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El chalé era de tres plantas y estaba rodeado por una tapia de hierro forjado, donde se entremezclaban la hiedra y los abetos. En la puerta había dos Zetas de la Policía Nacional, una ambulancia, un furgón oscuro y cuatro automóviles, dos de ellos con la tapicería de cuero.

El policía de las barbas aparcó junto a los automóviles y me señaló el portón de hierro. Una plancha de cobre, brillante y pulida tenía grabada dos palabras: Villa Cristina. Entramos en el jardín.

Un grupo de Policías Nacionales fumaba, charlando y pisoteando el cuidado césped que formaba dibujos. Había un estanque en el centro, probablemente con peces, flores y rinconadas con bancadas de piedra. Los guardias nos observaron con atención mientras atravesábamos un sendero en dirección a unas escalinatas de mármol blanco que conducía a la casa. Subimos las escaleras y entramos en un vestíbulo encristalado repleto de muebles de hierro pintados de blanco.

El policía de barbas me hizo un gesto con la cabeza en dirección al gran salón que comunicaba con el vestíbulo. Ellos se quedaron allí y yo entré.

Había más gente dentro, hablando a susurros. Gente con trajes a medida y el rostro muy bien afeitado. Era un lugar inmenso, equilibrado y sobrio. Grandes cuadros cubrían las paredes y extrañas esculturas se apoyaban en pedestales o colgaban del techo. Había una puerta al fondo y otras dos a izquierda y derecha, todas cerradas. Una escalera con el pasamanos de madera antigua ascendía a los pisos superiores.

Alcé la cabeza y distinguí a alguien que me miraba desde arriba. Sonó una voz cascada e impaciente.

—Vaya, al fin has venido. Sube.

Era Frutos, el comisario Frutos, rodeado de acólitos. Me apoyé en el pasamanos y subí, sintiéndome mucho más pequeño de lo que puedo llegar a ser.

Frutos me aguardaba en un rellano alfombrado, donde había más cuadros y armaritos encristalados que mostraban objetos exóticos. Una serie de puertas de gruesa madera se alineaban a todo lo largo.

Dos oficiales de la Policía Nacional fingieron no darse por aludidos ante mi presencia y otros dos uniformados, que parecían mantener la vigilancia ante una de las puertas, me observaron con atención.

—¿Por qué has tardado tanto? —me preguntó Frutos.

—Yo trabajo, no estoy en la policía.

Torció la boca. No le gustaban las bromas. Era el mismo Frutos de siempre: nariz chata, cara cetrina y con el aspecto de haber dormido con el traje puesto. Lo que era distinto era el traje. Parecía de buena calidad y no le faltaba ningún botón.

—Muy gracioso. Carpintero, sí señor.

—Llámame Toni Romano, Frutos.

—No perdamos más tiempo —me agarró del codo y me condujo a la puerta guardada por los dos policías, que la abrieron en actitud de respeto.

Entramos a un despacho inmenso, rodeado de ventanales y cubierto por severas estanterías repletas de libros. Había sillones mullidos en los rincones y panoplias con armas antiguas. Una gruesa alfombra amortiguó nuestros pasos. Frutos se detuvo en el centro de la habitación.

Había un gran silencio allí dentro. El silencio de la muerte.

En uno de los lados, una mesa de caoba enorme estaba llena de papeles y objetos antiguos de escritorio. Detrás de la mesa, un sillón de alto respaldo sostenía el cuerpo de un hombre desmadejado con la cabeza levemente torcida. Vestía una bata de seda azul entreabierta que mostraba un pijama color crema. La mueca de su boca parecía una sonrisa pero no lo era.

Un tiro le había destrozado la dentadura, vaciándole la parte posterior de la cabeza. Sesos, cabellos y trocitos de hueso se esparcían por el suelo y en el respaldo del sillón.

El olor a sangre era dulzón y pastoso.

La pistola, un revólver plateado Smith y Wesson con el caño de dos pulgadas, descansaba a los pies del cadáver, muy cerca de la mano del sujeto, enfundada en un guante negro de piel fina.

Di la vuelta despacio a la mesa y lo reconocí.

Era Luisito Robles.

—¿Qué te parece? —dijo, detrás mío, Frutos.

