25

Faustino el portero del Club New Rapsodias, se apoyaba displicentemente en la puerta hablando con un sujeto pequeño y jorobado que asentía moviendo mucho la cabeza. El portero parecía decirle algo de suma importancia.

Era un sujeto menudo y fibroso, demacrado y con los ojos caídos y rodeados de círculos oscuros. Se peinaba con mucha agua y las patillas le bajaban hasta la mandíbula. Se decía que vivía de chulear a dos mujeres, una de ellas su hermana.

Faustino dejaba la boca abierta al terminar cada palabra y la dejó así al verme. El jorobado pareció achicarse, tenía el rostro afilado, la mirada baja y la sonrisa fácil. Era el Chancaichepa.

—Buenas noches, Chancai —le dije al jorobado, mientras expulsaba el humo de mi Villamil, labor canaria—. ¿Cuándo has salido del trullo?

El Chancaichepa había trabajado de gazapo, esto es de consorte de un ladrón de domicilios, que suele colarse por el hueco del ascensor o pequeñas ventanas. En la comisaria se decía que el Chancaichepa era medio mono, capaz de trepar por una pared lisa quitándose los zapatos. Decían que tenía los pies prensiles. Ahora parecía viejo y apaleado.

—Van a ser tres meses, caballero —contestó sin levantar los ojos del suelo.

—Estamos tratando de que monte aquí, en la calle, un chiringuito con tabaco para el servicio de los clientes. Pero el Antonio no lo ve claro —dijo Faustino.

—Tengo licencia de reventa. ¿La quiere ver usted?

Empezó a rebuscarse en los bolsillos.

—No hace falta. Ya no estoy en la pasma.

—Aquí no hace mal a nadie, pero ya sabes cómo es el Antonio, como se le meta una cosa en la cabeza…

El Chancaichepa levantó los ojos del suelo y me dirigió una mirada húmeda.

—¿No está usted en el gobi? —me preguntó con voz suave.

—He dejado la comisaría.

—No lo sabía.

—Pues ya lo ves, Chancai.

Se pasó una mano larga y huesuda por la boca y se agitó como si tuviera calambres.

—Verá usted, señor Toni… no se moleste usted, pero si consiguiera que don Antonio diera el permiso le podría dar un cartoncito de rubio americano todos los días.

—¡Coño, macho, ni que fueras Rochil! —exclamó Faustino—. Si te lías a dar cartones a todo el mundo te vas a quedar crujío antes de empezar. No fastidies.

—El suyo es aparte, don Faustino. Pierda usted cuidado que también le tocará.

—¿Pero sabes tú lo que son tres cartones diarios, macho?

Las luces del Club New Rapsodias chisporroteaban en la calle Desengaño, iluminando la fachada donde estaban expuestas las fotografías y el cartel que anunciaba que los viernes se sortearía entre todos los asistentes a la primera vedette para una cena pagada. Se llamaba Patricia y aparecía desnuda, sentada en una silla, con un enorme sombrero vaquero calado hasta las cejas y abrazada a una guitarra. En la fotografía habían escrito, «De las Vegas a Madrid».

En realidad era americana auténtica y se llamaba de verdad Patricia. Había nacido en el estado de Utah, pero llevaba viviendo en el piso de encima del Bar Los Pepinillos más de veinte años. Todo el mundo la llamaba Patri, menos las chicas del Club que le decían «la hija de Utah». Yo la había escuchado cantar un par de veces y resultaba exótica. Le daba un toque mundano al New Rapsodias.

Aplasté la colilla del puro con el pie y me dispuse a entrar en el Club. Por la música que se filtraba a través de la puerta, supe que Lola estaba terminando su número de sambas. Faustino y Chancaichepa seguían discutiendo.

El jorobado me tomó del codo cuando iba a atravesar las cortinas.

—Señor Toni… —jadeó—. Haga usted que don Antonio me deje poner el kiosquito en la puerta.

