8

No le quité el abrigo de lanilla blanco que llevaba. Pero ella tampoco se disculpó por llegar tarde.

Tiró el abrigo sobre una silla y paseó por el cuarto esa clase de mirada que las mujeres dedican a las habitaciones de los hombres que viven solos.

Vestía pantalón de pana de buen corte, color mantequilla y una blusa del mismo color con hombreras. No llevaba joyas ni maquillaje, ni le hacía falta. Era alta y delgada, con esa delgadez que no es falta de alimento sino dieta, gimnasia y dedicación. Sus caderas eran estrechas y sus pechos menudos y altos se adivinaban tersos bajo la blusa.

Se acercó a la pared donde tengo unas cuantas fotografías enmarcadas.

—¿Es usted el de la foto?

—Es Rocky Marciano combatiendo con Joe Louis.

—Me encantan los boxeadores, nunca he conocido a ninguno.

—¿Un poco de ginebra? —señalé la botella.

—No sé si la resistiré sola. ¿Tiene tónica?

—No me avisó.

—¿Coca-Cola?

—En mi casa no entran esos líquidos. Si no quiere ginebra, puedo ofrecerle agua fresca. Por ahora el agua de Madrid es buena y digestiva. Elija.

—Tomemos ginebra.

Se sentó en el sofá a mi lado y yo fui a la cocina, lavé un vaso, cogí más hielo y lo llevé a la mesita. La radio desgranaba «… contigo en la distancia…», cantado por Lorenzo González. Encendí un cigarrillo y le serví medio vaso de ginebra. Ella prefirió de los suyos, rubio americano de contrabando.

Expulsó el humo con elegancia.

—¿Por qué brindamos? —levantó el vaso.

—Yo lo estoy haciendo por Luis Robles.

—Por Luis —bebió un trago. No hizo ningún gesto. Su mano era larga y de largos dedos—. Por el pobre Luis.

Miró el vaso al trasluz.

—¿Qué ginebra es ésta?

—No tiene marca. Se la compro a Justo que tiene una bodega ahí en la Corredera Baja. Si le gusta, le puedo recomendar para que le venda una garrafita. También tiene güisqui, pero yo prefiero la ginebra. Se asombraría de la cantidad de licores raros que es capaz de fabricar el bueno de Justo. Me sale a cuarenta pesetas el litro, pero a usted no se la vendería por menos de cien pesetas.

Soltó una carcajada, echando la cabeza hacia atrás. Su cabello era castaño claro, cortado como el de un muchacho. En su casa me había parecido más oscuro y es que tenía extrañas tonalidades. Cruzó las piernas como lo hacen los hombres y me miró divertida. Algo debía hacerle mucha gracia.

—Le agradezco mucho que me recomiende a su amigo Justo —siguió observándome—. Tenía curiosidad por conocerle, Carpintero.

—Bañado y recién afeitado, resulto más presentable. Y no me llame Carpintero, dígame Toni. Es suficiente.

—Toni Romano, ¿verdad?

—Eso es.

—Boxeabas con ese nombre, ¿no?

—Kid Romano, Toni Romano… y algunos otros.

—Tutéame también.

—Muy bien, Cristina.

Se recostó en el sofá con expresión pensativa. Era cualquier cosa menos tímida. Supongo que el haber tenido criadas en la infancia y ahora una red de supermercados y fábricas, debió ayudarla bastante a superar la timidez. La vi tragar de nuevo la ginebra de Justo sin hacer aspavientos. Me hubiera gustado que Justo la hubiera visto. Pensé en decírselo.

—Es maravilloso —dijo al fin—. Sencillamente maravilloso.

—¿Qué es maravilloso?

—Esto —abarcó la habitación con la mano—. Yo aquí contigo, un boxeador, escuchando boleros en la radio y bebiendo líquido para limpiar metales. Me encanta. Hacía años que no escuchaba boleros. No sabía que todavía existían.

