El viejo Draper tuvo mucho tiempo atrás una agencia de detectives en uno de los barrios finos de Madrid y de vez en cuando me solía encargar algún trabajillo a destajo. Pero la agencia quebró y Draper fundó una empresa llamada Ejecutivas Draper, dedicada al cobro de impagados. El negocio lo formaban él, su hijo Gerardo, que llevaba más de diez años intentando licenciarse en Derecho, y una secretaria llamada Purita que terminó por casarse con el hijo del dueño. El negocio estaba en la calle Conde de Xiquena, en un piso antiguo que había sido de una tía abuela.
Draper era un viejo atildado y tripón, de cabellos blancos peinados hacia atrás, al que nadie se le podía acercar mucho porque le olía el aliento a perro podrido. Dejó la policía siendo comisario jefe en una comisaría en Barcelona, a causa de un turbio asunto con una chica de catorce años. Asunto que nunca se aclaró del todo.
Estaba sentado tras la mesa de imitación caoba de su despacho, jugueteando con un cortaplumas.
—El trabajo está ahora muy mal, Toni. Ya lo sabes. La gente prefiere perder lo que le deben a meterse en berenjenales. Vagancia intrínseca del pueblo español, lo llamaría yo. En este país faltan arrestos, Toni, falta iniciativa empresarial moderna y sin eso este país no puede progresar. ¿Quieres que te diga una cosa? Se está confundiendo libertad con libertinaje.
—Muy buena la conferencia, Draper —le dije yo—. No sabes cómo te agradezco que ilumines mi mente. ¿Tienes alguna chapuza para mí?
—¡Hombre…! Algo siempre hay… pero no podré meterte en nómina, lo de los seguros sociales es un palo.
—No busco ninguna nómina. Busco trabajo, Draper.
—Claro, claro… vamos a ver.
Revolvió unos papeles que tenía apilados sobre la mesa y tomó un paquete de letras. Las miró atentamente y luego me dijo:
—Esto lo podrías solucionar tú.
—¿De qué se trata?
—María Luisa Sánchez debe siete plazos de una cocina completa, modelo de lujo, línea Puerta de Hierro, que compró hace dos años a Establecimientos Eladio. Dice que su marido está en el paro, pero esto a Establecimientos Eladio se la trae floja. Y si no le importa a Establecimientos Eladio, tampoco le importa a Ejecutivas Draper. Lo malo es que la tía ésta se las sabe todas y no hay manera de cazarla. Gerardo lo ha intentado —suspiró— pero no lo puedo dedicar eternamente a este asunto. Él tiene… —titubeó— un temperamento más jurídico, por decirlo así… en cambio tú…
—¿Cuánto debe la señora?
—Doscientas mil.
—¿Tanto cuesta una cocina?
—En qué mundo vives, Toni… por doscientos billetes sólo te puedes comprar una cocina de leña. A la interfecta le costó la cocina medio kilo, eso sí, incluida nevera con congelador, horno eléctrico… muebles completos, encimeras… Si vieras lo que le ha costado a mi hijo un horno microondas… —suspiró largamente.
—Ese caso es distinto. Sin horno microondas no se puede vivir. Ahora dime cuánto me llevo yo.
—El diez por ciento, como siempre. Pero no bajes de cien, si no, no es rentable. Recuérdalo, menos de cien nada.
—De acuerdo.
—No te pago gastos.
—He dicho de acuerdo. ¿Dónde vive la señora?
—Ciudad de los Angeles, Polígono, G, Calle Urrutia 22, Tercero F. ¿Qué truco vas a emplear?
—Ya lo pensaré por el camino —apunté la dirección en un papel—. ¿Puedes adelantarme mil pesetas?
Dudó durante unos instantes, pero abrió uno de los cajones de su mesa, sacó una cajita de lata y de ella extrajo un billete verde con la efigie de Echegaray en el dorso. Me lo entregó como si fuera una rata viva. A las mil pesetas añadió un paquete de letras ordenadas de la más antigua a la más reciente.
—Te tengo aprecio, Toni. Siempre te he tratado como a un hijo. Si Gerardo… bueno, si Gerardo fuera de otra manera, volvería a abrir la agencia. Ahora con la democracia hay más trabajo. Pero ya ves…
—Sí, ya veo.
—El secreto de este negocio, y de cualquier otro, consiste en no pagar salarios. ¿Sabes lo que se come un salario? La seguridad social, las pagas, los días festivos… no puedes ni figurártelo.
—Me lo figuro, Draper —empecé a levantarme.
—Cuando soluciones esto, miraré si hay otra cosa por ahí… Seguro que hay, ya verás.
Iba a despedirme cuando la puerta del despacho se abrió de golpe. Entró Gerardín, el hijo de Draper. Tenía alrededor de treinta años y era rubio y acicalado. Parecía un jamón navideño enfundado en la tela gris de su elegante traje. Su mofletuda cara estaba congestionada.
—Te están buscando, Toni —farfulló—. Se han sentado en el vestíbulo a esperarte.
