Golpeó una puerta con suavidad y entramos a un gabinete o sala de lectura con dos ventanales hasta el techo, cubiertos por cortinas blancas que tamizaban la luz del jardín.
Dentro había tres personas hablando. Dos mujeres, una más vieja que la otra, y el estridente juez de antes. El juez les estaba diciendo algo a las dos mujeres y enarcó las cejas cuando nos vio entrar.
—¿Ocurre algo comisario?
—Nada. Quisiera despedirme de las señoras antes de marcharme —contestó Frutos.
La mujer más joven volvió la cabeza y la suave luz de la habitación iluminó su rostro. No era tan joven. Andaría alrededor de los treinta y cinco años, una edad en que la mayoría de las mujeres son sus propias madres. Sus pómulos eran altos y bien dibujados y sus labios finos y marcados. Esbozó una tenue sonrisa y movió su larga mano sobre el respaldo del sillón en un gesto de asentimiento.
Llevaba un traje sastre de tonos verdosos sin ningún adorno y se parecía a la otra mujer como dos gotas de agua. La más vieja podría tener sesenta años, pero su rostro marfileño no mostraba ninguna arruga visible. Me observaba con ojos fijos y duros como picos de pájaros.
Dijo con voz ligeramente ronca:
—Gracias, comisario, se está usted molestando demasiado. Ha sido muy amable.
—De ninguna manera, es lo menos que puedo hacer por ustedes, señoras.
—La familia Fuentes ha tenido un día horrible, comisario —dijo el juez con su voz chillona—. ¿Por qué no les dice a sus hombres que dejen de merodear por la casa?
—No hay nadie en la casa, juez —Frutos le enseñó los dientes, se inclinó ligeramente y besó la mano de las mujeres—. A sus pies… y si necesitan algo, no duden en llamarme.
—Gracias, comisario —contestó la de más edad.
—A propósito —dijo Frutos y me tomó otra vez del codo—. El señor Carpintero fue un gran amigo de don Luis.
Se hizo un silencio granuloso en la habitación.
—Luis Robles me conocía como Toni Romano —incliné la cabeza en dirección a las damas—. Fuimos amigos hace más de veinte años. Estuvimos juntos en la mili.
Sentí un leve estremecimiento en la boca de la mujer más joven. Puede que fueran figuraciones mías, pero apretó la mano en el respaldo del sillón.
—Bien… —carraspeó el juez— entonces…
Frutos inclinó de nuevo la cabeza y salimos al vestíbulo. Dos criadas uniformadas barrían silenciosamente.
Al llegar a las escalinatas que comunicaban con el jardín, se paró en seco.
—¿Qué te parece? —me preguntó.
—Deja de hacerte el gallego conmigo, Frutos. Tú me has traído aquí para algo, así que suéltalo.
—Con que el gallego, ¿eh? Nunca me han gustado tus bromas. ¿Te lo he dicho?
—Sí, me lo has dicho y vámonos ya de una vez. Tengo que comer.
Bajé los escalones y empecé a caminar por el jardín vacío en dirección a la puerta, donde estaba aparcado el coche oficial de Frutos. Antes de llegar, me cogió del brazo y me detuvo.
—¿Te parece normal la actitud de la esposa y la madre política de un tío que se acaba de meter una bala en la cabeza? ¿Eh? ¿Te parece normal?
Frutos no era imbécil. Liaba cigarrillos de hebra, se lavaba una vez al mes y no sabía lo que era un cepillo de dientes. Pero no era un imbécil.
—No.
—Piénsalo bien. Carpintero, ¿cuándo fue a verte estaba preocupado… ansioso… asustado?
—Ya te lo he dicho, Frutos. Era el Luis Robles de siempre. Más viejo, mejor vestido y mucho más rico y, por lo tanto más nervioso, pero no parecía asustado. Claro que también puedo equivocarme.
—Pues estaba asustado. Muy asustado… En el cajón de su mesa de despacho he encontrado una hoja en la que había escrito algo.
Echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y me tendió una hoja de calendario arrancada. Estaba escrita a lápiz y decía:
«Toni me ayudará. Tengo que decírselo».
Abajo estaba mi número de teléfono.
Le devolví el papel a Frutos.
—¿De qué tenía miedo? —volvió a preguntarme.
Pero yo no tenía respuesta a esa pregunta. Al menos no la tenía entonces.