole.
La mañana parecía feliz.
—¡Oh, no se puede, señor…! ¡No se puede…! —exclamó, agarrando la escoba como una espada medieval—. ¡Es muy temprano!.
Avancé por el jardín cubierto de césped. Los pajarillos alborotaban y el cielo era límpido en ese barrio. Ella corrió un trecho detrás de mí.
—¡Señor, señor, por favor… no se puede! ¡No se han levantado todavía!.
Me volví y seguí sonriéndole.
—No se preocupe, tenemos mucha confianza.
—Pero…
Se quedó quieta, con la escoba contra el pecho. Una buena chica de servicio que se habría levantado al amanecer para que todo estuviera listo para los señores: el baño, el desayuno, la casa arreglada y el jardín barrido.
Subí los escalones de mármol y toqué el timbre. No escuché ninguna campanilla, seguramente estaría conectado con la cocina. Los señores nunca abren las puertas.
La abrió un sujeto de mediana edad, vestido con una camisa negra, corbata del mismo color y el chaleco a listas que uno se figura siempre en los mayordomos. Tenía las mandíbulas cuadradas, las cejas muy juntas y pobladas y parecía fornido.
—¿Qué desea? —preguntó y me escrutó de arriba abajo. Una mirada le bastó. Debía tener experiencia—. Tiene que ir por la puerta de servicio, detrás de la casa.
—No vendo nada. Quiero ver a doña Cristina. Es muy urgente.
Cerró la puerta de golpe, pero puse el pie y a la vez, la empujé con fuerza. Ahora ya no me molesté en sonreír. Noté el asombro en sus ojos cuando reculó hacia atrás y yo entré en la casa.
—¿Eh… pero que hace usted, está loco? —se colocó delante con los brazos abiertos y gritó con fuerza—: ¡Jaime, Jaime, ven!.
Lo aparté de un manotazo y me lanzó el izquierdo sin demasiada rapidez. Lo vi llegar. Le bloqueé el golpe con el antebrazo y le tiré un gancho corto a la barbilla que lo dejó tambaleante. Estaba a punto de lanzarle un directo a la boca del estómago cuando escuché un ruido de voces en una de las puertas del fondo.
Salieron dos mujeres uniformadas que se taparon la boca con la mano y comenzaron a gritar sin atreverse a avanzar. Detrás mío, la criadita de la escoba también había entrado al vestíbulo y gritaba.
—¡No se mueva o lo mato! —exclamó alguien a mi espalda.
Solté al mayordomo que cayó al suelo y me volví alzando los brazos. Un hombre joven y rubio, con pantalón vaquero y camisa blanca remangada, me apuntaba desde la puerta con una repetidora de caza. Estaba muy nervioso.
—Tranquilo —le dije con las manos más arriba de mi cabeza—. No soy ningún ladrón, quiero ver a las señoras. Soy amigo.
Dudó unos instantes, pero no bajó la escopeta. El mayordomo había hincado las rodillas en las limpias losetas blancas del vestíbulo. La sangre le corría por la comisura de la boca. Debió haberse mordido los labios.
—¡Mátale, Jaime… mátale, es un ladrón! —gritó.
—Yo de usted, no lo haría —le dije al tipo de la escopeta—. Se pondría perdido el suelo.
Más mujeres uniformadas habían salido y se apelotonaban junto a las otras. Había al menos cinco.
—¿Qué ocurre aquí? —la voz no era muy alta. Más bien era imperiosa. Ese tipo de voz acostumbrada a no tener que elevarse para que le presten atención. Alcé los ojos. La madre de Cristina estaba asomada a la barandilla del primer piso—. ¿Se puede saber qué ocurre?
Bajé los brazos y encendí un cigarrillo. El mayordomo se levantó y se limpió la sangre con el dorso de la mano.
—Un ladrón señora… —me señaló con el dedo—. Ha entrado aquí y… vamos a llamar a la policía.
—Buenos días —saludé, echando el humo al techo.
—¿Qué hace usted aquí?
—He venido a enseñarle fotografías y a charlar un poquito.
Al lado de la mujer apareció una figura alta y delgada. A pesar de la distancia distinguí cómo centelleaban sus ojos grises. Era Delbó y ya estaba vestido como para pedir trabajo en un Ministerio.
El tipo que me había estado apuntando, apoyó la escopeta en el suelo y el grupo de mujeres del servicio se calló súbitamente. El mayordomo continuaba con la cabeza baja, masajeándose la barbilla, preguntándose quizás el grado de relación que podría existir entre los señores de la casa y yo.