—A Manolita Sacedón le gustaban muchos. Era muy romántica.

—¿Quién es Manolita Sacedón?

—Una amiga. Preparaba muy bien los pimientos fritos. Sin nada de aceite, tiernos. Pero si no quieres escuchar boleros, apago la radio.

—No, me gustan… los boleros, la radio, tu casa… la ginebra y siento mucho que no me gusten los pimientos fritos. Brindemos por todo esto.

Levantamos los vasos y bebimos. Yo lo bebí todo. Volví a servirme. Sin darme cuenta pensé en Luis Robles otra vez. En él y ella haciendo el amor. Comiendo y hablando de sus cosas. Pero él estaba muerto y ella conmigo bebiendo la ginebra de Justo.

La mujer dejó su vaso vacío sobre al mesita y adelantó el cuerpo sobre el gastado sofá.

—Dame un poquito más de esa ginebra —se la di y ella misma cogió hielo, agitó el vaso y tomó otro trago—. Sabes, no eres como yo pensaba.

—¿Y cómo creías que era?

Se encogió de hombros.

—Luis hablaba mucho de ti. No había reunión en la que no acabase hablando de la mili y de su amigo boxeador que le había enseñado a boxear. Uno auténtico. Me sé vuestras historias de memoria. Tenía curiosidad por conocerte… Dime, ¿estuviste con Luis hace poco?

—Vino a verme hace dos o tres días. Estuvo ahí sentado durante quince o veinte minutos y luego se marchó. Ésa fue la última vez que lo vi.

—¿Te dijo algo?

—Nada especial… que quería verme.

—Luis era muy extraño… Algunas veces pienso que nunca lo terminé de conocer.

—A mí nunca me pareció extraño.

—Hay cosas que un amigo no sabe, ni puede sospechar y que una esposa sí que sabe. ¿Me comprendes?

—No es difícil de entender eso. ¿A dónde quieres llegar?

—¿Sabes cuantos años tengo?

—Ni idea.

—Cuarenta y cuatro. El mes pasado hicimos veinticinco años de matrimonio… veinticinco años y treinta días de estar casada con él.

—Bebamos por eso.

Chocamos nuestros vasos. Dijo ella:

—¿Sigues en la policía?

—Lo dejé hace seis años.

—Luis siempre contaba que estabas en la policía. Fíjate, había conocido a un auténtico policía y a un auténtico boxeador en una sola persona. Estaba orgulloso de ti… ¿Te molesta que hable de Luis?

—No.

—Me parece que sí.

—No hace ni veinticuatro horas que se ha saltado la tapa de los sesos y tú eres su viuda. No una viuda corriente. La viuda de mi mejor amigo.

—Viuda… —le brillaron los ojos. Sonrió con el borde de la boca y vació el vaso. Bebía ginebra demasiado aprisa, incluso para una mujer como ella—… me hace gracia… soy viuda desde hace mucho tiempo, mucho… Hace siete años que estábamos separados. Vivíamos en la misma casa, lo de vivir es un decir, pero dormíamos en cuartos separados y hacíamos cada uno nuestra vida. El Luis que tú conociste no tenía nada que ver con el Luis que yo conocí. Mejor dicho, con el Luis que fui conociendo… Ahora dame más ginebra.

Se la di. Yo también me puse más. Bebimos sin mirarnos.

—Se había vuelto impotente —dijo de golpe—. Impotente.

Alcé mi vaso y me lo bebí entero. Ella me lanzó una sonrisa fugaz y se dedicó a su bebida. Nos quedamos en silencio.

En la radio sonaba «Mía», cantada por Manzanero. A Manolita Sacedón le gustaba mucho.

—Hemos sido un negocio, no una familia —dijo, como si hablara para ella misma—. El negocio nos necesitaba. Nos necesitaba a todos. Teníamos que estar juntos… pero no le odio, nunca le odié, debes creerme. Fui alumna suya en la facultad y me fascinó enseguida. Era listo, culto, inteligente y guapísimo… y tan revolucionario… No te figuras lo revolucionario que era entonces… Me enamoré de él, me casé enamorada y todavía lo quería de alguna manera. Luis era… no sé… muy especial… Tenía encanto.

