Garrido estaba leyendo el diario «El Alcázar» con los pies sobre la mesa de un pequeño despacho encristalado que parecía una portería. En uno de los rincones había un perchero, probablemente sobrante de la sala de espera de un notario de provincias, una radio antigua y un mueble fichero de fuelle.
Las filas de archivadores metálicos se alzaban casi hasta el techo, perdiéndose en la lejanía del sótano. Las luces de neón derramaban una claridad lechosa e inconcreta y acentuaban el silencio. Garrido me vio cerrar la puerta y me hizo señas para que entrara.
Debía tener alrededor de sesenta años y era delgado, vestido como un maniquí de otros tiempos. Tenía el rostro alargado y cetrino con grandes bolsas moradas bajo los ojos. Gastaba un fino bigotito que parecía trazado con el pincel de un dibujante chino. En otros tiempos había sido un consumado bailarín de salón, en el Casino de San Sebastián. Yo lo recordaba como subjefe de la Brigada Político Social, mano derecha del comisario Yagüe.
Me señaló una silla de respaldo pulido, sin un solo gesto en su rostro. Encendió un Chester sin boquilla con sus largos dedos manchados de nicotina. Tenía el cabello blanco peinado hacia atrás con fijador.
—¿Qué te trae por aquí, Carpintero? ¿Una visita de cortesía?
—Necesito tus papeles, Garrido. Me gustaría identificar a un pistolero profesional del que no sé su nombre y los antecedentes de un tal Paulino Pardal, dueño o socio de una empresa de transportes. Puede que no esté fichado.
—Todo el mundo está fichado, eso no es problema. Pero ya sabes que esto —hizo un gesto con la mano abrazando el despacho en una curva— no está actualizado. En 1977 dejaron de archivar y lo mismo pasa con las fotos. ¿Has abierto una agencia?
—No, nunca he tenido licencia de detective. Es un asunto particular.
—Pues los detectives ahora tienen porvenir. Vivimos obsesionados por la seguridad y una agencia tiene trabajo garantizado. Ya no hay empresas que no necesiten consejeros de seguridad, vigilantes, guardaespaldas… y están los hoteles, los grandes almacenes. Además ahora hay más cuernos que nunca, niñas que se escapan de sus casas… Cuando me jubile voy a abrir una agencia, Carpintero. Deberías meterte en esto.
El humo le tapaba la cara, pero sus ojos me parecieron dos bolitas de regaliz chupadas que no miraban a ningún sitio.
—En mi casa tengo una cajita de Montecristos del número cuatro que me han regalado y no sé que hacer. Yo fumo puritos pequeños. Mañana te la puedo traer.
Apagó el Chester en un cenicero de cristal. Lo desmenuzó con cuidado.
—Gracias —se levantó—. Voy a traerte la ficha de ese Paulino Pardal. No creo que haya muchos. ¿Es el peta chungo?
—No, es el legal.
Dio la vuelta a la mesa y salió caminando como si flotara, apenas sin mover el espeso aire del cuarto.
No tuve que esperar mucho tiempo. Me trajo un montón de carpetas amarillas y me las colocó delante. El polvo había formado manchas negras que parecían extraños dibujos entre las mordeduras de ratones.
Se sentó de nuevo en su lugar y continuó leyendo «El Alcázar», pero esta vez sin poner los pies sobre la mesa.
Había sesenta y cuatro carpetas de tipos llamados Pardal. Fui mirándolas una a una, revisando caras de hombres con expresiones asustadas que se camuflaban con rictus en la boca, de sujetos con ojos de asesinos y de otros con el aspecto de ser colegiales sorprendidos en pleno hurto de una caja de lápices de colores.
Encontré a Paulino Pardal Castro en la carpeta número treinta y ocho. Era la misma cara que, de pronto, recordé de la mili. Allí estaba de frente, de perfil derecho y de perfil izquierdo con el número de serie estampillado en el pecho. Quizás con la nariz más grande, la cara más hinchada y el brillo de los ojos que se tiene en la juventud, transformado en un destello de rapacidad. Pero la misma calva absoluta, el cráneo pelado que le daba ese aspecto entre juguetón y astuto.
Paulino. El que contaba chistes, el furriel de la compañía que vendía los sacos de pan por docenas, en connivencia con el sargento de cocina y el capitán. Si querías un bocadillo más sustancioso y más barato que en la Cantina, tenías que acudir a Paulino. Siempre vendía o compraba algo: relojes, transistores, pases de pernocta, tijeras, hilo o preservativos.