—¿No cree que es demasiado temprano, señor… señor? —titubeó Hortensia.
—Carpintero —apuntó Delbó con su voz helada.
—Como sé que colecciona fotografías, le he traído otras. Quizás no las tenga repetidas.
Delbó bajó las escaleras a paso rápido. Los secos taconazos de sus zapatos resonaron en el vestíbulo como si se tratara de una compañía de soldados. Se detuvo al final de las escaleras un momento y luego dio unos pasos en mi dirección.
Me desabroché la chaqueta y puse mi mano cerca del Gabilondo.
—¿Querrá usted explicarnos lo que quiere, antes de que llamemos a la policía?
Hortensia llegó hasta el vestíbulo despacio, majestuosamente, apoyándose en el pasamanos. Vestía una bata de color verde que le llegaba hasta los pies. Su rostro parecía descansado, pero había un fino rictus de desagrado en su boca.
—¿Ha dicho ya lo que quiere este hombre, señor Delbó?
—Aún no —contestó Delbó, como si nadie hubiese oído nada.
—Fotografías —repetí—. Quiero que las vean.
—¿Dónde estabas, Jaime? —le preguntó Delbó al tipo de la escopeta.
—Verá, señor Delbó… arreglaba el coche en el garaje y…
—Inútil —silabeó—. No sirves para nada.
—¿Me ha entendido, Hortensia? —seguí preguntando—. Tengo fotografías.
Titubeó unos segundos. Sus labios se movieron como si rezara y luego habló:
—Iremos al saloncito, Lucas —miró al mayordomo—. Dentro de muy poco se marchará el señor Carpintero. El señor Delbó desayunará con nosotros.
—Sí, señora —el mayordomo dio media vuelta y se encaró con las mujeres que ahora contemplaban la escena como si fuera una obra de teatro—. Vamos —dio una palmada—. A trabajar, vamos.
—Señor Delbó… —dijo el de la escopeta.
—Retírate, estúpido —le contestó Delbó—. Sigue limpiando el coche.
Hortensia echó a andar hacia una puerta que se encontraba a mi derecha. Delbó se adelantó y la abrió. Dejó que pasara ella primero.
—Yo seré el último —le dije.
Entré despacio y cerré la puerta. Ella se había sentado en una de las sillas de madera clara que estaban alineadas alrededor de una mesa oval. La habitación estaba decorada en tonos suaves, con cuadros alegres en las paredes. A ambos lados del ventanal que llegaba casi al suelo descansaban dos sillones de orejeras entre una mesita baja con revistas. El jardín parecía más luminoso visto desde ese ventanal. Delbó permaneció de pie.
—Siéntese, Delbó.
—Estoy mejor así —contestó.
—Prefiero verlo sentado y con las manos sobre la mesa. Es un capricho.
—Como quiera —dio la vuelta a la mesa y se sentó en la silla contigua a la de Hortensia—. Termine de una vez. ¿Qué es lo que quiere vender?
—¿Dónde está Cristina?
—Mi hija está descansando… y no tengo por qué darle ningún tipo de explicación. Le ruego que se dé prisa en decir lo que tenga que decirnos. Me molesta usted, es vulgar y maleducado.
—Puede que sí —le contesté, arrojándole a su lado el mazo de fotos de Paulino—. Pero, en cambio, no me dedico a estafar a la gente como hacen ustedes, dándoles mierda en lugar de carne en lata.
Las fotos se desparramaron por la mesa y la mujer no hizo ningún gesto para cogerlas. Delbó las miró como si fueran cartas de una partida que él estuviera ganando.
—Animales de deshecho que no ve ningún veterinario… De eso están hechos los productos Fuentes —dije—. Usted no le quitó todas las fotos a Paulino, Delbó.
—Es usted mucho más imbécil de lo que creía, Carpintero. Nos ha subestimado demasiado. Hemos cambiado la fisonomía de nuestros mataderos —golpeó el mazo de fotos con el dedo—. Esto no vale nada. Ha hecho un viaje inútil hasta aquí.
—No me haga creer que esas fotos no tienen importancia, porque la tienen. Esas fotos demuestran muchas cosas y si su valor ante un tribunal es relativo, no lo es en la prensa, ¿verdad? Estas fotos le han costado la vida a dos personas.
