21

Hogarfuturo ocupaba toda la esquina de la Plaza de Puerta Cerrada con la calle Toledo. El rótulo era grande y de letras rojas y a ambos lados de la puerta había una fotografía de cuerpo entero de la madre de Cristina. Sostenía una bolsa de la compra llena de productos Fuentes en la que destacaban las latas de carne. Sonreía ataviada como una ama de casa que acabase de salir de su casa para comprar en la tienda de al lado.

Empujé la puerta donde una placa anunciaba que se trataba de oficinas. Había dos filas de mesas alineadas como en una escuela y en cada mesa una cabeza inclinada sobre papeles. Nadie pareció darse cuenta de mi presencia.

Avancé por la sala hasta el fondo. Una mujer de unos cincuenta años, con el rostro pálido y afilado cubierto de maquillaje, escribía a máquina. No levantó la cabeza cuando le dije que estaba allí para ver a Cristina Fuentes.

—¿Tiene cita? —me preguntó al fin.

—Creo que sí. Me llamo Antonio Carpintero.

Consultó una agenda grande, de tapas rojas.

—Lo siento —en su boca de labios finos, recorrida por arruguitas, había desprecio—. Pero no aparece usted aquí.

—Tengo cita con ella. Avísela, haga el favor.

—A doña Cristina no se la puede molestar. Está muy ocupada. Si desea algo, yo puedo atenderle.

—Es con ella con quién quiero hablar. Ha debido olvidarse de que teníamos una cita. Suele ocurrir, ¿verdad?

Me observó de arriba abajo y luego apartó la mirada con asco. Sin embargo yo llevaba mi mejor ropa: una chaqueta marrón oscura que me había costado cinco mil pesetas en Almacenes Arias el día en que cerraron, un pantalón color canela y una camisa planchada blanca, que hacía que resaltara mi corbata marrón de lanilla.

—Vuelva otro día —murmuró con la voz crispada y apoyó las dos manos en el teclado de la máquina de escribir. Parecían las garras de un gran pájaro asiendo un hueso—. Estoy muy ocupada, señor mío.

Volvió a teclear a más velocidad aún que antes. Puse mi mano en el carro de la máquina.

—Llámela por el teléfono interior. Si no quiere verme, me iré al momento. ¿De acuerdo?

El pálido rostro, cubierto de afeites se volvió púrpura.

—No está apuntado, señor… No tiene cita. Márchese de aquí o…

En ese momento una puerta situada a la espalda de la secretaria se abrió y salió un muchacho en mangas de camisa, alto y atlético, con el cabello negro rizado que enmarcaba una cara morena de golfo de barrio. Llevaba en la mano unos cuantos papeles y fingía observarlos con mucho cuidado.

Pasó junto a nosotros sin levantar la vista.

—Ya ha terminado —su boca mostró unos dientes pequeños manchados de carmín. Escupió las palabras—. Le toca a usted. Su turno.

—Gracias —le sonreí—. Otro día que venga, recuérdeme que le traiga alpiste. Así cantará mejor.

La saludé moviendo la mano y me dirigí a la puerta. La golpeé dos veces. La voz ligeramente ronca de Cristina dijo que pasase.

Entré sin que la máquina de escribir volviera a sonar.

Cristina vestía una falda estrecha color malva, abierta a los lados. Estaba de pie en medio del despacho, alisándose la falda con expresión distraída.

Su rostro expresó un cierto asombro cuando me vio.

—Toni —dijo—. Lo siento. Se me había olvidado por completo que habíamos quedado hoy. ¿Cómo te han dejado pasar?

—He sobornado a tu secretaria.

Caminó hacia uno de los lados del despacho donde había un gran sofá tapizado de negro, dos sillones y una mesita baja cubierta de revistas. Cogió una chaqueta ligera de amplias hombreras que estaba caída sobre el sofá, la planchó con las manos y se la colocó. Fue hasta la gran mesa de despacho que presidía la sala y se sentó en el sillón reclinable. Encendió un cigarrillo y expulsó el humo de forma ausente.

La habitación era grande, flanqueada por un gran ventanal de cortinas blancas corridas. En uno de los lados estaba el sofá con los sillones y en el otro un mueble librería de madera clara lleno de libros, fotos enmarcadas y trofeos publicitarios. En las paredes había otras dos obsesivas fotografías de la madre de Cristina y el suelo tenía una moqueta gris.

—Creo que me pasé un poco la otra noche en tu casa —se repantingó en el sillón y me miró como si no me estuviera viendo—. Estaba nerviosa, ¿comprendes? Esas tonterías, esas sospechas con la muerte de Luis… —movió la mano como si espantara alguna mosca—… las fotografías… En fin, que me porté como una colegiala. Creo que fueron demasiadas impresiones y me desquicié un poco. Es comprensible, ¿verdad? Aún no estoy repuesta del todo… No es fácil encajar que Luis se suicidara.

