17

El Maragato estaba en la misma Plaza del Dos de Mayo, frente al kiosko de Paco. Era un bar pequeño, pintado de morado y cerrado con una cadena. Un cartel estaba fijado con chinchetas a la puerta: «Los miércoles cerrado por descanso del personal».

Me tomé un bocadillo de tortilla y un botellín de cerveza en el kiosko de Paco. Cuando el cuchitril que llamábamos comisaría estaba en la calle Daoíz, acudíamos al kiosko de Paco a tomar café y cerveza. El Grupo Operativo, que entonces mandaba Mellada, se reunía también aquí a diario a celebrar su partida de mus.

Pero desde entonces ha pasado mucho tiempo. El barrio de Maravillas se ha ido llenando de modernos, camellos y de jóvenes profesionales que no quieren vivir en Parla ni en Fuenlabrada y ya no sé a dónde van los del Grupo de la nueva comisaría de Centro del moderno edificio de la calle de la Luna. Por aquel entonces éramos diez en un cuartucho sin ventilación y ahora, tengo entendido que son más de cuarenta y que incluso cuentan con varios coches camuflados con radioteléfonos.

Paco no me reconoció. Yo debía ser uno de tantos que van por allí a comprar coca o heroína. O quizás un bujarra viejo a la busca de chiquitos flacos con ganas de ganarse su papelina de caballo.

El kiosco estaba medio vacío. En el fondo, cuatro jubilados hacían mucho ruido jugando a las cartas y Paco veía la televisión portátil en blanco y negro. Estaba más calvo, con el pelo blanco, pero no había engordado. Probablemente era yo el que había cambiado. Recordé que durante mucho tiempo conservó clavado en la pared el cartel de una velada en el Frontón Madrid, donde le gané a los puntos al italiano Mendocci, un segunda serie que entonces prometía mucho.

Pedí un café y una Farias y entonces entró un sujeto en el kiosco. Era alto, flaco, con el vientre abultado y una barba cuidada que le daba una expresión astuta al rostro. Se acomodó a mi lado.

—¡Pasa, Paquito, hombre!

—Nada, ya ves. ¿Qué te pongo, Arturo? —preguntó Paco.

—Coñac del bueno, nada de garrafón, macho.

—Aquí no hay garrafa, Arturo. No me jodas.

Su cara me era lejanamente familiar. Torcía la boca al hablar de una forma peculiar y el traje que vestía era de buen corte.

—No te enrolles, Paco, y ponme ya de beber.

Le llenó una copa de Torres Cinco y el sujeto se la bebió de un trago. Sacó un fajo de billetes del bolsillo del pantalón y separó uno de mil pesetas. Se lo entregó a Paco.

—Te va bien, ¿eh? —comentó el tabernero.

—Dabuti —contestó el sujeto—. Lo que hay que hacer es montar las cosas en plan moderno… como un pub, ¿me entiendes?, cobras tres veces más por lo mismo. Le pones al establecimiento un nombre raro, unos cuantos cuadros, mesas viejas y palante.

—Pues tú no le has cambiado el nombre, Arturo.

—Me gusta llamarlo Pekín, qué quieres. Además es un nombre que suena… Pub Cafetería Pekín. ¿A que sí?

Paco no contestó. Le entregó la vuelta y volvió a acodarse, mirando la televisión. Entonces lo reconocí. Era Arturito Guindal, antiguo novio de Pepita, la dueña del Viva la Pepa de la calle Ruiz.

—¿Usted se llama Arturo Guindal? —le pregunté.

Se volvió con expresión chulesca. Le vi la culata de una automática asomando por entre el cinturón.

—Sí, ¿pasa algo?

—En absoluto, pero lo estaba buscando.

—¿Usted a mí?

Paco se enderezó y me fijó la mirada.

—¿Usted no será…? —Paco se mostraba dubitativo—. Se parece mucho a …

—Soy el mismo, Paco —le contesté—. El mismo. Un poco más viejo, pero el mismo.

—Me cago en la mar, Toni, qué alegría —me alargó la mano por encima del mostrador y nos la estrechamos. La sonrisa le barría la cara—. ¿Qué es de tu vida? Me dijeron que habías dejado el Cuerpo, pero…

El chuleta se enderezó. Tosió ligeramente.

—… ya sabes que a la gente le gusta mucho el jarabe de pico…

—Estoy con Draper.

—¿El señor comisario?

—Ya no es comisario. Tiene un negocio propio.

—Bueno —dijo el chuleta—. Me abro… señores…

Le tomé suavemente del codo.

—Un momento, por favor —retrocedió un paso y me apartó la mano de un empujón.

—Yo no tengo nada que hablar contigo, Toni Romano. Ya no estás en la madera. Te acabo de reconocer. ¿Vale, macho?

—Trabajo en la agencia de impagados de Draper y quiero que reconozcas ante testigos —señalé a Paco que asistía muy contento a la conversación— una deuda contraída con doña Josefa Pardo. o sea, Pepa, la dueña del Viva la Pepa.

Soltó una carcajada. Sus dientes eran grandes y amarillos.

—¡Y pa esto tanto rollo! ¡Anda mi madre! Pues sí, macho, reconozco la deuda. ¿Qué pasa?

—Le debes ciento veinticinco mil pesetas.

