La vi a la una y media de la madrugada bajo la luz de un farol en el Paseo de la Castellana, esquina a María de Molina. Llevaba una falda blanca hasta los pies, abierta en un costado y mostraba una pierna delgada y pálida. La blusa era de satén negro, escotada hasta la cintura, como si acabara de regresar de alguna absurda fiesta turbulenta.
Me vio caminar hacia ella y se ahuecó el pelo teñido con una mano huidiza en la que refulgieron anillos. En segundos evaluó mi posición social y la naturaleza de mis deseos nocturnos. No debieron quedar claros ninguno de los dos.
—¿Vanessa? —le pregunté.
—¿Me conoces? —su coquetería era tan automática como las circunvalaciones de los caballos de los picadores. Hablaba con la cabeza ligeramente inclinada, en lo que debería ser una de sus muecas preferidas.
La noche era fresca, sin aire y cargada de electricidad. En la acera de enfrente un grupo de mujeres parecidas a Vanessa interpelaban a los conductores de los automóviles lujosos. Una de ellas soltó una carcajada estridente.
—Nos hemos visto ayer en el Rudolf. Yo estaba esperando a Paulino.
—¿Ah, sí?
—Pero no fue y quiero hablar con él.
—¿Y quién eres tú, cariño? ¿De la poli?
—No, soy amigo de Paulino, del tiempo de la mili.
—No sé dónde está —me tomó del brazo y se apretó a mí. Una nube de perfume espeso y dulzón me invadió—. Pero llévame a casa, anda. Tengo mucho frío y la noche es muy larga —me palpó el brazo—. Ummm, eres muy fuerte. ¿Cómo te llamas?
—Toni Romano.
—¿Toni? ¿Toni Romano? —me observó como si le hubiera contado un chiste—. Me parece que Paulino te ha nombrado alguna vez. ¿Pero de verdad eres Toni Romano?
—Eso es de las pocas cosas que estoy seguro.
—Paulino y yo hemos roto, ¿sabes?
—Qué lástima.
Asintió con la cabeza.
—Es un cabrón y un desgraciado… Pero no nos quedemos aquí, hace mucho frío. ¿Así que tú eres Toni Romano?… Mira qué bien.
—No me gustaría que perdieras el tiempo. La vida está muy achuchada, Vanessa. Te pagaré el tiempo que estés conmigo.
—Así me gustan los hombres… ¿Entonces, me llevas a casa?
—¿Tienes coche?
—Me gustan más los taxis.
—Vámonos. En casa estaremos más a gusto… calentitos.
—No es mala idea.
—Y tú me das unos billetitos, eh, guapo… me lo vas a agradecer que no veas —se pasó una lengua grande y gorda por los labios.
—Vanessa, querida, lo único que quiero es charlar contigo de Paulino. No te vayas a llevar luego una decepción.
—Tú vente a casa que te voy a contar cosas de Paulino que se te van a poner los pelos de punta —endureció la voz—. Me las va a pagar ahora ese cabrón, no me conoce, lo voy a meter en la cárcel, que es donde tiene que estar… él y ese hijodeputa de amigo suyo. Se habían creído que yo era tonta.
—Le tienes un poquito de rabia a Paulino, ¿eh?
—Se ha reído de mí —murmuró y luego alzó la voz—. ¿Nos vamos a mi casa o no?
Levantó la mano y le hizo señas a un taxi que avanzaba lentamente. El taxista llevaba una bufanda azul anudada al cuello y asomó la cabeza por la ventanilla con media sonrisa en los labios.
Vanessa no volvió a abrir la boca durante el viaje, pero su cuerpo estaba tenso cada vez que se aplastaba contra mí por los vaivenes del coche. Era más joven de lo que parecía y su rostro ensimismado me recordaba una guadaña. En aquella cara había menos inocencia que en el sobaco de un notario. La vida es dura en Madrid y para comer caliente tres veces al día, comprar vestidos y pagar una casa hay que hacer muchos viajes como el que estábamos haciendo. Los chicos con problemas hormonales como Vanessa tienen que ser muy listos y muy duros si quieren salir adelante en esta ciudad.
Nos detuvimos en la calle Miguel Angel frente a un edificio de apartamentos de color blanco con la fachada salpicada por inútiles y pequeños balcones que parecían de adorno.
