26

Las luces de neón de la entrada debieron darle de frente porque sus ojos parecieron humedecerse.

—¿Está usted seguro, jefe?

—Sí —le dije yo.

—¿Y no tendré que darle un cartón?

—No tendrás que dar ningún cartón, Chancai. Ni al Antonio ni al Faustino.

El portero se estaba hurgando un diente con la uña del dedo meñique y se sobresaltó.

—Tú no te metas donde no te llaman, listo. ¿Qué tienes tú que decirle al Chancai, eh? Tú ya no eres nadie, no estás en la bofia. Así que no la líes más y ábrete.

—¿Qué has dicho, Faustino? No lo he oído bien.

Me acerqué unos pasos. El portero se apoyó aún más en la jamba de la puerta.

—¡Hombre Toni, es que habíamos quedado en el cartoncito de tabaco…!

—¿Y qué más?

—Bueno… y que vienes tú y le dices que no me lo dé…

—Si te lo da, será porque quiera. Tú aquí no pintas nada, Faustino. No eres el dueño de la calle. Ni tú, ni Antonio. El Chancai tiene licencia de venta callejera.

—Sí, señor —dijo—. Al día la tengo, legal. Sí, señor.

—Entérate de una vez, Faustino, porque no te lo voy a repetir más. Éste va a colocar aquí su chiringuito y si le haces algo, la mínima cosa, te tragas la gorra. ¿Te has enterado? Díme que te has enterado, Faustino.

—Sí, me he enterado.

—Más te vale.

—¿Va usted hacia abajo, señor Toni? —me preguntó el jorobado.

Le dije que sí.

—¿Me va a permitir usted que le convide a lo que quiera?

—Vamos.

Los dientes crujieron bajo las mandíbulas del Chancaichepa como si llevaran música. No estaba muy acostumbrado a sonreír, pero movió los labios y enseñó parte de la dentadura negra y escasa. Parecía una puñalada en un tomate podrido.

Fuimos por la calle Desengaño, rumbo a la de la Luna. El Chancai se agitaba con cierto ritmo y vaivén, con las piernas ligeramente arqueadas y la vista en el suelo. La joroba le abultaba la chaqueta como un pecado que pugnara por salir.

Cerca de la Comisaría de Centro, torció por la calle Pizarro.

—Perdone, pero el gobi me da aprensión, sabe. Si no le importa conozco un barecito ahí en la calle del Pez.

—No quiero andar demasiado, Chancai. Invítame a una cerveza aquí mismo.

El bar se llamaba El Ruedo y había sido de un antiguo banderillero del diestro Chacarte, llamado Niño de la Tomasa, que murió de delirium tremens después de una juerga de tres días. El bar lo regentaba su hermana, pero antes, cuando yo estaba en la comisaría de la calle Daoíz, íbamos allí algunas veces a jugar al dominó. Ahora no merecía la pena.

Nos acomodamos en un rincón. La parroquia era escasa: un tipo bigotudo que vestía un traje mil rayas demasiado estrecho y que comía cacahuetes sujetándolos con la punta de los dedos y dos borrachos que parecían hermanos y que murmuraban con expresión sombría.

La hermana del banderillero se acercó a nuestra mesa con las mismas ganas que lo haría un condenado a la horca y apoyó una gruesa mano en el respaldo de la silla del Chancaichepa. La mujer era bajita, gorda, vieja y con demasiado carmín bajo la nariz.

—Vamos a cerrar —gruñó con voz ronca.

—Dos cervezas, por favor. Muy frías —indicó él.

—Las beberemos rápidamente —le dije yo.

—Dentro de cinco minutos echo el cierre y me largo a mi casa. Ustedes verán. Porque ya está bien, eh… me cago en la mar… que lleva una aquí desde las siete de la mañana. Vamos que ya está bien.

—Sí, señora —dije yo y el Chancai sacó de las profundidades de su chaqueta un paquete de Pall Mall extralargos. Le ofreció a la mujer con un gesto distinguido.

—¿Hace un cigarrito?

—Bueno… —cogió uno y se lo introdujo entre los labios como si se lo atornillara.

Cerró los ojos, frunció la boca y agachó la cabeza, aguardando a que le diera fuego.

Cuando lo encendió, escupió el humo.

—Umm, muy rico… muy rico.

—¿Le agrada?

—Uy, ya lo creo.

—Pues tome usted el paquete, se lo regalo.

Lo cogió con un movimiento rápido.

—¿Para mí?

—Sí, señora. Para usted, si me permite el regalo.

—Uy, pues muchas gracias.

—¿Nos trae las cervecitas, señora?

—¿Muy frías, no?

—Sí, señora —dijo él—. Si puede ser.

—Las tengo en el congelador. Enseguidita se las traigo.