Volvió a enseñarme los dientes. Ahora tenía la chaqueta más desabrochada y su mano izquierda acariciaba la culata del arma.

—Ciento veintisiete mil cuatrocientas ochenta, para ser más exactos. Y además te voy a hacer una confesión, me caes bien, mira. No pienso pagarle nunca a ese pendón. ¿Me he explicado con claridad o te lo digo otra vez, pasma? —golpeó la culata con la mano—. Tengo licencia para la pipa, hay mucho mangante en el barrio, así que ahueca.

Antes de que comenzara a caminar hacia la puerta, el bastón de Paco describió una curva y explotó contra la cabeza del sujeto. Apenas si lo vi. El ruido fue seco. El tipo abrió la boca, pero no llegó a articular palabra. Se desplomó al suelo con la mano engarfiada al aire. Cayó como un toro en el descabello.

Me acerqué a él y le retiré la pistola. Era un Astra del 9 corto, modelo 1947, pero parecía en buen uso. La sopesé en el aire y me la guardé en el bolsillo.

Los cuatro jubilados habían salido de su partida y miraban sin demasiada atención el cuerpo de Arturito Guindal.

—¿Qué ha pasado, Paco? —preguntó uno de ellos.

—Nada —contestó éste—. Que se ha puesto pesado. El señor es policía.

Sonreí.

Siguieron jugando a las cartas. Paco asomó el cuerpo por el mostrador.

—Le he dado un poco fuerte, ¿verdad?

—Me parece que sí. Ayúdame a llevarlo al Viva la Pepa. Tengo la pierna un poco delicada.

Entre los dos lo transportamos a la calle Ruiz que está a menos de cincuenta metros. Empezó a quejarse nada más salir de kiosco.

Entramos en el Viva la Pepa y lo sentamos en una de las sillas del fondo. Estaba Pepa la morena y dio un grito cuando lo vio. Le había brotado la sangre y le caía por la chaqueta.

—¡Pero qué ha pasado, santo cielo! ¡Qué te han hecho, Arturo!

—Nada… Pepita —balbuceó Paco—. Que se ha puesto un poquito chuleta y yo… vamos, nosotros, pues…

Pepa salió del mostrador y cogió la cabeza del Arturo con las manos.

—¡Pero qué le habéis hecho, bestias… más que bestias, si lo habéis matado!

—Me han jodido, Pepita —murmuró Arturo.

La chica siguió gimiendo y limpiándole la sangre. Me acerqué al tipo y le saqué el rollo de dinero del bolsillo.

—Tu dinero, Pepa —empecé a contarlo. Había ciento cincuenta mil en billetes de todos los calibres. Era lo que me había figurado al ver el volumen del mazo. Los tiré al mostrador—. Coge de ahí lo tuyo, ya ha dicho ante testigos que te debía ciento veintisiete mil cuatrocientas ochenta, un poco más de lo que me dijiste tú. Me debes el diez por ciento, o sea diecisiete mil, redondeando un poco.

—Pepi —moqueó Arturo—. Que me quieren quitar la recaudación. Haz algo.

Conté mi dinero, se lo mostré a Pepa y me lo guardé en el bolsillo. El dinero tropezó con la pistola. La saqué y le extraje el cargador y la bala de la recámara. Me guardé las balas en el bolsillo y le entregué el arma a Pepa. La cogió con los ojos mirando hacia muy lejos.

—Bueno, Toni, verás… no está bien lo que le habéis hecho a mi Arturo… mira cómo está.

—¡Pepi, mi dinero! —gritó.

—¿Habíamos quedado en esto, verdad?

—Bueno, sí… pero…

—Haz lo que quieras con ese dinero. Se lo puedes devolver o quemarlo, me da igual. Pero estas diecisiete mil son mías —me golpeé el bolsillo—. Espero que lo comprendas.

—¡Pepi! —volvió a gritar, Arturo.

—¡Yo te curaré, amor, no sufras!

—Tengo que irme al kiosco, Toni —dijo Paco—. Lo tengo solo.

Salimos fuera, escuchando los arrumacos de Pepa y los gemidos de Arturo. En la puerta del kiosco le di a Paco mil duros.

—Hombre, Toni, ya podías darme un poco más —dijo—. He hecho todo el trabajo. ¿Qué te parece la mitad?

Lo miré unos segundos y me entró un gran cansancio, como si hubiera subido unas escaleras a la pata coja.

Añadí dos billetes más y me fui despacio hasta la calle San Bernardo.

Paco me dijo que hacer negocios conmigo era estupendo.

En mi casa me di un baño lento y muy caliente y después me apliqué una cataplasma de patata picada y una yerba, llamada alorbas, en la rodilla. No tuve tiempo de abrir el sofá. Me dormí al instante.

Cuando desperté eran las diez de la noche y hacía frío. La hinchazón había desaparecido. Aquellas cataplasmas nos las poníamos después de los combates, cuando verdaderamente duelen los golpes y se infecta la piel.

Me levanté y sopesé el Gabilondo del 38. Estaba aceitado, limpio, cargado con las cápsulas mortales. Lo dejé donde estaba, sobre la mesilla. En el balcón, las luces verdes del anuncio luminoso se marcaban a intervalos.

Luces verdes. Luces verdes.