Se levantó de la silla como impulsado por un muelle. Sus ojos despidieron amenazas, pero volvió a sentarse y continuó inmóvil. Seguí hablando:
—Usted mató a mi amigo Paulino. No era gran cosa, pero era mi amigo. Lo mató a golpes y le quitó las fotografías. Es posible que Paulino no fuera una monjita de la caridad, pero no me gustó que lo dejara morir reventado a golpes. Ahora estoy seguro que Paulino y el Loco Sousa habían estado chantajeando a Luis con las fotos. Ellos eran los encargados de traer el ganado de deshecho desde Portugal. Tenían una agencia de transportes. ¿Voy descaminado, Delbó?
La mujer dijo con voz hueca:
—¿Algo más?
—Sí, mi amigo Luis, su yerno. Alguno de ustedes lo mató, no se suicidó. De eso estoy seguro.
—Salga de aquí —la voz de Delbó sonó como si la hubiera fabricado en la barriga y la vomitara—. Salga de aquí ahora mismo.
Puse la mano en la culata del Gabilondo y proseguí:
—Va a escucharme quiera o no quiera… Quizás Luis supo desde siempre cómo estaban hechos los acreditados productos Fuentes, pero no le importó, por eso de desayunar todas las mañanas zumo de naranja y escuchar a los pajarillos del jardín. Pero el caso es que por las razones que fueran, no aguantó más, tuvo remordimientos de conciencia, se dedicó a beber… y entonces descubrió que, precisamente, el que le chantajeaba, el transportista del ganado, no era otro que un antiguo amigo de la mili: Paulino, que terminó por convertirse en confidente y compañero de farras. Probablemente fue ahí donde firmó su sentencia de muerte. Ustedes no podían permitir que el Consejero Delegado de ARESA, don Luis Robles, aceptara de buen grado ser chantajeado por un par de tipos o, mejor dicho, que no le importara… Y me gustaría pensar que era porque Luis quería dejar todo esto y volver a ser lo que era antes, pero esto no lo sabré nunca… Lo que sí sé es que les estorbaba, era un peligro… y lo mataron de la misma forma con que ustedes sacrifican a ese ganado viejo y enfermo. Aquella noche lo encontraron borracho perdido, de manera que no fue difícil dispararle un tiro en la sien con su propio revólver y uno de sus guantes en la mano. De esa forma los restos de cordita quedarían en el guante y cambiado el guante a la mano del cadáver, fingieron un suicidio.
—Preciosa historia, Carpintero —manifestó Delbó—. Muy bonita —comenzó a romper las fotografías lentamente, haciendo un cuidadoso montón con los trozos—. Estas fotos no prueban nada absolutamente y la historia que ha contado no tiene ni pies ni cabeza. Me da usted lástima. Es usted el chantajista más imbécil que he visto nunca.
Saqué la foto que me había llevado de la casa de Nelson y se la di a la mujer. Palideció intensamente al verla. La cara comenzó a desmoronársele por dentro, como si los huesos se deshicieran en pulpa.
—Ésta no la rompa, Delbó. Es un recuerdo de familia.
—¿Dónde la ha…? —balbuceó Hortensia.
—De casa de su hermana Adela, y tengo otras, más bonitas, con su sobrino, el bueno de Nelson, descansando en la cama con su mamá y otro amiguete, Sousa, el Portugués… No se puede negar que ustedes dos son hermanas, ¿verdad, Hortensia? No hay más que mirar la foto y ver cómo se parecen. Además estoy seguro que son socias en el tinglado del amor a los descarriados y en ARESA, la de los famosos productos Fuentes. Con mirar en el Registro Mercantil, bastaría.
—Escuche… escuche, señor… señor Carpintero… un millón, le doy un millón de pesetas.
—¡Calla! —gritó Delbó y rápidamente, sonrió. Le dio unos golpecitos a la mujer en la mano—. Yo trataré con él, señora Fuentes.
—No hay nada que tratar, no soy un chantajista. Dígale a su hija si la ve, que ya se por qué, cómo y quién mató a su marido.
Me dispuse a abrir la puerta. Los dos se levantaron de su asiento casi al unísono.
—Un momento, señor Carpintero… yo…
Me volví.
—¿Sí?
—Quería decirle que…
—¡Hortensia! —Delbó le apretó el brazo con fuerza. Ella se deshizo del apretón con un gesto brusco y se encaró a él con los labios apretados.
