12

El portero del Rudolf Bar vestía como un domador de leones de circo austriaco. Las luces de la puerta le caían encima como una lluvia de oro y hacían que su sonrisa refulgiera como si estuviera pintada con purpurina. Lo saludé un poco antes de las siete y entré en el local alargado y amplio, atiborrado de hombres solos, vestidos como si el final del mundo estuviera cerca. Había mujeres, pero de las que tienen voz ronca, silicona y postizos.

Me senté en el único lugar vacío, pegado a una cascada artificial de luz verde que parecía caer del techo. Había fotos enmarcadas que no distinguí. Las que estaban a mi lado eran de un tal Tom de Finlandia, un maromo peludo y musculoso empeñado en mostrar su aparato, semejante a las mangueras del Ayuntamiento.

El camarero llevaba una blusa amplia.

—¿Qué desea, señor? —pasó un trapo suavemente por la mesa.

—Gin tónic y un platito de cacahuetes.

—¿Almendritas?

—Almendritas, da lo mismo.

Casi todos parecían conocerse entre sí. Abundaban los treintañeros, pero había algunos jovencitos lánguidos y viejos bujarrones de urinario público con el aspecto furtivo de los lobos montunos. Pero la mayoría eran hombres fuertes, de brazos inmensos cinturas estrechas, héroes de gimnasios culturistas. Charlaban agarrándose mucho, creando una algarabía de mil demonios que ahogaba los chillidos de la música.

Me trajeron lo que había pedido y tomé un sorbo. Entonces se me acercó una mujer morena y de labios gruesos vestida con una larga falda abierta a los lados y una camisa escotada. El cabello negro le llegaba a la cintura.

Cuando se sentó a mi lado le noté el rasurado de la cara. Tampoco disimuló su voz ronca.

—No hay que estar tan solo, amor —dijo.

—Tienes razón.

—¿Qué bebes?

—Gin tonic.

—¿Me invitas a algo?

—Sí, hija. Pide lo que quieras.

Llamé al del blusón que acudió al trote.

—Un cuantró con hielo, Fernan —se dirigió a mí—. Me encanta el cuantró. Deja un gusto muy bueno para besar.

Soltó una carcajada y el camarero se marchó con una pequeña reverencia. Apoyó los codos en mi mesa. Tenía los brazos fuertes, acostumbrados al trabajo.

—¿Vienes mucho por aquí?

—La primera vez.

—Ya lo decía yo. Aquí somos todos muy amigos. Como una panda, ¿sabes? Pero hay veces que una echa de menos conocer alguien nuevo. No sé si me entiendes. ¿Puedo cogerte una almendrita?

Cogió un puñado y se las echó todas a la boca. Las trituró con fruición.

—Me llamo Amanda, ¿y tú?

—Toni.

—¿Toni? Me encanta…

—Pues ya lo ves. Yo siempre he creído que era un nombre más bien vulgar.

—Según quién lo lleve. A ti te pega mucho el nombre, se ve que tienes personalidad.

Miré el reloj. Paulino se estaba retrasando.

—¿Esperas a alguien?

—A un amigo.

—Ya.

Se volcó lo que quedaba del plato de almendras en una de sus ásperas manos y volvió a roerlas. El camarero le trajo el vaso y ella tomó un largo sorbo. Se relamió los labios.

—Umm, que rico… Dime amor, ¿te ha recomendado esto tu amigo?

—Sí.

—A lo mejor lo conozco, ¿cómo se llama?

—Paulino.

—¿Paulino? ¡No me digas que eres amigo de Paulino!

—Pues sí, hija. ¿Qué te ocurre?

—Nada. Que es el dueño. O sea, que vienes a las cartas, ¿no?

—Digamos que una carta tiene que ver.

—Pues suele venir sobre estas horas —hizo un dengue con la cabeza y se echó el pelo hacia atrás. Era una peluca barata—. Yo no me hablo con él. Es un asqueroso… ¿Ves a ésa de ahí?

Señaló con el dedo a una mujer delgada que vestía un pantalón de terciopelo negro.

—Pues es su novia… la Vanessa… antes éramos amigas, muy amigas, ya ves. Pero desde que se fue con el Paulino… yo le dije, para sufrir ya está la vida… una no tiene por qué… ¿no te parece?

—Tienes razón.

La llamada Vanessa, tenía una cara afilada y confusa, labios finos y cejas disparadas hacia arriba. Se cardaba el pelo como Brigitte Bardot.

