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—¿Hay vecinos en la planta? —le pregunté a la mujer.

Negó con la cabeza.

—¿Y abajo?

—No lo sé, creo… creo que son oficinas.

—¿A qué esperamos? Vámonos de una vez —Ricardo me tiró de la manga de la chaqueta.

—¿No nos hemos visto antes usted y yo?

La mujer se mordió el labio inferior y volvió a negar con la cabeza.

Di unos pasos por el cuarto con el Gabilondo en la mano, teniendo cuidado de no pisar la sangre de Sousa que empapaba la moqueta. Llegué hasta la cómoda y me puse a toquetear los frascos de colonia y desodorante y los tarros de cremas de todas las clases. Varias fotos enmarcadas se alineaban entre ellos.

—¿Vive aquí? —volví a preguntarle a la mujer, sin volverme.

Tardó en responder. Cogí una de las fotos. Era un grupo familiar, sentado en el campo, celebrando alguna fiesta. Todos parecían muy felices y sonreían a la cámara.

—Sí —contestó con un hilo de voz—. Vivo aquí.

Cogí el cuadro y lo miré con detalle. Reconocí a Nelson, a la mujer que estaba con él en la cama y a otras dos mujeres. Todas las mujeres de la fotografía se parecían entre sí. También estaba Luis Robles.

Rompí el cristal del cuadro contra el borde de la cómoda. Saqué la fotografía y me la guardé en el bolsillo interior de la chaqueta.

Solté una carcajada y me miré en el espejo del tocador. La barba azulaba mi mentón. Tenía los ojos enrojecidos.

—Idiota —le dije a la imagen del espejo—. Eres un imbécil, Toni.

Ricardo carraspeó.

—Quédate si quieres, yo me doy el piro.

Me acerqué a la cama, mientras le hacía a Ricardo un gesto de espera con la mano. La mujer se abrazó a Nelson. Pero no era pidiendo protección. Era dándosela.

—¿Qué… qué va a hacer usted? Por favor… —dijo ella. Yo me detuve al borde y la miré fijamente—. Dígale… dígale a ese señor Draper que mañana mismo iré a verle y solucionaremos lo de las deudas… no tiene usted que hacernos daño —apretó más aún a Nelson.

—Canalla… —balbuceó Nelson—. Son ustedes unos canallas, asesinos —tenía los ojos cubiertos de lágrimas—. No tienen derecho a entrar aquí… ustedes son…

—Mira chico —le interrumpí—. Ya me sé vuestro rollo de memoria, si dices algo acerca del amor y de lo faltos que estamos todos, te quito los dientes. ¿Lo has entendido? Todo eso te lo guardas para la gente a la que vendéis los folletitos.

Cerró la boca con fuerza.

—No se olvide de lo que le he dicho sobre Delbó, señora. Él arreglará lo del muerto. Es muy eficiente —caminé hacia la puerta—. Y no trate de decirme que no conoce a Delbó como ha hecho antes. No le serviría.

Cuando estaba en la puerta, dijo:

—Mañana iré a ver a ese Draper. Dígaselo usted.

Volvía a hablar como una mujer de negocios.