Y ahí estaba, en tres fotografías encima de sus huellas dactilares en una ficha de la Dirección General de Seguridad. Había nacido en 1940 en una aldea de Lugo. Sus padres tenían una pensión «La maravilla del Viajero», en la capital y cuando se murieron, Paulino y sus hermanos Indalecio y Eliodoro crearon una empresa de taxis.
En 1965 cumplió una condena de seis meses por juego ilegal y tres años más tarde es sobreseída una causa contra la empresa de taxis de los hermanos Pardal, acusados de contrabando y del paso ilegal de trabajadores portugueses a España y Francia. El Informe terminaba en 1974 y no hacía ninguna referencia a la empresa de transportes. No cabía duda de que los hermanos Pardal habían prosperado desde entonces. Lo que no había conseguido Paulino era tener pelo en la cabeza a juzgar por las fotos.
—La identificación del otro, ese pistolero que decías, va a ser un poquito más difícil, Carpintero —dijo Garrido—. Si fuera francés o italiano o negro, por ejemplo, facilitaría mucho el tema.
—No parecía extranjero. Es rubio, delgado, estatura media y de alrededor de cuarenta años, un verdadero profesional. De eso es lo único que estoy seguro, no era un aficionado.
—¿No sería sudaca? Ahora tenemos a muchos argentinos, chilenos, colombianos…
—No creo. Quizás tuviera un cierto acento gallego.
—Mira con lo que me vienes. ¿Tú crees que tenemos las fotos clasificadas por autonomías? No me fastidies.
Se puso en pie y cerró el periódico. Miró el reloj.
—Puedes darme las fotos de los más peligrosos, de los profesionales. No tengo prisa.
Se encogió de hombros.
—Si quieres… Te vas a quedar bizco de mirar fotos —avanzó hasta la puerta—. Te las traeré luego, ahora voy a tomarme algo, llevo todo el día aquí —titubeó un poco—. ¿Vienes?
Salimos por la puerta que da a la Plaza Pontejos, bajamos a la calle del Correo en silencio y entramos en la Cafetería Riesco, en la esquina de Mayor. Nos sentamos en un lugar cercano al balcón que tenía reservado Garrido.
Estábamos bebiendo gin-tonics, cuando un individuo vistiendo un jersey de lana grueso, gordo y con el rostro sanguíneo se sentó en nuestra mesa con un enorme plato de natillas.
—¡Qué es lo que veo, a Garrido con Toni! —dijo el tipo y nos palmeó la espalda de los dos. Era Vinuesa, pero se había afeitado el bigote. Vinuesa estaba en la Inspección General de Servicios desde al menos veinte años—. Si me lo hubiesen contado, no me lo creería. ¿Qué andáis tramando, eh? Par de golfos.
Le saludé. Garrido se limitó a gruñir algo y a seguir mirando a la calle con expresión desdeñosa. Vinuesa comía las natillas dando sorbetones.
—Me he enterado de una cosa… para mearse —dijo Vinuesa, con la boca llena—. Me lo ha contado Ramírez que está en la inspección de guardia ahí en la calle de la Escuadra… para mearse… ¿Conocéis a Ramírez? ¿Eh, conocéis a Ramírez?
Garrido no contestó y yo le dije que no lo conocía.
—Pues me ha contado… es para mearse, me ha contado que han detenido a un abogado especializado en divorcios que mandaba tarjetas perfumadas a todos los tíos de su barrio en las que escribía, «Pienso mucho en ti, llámame» y firmaba «Quien tú sabes» —soltó una carcajada que retumbó en el local. Las natillas se le escurrían por la comisura de los labios—. ¿No es para mearse?… la de peleas que se debieron organizar en el barrio… ¡qué tío, el abogado!
Una niña de no más de diez años, vestida con andrajos de colores y la cara sucia le tiró de la manga a Vinuesa y le tendió la mano. Tenía ojos negros y grandes.
—No doy limosnas, coño —dijo Vinuesa. Acudió el camarero que llevaba una bandeja en la que había un plato con dos huevos fritos y una salchicha.
—¡Te he dicho que no entres aquí! ¡Vamos, a la calle!.
