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El coche oficial de Frutos me dejó en la calle San Bernardo, en el Ministerio de Justicia. No tuve más que cruzar la calle y andar un poco para comerme una pizza en un restaurante llamado La Gata Flora, situado en San Vicente Ferrer.

El comedor estaba medio vacío y tuve tiempo de pensar en todo lo que me había pasado en los últimos veinte años. No me gustaba pensar en esas cosas, porque no se saca nada en claro cuando se remueve la memoria. Es inútil y pernicioso, pero el cuerpo de Luis con los sesos esparcidos por el suelo era algo que me venía a la cabeza con la persistencia de una gota de agua en un grifo roto.

Casi era la hora de la merienda y los empleados, colocando las sillas sobre las mesas y barriendo el local, me lo estaban indicando muy a las claras. De modo que me bebí rápidamente el café, pagué y me marché.

Caminé calle abajo, dejándome conducir por la cuesta. Crucé San Bernardo y entré en la calle de la Palma. Lola vivía en el número sesenta y yo hacía seis meses que tenía en su casa una bata, zapatillas y útiles de afeitar. En realidad, a Lola se la conoce como Perlita Carioca en los ambientes, más o menos artísticos, de la calle Ballesta y aledaños. Al principio, cada vez que la llamaba Lola me corregía: «Llámame Perla, cariño, o Perlita, me da lo mismo. Lola no me gusta» me decía. Pero terminó por acostumbrarse.

Lola se ha hecho pasar tanto tiempo por brasileña que se lo ha terminado por creer. Incluso se ha inventado una familia y un pasado en Río de Janeiro y lo suelta a la menor insinuación. Por aquel entonces realizaba un número completo de media hora en el Club New Rapsodia, en la calle Desengaño. Su actuación consistía en mover la boca mientras sonaba la música por los altavoces y en bailar unas sambas. Bailar es un decir.

A los borrachos se les caía la baba y a los que aún permanecían serenos se les formaba un nudo en la boca del estómago. Lola se iba quitando la ropa lentamente al ritmo de los tambores hasta que los últimos compases los ejecutaba completamente desnuda, a excepción de un diminuto tanga, que se podía envolver en un sello de correos. Y en esos momentos la espesura del aire se podía cortar con tijeras de podar. Luego se vestía y comenzaba su turno de charla y descorche con los clientes y entonces el personal trataba de averiguar cómo había podido embutir tal cantidad de anatomía en tan poca ropa. Mientras lo averiguaban, se iban dejando los billetes en copas.

Abrí la puerta con mi llave y me encontré a un tipo sentado en el sofá. Canturreaba «¡Ay cariño!, no me trates como a un niño», y llevaba un vaso en la mano.

Cerró la boca de golpe y se levantó con una débil sonrisa en los labios. Era un sujeto grande, muy moreno, de largas patillas y labios abultados. Vestía un traje azul cruzado con rayitas blancas y me apretó la mano sin fuerza. Noté al menos tres anillos refulgentes en la carnosa mano que me tendió.

—Me llamo Jesús Maíz —siguió con la sonrisa.

—Toni Romano —dije yo—. Y continúe cómodo. No se preocupe por mí.

Entré en el dormitorio. Lola estaba en bragas, colocándose varios litros de colonia cara en los sobacos. Al igual que los tipos que la admiraban en el New Rapsodia todas las noches, menos los lunes, me pregunté cómo unos pechos tan enormes y redondos se podía mantener de punta a pesar de no llevar nunca sujetador.

—Hola, amorcito —dijo.

Siguió a lo suyo. Me apoyé en la puerta. Iba a ponerse el vestido negro de las grandes celebraciones.

—¿Qué, cómo va eso, Lola?

—Nada, ya ves. ¿Me ayudas a subirme la cremallera?

Se la subí. Era un vestido ceñido y escotado, abierto en el costado derecho. Al andar se le veía el muslo. También se le notaba que no llevaba sujetador. Eso se le notaba a simple vista. Pensé que si yo no hubiese llegado en ese preciso momento, ahora el tipo del sofá la estaría ayudando con la cremallera.

—¿De paseo, Lola?

—A merendar. Me lleva a tomar tortitas con nata. Ya sabes cómo me gustan a mí las tortitas —me dio un beso en los labios y se sentó en la cama para colocarse los zapatos. Cantó «¡Ay cariño!, no me trates como a un niño».

—¿Y para merendar tortitas con nata te pones ese vestido?

—¿Qué le pasa a este vestido?

—Nada. Es un vestido muy bonito —continuó cantando la cancioncilla.

—Tiene cuatro salas de fiesta en Guadalajara.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser, tonto? Don Jesús.

—¿Ah, sí?

