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En la Plaza Mayor un muchacho con la cabeza rapada abrazaba a una chica con el cabello en punta, pintado de rojo. Los dos iban de negro. La chica llevaba una perlita incrustada en la nariz.

—¿Me puedes dar unas pelas, tío? Es para comer —me dijo el muchacho. No debía tener arriba de dieciséis años.

Me molesta mucho que me llamen tío.

—Nunca doy para comer.

Se me quedaron mirando.

—Para comprarnos una botellita de cerveza —dijo la chica. Era hermosa y delgada, con el cutis limpio y terso.

—¿Vale con una libra?

—Dabute, tío.

—No me llames, tío. No soy tu tío.

Saqué una moneda y se la di. Los dos sonrieron. ¿Qué significaba para esos chicos haber cumplido cuarenta años? Estar en los umbrales de la vejez. Ser viejo. Cuesta abajo. Carrazón. La chica lo tomó del cuello y lo besó con parsimonia. Cuando yo tenía dieciséis años no se podía besar a una chica en la Plaza Mayor, ni en ningún sitio que no fuera un descampado y de noche. Una vez un guarda jurado pretendió sacarme una multa cuando me sorprendió con aquella chica en las ruinas del Cuartel de la Montaña. Ella empezó a llorar. Y sólo nos estábamos besando. Vete, le dije a la chica, sal corriendo. Y ella salió en estampida. El guarda se me quedó mirando. Y yo al guarda. Entonces era peso ligero amateur. Sesenta y tres kilos y me hacía llamar Kid Romano, doce victorias antes de la cuenta final, dos combates nulos y cinco derrotas, cinco combates de mala suerte. El guarda podría tener la edad que tengo yo ahora. Nunca se me olvidará su cara.

Lo que son los dieciséis años. Le hubiese pegado al guarda. Si llega a amagarme o a hacer algún gesto raro, le hubiese lanzado las manos. Para eso era yo Kid Romano, Kid Romano que sonaba como Rocki Marciano, mi héroe entonces. Ningún guarda me podría achantar. Menos mal que aquel guarda era sensato, igual de sensato que yo ahora. Y se marchó, no sin antes soltar una carcajada. Aquel tipo sacaba un sobresueldo a base de esas propinas. Eran tiempos duros para todos. A aquella chica ya no la volví a ver más. No quiso ni oír hablar de mí. Me acuerdo más del guarda que de ella.

Y ahora una mujer de cuarenta años viene a tu casa, se bebe tu ginebra, te cuenta una serie de cuentos sobre su marido recién muerto, se deja las bragas de recuerdo y no ha pasado nada. Te llamaré cualquier día de éstos. Y Kid Romano le devuelve el dinero que le había ofrecido para que investigara unas cuantas cosas raras sobre su marido, que encima era tu amigo. Muy curioso. Lo malo del asunto es que ya no soy Kid Romano. En realidad tampoco Toni Romano, peso welter. Uno es Antonio Carpintero, que ya no le aguantaría tres asaltos al campeón del Asilo de San Rafael. ¿O sí?

Me palpé la barriga y luego me alisé la chaqueta nueva. No estaba mal. No era una mala chaqueta. Parecía incluso elegante. La pareja de chavales había dejado de besarse y caminaban cogidos de la cintura.

Seguí mi camino hacia la calle Postas.

A la altura del cine, Rosendo Méndez, alias Richelieu, abrió la boca de sorpresa. Cada vez estaba más viejo. Rosendo llevaba treinta años de acomodador en el viejo cine, mucho antes de que lo convirtieran en sala porno. Tenía los ojos acuosos y enrojecidos y la misma nariz ganchuda de siempre. De joven había sido guardia municipal.

—¡Me cago en la mar, Toni, macho ya no vienes por el barrio!

Nos dimos la mano. Al uniforme le faltaban tres botones.

—Busco al Dartañán, Rosendo.

—Bueno… hace tiempo que…

—Déjate de tonterías. Quiero proponerle un trabajo. Y no estoy en la pasma. A ver si te enteras.

Suspiró.

—Está retirado, Toni.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—Suele estar en Lavapiés, en los bares. Ya sabes cómo es él.

Miré al cartel de cine. Ponían dos películas. Una se llamaba «Secretarias húmedas» y la otra «Cama de todos».

—¿Y cómo va el negocio, Rosendo?

—Así, así —miró el reloj—. Dentro de un rato ponen lo más interesante. ¿Quieres pasar? No te voy a cobrar nada.

Rosendo Méndez, Richelieu, tenía su propio negocio. Como sabía en qué momento las películas merecían verdaderamente la pena, avisaba a unos cuantos parroquianos fijos y éstos entraban en el cine para ver quince o veinte minutos de escenas fuertes por la módica suma de cien pesetas.

—No, gracias, Rosendo.

—Como quieras. Lo bueno viene ahora. La secretaria le hace la felación a su jefe.

De la tienda de lanas de enfrente salió un sujeto gordo y sudoroso, miró a ambos lados de la calle y se dirigió directamente al cine. Era Basilio, el encargado. Probablemente había dicho que salía un momento a tomarse un café.

Le entregó cien pesetas a Rosendo y sin dirigirle la palabra entró en el local.

—Ya no es como antes, Toni… parece que el personal pasa de ver estos pedazos de tías que salen en las películas. Parece mentira, para mí que el personal se está amariconando… Hasta veinte clientes he llegado a tener yo… ya lo ves, y ahora… tres. Y eso que las películas vienen más cargadas. Se ve de todo. ¿No quieres pasar, hombre?

—No, Rosendo, gracias. Me tengo que marchar.

Nos dimos otra vez la mano y seguí calle Postas abajo. Rosendo me gritó:

—¡A ver si te pasas un día por aquí, macho!

Le hice un gesto y continué mi camino. Dos tipos bien trajeados pasaron a mi lado a paso rápido, rumbo al cine.

La Papelería Alemana la habían convertido en una hamburguesería, y el bar Nebraska en un local de máquinas tragaperras. Las cosas van muriendo lentamente y no sirve de nada lamentarse, pero jamás comprenderé a nadie que prefiera tomar una hamburguesa a otro tipo de comida. Pero esto no quiere decir nada. El antiguo Bar Flor, en la Puerta del Sol, cayó también y ahora es otra hamburguesería. Nunca pensé que pudiera ocurrir.