Empujó a la niña, pero se había aferrado a la manga de Vinuesa y no se soltaba. Vinuesa comenzó a apartarle los dedos.
—Toma —dijo Garrido y le tendió una moneda de cien pesetas. La niña la apretó contra su pecho, nos miró a todos y salió de estampida.
—Se cuelan como ratas, no hay manera —dijo el camarero—. Hoy la he echado a la calle tres veces.
Vinuesa siguió sorbiendo natillas.
—Es portuguesa —dijo Garrido—. Gitana portuguesa.
El camarero se marchó con su plato de huevos fritos, moviendo la cabeza con desaprobación.
—Son peores que los gitanos españoles —dijo Vinuesa con la boca llena—. Todos mangantes… vienen familias enteras a hacer la España como dicen ellos y se tiran aquí tres o cuatro meses, juntan el dinero que han sacado pidiendo y ¡hala!, para casa. Y no veas el jornal que se sacan… piden los padres, los abuelos y los niños, al final es un capital. Los gitanos es que son la hostia… Fíjate lo que me ocurrió una vez con un gitano portugués, muy gracioso, muy simpático, que le vendió a mi suegro hace muchos años tres mulos en Salamanca. Así, de vista, daba gusto ver a los animales, pero el cabrón les había quitado unos cuantos dientes y les había tintado el pelo, eran más viejos que Matusalen. —Vinuesa rebañó el plato de natillas hasta que quedó limpio y luego encendió una Faria y se retrepó en el asiento—. No veas cómo se puso mi suegro. Yo estaba en Zamora, recién casado y me mandó llamar. Total que fui a la busca del gitano y lo encontré en Espeja, que está en la raya con Portugal. ¿Y sabéis lo que me dijo el cachondo del gitano? Bueno, le puse la pistola en la sien y el tío empezó a temblar. No me mate usted, señor policía, tenga usted una caridad, me decía, que le he puesto los mulos guapos para mejor servirle… ¿Os dais cuenta?… ¡Qué jodio de gitano!
—¿Y lo mataste? —preguntó Garrido.
—¡Quita, hombre! Le saqué otros dos mulos más, gratis. Mi suegro se puso contentísimo. Fíjate, cinco mulos por el precio de tres.
Garrido se bebió de golpe lo que le quedaba de bebida y se puso en pie.
—Yo voy a volver, ¿tú que haces, Carpintero?
—Creo que ya lo tengo —le dije.
Allí estaba el portugués con su pelo rubio, medio rizado, los ojos fríos y la nuez prominente. La ficha era de la Brigada de Extranjeros, no tenía antecedentes penales. Se llamaba José Tántalo Sousa Lopes y era natural de Evora. Tenía cuarenta y dos años y había conseguido la nacionalidad española al casarse con Margarita Moreno García, dos meses después de cruzar la frontera en mayo de 1974.
Había sido sargento instructor de la PIDE, la Policía política de Salazar y figuraba como representante en el casillero de profesión. El domicilio que declaraba era Pez, 18, 3o izquierda.
Allí mismo llamé por teléfono. Era una pensión y no recordaban a ningún portugués con ese nombre. En esa pensión siempre se alojaban muchos portugueses.
Dejé mi tarjetita de identificación en la entrada y salí a la calle con ganas de cenar. ¿Por qué no me había matado el portugués? Eso no tenía mucho sentido. Era un profesional y los profesionales no dejan testigos. Podía haberme hecho lo mismo que le hizo a Vanessa pero algo se lo impidió. Algo o alguien. ¿Quién? ¿Paulino?
Encima del edificio de la Pastelería La Mallorquina ya habían encendido el anuncio. El rostro de Hortensia, la madre de Cristina, sonreía con una lata de la famosa y barata carne picada Fuentes en la mano.
Di media vuelta y caminé hacia la calle Espoz y Mina. Los chaperos me miraron y torcieron la cabeza hacia otro lugar. La calle estaba muy animada.
Entré en el Danubio que estaba lleno de parroquianos.
—¿Tu mesa, Toni? —me preguntó Antonio, el sobrino del dueño, que cada vez estaba más gordo y colorado.
—Sí, y ponme un Moriles. ¿Qué tenéis para cenar?
—Te vas a chupar los dedos —dijo el chico—. Una carne picada que no veas.
—No se te ocurra. Quiero dos huevos fritos con tomate.