—¿Qué me parece el qué? —respondí.

Frutos iba a decirme algo cuando la puerta se abrió y entraron dos hombres que avanzaron hasta la mesa.

A uno de ellos lo identifiqué enseguida a pesar del tiempo que hacía que no lo veía. Era delgado, de cara angulosa y sus ojos se movían con la rapidez que poseen algunas personas de mentes ágiles. Era Curro Ovando, jefe del Laboratorio de Balística. El otro era Carmelo, su ayudante, un muchacho malagueño muy serio que se había dejado bigote y lo hacía irreconocible al primer golpe de vista. Me saludaron con inclinaciones de cabeza que yo devolví.

—Todavía es pronto para decir nada concreto, comisario —manifestó Ovando— pero casi le puedo garantizar que el disparo ha sido efectuado a bocajarro y empleando balas huecas —hizo una pausa—. Así se explica los destrozos en la cabeza.

—Gracias, Ovando —contestó Frutos.

—Le daré el informe enseguida —los dos hombres inclinaron las cabezas en señal de despedida y se encaminaron a la puerta. Frutos se volvió hacia mí.

—Ahí lo tienes —me miró a los ojos—. Se ha suicidado.

—Luis —murmuré.

—Tienes que contarme un par de cosas —sus ojos me escudriñaron de arriba a abajo—. Eh, Carpintero, un par de cositas.

Volví a observar a Luis. He visto muchos cadáveres, demasiados, y todos tienen esa quietud, esa inmovilidad que ningún vivo puede fingir.

Entonces me di cuenta de que en la otra mano no tenía ningún guante.

—¿Cuándo se va a terminar esta broma, comisario? —bramó alguien a nuestras espaldas. Nos volvimos. Un sujeto rechoncho de cara abotargada surcada de venillas, gesticulaba muy acalorado. Volvió a graznar:

—¿Hasta cuándo cree usted que debemos esperar para levantar el cadáver, comisario? Dígamelo y así sabré si debo irme a comer a casa o volver al juzgado.

Frutos me tomó del codo, un hábito contraído después de detener a gente durante muchos años, y me condujo fuera de la habitación. No le contestó y el sujeto se apartó para dejarnos pasar.

—¡Gracias, comisario! —exclamó.

—De nada, juez.

—¡Llévense el cadáver de una vez! —ordenó el sujeto a un grupo de hombres ataviados en bata blanca y que portaban una camilla.

Frutos y yo bajamos las escaleras sin que me soltara del codo. El vestíbulo estaba lleno de policías y funcionarios que se cuadraron al ver a Frutos. Los hombres de bata blanca descendieron con el cadáver de Luis tapado y atravesaron la sala. Poco después escuché la sirena de la ambulancia. Me pregunté qué prisa necesitaba Luis para llegar a la Morgue.

Frutos me sacó de mis pensamientos.

—¿Cuándo lo viste por última vez?

—Hace dos o tres días estuvo en mi casa y me pareció… algo nervioso, pero simpático y agradable. Dijo que me iba a llamar pero no lo hizo.

—¿Nervioso?

—Todos los ejecutivos me parecen nerviosos, Frutos, y Luis era uno de ellos. Lo que sí te puedo asegurar es que no me esperaba que se suicidara. ¿Pero quién puede estar seguro?

—Lo último que podía figurarme es que fueras amigo de don Luis Robles, Carpintero. Mira qué cosas tiene la vida.

—Coincidimos en la mili en la misma compañía y estuvimos saliendo juntos una temporada. Eso es todo. Llevaba más de veinte años sin verlo.

—No exactamente. En septiembre de 1968 lo viste en una manifestación estudiantil en la calle Princesa. Entrasteis en un bar y tomasteis algo, probablemente una cerveza —hizo lo que todo el mundo llamaría una sonrisa. Seguía teniendo los dientes verdes y grandes. No pude evitar un gesto de asombro—. A la media hora os separasteis.

—Es cierto… no me acordaba. Huía de la policía y casi tropezó conmigo. No me acuerdo a dónde iba yo.

—Al gimnasio.

Lo miré con atención.

—Sois rápidos, ¡eh! Y ahora quiero irme a mi casa.