No le dije ni que sí ni que no, pero la presión de su mano permaneció en mi chaqueta mientras entraba en el local y el olor a perfume rancio, sudor y humo me devolvió al tiempo en que yo iba a ver a Lola cada noche.

Antes había sido un lugar luminoso y casi alegre, con sus pinturas de cocoteros y mulatas en las paredes y la tapicería roja en los sillones, haciendo juego con las ropas de las vedettes. En aquel tiempo, los señoritos de bigotitos recortados, los estraperlistas y los funcionarios del régimen venían a gastarse el dinero. Se llamaba el Rapsodias.

Pero Antonio, el dueño actual, lo había reformado según sus propios criterios sobre lo chic y lo distinguido. El resultado era una mezcla entre vestíbulo de teatro de provincias y cafetería de carretera.

Tenía a seis artistas fijas, actuando y a dos contratadas, Perla Carioca y Patri, la primera vedette, que tenía un lio con el Antonio que duraba ya quince años.

En el local había entre doce y catorce hombres que producían un moderado ruido con sus risas y voces. La barra estaba vacía, atendida por el propio Antonio y un viejo camarero llamado Céspedes, antiguo cabo de la guardia civil en la Línea de la Concepción, expulsado del cuerpo por estar relacionado con la ruta del Chesterfield.

En ese momento actuaba el Gran Rocki Boleros con su traje gris cruzado. Cantaba:… «primera vez que te vi, yo me enamoré locamente de ti…», abriendo los brazos y cerrando los ojos. Rocki Boleros había sido, en sus tiempos, cantante protesta. Me gustaba más ahora, nadie como él interpretaba boleros.

Me acodé en el mostrador y acudió Antonio. Era un sujeto grande y gordo que no parecía gordo, con la raya en medio de la cabeza, trazada con regla y los mofletes como nalgas de bebé.

—Vaya, hombre —dijo, limpiando el mostrador con una servilleta—. Mira quién está aquí. ¿Te pongo algo?

—Gin tonic, pero el de los amigos. No quiero volverme ciego o paralítico.

—Siempre con tus bromas, qué gracioso eres.

Me lo puso de una botella en la que ponía Gordons. Bebí un trago, era garrafón del malo. Lo dejé en el mostrador.

Antonio me miró fijamente.

—Nadie se ha muerto todavía. No seas señorito.

—No, se quedan paralíticos.

Céspedes vino arrastrándose y colocó una botella de ginebra de la misma marca al lado. Tosió un poco y se marchó. Antonio emitió un largo suspiro y guardó el vaso bajo el mostrador. Antonio no era de los que tiran por tirar. Sacó otro vaso con hielo y vertió ginebra de la nueva botella. Chasqué la lengua y le hice un gesto de saludo a Céspedes.

—¿Estás contento ahora? —me preguntó Antonio.

—Sí.

—Pues ése lo tienes que pagar. Te invitaba al otro.

—Lo iba a pagar de todas maneras, Antonio. A propósito, ¿sabes el nombre del nuevo comisario de Centro?

—Centeno, Julián Centeno.

—Compañero mío. ¿Lo sabías?

—Sí.

Limpió de nuevo, innecesariamente, el mostrador, con los ojillos entrecerrados. Eché otro trago de ginebra.

—Quiero que me hagas un favor.

—Tú dirás.

—Ahí fuera hay un amigo mío, le llaman el Chancaichepa. Quiere poner un tenderete con tabaco en la puerta. Parece que tú no le dejas.

—No me hables de ese jorobado de mierda. Mucha gente se acuerda de que no tiene tabaco antes de entrar y si se lo compran al joroba ese, yo me quedo sin el gasto. No, que se joda.

—Es una lástima, Antonio, porque tienes a los empleados sin seguridad social, cierras tres horas después de cuando se debe y no cumples las normas municipales de seguridad. Ni siquiera tienes un extintor viejo para disimular.

Bebí otro trago. Lola ya debería haberme visto. Antonio siguió limpiando el mostrador. Levantó los ojos.