—El Paulino es muy cabrón —suspiró y se bebió el vaso de golpe. Me colocó una mano en la bragueta—. ¿Nos vamos arriba, cariño?

—Vas muy deprisa, Amanda, hija.

—Te voy a volver loco de amor. Ya verás, anda ven.

—Amandita…

—Qué, amor.

—Ponte la manita en las narices, anda. Pero no te enfades. Es que soy muy tímido.

—Me gustas, de verdad. ¿No quieres que nos vayamos arriba un ratito? Va a ser muy agradable.

—No lo dudo, pero he quedado aquí con Paulino. Compréndelo. Tómate otro cuantró.

—Ay, muchas gracias, amor —llamó a voces al camarero que estaba en la otra punta de la sala iniciando unos pasos de baile con un tío barrigón y barbudo—. Muchas gracias… no sabes lo roñosos que son aquí.

El del blusón llegó desmadejado.

—Otro cuantró, Fernan —el camarero me miró—. Lo paga él, corre y tráemelo.

—Oye Amandita, hija, ¿sabes si el Paulino venía por aquí con un amigo suyo, alto, guapo…?

—Don Luis.

—Ese… dime, ¿venían mucho?

—Casi todas las noches… ya sabes cómo es el Paulino, sin la baraja no puede vivir.

Me acordé de pronto. A Paulino le llamábamos El Timbas. Nadie le ganaba al póquer.

—Oye, ¿dónde jugaban a las cartas?

—Ahí —me señaló una cortina malva, espesa, que llegaba hasta el suelo—. En su despacho… se tiraban toda la noche dándole a las cartas y emborrachándose… a mí no me van los hombres que se emborrachan… me dan asco… ¿Y a ti?

—A mí también.

Llegó el del blusón con otro cuantró y lo dejó al lado de Amanda. El barrigón de barbas ya lo estaba esperando.

Se atizó otro trago de los suyos. Dejó el vaso por la mitad.

—¿Eres muy amigo de Paulino?

—Conocidos.

—No se preocupa del negocio y lo está echando a perder… Pero la culpa es de Vanessa… antes daba gusto venir aquí.

—¿Sólo jugaban a las cartas?

—Bueno, don Luis alternaba un poco… es muy rumboso, muy caballero él… se emborrachaba pero no se pasaba… Un día me regaló una botella de cuantró, fíjate… Hace días que no viene —soltó otra de sus carcajadas—. Se juntaba con Paulino, un amigo suyo que le llaman el Loco y el encargado, el Mononcle y se tiraban las horas dándole a las cartas, fíjate tú qué diversión.

—Parece que hoy no vienen —le dije, echándole un vistazo al reloj.

—Estará con los camiones.

—¿Qué camiones?

—¿No sabes lo de los camiones? Muchas veces falta por los viajes… —me miró fijamente—. ¿Oye, qué clase de amigo eres tú que no sabes que Paulino tiene lo de los camiones? ¿No serás de la bofia, verdad?

—No digas tonterías.

Me colocó la mano en la rodilla. Adelantó el cuerpo.

—A mí no me gusta cualquiera.

—Enseguida me he dado cuenta.

—Cariño, te voy a volver loco de amor, anda. Tres billetitos.

—Deja las manos tranquilas.

—Si te vienes ahora te cobro dos taleguitos, venga.

—No.

—Pues invítame a otro cuantró.

—Amandita, eres muy sensible, muy buena chica, pero otro cuantró me parece un abuso. ¿No crees?

Amanda se distrajo mirando a dos que se besaban como si mataran mutuamente hormigas en sus bocas.

—No puedo estar aquí sin tomar nada. De verdad.

—Pide un vasito de agua.

Se levantó y se arregló las faldas sobre las escurridas caderas. La silicona, el relleno y las hormonas le habían moldeado unos pechos de patrona de pensión. Con el pico de la lengua se relamió los labios.

—Suelo estar en el Tánger, es de mi cuñado. Yo vengo aquí a ver a los amigos. No soy una cualquiera. Lo que pasa es que… necesito dinero para operarme, pero yo no me vendo.

—Lo sé, Amandita.

Dio media vuelta con la dignidad de un pasodoble y se fue al mostrador a abrazar a otros tipos. Saboreé lentamente mi único gin tonic hasta que dieron las diez de la noche y me cansé de contemplar el espectáculo. Pagué y salí fuera.