No hizo caso. Sacó su paquete de picadura Ideales, un papelillo y comenzó a liar uno de sus cigarrillos.

—Aquel día íbamos siguiendo a Luis Robles. Le sacamos fotografías. Muchas fotografías. Naturalmente tú saliste en algunas y te tuvimos que identificar. Un funcionario te siguió hasta el gimnasio, averiguó tu nombre y más tarde tuviste una… una discreta vigilancia hasta que se averiguó que no tenías nada que ver con la subversión… ¿Cuándo ingresaste en el Cuerpo?

—En el 65.

—Si no llega a ser por el coronel Cortés, no ingresas. Tenías una ficha.

—Cómo echas de menos aquellos tiempos, ¡eh! Frutos.

—Te equivocas, pero es lo mismo. Lo que me interesa es don Luis Robles. Sabemos que fue un agitador estudiantil. Ingresó en el Partido Comunista en febrero de 1967 y salió en 1972, cuando la caída de Alcobendas —suspiró, encendió el cigarrillo y expulsó el humo. Yo estaba acordándome del Coronel Cortés, de la Federación de Boxeo y de mi padre, que le limpiaba los zapatos de charol cuando se tomaba el cafelito en la Cervecería Alemana.

Frutos seguía hablando, pero yo no le escuchaba. Los policías uniformados, los de la Brigada, los de identificaciones y los funcionarios del juzgado fueron abandonando la casa. Escuché el sonido de los motores de los coches al partir. Sin querer, pasé los ojos por los techos, los cuadros y las esculturas.

—… no llegó al Comité Central por los pelos, pero fue miembro del Comité Nacional Universitario. La ficha de tu amigo parecía el Espasa. Era un activista peligroso.

—¿Aún hay fichas políticas, Frutos?

—Déjate de bromas. Muchos compañeros de la Brigada Político Social conservan buena memoria y el señor Robles era muy conocido.

—No era de familia rica, Frutos. Su padre era cartero, creo. En la mili era el más pobre del grupo. Recuerdo que no tenía ni para tomarse unas cervezas.

—Entre 1963 y 1967 fue profesor de Estructura Económica de la Empresa en la Facultad de Ciencias Económicas y ahí le empezó a ir bien. En 1964 se caso con doña Cristina Fuentes. Se fueron a Estados Unidos de luna de miel y a ampliar estudios. Se doctoró en una universidad americana. Después fue el cerebro de ARESA.

—¿ARESA?

—¿No me digas que no lo sabes?

—No sé lo que es y, además, no me importa. Di a alguno de tus hombres que me lleve a casa. Tengo que trabajar.

—La policía no tiene un negocio de taxis… ARESA significa Alimentación Reunida Sociedad Anónima… Una red de supermercados en Madrid, Barcelona y otras ciudades y un plan de expansión que comprende a seis ciudades más. A eso hay que añadirle varias fábricas de conservas y no sé cuantas cosas más.

Asentí con un gesto de cabeza, aunque en realidad apenas si lo escuchaba. Estaba acordándome del Luisito Robles que yo conocí, del grupo de muchachos de la mili y de lo que nos hablaba Luisito de ese mundo nuevo sin pobres ni ricos. Sin querer, elevé la cabeza y volví a contemplar el majestuoso vestíbulo, ahora silencioso. El lujo era delicado y suave, sin estridencias. Un lujo para gozarlo en la intimidad y no para mostrárselo a nadie. Al menos, Luisito Robles había tenido buen gusto.

—Y se suicidó —dije en voz alta.

—Así es —contestó Frutos—. Se quitó de en medio aproximadamente a las seis de la mañana. El criado lo descubrió a las nueve cuando le llevaba el desayuno.

—¿Por qué, Frutos?

—¿Lo sabes tú? —entrecerró sus ojillos.

—Bueno, Frutos, ya sabes que no me gustan los acertijos. Te agradezco que me hayas traído hasta aquí para ver el cadáver de mi amigo. Ha sido todo un detalle. Ahora me marcho a comer.

Me tomó otra vez del codo.

—Un momento. Todavía no hemos terminado. Te llevaré en mi coche a donde quieras, pero antes acompáñame a saludar a la familia.