—¿Y tú me harías eso? ¿Tú?

Sonreí.

—Haz la prueba.

—Esto me lo pagarás algún día.

—El Chancaichepa no va a molestar a tu negocio.

Dejé un billete de quinientas pesetas sobre el mostrador y entonces escuché un taconeo detrás.

—¿Ya te marchas? —dijo Lola.

El pelo negro le caía por detrás hasta casi la cintura, sedoso y suelto, atado con una cinta verde. Vestía un traje escotado del mismo color que la cinta. La piel de los pechos era tersa, movible y podía adivinar que olerían a esa mezcla de tenue perfume a limones que se echaba y a una lejana fragancia de leche agria. Cristina era delgada, fibrosa, de pechos menudos y duros como neumáticos. Lola tenía la mejor grupa que podía tener una mujer.

—Tómate lo que quieras, Lola —le dije yo.

—Una menta picada, Antonio —dijo ella.

Antonio se fue a prepararla.

—¿A qué has venido, Toni? —se acodó en el mostrador, cerca y levantó los brazos para echarse el pelo hacia atrás.

Eso es algo que no soporto. Lola no se depilaba las axilas, se las recortaba y desde que cumplí los catorce años la visión de una mujer con los brazos alzados me ha producido taquicardia. Giré unos centímetros y recogí el billete de quinientas pesetas que había dejado en el mostrador.

—No me has respondido, Toni. ¿A qué has venido?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—Creo que no.

—Ésta es la última semana que actúo en este antro. Me marcho dentro de tres días —sonrió dulcemente, sin mover apenas los labios—. Estoy ensayando una revista preciosa.

Llegó Antonio con el vaso verde de menta picada y lo dejó sobre el mostrador. La media sonrisa que anunciaba su boca me dio a entender que sabía ya lo mío con Lola.

—Ponme otra ginebra —le dije.

Bajó la mano y sacó del mostrador el vaso que yo había dejado antes.

—Bueno —dije y bebí un sorbo. Lola ya había bebido de su vaso.

—¿Ahora está bueno, eh? —dijo Antonio.

—Piérdete, esto es una conversación privada.

—Vale —contestó y se marchó. Parecía divertirse mucho.

—Después de la revista quiero hacer comedia, teatro, ¿sabes? Estoy en clase de dicción y de interpretación. Me las da un chico muy fino y muy elegante, listísimo. Se llama Guillermo Heras. ¿Lo conoces?

—No.

—Es un director de teatro importantísimo.

—Me alegro mucho.

—A ti te da igual que yo quiera ser actriz, Toni. Nunca te ha importado. Siempre he querido ser actriz, desde niña.

—¿Tu empresario no te da clases, también?

—Qué poca gracia tienes, Toni. Y lo malo es que te crees muy gracioso. Ríete si quieres de él, pero me quiere, ¿sabes? Y nos vamos a casar enseguida. Es un hombre serio, formal y tú no eres nada, un desgraciado muerto de hambre. Eso es lo que eres.

—¿Y ya tenéis piso?

—Sí, ya tenemos piso.

Bebió otro trago de su menta.

—Enhorabuena.

—¿Tenemos que enfadarnos? ¿Por qué no eres como todo el mundo? Lo nuestro estuvo bien, tú eres… pero yo quiero otra cosa… ¿Sabes cuántos años tengo?

—Treinta y cinco.

Sonrió dulcemente.

—Cuarenta.

—Me habías dicho treinta y cinco.

—Tengo cuarenta y quiero tener hijos, una casa con jardín, un hombre bueno que me respete… salir con mi hijo al parque a darle la merienda y cuando sea mayor esperarlo en la puerta del colegio. ¿Tú crees que a una mujer le puede gustar esto? —hizo un gesto con la mano.

Miré el local. Dos hombres entraron con las corbatas aflojadas y se sentaron en un rincón. Manuela se levantó de una mesa en donde estaba con otras tres mujeres que no distinguía y se acercó a ellos con la sonrisa en los labios. Rocki Boleros cantaba «Si yo encontrara un alma como la mía».