—¿Se suicidó Luis, Cristina?

—Sí, Toni. Se suicidó. Y nuestro hijo Roberto aún no lo sabe. No ha podido venir al entierro. Le hemos enviado telegramas a todos los lugares donde pensamos que puede estar y todavía no ha respondido. Le echo mucho de menos.

—Lógico, sois una familia muy unida. Tu madre me lo explicó la otra noche. Estuve con ella y con ese empleado vuestro tan agradable, Delbó.

Aplastó el cigarrillo en un cenicero de cristal de roca. Estuvo un buen rato aplastándolo. Suspiró.

—Ya sabes cómo son las madres. Sigue preocupándose de mí como si fuera una niña de quince años. Me figuro que esto les ocurre a todas las madres… La noche que fui a verte necesitaba estar con alguien y tu estabas a mano, ¿comprendes? —me sonrió y su lengua roja asomó entre los dientes y mojó los labios. Su cabello corto le daba un aire juvenil y duro al tiempo—. Pero no me arrepiento. No suelo hacerlo con el primero que aparece, ¿sabes?

—Claro. Yo fui algo especial, un flechazo.

—No te lo tomes a broma. Es cierto que he debido llamarte yo misma y no dejar que mi madre hablara por mí… pero ya te puedes imaginar lo ocupada que estoy después de la muerte de Luis. En fin ya está todo arreglado. Te llamaré cualquier día y nos volveremos a ver, ¿eh? Pero sin esa ginebra.

Arrojé sobre la mesa las bragas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Las cogió con dos dedos y las levantó.

—Te las olvidaste en casa.

—No creo, nunca llevo ropa interior —las tiró a la papelera con un movimiento seco y preciso y volvió a retreparse en el sillón—. Tengo mucho trabajo… lo siento… Te llamaré —sonrió, pero sus ojos eran ahora más fríos.

Tumbada en el sillón podía adivinar su cuerpo duro y oloroso, suave. La curva de sus caderas y la línea de sus muslos contra la tela del vestido. Saqué lentamente el abultado sobre blanco y lo dejé caer a su lado, cerca del cenicero de cristal de roca.

—Eres un poco idiota, Toni.

—Puede que sí.

—Te hace falta. Cógelo, es para ti.

—No me hace falta. Nunca me han gustado las astillas.

—Por favor… anda. Cambia la funda del sofá.

—Cambiaré la funda del sofá cuando me dé la gana.

—Pues… cortinas. Le hacen falta cortinas a tus balcones.

—No me gustan las cortinas.

Llamaron a la puerta. Dos golpes suaves y tímidos. Cristina se mordió el labio y palpó el sobre. Gritó:

—¡Qué ocurre ahora!

Una voz obsequiosa respondió a través de la puerta:

—Perdone usted, doña Cristina, pero es importante.

—¡Pasa de una vez!

Una cabeza asomó por la puerta entreabierta. Era todo sonrisa y pelo bien peinado.

—Bueno, Cristina… —le dije.

—Espera un momento. No te marches todavía —se dirigió al de la puerta—: ¿Qué ocurre, Moreno?

—Nada, doña Cristina… que está arreglado el malentendido y quería… pero si molesto, mañana podemos…, ¡je, je, je!, o cuando usted pueda.

—Pasa de una vez.

El tipo era alto, pero encorvado parecía más bajito. Vestía un traje cruzado de lanilla inglesa gris marengo, cortado de tal forma que le disimulaba la tripa. Su tez era moreno lámpara y la sonrisa le llegaba hasta las orejas. El pelo negro y abundante parecía un primer premio nacional de la Academia de Peluquería Sandoval, donde yo iba de joven a cortarme el pelo gratis. Se detuvo a la media distancia entre en la mesa del despacho y yo. Llevaba entre las manos una carpeta de cuero repujado. No dejó de estirar las comisuras de la boca ni un momento.

—El señor Carpintero, un amigo de la familia —nos presentó—. El señor Moreno… relaciones públicas.

—¡Mucho gusto, encantado de conocerle, señor Carpintero! —nos estrechamos las manos. Me la apretó demasiado. Dejó sobre la mesa la carpeta y se dirigió a Cristina—: Todo arreglado, doña Cristina…

—¡Todo arreglado, todo arreglado! —comenzó a pasar las hojas de la carpeta, sin mirarlas. Le había clavado los ojos al tipo de las relaciones públicas al que parecía que se le había secado la boca—. ¡Me hace gracia, sí, mucha gracia!… No servís para nada, Moreno… Lo único que sabéis hacer es beber y tomar el sol en Marbella… ¡Pandilla de inútiles! ¡Vagos!

