En la fotografía el camión era de color indefinido. Habían puesto una rampa en la parte trasera y por allí bajaban un tropel de vacas. El polvo se elevaba hasta el techo, tiñendo la fotografía de irrealidad. Eran animales grandes, viejos y asustados.
Había doce fotografías en total y la mayor parte de ellas estaban movidas, mal enfocadas y sin ninguna posibilidad de ganar un concurso de fotografía artística. Diez de ellas sacaban a las mismas vacas y al mismo camión, pero había otras dos que parecían más interesantes. En una de ellas se veía un patio inocente con un grupo de hombres posando sonrientes ante unos cercados limpios y bien construidos, que albergaban a unos terneros gordos y lustrosos como niños de casa bien. La otra foto había sido hecha en el mismo decorado, pero con otros personajes y en otro momento.
En vez de terneros lustrosos había animales tirados en el suelo. De toda clase de razas. Asnos, cabras viejas, ovejas marchitas, vacas que no podían tenerse en pie. Dos hombres de rostros borrosos sonreían sentados sobre el cercado.
Barajé las doce fotografías y las volví a colocar sobre la mesita. Al lado descansaban los negativos.
El teléfono sonó y me despertó del sueño de vacas y burros, de Luis y de Paulino.
Era Dartañán. Su bien modulada voz resonó al otro lado de la línea.
—Tiene que ser esta noche, Toni. Ya lo tengo todo.
—¿Esta noche? Escucha, Ricardo, el dinero lo tiene Draper y…
—Me lo darás otro día —me interrumpió—. Cuanto antes terminemos, mejor.
—¿Tienes las llaves?
—Sí.
—¿La cámara de fotos?
—¿Crees que soy imbécil? …Mira, Toni, quiero acabar con esto de una vez… Si no es esta noche. Olvídate de mí.
—No seas tan susceptible, Ricardo. Recuerda que hay un montón de billetes para ti. ¿Ha sido todo fácil?
Hubo un breve lapsus.
—Me hice pasar por vendedor de puertas blindadas, lo que no es del todo mentira —soltó una breve risa—. Tiene en el piso una puerta de primera categoría, una Dorada Passear de cerradura circular de dos tiempos. La del portal es de risa, una cerradura de resortes, la podría abrir con un cortauñas, pero tenemos que cambiar de plan. Tengo que verte.
—Está bien, ¿a qué hora te parece?
—A las tres y media.
—Te iré a buscar.
—No quiero que vengas más a mi casa, Toni. Yo iré a la tuya a las tres en punto.
—Como quieras.
—Y otra cosa, éste será el último favor que te haga… No quiero verte más.
—Entendido.
Colgó con fuerza. Eran las siete de la tarde y aún no había oscurecido del todo. Volví a sentarme en el sofá y contemplé de nuevo las fotografías extendidas en la mesilla.
Tenía unas cuantas ideas sobre lo que significaban esas fotos y el papel que había tenido Paulino en todo aquello. El Loco Sousa había cambiado de bando en el último momento, su actuación estaba más o menos clara. ¿Pero y la de Luisito Robles? Además de ese interrogante había otros, rodando por ahí. Decidí terminar de una vez y guardé las fotos y los negativos en el cajón de la cómoda.
Puse la radio en frecuencia modulada, pero la hora de los boleros de Emilio Lahera comenzaba a las diez. De manera que la apagué. El día pareció terminarse con ese gesto y las sombras entraron despacio en mi habitación por los dos balcones. Entraron bailando suavemente, girando, y se quedaron allí. Eran sombras de todas clases y me envolvieron, mientras yo me tumbaba en el sofá.
Soñé con Luisito Robles y Cristina. Toda la compañía hacía la Instrucción en el CIR n.° 2 en Alcalá de Henares. El sargento daba las voces de mando y nosotros nos movíamos con la precisión de relojes suizos. Yo lo veía todo como si estuviera fuera, planeando sobre el grupo. Me veía a mí mismo con veinte kilos menos, a Luisito, Paulino, Inchausti, Lolo, Romero, el Sevilla… y también a Cristina, que me sonreía.
A nadie parecía importarle que una mujer estuviera con nosotros en medio de la fila. Llevaba el Cetme sobre el hombro y su sonrisa se fue transformando en una mueca. Yo estaba al lado de Luisito Robles y trataba de avisarle que Cristina estaba allí mismo, detrás de nosotros y que se estaba preparando para dispararle.
Sabía que iba a dispararle. Los ruidos secos de los disparos atronaron el campo de entrenamiento del cuartel. En el uniforme verde oliva de Luis comenzaron a surgir puntos rojos que se fueron agrandando, agrandando. Yo quería avisarlo, pero no me salían las palabras.
Los disparos continuaron.