Trajo las cervezas y los dos bebimos un trago sin utilizar los vasos. Ella se colocó al otro lado del mostrador, sujetando el cigarrillo extralargo entre los dedos como si fuera una de las banderillas de su hermano.

—No sería mala idea el que le dieras al Faustino un cartón de tabaco de vez en cuando. Conviene que te lleves bien con él, Chancai. De ese modo lo tendrás a tu lado.

—Sí, señor Toni, ya lo había pensado.

—Tú conoces muy bien el barrio, Chancai, no se te escapa nada. Llevas aquí muchos años y te sabes de memoria cada uno de sus rincones… Quiero que me hagas un favor.

—¿Un favor?

—Sí, un favor.

—Usted dirá.

Acabé la cerveza y encendí uno de mis cigarrillos. El tipo del bigote que comía cacahuetes comenzó a cantar una soleá en voz baja. Se acompañaba dando golpes en la mesa. No lo hacía mal. Su voz era cortante y carrasposa, quebrada.

—Quiero saber dónde vive José Tántalo Sousa.

Estaba bebiendo cerveza y se atragantó. Su rostro afilado se congestionó por la tos.

—Perdone.

Se pasó una mano larga y huesuda por la boca.

—¿Qué ha hecho el Loco Sousa? —preguntó en voz baja.

—Eso es asunto mío.

—Jefe, ese hombre está loco. Loco de verdad —se inclinó sobre la mesa y bajó aún más la voz—. Es capaz de cualquier cosa, es muy peligroso.

—¿Dónde vive?

—No lo sé, jefe, de verdad —negó con la cabeza—. Eso no lo sabe nadie. El Loco Sousa viaja mucho. Un día está aquí y otro… Dios sabe.

—Está con Paulino Pardal, el de la agencia de transportes y me han dicho que se les ve por la Plaza del Dos de Mayo.

Asintió.

—Eso también lo he oído yo, jefe. Pero no sé nada del Loco Sousa, lo juro.

—No jures tanto —saqué un bolígrafo y apunté mi dirección y mi teléfono en un trozo de papel—. No jures tanto, es una fea costumbre.

Le tendí el papel y se lo guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta.

—Averigua donde vive Sousa y me pasas la información. Si no cojo el teléfono, vas a verme a mi casa. Me urge mucho. ¿Lo has entendido?

—Jefe…

—Chancai, te conviene tener amigos. No seas idiota.

Me observó con sus ojillos astutos, fríos como cagaditas de rata.

—Estoy retirado, jefe, ya no tengo edad para trabajar. Lo del chiringuito de tabaco es lo único que me queda. Si se entera el Loco que yo he largado de él, es capaz de matarme. Usted no sabe cómo es el Loco, jefe.

—Nadie se va a enterar de que me lo has dicho tú. Pero si te haces el listo conmigo, será peor. Vas a tener que vender tabaco en el asilo.

El cantaor flamenco cerró la boca de pronto. La mujer dio una palmada en su mesa y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¡Ya está bien de tanto cante, coño…! ¡A la puta calle, que voy a cerrar…! Venga, a la calle todos…

Los que parecían hermanos, y que no habían dejado de murmurar por lo bajo, se levantaron y abandonaron el local en silencio. El cantaor parecía estar demasiado borracho para comprender las cosas a la primera. Tenía ojos grandes, enrojecidos, y el rostro apacible con arrugas que parecían cortar el bigote en diagonal.

La mujer se puso a gritarle de nuevo y nosotros nos levantamos al mismo tiempo.

—¿Qué se le debe aquí, señora? —pregunté yo.

La mujer miró al Chepa.

—Tengo el gusto de invitarles.

—Insisto en pagar, señora —dijo el Chepa.

—Otro día —dijo la mujer—. Vuelvan ustedes otro día y entonces me pagan, eh.

El cantaor se levantó entonces con gran dignidad, despacio, con pasos medidos, sin tambalearse, dijo buenas noches y salió del bar.

—¿Me permite ayudarla a colocar las sillas, señora?

—Con mucho gusto, pero no me llame señora… llámeme Asun.

—Asun es muy bonito.

—¿Y usted como se llama?

—Constancio Melero, para servirle.

Di la vuelta a la mesa y me dispuse a salir. Le dije al Chancai:

—Acuérdate de lo que te he dicho. Que no se te olvide.

—Pierda usted cuidado, jefe —me respondió.

Se había levantado un aire suave que había refrescado la noche. Caminé calle Pizarro arriba, hasta que desemboqué en la Luna. Esta vez no pasé frente al New Rapsodias, tiré por la Gran Vía hasta la Plaza de Callao.

Tenía la sensación de continuar escuchando la risa de terciopelo de Lola.