Aquel día estaba yo sentado en un banco de la Plaza del Dos de Mayo, aprovechando el sol del comienzo del otoño, y ella se sentó a mi lado.
Era una muchacha delgada, con la boca carnosa y los pechos demasiado grandes. Apretaba entre sus brazos una carpeta azul de plástico.
Me observó un instante fijamente y sonrió. Le faltaban dos dientes.
—Te quiero —me dijo.
Giré el cuerpo a la izquierda y puse mis dos manos sobre la madera gastada del banco. El sol del medio día le daba directamente sobre los ojos. Le brillaban.
—Te quiero —repitió—. Te quiero mucho. Te quiero a ti. Sí. a ti.
Miré hacia atrás. Una viejecita con un abrigo de lanilla morado le echaba migas de pan a las palomas. No se veía a nadie más. Un truco corriente consiste en que mientras una chica te entretiene con cualquier pretexto, alguien por detrás te coloca la navaja en el cuello y te quita la cartera y el reloj. Abrí y cerré las manos. Ella podría llevar una navaja. Confiaba en poder cogerla de la muñeca si la empuñaba. Otra cosa sería si tuviera una pistola. Pero no parecía probable. Los que tienen pistola no sirlan a las doce a los tíos que toman el sol, sentados en los bancos. Pero podría ser.
—Se me ha terminado el tabaco y no tengo dinero suelto para que cojas el metro —le dije—. Y tampoco me gusta hablar.
—No quiero nada. Quiero quererte. Amarte. ¿Sabes lo que es amar?
Volví a mirar de reojo hacia atrás. La viejecita de las palomas las estaba llamando con apodos cariñosos. Un sujeto con un mono azul de trabajo pasó llevando una bolsa con herramientas y espantó a las palomas.
—Has llamado a otra puerta. Estoy seco, carri, pelao. ¿Lo entiendes?
Sonrió de nuevo. Adelantó el brazo y me apretó la mano. Empezó a acariciármela como si fuera un animalito recién nacido. La suya era cálida y suave.
—No te pido nada, ¿sabes? No quiero dinero. Quiero amor. Me gustaría abrazarte y… acariciarte. En el mundo no hay amor. Damos más cariño a los animales que a las personas. ¿No acariciamos a los perros? ¿No besamos a los niños? Todos deberíamos besarnos y amarnos. Unos con otros. Sin importarnos quienes somos.
—¿Y vas amando así a la gente?
Asintió con fuerza.
—El mundo sería de otra manera si nos amásemos como nos enseñó Jesús. No como dicen los representantes de su Iglesia, sino amándonos de verdad, tocándonos los unos a los otros. ¿No acariciamos a los perros?
—Ya has dicho lo de los perros.
—Puedes poner la cabeza en mi pecho. Haré lo que tú quieras, de verdad. Si tienes alguna pena, cuéntamela. Yo te ayudaré. Si no tienes dónde comer ni dónde dormir, vente con nosotros a la Casa y allí tendrás amor, comida y techo.
—¿Estás haciendo propaganda de algún hotel un poco especial?
—¿Especial?
—Tú me entiendes.
Retiró la mano y se echó el pelo hacia atrás. Podría tener veinte años. Quizás menos.
—No, eres tú el que no me entiendes. No te pido que me ames, sino que dejes que yo te ame. Yo me realizo amando.
—Escucha muchacha, ¿desde cuándo te dedicas a esto?
—Desde hace tres meses. Y soy feliz, muy feliz. Para ser feliz hay que amar de verdad. Sin remilgos. Como nos pidió el buen Jesús.
—Está bien, pero yo no tengo ganas. Sólo estoy tomando un poco el sol. Pensaba que era gratis. Pero ahora veo que no.
La chica movió la cabeza como si apartara un mal pensamiento. Con un rictus de desagrado misionero en su boca, abrió la carpeta y me tendió en silencio un folleto impreso en papel rosa. Se llamaba «Yo te amo a ti». En la parte superior se veía a un gran sol lanzando sus benéficos rayos sobre la frase «La Luz del Mundo».
—¿Qué es esto?
—Léelo, te hará bien. La Luz te iluminará a ti también. Cuando lo hayas leído a lo mejor dejarás que yo te quiera.
—¿Por qué no me haces un favor de verdad y te marchas? Eso si que sería una prueba de amor infinito.
Se levantó y se alisó la falda. De pie parecía más niña aún.
—Disculpe —dijo con un hilo de voz—. Puede quedarse con nuestra revista. Y léala por favor. Si quiere usted llamarme, ahí está el teléfono, es el de la Casa. Me llamo María. Pregunte por mí.
Miré de nuevo el folleto.
«El amor es la única sustancia viva del universo…» ponía. Se lo devolví.
—Dáselo a otro, María. A lo mejor le sirve más.
—No, quédeselo usted. Y perdone por haberlo molestado.
—No me has molestado. ¿Cuánto es? —le pregunté y me arrepentí de haberlo dicho.
—No tiene precio. Si no quiere pagarlo es gratis. Pero…
Saqué la moneda de cien pesetas, la acaricié unos instantes y se la di. La cogió con rapidez.
—Tómate un cafelito.
—Gracias —dijo y se marchó.
La vi alejarse por la Plaza con la carpeta apretada contra los pechos y los cabellos sueltos, agitados por la suave brisa. Se perdió por la calle Daoíz. Arrugué el folleto y lo tiré.
Me había quedado sin ganas de tomar el sol. Encendí un cigarrillo y me fui andando a mi casa. Era lo único que me quedaba que no costase dinero.
Recuerdo que aquello ocurrió a finales de septiembre, un día raro de sol. Después vino el mal tiempo a Madrid.