—¡Ni tú ni nadie me dice cómo tengo que llevar mis asuntos! ¿Te has enterado, Delbó, o te tengo que repetir que sólo eres uno de mis empleados?
Le sonreí a Delbó y él apretó las mandíbulas. Hortensia se suavizó al instante.
—Por favor, señor Carpintero. Hablemos de negocios. ¿Cuánto quiere por cerrar la boca y destruir esas fotografías de mi hermana con su hijo? Si le parece poco un millón le puedo dar más. Diga la cantidad definitiva.
—Hortensia… no digas… —Delbó intentó mover sus labios en una sonrisa despreocupada, pero no le salió—. Deja que yo maneje a este hombre.
—¿Te lo habías creído, verdad, Delbó? ¿Te habías creído alguien no? Pues te diré algo. No eres nada. Estás despedido, ¿me has entendido?
—Vamos, Hortensia… cálmate.
—No vuelva a tutearme, estúpido.
Delbó se sentó pesadamente con la vista puesta en algún lugar lejano, muy lejano. Su rostro se había convertido en una máscara de masilla de fontanero.
Ella volvió a hablarme. Seguía en pie, como una reina de baraja.
—Señor Carpintero, a nadie le importa lo que ocurre en una familia. Mi hermana Adela… es un poco especial…
—Su hermana Adela, señora —le interrumpió Delbó— me ha llamado esta mañana temprano, antes de que usted, señora, se levantase y me ha pedido a mí, a Delbó, que le solucione un pequeño problema de limpieza en su piso —soltó una risa cascada que acabó enseguida—… un pequeño problema que ya está solucionado. Dos de nuestros hombres ya lo han limpiado todo… Sólo servimos para barrer… para barrer la mierda… Y ahora, me paga de esta manera —levantó la vista hacia mí—. Ella lo mató, Carpintero. Fue ella. Es una asesina. Se puso el guante y le disparó.
Abrió la boca como para reírse y luego la cerró. Miró a la mujer, desafiante.
Ella plegó los brazos sobre el pecho. No movió un solo músculo de la cara cuando le habló a Delbó. Su voz ronca carecía de matices.
—Basura… nunca comprenderéis nada —articuló—. Sois inferiores… ratas —dobló los labios en una mueca—. No te diferencias mucho de quien en mala hora fue mi yerno… Al principio creí que podía cambiar, convertirse en un ser superior. Pero, no. Es imposible, no se puede… quien nace rata vive arrastrándose y en la basura… Sí, yo lo maté —me miró a los ojos—. De la misma forma en que se aplasta a una cucaracha… ¿Tiene algo que decir, señor Carpintero?
—Nada que a usted le interese.
—Voy a hablar con claridad… si se le ocurre chantajearnos con esas fotos que dice tener de mi hermana Adela, lo aplastaré a usted también, señor Carpintero. No le quepa duda. Es más interesante que pacte conmigo. Le daré dos millones de pesetas por los negativos. Es mi última oferta.
Delbó seguía contemplando el vacío.
—Bien, Carpintero. ¿Qué dice? ¿Le parecen bien dos millones? Creo que no hace falta que le diga que es completamente ridículo que intente decirme que va a denunciarme al juzgado. Luis se suicidó. ¿Comprende?
—Sí, se suicidó cuando se casó con su hija, señora. Cuando aceptó entrar en esta familia y cuando empezó a hacer la vista gorda.
—No puedo estar toda la mañana con usted. Tengo mucho que hacer.
Rompí la foto en dos pedazos y los dejé sobre la mesa.
—¡Carpintero, por qué…! —Delbó adelantó los brazos—. ¡No sea idiota, puede sacarle más! ¡Tiene mucho dinero, mucho! ¡Pídale diez, veinte millones! ¡Hágame caso!
—¿Diez millones y un lote de productos Fuentes, regalo de la casa? No, muchas gracias…
—¿Entonces qué quiere usted? —preguntó ella.
—¿Sabe lo que quiero? Que retire el anuncio de sus latas de carne de la Puerta del Sol. No me deja dormir.
Abrí la puerta y salí al vestíbulo. Me sentí cansado y viejo, con un hueco grande en medio del pecho. Cerré la puerta y escuché a Delbó suplicándole a Hortensia. La mujer se reía. El vestíbulo estaba desierto y no había ningún mayordomo para hacerme reverencias mientras salía de la casa.
El jardín estaba igual, pero los pajarillos habían dejado de cantar.