—Y va a montar una revista. Ya la está preparando, tiene el libreto y todo. Se llama «Me voy con cinco».

—¿Lo sabe tu agente?

—El Vicente está cada vez más imbécil. No se entera de nada. Lo único que sabe hacer es llevarse mi pasta. En mal día lo hice mi representante. ¡Qué cruz de hombre!… Mira, Toni, necesito cambiar de ambiente, conocer a otra gente y con Vicente no puedo hacer nada. Fíjate lo que me ha buscado para Enero, no te lo puedes ni imaginar.

—¿El qué?

—El «Tú y yo», ¿te lo figuras?

—Sí.

—Pues eso. Le dije que se lo metiera en el culo. Estoy hasta las narices de los cabarés. Quiero hacer revista, otras cosas.

Suspiró y se puso en pie.

—Bueno amor. ¿Qué tal estoy?

—Buenísima.

Me pellizcó la mejilla.

—Qué majo eres. Anda ven, que te voy a presentar a don Jesús.

—Ya nos hemos presentado.

—No seas arisco, hombre, don Jesús es un caballero, un empresario y no lo que te figuras.

—Yo no me figuro nada.

—Anda que no… Mira, se ha tirado dos noches seguidas viéndome en el espectáculo y luego ha alternado como un señor, gastándose la pasta y sin toquetear. La Mari y la Pluses se lo querían llevar al huerto y él no les ha hecho ni caso. Sólo quería hablar conmigo, fíjate.

—Seguro que te ha dicho que tienes temperamento artístico. ¿A que sí?

—Bueno, ¿y qué pasa? ¿Es que no tengo yo temperamento artístico? —me miró fijamente y yo asentí con la cabeza. Me empujó de la espalda—. Anda, vamos ya —bajó la voz—. Se ha gastado en copas más de treinta mil pesetas. El Antonio dice que ni Onassis.

Entramos en el comedor y el empresario se levantó sonriendo otra vez.

—Mire, don Jesús, aquí le presento a un gran amigo, que…

—Ya nos hemos presentado —dejó el vaso en la mesita—. ¿Nos vamos?

—Cuando usted quiera, don Jesús.

—Por favor, trátame de tú, llámame Jesús. Mira que te lo tengo dicho, Perlita.

Lola soltó una carcajada con más cartón piedra que una declaración exclusiva de Ruíz Mateos y se volvió a mí.

—¿Quieres venir a merendar con nosotros, Toni?

—Me voy a mi casa.

—Entonces, adiós.

Cerré la puerta y dejé que bajaran los escalones hasta que perdí el repiqueteo de sus tacones. Salí detrás de ellos, crucé la calle y apoyé un codo en el mostrador de Bodegas Rivas.

No estaba el dueño. Se acercó Pepe, el encargado.

—Vermú —le dije.

Pepe no es muy hablador, de modo que me puso lo que había pedido y se fue a atender a otros clientes. Cuando bebía el primer sorbo, alguien me agarró del hombro.

Era Javier Valenzuela, el Moro, cuya profesión consistía en saber cosas y contárselas a los demás.

—¡Hombre, Toni, cuánto tiempo sin verte! —exclamó, y sus inteligentes y vivaces ojillos despidieron chispas. Llevaba una chaqueta negra ajustada y unos pantalones arreglados para que parecieran a la moda. Nadie sabía exactamente a qué se dedicaba—. He visto a Lola con un… y creí que eras tú… y me he acercado, pero…

—Tómate un vermú.

El vermú le volvía loco.

—¡Un vermú, Pepe! —gritó con los ojos encendidos—. ¡Con poca seltz!

Pepe se lo sirvió y antes de que se mantuviera dos segundos en el mostrador, se lo bebió. Chascó la lengua.

—Se llama Jesús Maíz, el maromo, y tiene mucha pasta, mucha. Me han dicho que quiere montar una discoteca moderna de esas con lucecitas… —hizo una pausa—. También me han dicho que es socio de Romero Pombo y que quieren montar espectáculos por toda España… ya sabes que se han puesto de moda otra vez esas cosas…

—Pepe, otro vermú al caballero.

—¡Gracias Toni! —lo saboreó un poco, haciendo ruiditos con la boca—. El menda no tiene media galleta, no te preocupes… Es grande, pero es todo fachada… las mujeres… ya sabes.

Dejé sobre el mostrador el dinero de las consumiciones. Aparté una moneda de diez duros.

—Tómate otro a mi salud —le dije.

—¡Eres un tío, sí señor! —me acompañó hasta la puerta.

Cuando iba calle Palma abajo, me gritó:

—¡Suele ir a una cafetería que se llama Iberia, en la calle Peligros… el dueño es de su pueblo… va sobre las ocho!

Me agitó la mano y le devolví el saludo.