En el ascensor me quité la chaqueta y me la puse alrededor del brazo, cubriendo la mano donde empuñaba el Gabilondo.
El vigilante nos esperaba en el vestíbulo y parecía nervioso. A través de los cristales de la puerta la madrugada tenía ese color azul oscuro que precede a la llegada del sol.
—Ese chico es una maravilla —le dije al vigilante—. Vamos a volver todas las semanas —me dirigí a Ricardo que sonreía de oreja a oreja—. ¿Verdad?
—Ha sido fantástico —aseveró.
—Han tardado mucho —dijo el vigilante sin apenas despegar los labios—. He llamado por teléfono cuatro veces y no se ha puesto nadie.
—¿Cómo quiere usted que nos hubiésemos puesto al teléfono? —dijo Ricardo—. No podíamos —soltó una risa.
—A propósito —dije yo—. Nos ha dicho Ignacio que suba usted. Le está esperando.
—Termino el turno ahora —respondió el vigilante.
—Otro día vendremos más temprano —insistí yo.
—Es que es insaciable —dijo Ricardo.
—Hasta las tres —dijo el vigilante—. Recuérdenlo ustedes. Si vienen más tarde no les dejaré pasar.
—Ya no volverá a ocurrir. Se lo juro. ¿Verdad?
—Estaremos aquí a las doce de la noche, o antes —contestó Ricardo.
Sonrió de oreja a oreja y le abrió la puerta del ascensor al vigilante. Éste titubeó un poco.
Entró y yo cerré la puerta, me coloqué el Gabilondo en la cintura y me puse la chaqueta. Salimos a la calle.
Pocos minutos después íbamos en taxi por la Castellana con los primeros madrugadores.
Ricardo se había relajado.
—Me has devuelto a la juventud, Toni… Me he divertido como hacía tiempo que no lo hacía.
—Mañana tendremos el dinero. Estoy seguro que esa tía pagará.
—¿Pagará? ¿Pero no es Nelson el que debe el dinero?
—En teoría sí, pero el dueño del negocio no es Nelson, sino esa mujer. Su madre.
—¡Jesús! —exclamó.
El taxista se volvió.
—¿Decía usted algo?
—Nada —contestó Ricardo—. Hablaba solo.