—Ha sido cosa de Núñez, doña Cristina… Je, je, je… Ya he tomado medidas… No me dijo que…

—Lo dije bien claro, nada de colegios caros… nuestros productos, nuestra línea de productos va dirigida a los pobres, Moreno, ¿es que no te enteras? ¿Para qué eres director de Relaciones Públicas, me lo quieres decir?

—Ya le dije, doña Cristina… No fue culpa mía, Núñez y…

—Bueno, déjame en paz de tanto Núñez… ¿Está arreglado el tema o no?

—Arregladísimo, doña Cristina… Verá, este viernes hemos elegido el Colegio Nacional Jaime Vera, de Vicálvaro… ochocientos niños entre siete y catorce años y ciento cincuenta profesores… Vea, yo mismo me he ocupado de hablar con el director, ya sabe, si no se ocupa uno… Vendrán solamente los mayores y muy escogidos, sesenta y diez profesores con el director y el jefe de estudios y…

—¿Cómo los vais a llevar a Móstoles?

—En un autocar, doña Cristina, ya está apalabrado… Y en la factoría ya lo saben. Mañana estará todo listo… je, je, je… Hemos preparado un regalo, una bolsita a cada uno, muy artística… bote de nuestra carne, un calendario y un cuaderno de nuestros supermercados con un bolígrafo, también de nuestros establecimientos. A la bolsa de los profesores le hemos añadido un encendedor publicitario, que tenemos de sobra. Está todo previsto, hasta el último detalle.

—Quiero que estés allí tú mismo enseñado la factoría y que no te separes de ellos ni un momento.

—Por supuesto, doña Cristina.

—Y la merienda que la sirvan personal con chaquetilla blanca y pajarita… Eso les impresionará.

—Muy buena idea, doña Cristina… Estupendo.

Cristina empujó la carpeta que apenas si había ojeado.

—Las Damas Negras… intentar traer a las Damas Negras… ¡Qué pintoresco! ¡Las Damas Negras no compran carne picada en lata, a ver si te enteras Moreno!

—Claro, doña Cristina, pero no fue culpa mía, ya le dije…

—Sí, fue Núñez… Ande, márchate ya.

Volvió a estrecharme la mano, más fuerte aún que antes. La cara se le había convertido en una máscara de cartón.

—¡Mucho gusto! Si desea alguna cosa… lo que sea… a su disposición.

Titubeó si darle la mano o no a Cristina. Decidió inclinar la cabeza y desaparecer en silencio.

—Imbécil —dijo ella cuando hubo cerrado la puerta—. Me carga ese payaso.

—Bien —dije yo—. Tengo muchas cosas que hacer.

—Espera un momento, Toni. Ya que no aceptas este dinero, deja que te proponga algo que te interesará —se levantó del sillón, rodeó la mesa y se apoyó sobre ella, frente a mí—. Tenemos un buen departamento de seguridad, Delbó lo sabe hacer, pero no da abasto, es demasiado trabajo… los supermercados… las fábricas… Entra y sale mucho dinero y necesitamos un Director Operativo de Seguridad, alguien que sea capaz, y que tenga experiencia. Nadie mejor que tú. Por supuesto no tendrás que llevar uniforme ni pistola. Dirigirás el trabajo. Delbó no es mala persona y congeniarás con él, ya verás. Es terriblemente eficiente. Por supuesto tendrás un buen sueldo como no has soñado tener nunca… doscientas mil pesetas. ¿Qué te parece?

—Muy bien. Y me cardo el pelo y me echo laca. Como el tipo que se acaba de ir. ¿No?

—Toni, déjame que te ayude. Fuiste muy importante para mi marido. No puedes seguir viviendo como vives.

—No sabes cómo lamento que no te guste cómo vivo, Cristina.

—Anda, pásate por aquí el lunes próximo, Toni y te llevaré a nuestras oficinas centrales en el edificio Azca. ¿De acuerdo? Te haremos un contrato.

—No.

Me cogió del brazo. El contacto de su mano atravesó la tela de la chaqueta y me llegó a la piel.

—Toni.

—No. Gracias por proponérmelo.

—Luis te lo hubiese pedido.

—Pero está muerto.

Me apretó el brazo con fuerza.

—¡Sí, está muerto, se mató él mismo! ¿Te enteras? ¡Se mató él mismo!

Me deshice de su apretón. En mi brazo quedó una huella caliente.

—No se suicidó, Cristina. Y tú lo sabes.

Dio unos pasos detrás de mí mientras me dirigía a la puerta. Pero se detuvo. Escuché su respiración agitada.

No me volví.