Transportes Los Pardales parecía un negocio próspero. La cochera era inmensa, llena de ruidos y de hombres que se afanaban alrededor de los grandes camiones. Me acerqué a un sujeto flaco que comía un bocadillo despacio, como si rumiara, apoyado en la pared.
—Quisiera hablar con Paulino —le dije.
—¿El Jefe?
—Sí, ¿sabe dónde está?
Negó con la cabeza.
—No lo he visto hoy, pero puede preguntar a su hermano Eliodoro. Está en la oficina —me señaló una puerta con el bocadillo—. Vaya por ahí, atraviese el descampado y mire a ver si está en la oficina.
Le di las gracias, rodeé un enorme camión que estaba siendo reparado por dos mecánicos, abrí la puerta del garaje y salí al descampado. Era un cementerio de chatarra retorcida y amontonada. Había cabinas de camiones, restos de autobuses y chasis de automóviles. Caminé por un sendero formado por los detritus de hierro hacia una casamata de paredes grises situada en el centro de aquel maremágnum.
Caminaba con cierta dificultad, debido a mi pierna derecha que se estaba hinchando cada vez más. Escuché unos golpes rítmicos y metálicos. Como si alguien golpeara hierro.
En la puerta de la casamata un individuo bajito, casi enano, martilleaba con fuerza un coche sin ruedas. Vestía un pantalón azul y jersey de cremallera del mismo color. El martillo era más alto que él y más grueso que su propia cabeza.
—¡Eh, oiga! —lo llamé—. Busco a Paulino.
Pareció no haberme oído. Descargaba un golpe, tomaba impulso y lo volvía a descargar poniéndose de puntillas. Me acerqué un poco más. Era delgado, pero los brazos los tenía extraordinariamente gruesos y largos. Le llegaban más abajo de las rodillas. De cerca parecía una araña.
—¿Está Paulino? —grité.
Nada. Tomó impulso y lanzó el martillo contra el techo del coche. Lo rompió. El sonido fue estridente. El martillo describió una curva sobre su cabeza y volvió a caer sobre la chapa. Como una máquina. Ni siquiera tomaba aliento o se limpiaba el sudor.
Me apoyé en mi pierna sana y encendí un cigarrillo. Tenía hambre, estaba cansado y necesitaba friccionarme la rodilla. Además, estaba cansado de pelearme.
—Perdone que le interrumpa —le di unos golpecitos en el hombro—. ¿Está Paulino?
El enano inmovilizó el martillo sobre su cabeza, como si se tratara de un ramo de flores y dio la vuelta lentamente. Tenía la cara cubierta de arruguitas. Una cara apergaminada y seca. Sus ojos eran glaucos y fríos, con tanta vida como los charcos de agua que deja la lluvia nocturna.
Me observó unos instantes. El martillo comenzó a moverse, primero lentamente y, de pronto rápidamente y en mi dirección. Me eché a un lado.
—¡Eh, oiga, qué hace!
El martillo se hundió en el suelo, justo en el lugar que acababa de dejar. El enano volvió a alzarlo sobre su cabeza, avanzó unos pasos y lo lanzó sobre mí.
—¡Escuche un momento… oiga, aguarde!
Di un salto hacia atrás. El martillo produjo un sonido sordo en el suelo. El enano no parecía darse por enterado. Siguió avanzando despacio, sin dejar de observarme con sus ojillos. Levantó de nuevo la pesada maza. Avanzó unos pasos. Seguía serio, ensimismado.
Retrocedí hacia la puerta de la casamata.
—No me he traído cacahuetes, pero a lo mejor fumas de los míos —saqué el paquete de cigarrillos y se lo tendí—. ¿Un cigarrito?
Di otro salto. La maza mordió el suelo. Miré en todas direcciones. No se veía a nadie, ni a nada, excepto los esqueletos de los vehículos y los lejanos ruidos de la calle. Caminé hacia atrás y llegué hasta puerta de la casamata. Ya no podía ir a ningún sitio.
Me agaché y cogí una piedra más grande que mi puño. La agarré con fuerza.
El enano volvió a prepararse. Tomé puntería y entonces se abrió la puerta. Tuve que echarme a un lado.