—¿Pero quién?… ¡Por el amor de Dios, hijo! —exclamó Draper.
—¡La Policía!
—¿La Policía? —miré a Gerardín—. ¿Estás seguro que preguntan por mí?
—Sí, acaban de llegar. Les he dicho que tú no tienes nada que ver con la empresa. Te hemos advertido que no mezcles nunca a la empresa con tus cosas —se acaloró aún más y me señaló con su gordezuelo dedo—. Nosotros no tenemos nada que ver contigo.
—Cálmate, Gerardo —dijo Draper, sin dejar de observarme con inquietud—. Tranquilízate. Si fuera importante no se hubieran sentado a esperar. ¿Ha pasado algo, Toni?
—Nada que yo sepa. Ahora lo averiguaré.
—Algo habrás hecho —silabeó Gerardín.
—¿Cómo han sabido que estabas aquí? —preguntó Draper.
Eso me pareció una buena pregunta.
—He salido de mi casa a las nueve, he desayunado en el Café Barbieri —no dije que allí me fiaban—. Es uno de los dos o tres bares a los que suelo ir y casi todos mis amigos lo saben. Es muy probable que le hayan preguntado al Vasco Recalde. Sabía que yo iba a venir aquí.
—El Vasco Recalde —murmuró Draper—, pensaba que estaba en la trena.
—Parece que le va bien en el bar, aunque cada dos por tres acostumbra a echar a los camareros. —Hice un gesto con la mano y me encaminé a la puerta. Gerardín se sentó en uno de lo sillones con las mandíbulas apretadas.
—Que no sea nada —dijo Draper—. Y perdona que no salga. Ya no es como antes, no tengo amigos en la policía.
—Mañana o pasado te traeré lo de las letras.
Salí al vestíbulo.
Hay tantas clases de policías como de jardineros, registradores de la propiedad o vendedores de lotería. Los que me aguardaban hojeando revistas atrasadas, eran de la última hornada: no parecían policías.
Uno de ellos era alto, llevaba gafas y barba y aparentaba menos de treinta años. Vestía un jersey amarillo y pantalones vaqueros. El otro era un poquito más bajo y más fuerte y no llevaba ni barba ni gafas. Ni siquiera sus modales eran de policía.
El de gafas se puso en pie, mientras el otro me observaba con atención, tenía una revista en la mano.
—¿El señor Carpintero? —preguntó el chico de las gafas.
—Yo soy —respondí.
—Policía —dijo el que estaba sentado y arrojó la revista a la mesita y se puso en pie. Era verdaderamente fuerte, ancho de hombros, con la cintura lisa—. Acompáñenos, por favor.
—¿Dónde?
—Ya se enterará. Llevamos toda la mañana intentando localizarle. Tenemos prisa.
—Perfecto, me gusta colaborar con la policía. ¿Tendrían inconveniente en enseñarme las placas?
Me las enseñaron. Parecían buenas.
—Vámonos —ordenó el de las barbas que abrió la puerta y salió al descansillo. El otro me cedió el paso y se situó detrás de mí. Eran muchachos muy bien adiestrados.
El automóvil era un 127 de color verde aparcado en doble fila, frente a Casa Gades. Los dos chicos se sentaron delante y a mí me dejaron todo el asiento de atrás. El de las barbas arrancó el motor y el otro conectó la radio.
—Omega dos, Omega dos, —dijo— avise al comisario que hemos localizado al señor Carpintero y que vamos hacia allá… corto.
Cuando dejamos atrás la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, me di cuenta de que no sabía a dónde me llevaban.
—Si no es un secreto de estado me gustaría saber a dónde nos dirigimos —dije.
—El comisario Frutos quiere verle —contestó el de las barbas.
—¿Frutos? ¿Es el mismo que conozco?
—Parece que sí.
—Creí que se había jubilado.
—Ni pensarlo —dijo el mismo y noté un acento irónico—. Esos nunca se jubilan. Ha pedido prórroga y ahora es Comisario Principal.
—Ajá —manifesté.
—A eso le llaman el cambio. Es la nueva política del ministerio. Cuanto más viejos, mejor.
—El bueno de Frutos —comenté—. ¿Jefe de la Judicial?
—Eso mismo.
—Entonces la cosa debe ser gorda. Los Comisarios Principales no se mueven de sus despachos.
El que conducía se volvió de golpe y me miró. Se habían acabado las bromas. A los policías no les gusta que nadie de fuera se meta en sus cosas. A eso se le llama espíritu de cuerpo.
—Ha sido compañero, Vicente… me lo ha dicho el comisario —le dijo el otros—. Lo echaron de la Comisaría de Centro hace cinco años.
—Seis —dije yo—. Y no me echaron. Pedí excedencia por tiempo indefinido.
Se volvió de nuevo y dijo sin sonreír:
—A lo mejor hizo bien. Si encontrara otro curro me abriría.
—¿Y qué quiere Frutos? —pregunté, cambiando de tema.
—Se lo dirá él. Nosotros sólo tenemos que llevarlo.