—¿De verdad tú puedes creer que esto puede gustarle a alguna mujer? ¿Salir medio en pelotas para que los tíos te miren y se calienten y luego te inviten a copas? ¿Eso es vida? No fastidies, Toni. Los tíos me dais asco, no tenéis ni idea de cómo es una mujer, ni de lo que piensa.

—Me estabas hablando del teatro y ahora me dices que lo que quieres es tener una casa con jardín.

—No lo vas a entender nunca.

—Ya no tienes edad para tener hijos.

—¿No? ¡Qué sabrás tú!… Mi madre tuvo al Gustavito con cincuenta y dos años, para que te enteres. Además, me da igual, adopto a uno. Y no sé por qué te cuento todas estas cosas.

Antonio se acercó desde el otro extremo de la barra, donde se habían acodado tres hombres que se daban palmadas en los hombros. Uno de ellos gastaba gafitas redondas, era medio calvo y con un poco de barriga.

—Lola, hay que currar un poquito, ¿no? ¿O te vas a tirar toda la noche de cháchara?

—Sí, ahora voy —me puso la mano en el hombro y después me acarició el pelo de detrás de la oreja con la mirada puesta en otro lugar—. Las bragas de esa chica eran muy bonitas, muy caras… compradas en París… A lo mejor has dado un braguetazo, Toni ¿La quieres?

—Lees muchas fotonovelas.

—¿Tú crees? Si te hubiera sido indiferente no me hubieras dejado marchar el otro día de tu casa. Algo te debió pasar con ella. Esas cosas una mujer las nota y yo me di cuenta. Fíjate el tiempo que has tardado en venir a verme. ¿Es guapa?

—Sí, es guapa. Pero muy distinta a ti.

—Todas somos distintas.

Dejó de tocarme el pelo bruscamente y se estiró el vestido. Suspiró y observó fugazmente a los hombres del mostrador.

—Bueno, a currar —dijo—. A que me toquen un poquito.

—Menos mal —dijo Antonio—. Me estaba emocionando. ¿No os dais un besito de despedida?

Lola me miró fijamente a los ojos sin hacerle caso a Antonio.

—Tienes las cosas en casa, en una bolsa. No las he tirado. Ve cuando quieras a por ellas. Siempre… siempre seremos amigos, ¿vale?

—Vale. Y sabía que no las tirarías. Eres una buena chica, Lola. La mejor de todas… yo…

—No digas nada… Hasta pronto. Y que tengas suerte, Toni.

—Y tú también —me bebí de golpe la infecta ginebra de barril de Antonio y contemplé cómo Lola caminaba hasta el grupo de hombres que se abrió para dejarla en el centro. Las risas subieron de tono. Ella se recostó en uno de ellos, y sus pechos se aplastaron contra la chaqueta.

—Muy emocionante, Toni. Casi lloro. Deberías trabajar en la televisión.

—Antonio —le dije—. Acércate un momentito.

Adelantó la cabeza por encima del mostrador. Apestaba a colonia barata. Me coloqué a su lado como si fuera a confiarle algún secreto. Le tomé de la corbata por el nudo y tiré hacia abajo. Un sonido gutural salió de su garganta. Sentí como se ahogaba.

—Escúchame con atención, porque no te lo voy a repetir.

Intentó apartarme la mano. Seguí apretando. El rostro porcino estaba púrpura.

—El Chancaichepa va a colocar el quiosquito fuera, ¿verdad?… No oigo lo que me dices.

—Estás lo… agg, agg, me ahogas…

—¿Sí o no?

—Sí… SÍ.

Lo solté de golpe y Antonio casi cae de espaldas. Se echó las manos al cuello y comenzó a frotárselo. Céspedes tenía un extraño brillo de alegría en los ojos.

Salí del New Rapsodias escuchando la risa de Lola. Una risa cantarina y alegre, espontánea. La risa de alguien que aún no ha olvidado reírse.