—¿Qué ocurre aquí?
Era un hombre grande, vestido con una pelliza de cuero y una papada que se dividía en tres. Devoraba un bocadillo, que por el olor deduje que era de caballa en escabeche. El aceite le resbalaba por la barbilla y se perdía entre los pliegues de grasa de las papadas. Lo reconocí. Era el tipo que me llevó el aviso de Paulino al Viva la Pepa.
El enano detuvo el martillo sobre su cabeza.
—El chico se cree que soy un clavo —señalé al enano—. ¿Por qué no lo tienen con una cadenita?
—¿Otra vez, Indalecio? ¿Por qué has vuelto a hacerlo, eh? Eso no lo hacen los niños buenos —el enano bajó la maza y miró al de la pelliza con sus ojos alelados. El hombre continuó—: Como lo vuelvas a hacer te quedas sin ver el Un, Dos, Tres… te lo juro, Indalecio, que me estás jodiendo ya… —dio un mordisco al bocadillo y más aceite bajó por su barbilla. Habló con la boca llena—. Vete a jugar con el coche, venga.
El enano arrastró el martillo con desgana hasta el automóvil destrozado y continuó golpeándolo rítmicamente. Tiré la piedra.
El del bocadillo se retrepó en la puerta.
—¡Pobrecito! —exclamó sin mirarme—. Ahí donde lo ve usted era el chico más listo de la escuela, pero le dio un viento, o algo así, y ahí lo tiene. Es lo único que hace, romper coches. Se tira el día entero.
—¿Antes era el más listo de la escuela? —dije yo—. ¿De qué escuela?
Se volvió. Fue a hablar y frunció sus espesas cejas.
—¿Oiga, usted no es?
—El mismo… Antonio Carpintero o Toni Romano. Ayer me entregó usted una carta de Paulino. ¿Se acuerda?
—Sí… sí… —asintió con la cabeza—. Me acuerdo… me acuerdo… ya lo creo.
—Ajá, menos mal que hay alguien listo en la familia.
Movió la cabeza.
—Tengo buena memoria —me miró fijamente—. ¿Qué quiere usted?
—Me gustaría hablar con Paulino. Ayer no fue a la cita.
—No está.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo? ¿Le ha dicho algo?
Probablemente eran demasiadas preguntas seguidas. Tragó sin masticar y volvió a mirarme con el resto del bocadillo en la mano sin saber qué decir.
—¿Podemos pasar dentro? —señalé la casamata—. Así podremos hablar mejor.
—Sí, claro —respondió—. Ya lo creo —se apartó a un lado y me dejó sitio—. Pase usted, señor Car… Car…
—Carpintero, pero todo el mundo me llama Toni —dije, entrando al local. El del bocadillo pasó después y cerró la puerta. Los furiosos golpes del enano se escuchaban amortiguados.
Era una sala de unos treinta metros ocupada por seis mesas de oficina apretujadas y cubiertas de papeles. En las paredes había ficheros grises y en un rincón, una nevera de cuando el Cantón de Cartagena.
El del bocadillo se sentó tras una de las mesas y continuó dándole mordiscos al pan con caballa. Yo me senté enfrente.
—Así que usted es Carpintero, ¿no?
—Llámame Toni.
—Bueno, Toni, nosotros no necesitamos a ningún carpintero, ¿comprendes? Las chapuzas las hacemos mi hermano Paulino y yo. Se nos dan muy bien.
Encendí otro cigarrillo. Aquella iba a ser una conversación fructífera. Decidí dejar correr la alusión a lo que yo me dedicaba.
—¿Cómo te llamas?
—Eliodoro, pero todos me llaman Doro.
—¿Todos?
Abarcó el local con las manos.
—Todos en la oficina.
—Dime Doro, ¿sabes si le ocurre algo a tu hermano Paulino?
Puso cara de no entender nada.
—¿Ha tenido un accidente?
—No creo. Pero es que ayer no fue a la cita que teníamos en el Rudolf y pensé que tú sabrías algo. ¿Te acuerdas que me llevaste una carta de él?
Tardó en responder.
—Sí, me acuerdo.
—Pues eso.
