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Ricardo estaba arrodillado frente a la cerradura de la puerta. Sus ágiles y huesudos dedos intentaban girar la llave bajo el haz de luz de la pequeña linterna en forma de lápiz que yo sostenía detrás. Parecíamos sacerdotes de algún extraño rito.

La llave se atrancó.

Soltó una apagada exclamación, la sacó y cogió otra de las cuatro que tenía a su lado. Eran finas, alargadas y terminadas en una especie de pala.

La acercó a su cara y la hizo dar vueltas, observándola con detenimiento.

Después palpó la cerradura con suavidad, delicadamente, como si temiera despertar a una diosa dormida y metió la nueva llave en la abertura. Murmuró algo ininteligible, le aplicó sus dedos y comenzó a hacer girarla a izquierda y derecha hasta que la llave se encajó dentro. Después le dio una vuelta a la derecha y se escuchó un seco chasquido. Continuó el giro hasta completarlo y la puerta se abrió en silencio.

Se puso en pie. El sudor le bañaba la cara que parecía ahora más tersa y juvenil, como si se le hubiese estirado la piel súbitamente.

Recogí las llaves del suelo y sin decir palabra se las entregué. Las guardó en los compartimentos interiores del gabán.

Continuaba mirando la puerta. Le susurré:

—Buen trabajo.

—Una Dorada Passear de dos tiempos —murmuró—. Una cerradura magnífica. No había visto una así en toda mi vida.

—La cámara —dije, acercándome a su oído. Tenemos que seguir.

La sacó de un bolsillo. Era una Chinon autofocus con flash incorporado, automática. Abultaba poco más que un paquete de cigarrillos corrientes.

Yo tenía mi Gabilondo en la mano derecha y la linterna en la izquierda. Empujé la puerta y entramos.

La oscuridad era total. Poco a poco nuestros ojos se fueron acostumbrando a las tinieblas y empezamos a distinguir las recortadas siluetas de muebles.

El apartamento parecía grande. Al fondo, un balcón dejaba pasar un débil resplandor de la calle, marcando los límites de los objetos. Encendí la linterna y la cubrí con la mano.

Atravesamos el cuarto en dirección a una puerta corredera de cristales, abierta. La difusa luz de la linterna bailó sobre una mesa de comedor sucia de comida a medio terminar, copas y botellas vacías. Otra puerta, también abierta, comunicaba el comedor con otra habitación.

Un ronquido surgió de la habitación próxima, se elevó y terminó por quebrarse en un gorgoteo de agua sucia. Apagué la linterna y me quedé inmóvil, pero nada más sucedió. El ronquido continuaba con un sordo rumor.

Tomé a Ricardo del brazo y lo tironeé en dirección a la puerta.

Arrastrando los pies paso a paso, me fui acercando hasta donde había surgido el ronquido. Toqué una pared. ¿La puerta estaba a mi derecha o a mi izquierda? De lo que no cabía duda es que estaba cerca del dormitorio. Olfateaba un acre olor a sudor y a cerrado, un vago aroma a establo.

Escudriñé la oscuridad intentando divisar a Ricardo o escuchar algún ruido. Me separé unos centímetros de la pared y moví los brazos. Al Dartañán parecía que se lo había tragado la tierra.

Una luz cegadora explotó detrás de mí. Ricardo había encendido la luz y desde la puerta del dormitorio accionaba la máquina de fotos.

—No te pierdas esto, Toni —me susurró—. ¡Vaya pájaro!.

El dormitorio tenía dos ventanales tapados con cortinas de terciopelo rojo, un armario blanco y rojo de pared a pared, un tocador con un espejo oval y al lado un aparato de televisión con video incorporado. El techo estaba ocupado por un espejo que reflejaba una cama redonda de grandes proporciones.

En la cama había dos hombres y una mujer. Desnudos. Y uno de ellos era Nelson. A ninguno le afectó que se encendiera la luz.

Uno de los hombres era delgado, fibroso, con el cuerpo moreno y estaba boca abajo a los pies de la cama. El brazo izquierdo le colgaba desmadejado y con el derecho se tapaba la cabeza. Distinguí en el antebrazo una inscripción tatuada: «Portugal nao é pequeno».

Nelson dormía boca arriba, espatarrado, más gordo y fofo de lo que daba a entender la fotografía que me había dado Draper. Sus pechos eran tan grandes como los de una mujer. Los pliegues de la barriga le caían sobre un pene erecto que sobresalía al menos veinticinco centímetros.

El pene estaba cruzado por gruesas venas, nudosas como raíces y fijado a los muslos por tiras de cuero. Era una prótesis de caucho que debía imitar al miembro del abominable hombre de las nieves.

