13

En la calle había dos hombres esperándome. Uno de ellos era alto y grande, pero con las piernas cortas. Tenía el aspecto de un barril de cerveza. Se distribuía con mucho arte unos cuantos pelos rubios en su enorme cabeza. El otro era flaco y espigado, elegante en su abrigo azul. Abría y cerraba las manos como si atrapara moscas y tenía el rostro helado y desvaído. Lo reconocí. Era Delbó. Acompañó a Luis Robles a mi casa aquella mañana.

Ninguno de los dos parecían amigos míos.

El de las piernas cortas me agarró del brazo.

—¿Señor Carpintero? Queremos hablar con usted —hice un movimiento para deshacerme de la mano, pero fue inútil, parecía una bolsa de agua caliente—. Un minuto nada más.

—Lo siento pero no hablo con desconocidos. Nunca se sabe.

El del abrigo azul se acercó despacio.

—Doña Hortensia quiere hablar con usted, señor Carpintero. ¿Tiene la bondad?

Señaló un enorme Mercedes gris, aparcado en la acera de enfrente.

—¿Quién es doña Hortensia? ¿Trabaja en el Rudolf? Me parece que no la conozco.

La cara inmóvil del tipo del abrigo azul comenzó a moverse. Las aletas de la nariz se le distendieron y sus finos labios se agitaron imperceptiblemente.

—Es la suegra de don Luis —dijo en un susurro.

—Tendré mucho gusto en hablar con ella.

El de las piernas cortas seguía sin soltarme el brazo.

—¿Les importaría? —le dije.

—Sorli —ordenó Delbó y el tipo me soltó.

—Muy amable —me froté el brazo. Lo tenía entumecido.

Cruzamos la calle. El de las piernas cortas, llamado Sorli, me abrió la puerta trasera y aguardó a que yo entrara para cerrar.

La madre de Cristina fumaba un cigarrillo y el olor a tabaco fino se mezclaba con el de un discreto perfume. Estaba retrepada en el asiento, con las piernas cruzadas y ni siquiera me miró. Llevaba un chaquetón de piel blanca sobre un vestido negro muy corto que le mostraba más allá de las rodillas. Una especie de turbante blanco le cubría la cabeza y un collar de perlas, gordas como los sueños de una vedette, refulgían en su cuello.

Se conservaba con la piel tersa y sin mácula. La pierna que veía balancearse suavemente era la de una bailarina de ballet.

El coche tenía una separación de cristales entre los asientos. Delbó los descorrió y se asomó.

—Cuando usted quiera, doña Hortensia —dijo y la mujer se volvió lentamente a mirarme.

—Si me lo permite, le llevaremos hasta su casa. ¿Dónde vive?

—Ellos lo saben —respondí—. Saben también dónde suelo ir a tomar copas y cuáles son mis platos preferidos. ¿Quieren saber también cuál es mi talla de chaqueta o ya la saben?

—A su casa, Delbó, por favor.

El del abrigo azul cerró los cristales y el coche se puso en marcha. Apenas si sentí un leve ronroneo.

—Disculpe esta forma de encontrarnos, pero tengo una cita esta noche y tengo prisa. No quisiera demorar más el aclararle algunos puntos, señor… Carpintero.

Permanecí en silencio. Dejé que ella lo dijera todo. Continuó:

—No me gustan los circunloquios, de manera que voy a hablarle muy claramente. Mi hija está muy afectada por la muerte de Luis, todos lo estamos… Luis siempre fue… un poco inestable, diría yo. Un excelente economista, pero con demasiados sueños en la cabeza. Mi hija es igual, señor Carpintero —clavó sus ojos en mí. Seguí sin decirle nada—… un poco loca, de reacciones extrañas… anoche estuvo con usted y le hizo una serie de estúpidas confidencias, de desvaríos lógicos en una mujer que ha sufrido demasiado tiempo un matrimonio infeliz. ¿Me está comprendiendo, señor Carpintero?

—Se explica usted muy bien.

Asintió con la cabeza y arrojó la ceniza del cigarrillo al suelo. Alguien la recogería después.

—Se ha criado sin padre y yo he trabajado mucho para salir adelante. Ha sido muy duro, muy duro —bajó la voz—. Y creo que he descuidado su educación. Ahora no tiene remedio, Cristina hace ya mucho tiempo que es una mujer hecha y derecha y con responsabilidades. Todos hemos trabajado mucho y ella no se ha quedado atrás. Ha sabido siempre estar a la altura de sus obligaciones, pero ayer cometió un error imperdonable al ir a su casa. Ella me lo ha contado todo, estamos muy unidas, señor Carpintero, muy unidas. Ella es lo único que tengo.

—Aparte de sus empresas, ¿no es verdad?

Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se volvió ligeramente hacia mí. La falda subió hasta medio muslo. Habló como si escupiera las palabras.

—Es usted vulgar, muy vulgar. Espero que no se haya hecho ninguna ilusión descabellada con mi hija.

—Es usted el tipo de madre que cualquier hombre soñaría como suegra. Y le diré otra cosa, ustedes no me importan nada. Me importaba Luis, el marido de su hija. Eso es todo.

Se echó hacia adelante en el asiento y después hacia atrás con fuerza. Apretó las manos en el regazo.

—No tolero que me insulte.

—Usted es quien me está insultando. ¿Es todo lo que quería decirme?

La respiración le inflaba el pecho. Se fue calmando poco a poco. Se movió hacia su ventanilla, como si no pudiésemos respirar el mismo aire. Volvió a hablarme con lentitud, sin mirarme.

—Olvídese de esa loca teoría de que tiene que investigar no sé qué historias sobre el pobre Luis —giró la cabeza, sus ojos parecían anzuelos mojados—. Si necesitásemos una investigación, que no la necesitamos, acudiríamos a la policía y no a usted. ¿De acuerdo?

—¿Por qué no me dice esto su hija?

—Mi hija está muy ocupada. Se lo digo yo. ¿Está claro? Olvídese de lo que ocurrió entre los dos y ocúpese de sus asuntos.

El coche atravesó la Puerta del Sol y subió por Carretas. En la Plaza de Benavente torció a la derecha por Atocha, hasta la Plaza de Santa Cruz.

Bajó por la calle de Esparteros y se detuvo frente a la puerta de mi casa. Ella miraba por la ventanilla. Di la vuelta al coche. El barril de cerveza vino a mi encuentro.

Volvió a agarrarme del brazo.

—Por las buenas es mejor, ¿lo comprendes? Y te puedes quedar con la pasta de recuerdo.

La puntera de mi zapato derecho dio justo en su tobillo. Con ganas. Sonó a roto. El grito le salió del estómago. Me soltó el brazo y se agarró su propia pierna. Basculé el cuerpo y le lancé un gancho de derecha casi desde el suelo. Salió disparado hacia arriba y golpeó la chapa del coche con su cabezón.

Delbó abrió la portezuela y se plantó en medio de la acera. No hizo ningún movimiento de más. El paticorto tenía en la mano una automática negra que por el tamaño podría ser una Walter PPK. De pronto, en un parpadeo, el pie de Delbó le dio justo en la mano. La pistola saltó por los aires.

—Estúpido —dijo, sin énfasis, y le abofeteó.

—Lo siento… lo siento señor Delbó.

—Recoge eso.

Se agachó y cogió el arma. Aún balbuceaba disculpas. Sin mirar a ningún sitio entró en el automóvil.

Delbó con la cara helada, me miró un buen rato. Dio media vuelta y se metió en el coche.

El tráfico se lo tragó un poco más abajo. Y eso fue lo último que vi.