—¿Qué?
—¡Santo cielo!
—¿Le pasa algo? ¿Tiene flato? Si quiere echar algún gas, está en confianza… Yo siempre digo que es mejor perder un amigo que no un intestino. ¿Gusta? —me ofreció caballa.
—No, gracias.
—Anda, trinque un poco. Está cojonudo.
—No, gracias. ¿Dónde puedo encontrar a Paulino?
—Menudo está hecho el Paulino. ¿Y usted qué hace, muebles, ventanas?
—Aparadores.
—¡Ah!
—Aparadores con música.
—Coño.
—Cuando se abren, suena el Gato Montés.
—¡Anda…! —entrecerró los ojos—. ¿Y son caros?
—Chupados.
—¿Por cuánto saldría uno?
—Unos sesenta duros.
Dejó de comer. El Indalecio continuaba fuera golpeando la chapa. Era como un metrónomo. Podía uno volverse loco escuchando aquello tan seguido. Se me ocurrió pensar que a lo mejor a Doro le había ocurrido algo parecido.
—¿Puede hacerme un par de ellos? Los quiero con España Cañí. ¿puede ser?
—Ésos son más caros.
Volvió a morder el bocata y lo estuvo rumiando un buen rato. Yo apagué el cigarrillo en el suelo.
—¿Cuánto de caros? —dijo al fin.
—Mira, Doro, yo lo que quiero es ver a tu hermano Paulino y me parece que nos estamos desviando del tema. Dime dónde está y yo te hago todos los aparadores que quieras.
—Subo hasta cien duros, ¿vale?
—De acuerdo, cien duros por aparador.
Se retrepó en su asiento. El último trozo de pan untado en aceite desapareció en su garganta y cerró sus ojillos como si pensara intensamente. El erupto resonó en el cuarto.
—Qué a gusto me he quedado.
—Que aproveche.
—Gracias… ¿Oiga cuándo me podrá hacer los aparadores?
—En cuanto vea a tu hermano.
—Se puede tirar tres días sin aparecer por aquí —me guiñó un ojo—. Es más jodío el Paulino…
—Con la novia, ¿no?
Frunció la boca.
—Hace muchos viajes a Portugal con el Pegaso grande —se rasco la grasienta papada—. Pero esta vez no se ha llevado el camión…
—A lo mejor ha cogido otro, ¿no?
—No, siempre coge el mismo. Son unos trabajillos especiales que hace él. Tres días se tira de viaje.
—Y no se ha llevado el Pegaso grande, ¿verdad?
Negó, moviendo la cabeza con fuerza.
—Pero a lo mejor…
—A lo mejor, qué.
—Bueno… verá… —volvió a rascarse la papada—. Tiene un piso, ¿sabes?… un pisito de ésos, ¿no?… y allí… bueno que algunas veces se va a su piso y desaparece también unos días. Pero nadie sabe dónde tiene el piso… Ni yo mismo —me enseñó los dientes sucios—. Pero…
—¿Qué?
—Pues eso… que tiene un piso… —me clavó los ojos—. Una vez… o sea, una vez le escuché decir que desde el balcón se podía ver la Plaza del Dos de Mayo… al Paulino le gusta mucho esa Plaza y… bueno… o sea, que me parece que me dijo un día que estaba al lado de un bar que le llaman… que le llaman…
—Haz memoria, Doro, por tu madre.
—No me acuerdo.
—Vaya por Dios.
—Espere… —frunció la boca y se frotó la frente— espere un momento que me acuerde… El Maragato, sí, El Maragato… eso me dijo… que hay aquí un muchacho que me dijo que es donde hacen las mejores tortillas de patatas con cebolla y él dijo que era verdad, que iba allí mucho y que le preparaban unas tortillas…
—El Maragato —dije yo—. ¿Estás seguro, Doro?
—Sí.
Me levanté.
—Gracias, Doro, te voy a hacer unos aparadores con la sexta de Beethoven.
—No, con España Cañí. Habíamos quedado en eso, no fastidie usted.
—De acuerdo.
Salí al descampado y el enano continuaba golpeando la chapa del coche. Ya se había convertido en un montón informe de chatarra.