9

—¡Hijo de puta, pedazo de hijo de puta! ¿De quién es esto? ¡No te hagas el dormido y contéstame!

Logré entreabrir los ojos, pero no pude moverme. Tenía una barrena funcionándome en la cabeza y la lengua como la lija del tres para metales.

Lola estaba en el centro de la habitación agitando algo en la mano derecha. El sol del mediodía entraba a raudales por los dos balcones y me estallaba en los ojos. Ésta es una de las propiedades maravillosas de la ginebra de Justo.

—¿Pero qué ha ocurrido aquí, Dios Santo? —Lola seguía agitando aquello—. ¿Qué es lo que ha ocurrido, cabrón?

—No grites —murmuré—. Por el amor de Dios, no grites. ¿No ves que tengo resaca?

—¿Resaca, hijo de puta? ¡Y más cosas debes tener! ¿A quién has traído, golfo de mierda? ¡Contesta!

—¿No puedes gritar más bajo, por favor?

—¿Con quién has estado esta noche, golfo?

Se me abrieron las pupilas del todo y me incorporé en la cama. Lo que agitaba Lola como una bandera eran unas diminutas bragas blancas con mucho encaje.

—¡Contesta! —bramaba—. ¡Contéstame!

—Tengo resaca y estoy aturdido. ¿Por qué no te quedas callada mientras pienso un buen pretexto?

Sólo tengo dos ceniceros en mi casa, uno es de loza roja, propaganda de una marca de vermús y el otro es de cristal. Lola me arrojó los dos, con colillas y ceniza, a la cabeza. Pude esquivarlos, pero las colillas, la ceniza y los trozos del cenicero rojo se desparramaron por la cama. Lola se sentó en el sillón, súbitamente calmada.

—Cerdo —silabeó.

—Ya está bien.

—Hijo de perra.

—He dicho que ya está bien.

Arrojó las bragas al suelo.

—¿Ha sido una fiestecita íntima, verdad? Y la guarra que te has traído te ha dejado las bragas de recuerdo. Un detalle.

—Voy a levantarme y hacer café. ¿Quieres una taza?

—¡Métete el café en…!

—De acuerdo —comencé a levantarme—. A propósito, ¿qué tal las tortitas con nata de ayer?

Se levantó de un salto, corrió hasta la mesita, cogió la botella de ginebra y la elevó sobre el hombro.

Lo poco que quedaba se lo vertió encima. Soltó la botella que hizo un ruido sordo contra el suelo y volvió a sentarse en el sillón con la cara congestionada. Terminé de salir de la cama, encendí el último cigarrillo que me quedaba y me puse la bata.

Lola había abierto el balcón y miraba la calle. El suave viento la despeinaba. Los ruidos de los coches en la Puerta del Sol y en la Calle Mayor entraron en la habitación como huéspedes molestos. Llevaba una minifalda color cuero que apenas si le cubría sus caderas en forma de pera. Me acerqué a ella.

—Lola…

Se volvió.

—Hemos terminado, Toni.

—No seas tonta, Lola.

—Las mierdas que tienes en mi casa te las dejaré en Bodegas Rivas. Ahora dame mis llaves.

—Cógelas tú misma. Están en el primer cajón.

Abrió y cerró el cajón con cuidado, como si temiera despertar a un niño dormido.

—Vamos a hablar tranquilamente, Lola.

—No tengo nada que decirte, no quiero. Ni ahora, ni esta noche, ni ninguna otra noche. ¿Lo has entendido, Antonio Carpintero?

—Llámame Toni.

Atravesó el cuarto y abrió la puerta. Rebuscó en el bolso y tiró la llave de mi casa al suelo.

—Me equivoqué cuando me lie contigo. No eres más que un muerto de hambre, un don nadie.

El portazo retumbó en toda la casa. Yo aplasté el cigarrillo entre mis dedos y lo arrojé por el balcón. Y entonces lo vi. Gordo, blanco, abierto. Estaba sobre el sillón. Lola se había sentado sobre él.

Era el sobre que me había dejado Cristina. Dentro había diez billetes nuevos de cinco mil pesetas.