Abrió el portal con un llavín y entramos a un vestíbulo amplio y aséptico, característico de los edificios sin portero que raramente se utilizan para vivir.
—¿Te dice algo el nombre de Luis Robles?
—¿Luis Robles? —pulsó el ascensor y escuchamos el ruido sordo del motor eléctrico—. Claro que sí, iba mucho a las partidas de Paulino, era muy simpático, muy raro. Me llevaba muy bien con él.
El ascensor olía intensamente a perfumes baratos y jabón. Vanessa pulsó el botón del séptimo piso.
—¿Por qué te parecía raro?
—Ése no era su ambiente, tenía mucho dinero y era muy educado, un caballero… Pero, fíjate, le gustaba vestirse mal a propósito, no sé si me explico. Venía al Rudolf con pantalones vaqueros viejos, cazadora y, esas cosas. Cuando se emborrachaba le daba por hablar de cosas… filosofía… el capitalismo, el fascismo… largaba mucho, tenía pico, pero era educado, un señor y siempre me traía regalos y era muy considerado. Paulino dijo que se suicidó, ¿no?
—¿Cuándo te lo dijo Paulino?
—Me lo dijo el Vicen, el camarero del Rudolf. Dijo que si venía alguien a preguntar sobre Luis Robles, dijésemos que allí no sabíamos nada… ¿Comprendes? Paulino llamó por teléfono ayer.
—Comprendo.
—Me dio mucha pena… ¡Con lo simpático que era! ¿También lo conocías tú?
—Paulino, él y yo estábamos en la misma compañía. Hicimos la mili juntos.
—Paulino le sacaba los cuartos. Se aprovechaba de él cosa mala. Paulino se aprovecha de todo el mundo —me sonrió—. Pero conmigo se ha acabado. Sé muchas cosas de Paulino… muchas… como para meterlo en la cárcel.
El ascensor se detuvo con una sacudida y salimos a un corredor silencioso, enmoquetado de gris. Había dos puertas. Vanessa se dirigió a la de la derecha y la abrió.
Era una sala pequeña que parecía la consulta de un dentista sin título y sin pretensiones. Había tres sillas tapizadas y un perchero de madera barnizada.
—Vamos al saloncito, allí estaremos mejor. Tengo un poquito de coñac y podemos poner la calefacción.
Empujó una pequeña puerta encristalada y tanteó la pared buscando el interruptor de la luz. Pero antes de que lo hiciera, alguien se adelantó y el cuarto se iluminó súbitamente.
Un sujeto con una cazadora negra empuñaba una pistola y nos miraba fijamente. Llevaba el pelo rubio muy bien peinado y era de estatura mediana, moreno y delgado. Su cara no demostraba ninguna sorpresa.
El arma que empuñaba era una Beretta con silenciador. Un arma cara y bonita.
—¡Tú! —gritó Vanessa y jadeó con la espalda contra la pared. Parecía a punto de desmayarse—. ¡Tú! —repitió.
Alcé los brazos por encima de mi cabeza. La pistola apenas se movió unos milímetros.
—¿No te alegras de verme, guapa? —dijo el tipo y cerró la puerta con cuidado. Todos sus movimientos eran silenciosos y precisos. Me hizo un gesto con la cabeza—. A la pared. Vamos.
La habitación tenía una mesa camilla baja, con un mantel azul y un florero vacío, dos sillones baratos y un sofá de escay. Dos puertas cerradas ocupaban los otros dos lados de la sala. Me coloqué cara a la pared. Había un cuadro de un caballo corriendo por el borde del mar.
—¡Escúchame, por favor! ¡Yo no tengo nada que ver con Paulino…! ¡Tienes que creerme, yo no sé nada! —había un miedo, un miedo viscoso en la voz de Vanessa. Hablaba a trompicones, temblando.
La escuché jadear. El tipo dijo:
—No vuelvas a abrir la boca hasta que yo te pregunte. ¿Lo has entendido?
—Sí, sí —murmuró.
—Y tú, da un paso atrás —le hice caso—. Y ahora, abre las piernas y apoya las manos en la pared.
Se me acercó por detrás y me cacheó con experiencia. Sacó mi cartera.
—Carpintero… ¿Quién coño eres tú?