Nelson parecía muerto con la cabeza ladeada y la boca abierta. A cada estertor le salía una masa blancuzca que le cubría buena parte de su pecho.

La mujer tenía el cabello rubio teñido sobre la cara y era quien roncaba. Estaba con las piernas extendidas y el sexo afeitado. De joven, muchos años atrás, podría haber presumido de buen tipo. Ahora tenía la carne ajada, el pellejo flácido y el pecho con operaciones de silicona. No parecía lógico que aquellos pechos fueran tan grandes y tan derechos.

Mientras Ricardo disparaba su máquina, atisbé el cuarto. Por el suelo aparecían, apelotonadas, ropas mezcladas de hombre y de mujer y varias botellas vacías de champagne caro. En una de las mesillas de noche refulgía una bandeja de plata pulida y dos canaletas finas, también de plata. Los restos de polvillo blanco adheridos a la bandeja parecían cagaditas de ratones albinos.

—Éstos no se van a despertar, tienen para rato. Están hasta el palo de la bandera de coca, además de otras cosas.

—Apártale el pelo de la cara a la tía, Toni y terminó. Esto ha sido de puta madre de fácil.

Me guardé el Gabilondo en la correa del pantalón y me puse de rodillas en la cama. Las sábanas parecían un bebedero de patos. Lo menos que habían hecho sobre ellas había sido vomitar. Había restos de comida regurgitados por todos sitios.

Cuando le aparté el pelo de la cara, algo parecido a un timbre sonó en mi cabeza. Era una mujer de rostro mucho más bello que su cuerpo. Tenía los pómulos altos, la piel estirada por hábiles bisturíes y la boca fina y bien dibujada. La había visto antes. ¿Dónde?

—Apártate —dijo Ricardo—. La última foto.

Levanté la cabeza. El tipo moreno y fibroso, tumbado al borde de la cama, había impelido un rápido movimiento a su cuerpo y se había tirado al suelo.

Salté de la cama y saqué el Gabilondo.

—¡No te muevas! —grité.

Estaba trasteando entre la ropa y se inmovilizó. Avancé hacia él. Entonces lo reconocí. Tenía la cara hinchada y los párpados violáceos.

—Un movimiento y te mato, Sousa. Te lo juro.

Ricardo había sacado el carrete de la cámara y se lo guardaba en el gabán.

—¿Qué ocurre? ¿Quién coño es este tío? —preguntó—. Vámonos ya.

—Un momentito, resulta que es un viejo conocido, ¿verdad Sousa? —moví la pistola arriba y abajo—. Y levanta las manos, que te las vea bien.

—No voy a hacer nada —contestó el portugués con voz pastosa—. Tranquilo.

Elevó los brazos como las serpientes cuando escuchan la flauta del encantador.

—¿Te están pagando los servicios prestados, Sousa?

—No tengo nada que ver con ellos —dijo con voz tranquila, mientras sus ojillos astutos no dejaban de observar el ojo del revólver—. Soy un invitado. Los conozco hace muy poco.

—Vas a explicarme muchas cosas, Sousa. Paulino no pudo decirme nada. Cuando estuve con él, apenas si podía hablar. Llevaba un día entero arrastrándose por vuestro nidito de amor, reventado a golpes. Has jugado con dos barajas.

—Te lo explicaré todo —sonrió—. No dispares, ¿eh?, por favor.

—Vámonos… —Ricardo estaba ya en la puerta y me hizo un gesto—. Tenemos que irnos Toni… Esta gente se puede despertar.

No terminó la frase. Escuché a mi espalda cómo se movían en la cama y a continuación un aullido animal. Me volví.

La mujer abrazaba a Nelson, mientras intentaba cubrirse con la sábana. El gordito miraba la escena con los ojos desorbitados, sin darse aún cabal cuenta de lo que ocurría.

—¡Toni, cuidado! —gritó Ricardo.

Vi la mano de Sousa empuñando un arma. La había sacado del revoltijo de ropa y la levantaba hacia mí. Fue un reflejo tan automático como parpadear. Apreté el gatillo dos veces y Sousa salió despedido hacia atrás con los brazos abiertos. El ruido de los disparos atronó el cuarto.

Después se hizo un súbito silencio, como si estuviésemos en el fondo del mar.

El Loco Sousa empuñaba aún la Walter PPK que yo le había visto en casa de Vanessa, pero ya no la utilizaría más. Un tiro le había entrado por encima del labio y le había hecho una boca mucho más grande. Parecía reírse.

El otro disparo le había alcanzado la clavícula izquierda, se la había roto, alcanzándole también el pulmón.

Empecé a sentir el dulzón olor a sangre humana.