—Suéltalo ya.

Me miró fijamente.

—¿A qué te refieres?

—No has venido aquí a hablarme de tu marido. Has venido a saber por qué escribió Luis aquello en su agenda. Y eso ya me lo preguntó el comisario Frutos, señora de Robles, y la respuesta es que no lo sé.

—No me llames señora de Robles, por favor. Me llamo Cristina, Cristina Fuentes y estoy preocupada, necesito ayuda.

—¿Qué tipo de ayuda?

Sus ojos brillaron, pero también podría ser la ginebra.

—A Luis le ocurría algo extraño, no era el mismo de siempre, llevaba seis meses bebiendo mucho, emborrachándose casi a diario y pasando las noches fuera de casa, algo que no hacía nunca. Estaba agitado… irascible, se enfadaba por cualquier cosa.

—No veo que sea raro el que un tío se emborrache algunas veces.

—No es exactamente eso. Luis llevaba seis meses sin preocuparse de los negocios ni pisar el despacho. Unas veces decía que iba a divorciarse y volver a la Facultad y otras veces nos largaba uno de sus interminables discursos políticos… descubrimos que iba, digamos que con malas compañías.

—¿Qué son para ti malas compañías?

—Gente de mala vida… esos que van a cabaret, antros… ya sabes a lo que me refiero.

—¿Cómo supiste eso?

—Tenemos un servicio de seguridad y durante varias noches y sin yo saberlo, mi madre ordenó que siguieran a Luis. Descubrió que acudía a un antro llamado Rudolf Bar o algo así. Al parecer es un lugar de homosexuales y travestis —hizo una pausa que yo aproveché para verter más ginebra en nuestros vasos. Bebimos. Nunca pensé que una mujer de su peso pudiera aguantar tanto—. Un sitio horrible. Nunca supe qué hacía allí Luis y por qué iba tanto… Una noche mi madre y él se pelearon de forma espantosa… yo llegué al final, pero pude enterarme de algo que Luis le gritaba, algo referente a unas fotografías. ¿Te dice eso algo?

—Nada.

—¿No te comentó algo referente a unas fotografías?

—Ya te lo he dicho. Nada.

Los balcones comenzaron a moverse de su sitio. Apagué el cigarrillo que estaba fumando y encendí otro. Los balcones volvieron a su lugar, pero con manchas verdes. Enormes manchas que se encendían y se apagaban. Me pasó por la cabeza que eso ya lo había visto antes, pero no pude recordar cuándo.

—¿Me estás haciendo caso?

—Ya lo creo —le dije—. Mi impresión es que Luis tenía una amante. Eso es lo que se suele decir siempre, ¿no?

—Si acaso un amante. El Rudolf Bar es un lugar de homosexuales. Nuestro servicio de seguridad nos dijo que se veía allí mucho con un sujeto alto y flaco llamado Paulino Pardal, antiguo empleado nuestro, un conocido homosexual que le sacaba el dinero. Rara era la noche que Luis no gastaba entre veinte y treinta mil pesetas y a veces más.

Me quedé pensativo.

—Paulino —dije en voz alta—. ¿Y trabajó para vosotros?

—Parece que sí, yo no conozco a todos nuestros empleados, como puedes figurarte. Creo que se fue de la empresa hará casi un año. ¿Te dice algo ese nombre? —parecía interesada.

—¿Era calvo, calvo como una bola de billar?

—No, he visto la fotografía. Es un sujeto alto, flaco, con una enorme nariz ganchuda y mucho pelo, peinado estilo chulo… ¡ja, ja, ja!… ¡Qué bueno este bolero! ¿Cómo se llama?

—No tengo ni idea.

—Di… di… digo el bolero.