—Amigo de Paulino —le dije, sin moverme—. Le estoy buscando.
—¿Sí?… Mira qué bien. Pues le vas a dar recuerdos a Delbó, ¿eh? Ya verás cómo se va a alegrar.
—No tengo nada que ver con ese Delbó, no lo conozco —mentí—. Soy amigo de Paulino de cuando la mili. Estuvimos en el CIR n.° 2 de Alcalá de Henares y ayer recibí una nota suya diciendo que quería verme en el Rudolf. No fue y yo me puse a buscarlo y aquí estoy.
No hacía nada de calor pero comencé a sudar. Goterones que se deslizaban por mi frente. Sentí cómo tiraba mi cartera al suelo.
—Me da igual quién seas.
—Si conoces a Paulino, quizás alguna vez te haya hablado de mí. Me conocía como Toni Romano.
El silencio se hizo espeso.
—¿Toni Romano? —dijo al fin.
—Sí.
—Yo no creo en las coincidencias… ¿Y tú?
—No tengo nada que ver con los asuntos de Paulino.
—Puede que te crea… pero me da igual. Creo que hoy no es tu día de suerte.
La pintura de la pared era reciente. Olía a limpio. Al otro lado del cuadrito del caballo había una lámpara de pie.
—Escucha… —Vanessa tartamudeaba—. Paulino no te ha engañado… ha sido a mí a quien ha engañado, a ti no, de verdad. Lo que pasa es que…
—No me canses, putita, no me canses más. ¿Crees que soy tonto?
—Puedo… puedo llamarle por teléfono, ¿eh? Y tú me dejas marchar, ¿vale?… Si le llamo, vendrá… seguro, de verdad.
Más silencio. Los latidos de mi corazón se acompasaron con el tic-tac de mi reloj. El sudor hacía que me picaran los ojos.
—Llámalo —dijo el tipo.
—¿Y me dejarás marchar?
—Si no haces tonterías, sí.
—Muy bien… muy bien… no le debo nada a Paulino, a mí me ha hecho muchas más putadas que a ti…
—Llámalo. Dile que venga, si haces o dices algo tonto, te mato.
—Sí, sí… ahora mismo.
Sentí a Vanessa discar el teléfono. Debía estar al lado del sofá. Desde donde estaba no podía verlo.
Su voz era ahora natural, coqueta.
—¿Paulino? ¿Eres tú?… Tengo que hablarte… sí… sí… estoy en el apartamento… no, no, ya no estoy enfadada… de verdad… Me voy mañana a Marbella… algún tiempo, sí… me gustaría despedirme de ti, a lo mejor ya no nos vernos más —soltó una risita cantarina, era una actriz consumada—… Te espero… date prisa.
Colgó. Su voz era ahora más tranquila.
—Vendrá ahora mismo. ¿Puedo marcharme ya?
—No tengas tanta prisa.
—¿Pero tú me habías dicho…?
—Tranquila, guapa, tranquila. Yo te diré cuándo puedes irte.
—Es que estás equivocado… de verdad… Paulino no ha pensado nunca en hacerte nada, lo que ha pasado es que…
—¡Calla!
De nuevo el silencio. Largo rato. Una eternidad. De vez en cuando Vanessa suspiraba. Escuché los pasos metódicos, rítmicos, del tipo por la habitación. El autor del cuadrito era un tal Pepe Flores y abajo había escrito Sevilla, 86. Las olas estaban muy bien y la lluvia también. El caballo tenía expresión horrorizada y un rayo cruzaba el firmamento.
Otra vez los pasos de aquel sujeto por la habitación. Tras, tras, tras… Arriba, abajo, arriba, abajo. De pronto dejé de sentir los brazos y los hombros. Eran masas insensibles. Quise poner la cara en la pared y descansar. Lo conseguí. El tipo se acercó por detrás. Sentí el caño del silenciador en la nuca.
—¿Estás cansado?
—Termina de una vez.
Algo explotó en mi cabeza. Me fui al suelo de rodillas. Yo pesaba trescientos kilos. Le vi los pantalones y los zapatos. Mocasines, de los caros. Buenos zapatos.
¿Aquello era que estaban llamando a la puerta? Intenté alzar la cabeza y de nuevo sentí fuego por dentro y oscuridad. Una oscuridad muy grande.