32

Di un salto del sofá y me incorporé. Estaban llamando furiosamente a la puerta. Encendí la luz y miré el reloj. Eran las tres de la madrugada.

—¡Quién! —grité.

—¡Abre de una vez! —era la voz de Ricado Conde, Dartañán y parecía enfadado.

Me levanté. Estaba cubierto de sudor y tenía la boca pastosa y espesa, como si hubiera bebido grasa de motor.

Abrí la puerta y Ricardo entró en mi casa con los ojos brillantes por el enfado.

—Llevo un rato aporreando la puerta. ¿Qué estabas haciendo?

—Soñando.

Llevaba un elegante gabán de paño inglés con el cuello de piel, guantes negros y se había afeitado cuidadosamente. Se desabrochó el gabán, se quitó los guantes con parsimonia y se sentó en el sillón, cruzando las piernas.

—Sueños agradables, espero.

—No lo eran.

—Lástima, yo siempre sueño cosas agradables.

Yo sabía lo que soñaba. Siempre con Mercedes. Sólo que él soñaba despierto, día y noche. Sin esos sueños ya se hubiese pegado un tiro.

—Voy a preparar café. ¿Te apetece beber algo?

—¿Sigues teniendo esa repugnante ginebra?

—Ha mejorado mucho y a mí me gusta.

—Pues si no tienes otra cosa me quedaré sin tomar nada.

—¿Y café?

—De acuerdo.

Lo preparé en la cocina y se lo llevé a la mesita. Yo me duché con agua fría y el agua se llevó los últimos vestigios de Cristina disparándole a Luís. Se fueron por el sumidero.

Me afeité y me vestí con la chaqueta marrón, antigua pero en buen estado, la camisa crema y la corbata negra, haciendo juego con los pantalones. No hacia aún frío para llevar abrigo y, de todas formas, nunca tuve un abrigo. Me he conformado siempre con gabardinas.

—Es un edificio de catorce plantas, donde hay oficinas y apartamentos amueblados de varios tamaños —hablaba sin modular la voz, como un folleto farmacéutico—. Tu amigo Nelson ocupa uno en el piso once, letra E —levantó la cabeza del papel y me miró—. Es un apartamento de ciento cincuenta metros con una terraza de veinte metros… paga ochenta mil de alquiler mensual y tiene unos gastos de comunidad de veinte mil pesetas. Pero hay un problema.

—Yo veo muchos problemas, Ricardo. ¿Cuál es el que te preocupa?

—He hecho cinco juegos de llaves con todas las variaciones posibles de las cerraduras Passear —se abrió el gabán y mostró los compartimentos ocultos en el forro. Había también un juego de destornilladores desmontables y varias herramientas—. Pero últimamente el negocio de las cerraduras ha cambiado mucho, Toni… están inventándose combinaciones nuevas cada día y yo llevo mucho tiempo fuera de la circulación… Las Passear son cerraduras muy buenas, francesas, con las que no valen las ganzúas.

—¿Entonces?

—Tenemos que calcular un tiempo extra mientras yo intento abrirlas.

—Tu eres el mejor. Ricardo. Si tú no logras abrir esa puerta, entonces nadie puede.

Sonrió y entonces me di cuenta por qué había aceptado ese trabajo. No había sido por dinero, ni por ella, ni por los favores que yo le había hecho al amor de su vida. Había aceptado el trabajo porque estaba viejo, gastado y solo y tenía que demostrarse a sí mismo que aún servía para algo más que para timar incautos con el truco de su perro.

—Hay un vigilante, Toni —dijo con voz queda.

Me senté en el sofá.

—No había pensado en esa posibilidad.

—Ni yo tampoco… Una casa no es un banco, pero ya ves. Ha cambiado mucho el negocio de la seguridad. El vigilante suele estar en la portería. Es un profesional, según creo, y de una empresa especializada.

—Tengo un Gabilondo del 38.

—Ya lo sé, pero esa no es la solución perfecta. ¿No puedes dejar de pensar como un poli? Procura ponerte al otro lado.

—Si tienes pensado algo, suéltalo.

Se movió en el sillón.

—La cerradura de la portería es tan fácil por el vigilante… Pero me he enterado de que en el piso nueve hay dos apartamentos muy discretos dedicados al masaje de caballeros…

—Continúa, Ricardo.

—Bien… permanecen abiertos toda la noche y por lo tanto, ningún vigilante se podría mosquear si nosotros dos decidimos darnos un masajito. Nos abriría la puerta, le daríamos una propina e incluso, nos acompañaría hasta el ascensor.

—Espero que no nos acompañe al masaje.

—Espero que no.

—Creo que va a ser una noche movida, Ricardo.

—Sí —contestó.

Y parecía alegre.