—¿El bolero?… «Si yo encontrara un alma como la mía».

—Te lo sabes todos… ¡ja, ja, ja!… Anda, dame un chupito más de ginebra.

Le eché un poquito más y a mí también. Me di un golpe con la mano abierta en la frente.

—¡Claro, era eso! —exclamé.

—¡El qué!

—Las lucecitas verdes —le señalé el balcón. Ella las miró, pero no hizo caso.

—Son de un anuncio luminoso que han puesto en la Puerta del Sol.

—Pues brindo por eso.

—Y yo por Luisito Robles.

—Qué bien se está aquí… ¡Umm!.

—Te gustan las tortitas con nata, estoy seguro. ¿A que sí? —no me contestó. Empezó a abrir el bolso y terminó por sacar al cabo de un rato un sobre blanco abultado que me dio. Yo lo cogí—. Las tortitas con nata son afrodisíacas. Y con mucha nata… ¿Qué estás diciendo?

—… encuentra a ese Paulino… encuéntralo… Estoy segura que le hacía chantaje a Luis… Nosotros no tenemos su dirección actual.

—¿Chantaje?… ¿Y por qué no se te ocurre otra cosa? A lo mejor quería montar un espectáculo músico-taurino. Vaya usted a saber.

—No te lo tomes a broma. Tenemos registrada una conversación telefónica de Luis, la última que hizo en su vida… justo la noche en que se mató… —fui a decirle algo, la tomé del codo. En el sobre había un montón de billetes de cinco mil pesetas—. Aguarda, no me interrumpas, alguien le exigía dinero, si no publicaría las fotos y Luis se reía, se reía como un loco y le contestaba que sí, que las publicara, que a él no le importaba. ¿Te das cuenta?… ¡Se mató después, al amanecer, por eso no le importaba lo que hiciesen con esas fotos!.

La sacudí del codo. Ella se puso de pie y yo levanté la cabeza. Sus pequeños pechos parecían agujerear la blusa.

—Encuentra a ese cerdo de Paulino y consigue esas fotos antes de que haga con ellas una tontería. Tú eres su mejor amigo.

—No soy detective privado. Díselo a la policía. Frutos te hará caso… no quiero ese dinero.

Me miró desde arriba. Su vientre estaba muy cerca. Un vientre plano. Las caderas. Olfateé la fragancia a hembra. El viejo perfume.

—¡La policía! —masculló y soltó una carcajada—. ¡No me hagas reír!… No queremos que nadie sepa que Luis Robles, don Luis Robles, el Consejero Delegado de ARESA ha tenido un novio con el que se ha sacado fotografías indecentes. Estás loco. Ese comisario de mierda puede que cierre la boca, ¿pero y sus colaboradores?… tú has sido policía y sabes que en un caso entra mucha gente y la gente habla… La prensa lo sabría enseguida… No. Hazlo tú.

Se arrodilló con fuerza y apoyó las manos en mis piernas. La tomé del cabello, corto y duro, de yegua. Acerqué mi cara a la suya.

—He dicho que no —murmuré—. Y deja ya de hablar.

—Al fin te decides, hijo de puta —dijo con voz ronca, antes de que la besara con fuerza.

La tenue y apagada luz de la calle de Esparteros comenzaba lentamente a mezclarse con los ruidos de la ciudad cuando me desperté. Ella estaba en pie, en el centro de la habitación y se vestía. Su cuerpo desnudo se recortaba frente a los balcones como una estatua de acero bruñido.

La habitación olía a hembra furiosa. Nunca han dejado en mi presencia un olor tan intenso.

—No te muevas —dijo abrochándose el pantalón—. Conozco la salida.

—Cerca hay una churrería. Haz el café y yo iré a por churros.

—Los boleros te han sorbido el seso —sonrió—. No hace falta que desayunemos juntos.

Fue a la puerta y la abrió. Allí mismo se puso el abrigo.

—Chao —dijo—. Hasta pronto.

Se marchó.