La vieja llevaba un sombrerito marrón encasquetado en la coronilla y un abrigo ligero del mismo color con muchas hombreras. Comía una ración de almejas en lata moviendo mucho la boca. El bar se llamaba Viva la Pepa y estaba en la calle Ruiz, cerca de la Plaza del Dos de Mayo. Durante el día servían raciones, bocadillos y comidas rápidas y por la noche se transformaba en un lugar oscuro con música estridente.
Lo regentaban dos mujeres que se llamaban ambas Pepa. Una era morena, menudita y con gafas. De lejos parecía una escolar, pero de cerca, las piernas que mostraban su sempiterna minifalda daban a entender que tenía más escamas que la tripulación de un barco bacaladero.
La otra era rubia y torcía un poco la boca al hablar. La voz parecía salirle directamente de los dientes. Solía tener una expresión de pena tan acusada que los clientes fijos sentían tentaciones de abrazarla.
—No, doña Rosario, no. Que no hace falta, déjelo, usted.
—Me sale muy bien, niña, mira —se colocó la mano cerrada en la boca y puso voz de falsete—: ¡Españoles todos…! Desde esta Plaza de Oriente, testigo de pasadas grandezas, quiero…
—¡Vale, vale, ya está bien!
—¿Te ha gustado, hija?
—Sí, mucho.
Yo estaba al otro lado del mostrador sorbiendo un carajillo doble y la otra Pepa jugueteaba con un mondadientes, subiéndose las gafas.
—… es un bar de maricones, a ver si me entiendes, o sea, travestis, locas… pero van a lo suyo, no se meten con nadie.
—¿Suele haber bronca? —le pregunté.
—No, es tranquilo. Ya te lo he dicho, van a lo suyo.
La viejecita tragó las últimas almejas y pagó.
—Me estoy aprendiendo a Jesús Hermida y me está quedando majo, majo.
—Vale, pues otro día me lo cuentas.
La vieja se fue y la Pepa rubia se acercó a nosotros.
—No veas la vieja, qué barrila.
—Nos tiene fritas —dijo la morena—. Quiere ser cómica y volver a actuar.
—Hasta el moño nos tiene. ¿Y tú qué haces aquí? ¿Qué se te ha perdido?
—Que le gustan las artistas —dijo la morena—. Eso es lo que te pasa, ¿no, Toni?
—Le estaba preguntando por el Rudolf Bar.
—Lo que me faltaba, otro que va con los travestís. ¡Qué cruz de tíos, madre mía!
—No sabía que fuera un local de travestís. ¿Estáis seguras?
—Anda, anda… que te va el morbo a ti también. No lo niegues.
—No lo niego.
—Está de moda —aseveró la morena—. El rollo de una nueva experiencia.
—De nuevo no tiene nada. Recuerdo a un primo mío que se vestía de Gloria Lasso y cantaba. Un día ganó un concurso. En otro momento os lo contaré.
—No tienes tú labia ni nada.
—Ahora en serio. ¿Sólo van travestis al Rudolf?
—Como que ahora son las tres de la tarde. ¿Te pongo otro carajillo?
—No.
Encendí un Farias coruñés y empecé a fumarlo despacio.
—Oye, Toni —dijo la rubia—. ¿Estás con Draper, no?
—Le hago chapuzas.
—A ver si nos haces una a nosotros, hombre…
Pepa, la morena, la interrumpió.
—El Arturo Guindal, el dueño de la cafetería Pekín, esa de la vuelta… ¿Sabes quién es?
—¿Guindal? Me parece que me suena y debe ser de mis tiempos de comisaría, pero no estoy seguro.
—Bueno, pues es un manta, un desgraciado chuleta que ha sido medio novio mío, ¿no?, y hemos roto y nos debe casi veinticinco mil duros en comidas y consumiciones y no nos quiere pagar.
—El guarro —remachó la rubia.
—A ver si puedes tú…
—Fijad la cantidad exacta. Me llevo el diez por ciento.
—¡Eh! —gritó la rubia.
La morena me puso la mano en el brazo.
—¿De verdad?
—Es mi trabajo.
Pepa la rubia rebuscó bajo el mostrador y me entregó un fajo de facturas. Me las guardé en el bolsillo.
—Ciento veinticinco mil justas.
—De acuerdo. Un día de éstos le meto mano. ¿Cuánto os debo?
—Nada —dijo la morena rápidamente. La rubia la miró y torció la boca—. ¿A dónde vas ahora con tanta prisa?
—Otro trabajito para Draper.
—Pues que tengas suerte.
Me dirigí a la puerta.
Un sujeto gordo, con tres papadas bajo la barbilla, y una pelliza de cuero sin curtir, me empujó.
—¿Es usted el señor Carpintero? —me preguntó. Tenía las encías muy grandes y los dientes pequeños—. Me han dicho en el Café Barbieri que estaba aquí.
En el Café Barbieri dejaba yo los recados.
—Sí, soy yo.
—Llevo detrás de usted toda la mañana —metió una mano que parecía una almohada en el interior de la pelliza y sacó un sobre arrugado que colocó ante mis ojos—. Paulino quiere verlo.
Se quedó en la puerta, mirándome con sus ojillos astutos, mientras yo rasgaba el sobre y leía la nota, escrita a bolígrafo con letra de escolar que ha faltado mucho al colegio.
Ponía la nota: «Toni viejo esta tarde a las siete en el Rudolf por favor no faltes Paulino tu amigo».
—Dígale que estaré allí —doblé la carta y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta. El gordo me sacudió un par de manotazos en el hombro.
—Muy bien, compadre. Se lo diré si lo veo.
Salí a la calle y el tipo fue hasta el mostrador. Le escuché pedir un Sol y Sombra a voces.