El terror Franquista, los fugados, los ocultos y una venganza interminable.

EL TERROR FRANQUISTA, LOS FUGADOS, LOS OCULTOS Y UNA VENGANZA INTERMINABLE

(Prólogo-introducción para españoles de menos de 40 años).

Algún día, con un cambio de régimen, el mundo se enterará abiertamente de los crímenes que hoy sólo pueden ser deducidos por evidencias fragmentadas y pobremente documentadas.

Gabriel Jackson, 1965.

El día 18 de julio de 1936 los españoles comenzaron a degollarse mutuamente. Los cronistas históricos hablaron y hablarían más tarde de golpe de estado, rebelión militar, alzamiento, cruzada, guerra civil, ensayo general de la guerra mundial, asalto de la derecha al gobierno democrático… Los protagonistas de este libro y bajo su propia responsabilidad hablan fundamentalmente de horrores.

Como cualquier español de los nacidos después de la victoria franquista, nosotros mismos teníamos de la guerra un concepto en el mejor de los casos científico —y eso, gracias a historiadores extranjeros—, aséptico e incluso teñido de un cierto pintoresquismo que aproximaba esta última guerra a la mantenida contra las tropas de Napoleón o a la que lanzó a Viriato contra las legiones romanas y al Cid contra los musulmanes… Este tipo de cultura, muy diferente incluso a la de quienes tienen diez años más que nosotros y fueron forzosamente embriagados con la retórica fascista y victoriosa, contribuyó a retrotraer la realidad a unos límites tan lejanos que, a la larga, resultó muy positiva. (A propósito, es de creer que el advenimiento de la democracia en España y sus posibilidades de asentamiento se deben justamente a esta concepción de la guerra que tenemos el setenta por ciento de la población española; por supuesto, estamos hablando de gentes en absoluto inmersas en los resultados de aquella lucha, aunque nuestros padres tomaron parte activa en ella).

Pues bien, después de recopiladas centenares de horas de conversación con algunos de los más espectaculares e insólitos protagonistas de esta guerra, cobra ésta una imagen nueva, inesperada y atroz. Deslindemos por un momento las realidades sociopolíticas del suceso y limitemos la óptica a los hechos que ocurrieron a las personas aisladas, a la historia concreta y específica de los individuos y a su relación vecinal. Se nos borran los héroes, se diluyen las estrategias de los generales, las grandes ideas de los políticos, desaparecen incluso las motivaciones patrióticas, religiosas, económicas… y queda tan sólo un hediondo charco de sangre en el que chapotean hombres, mujeres y niños atrapados por un amok como pocas veces la historia de los hombres ha conocido. Como se verá en los capítulos siguientes, sólo parcialmente tiene razón Jackson cuando escribe: «Hombres como éste (el general rebelde Solchaga), y no los mozalbetes falangistas y requetés, eran los responsables de las grandes matanzas que se desarrollaban tras las líneas nacionalistas». La muerte paseó sus dominios con una frialdad, una crueldad y una perfección como sólo podrían encontrarse en los cuentos medievales o en las sangrientas conquistas de finales del Renacimiento. Se mataba con cualquier disculpa o sin disculpa de ningún tipo, se mataba a cualquiera y se mataba de la manera más atroz.

Ésta es la realidad que hoy permanece, tan violenta como inexplicable, de los tres años que Franco inauguró viajando desde Canarias a Marruecos; tres años que sólo terminaron el 20 de noviembre de 1975, cuando el gran culpable, el primer culpable de todo este espanto era enterrado con todos los honores imaginables —incluso el del llanto de muchos españoles— en el Valle de los Caídos, junto a los huesos de apenas setenta mil de los que murieron, casi todos en «su bando». Escribimos la palabra entre comillas porque buena parte de los combatientes —como se demuestra en muchos de los relatos que siguen— ni siquiera sabían en qué bando estaban luchando y, desde luego, por qué luchaban. Muchos de los muertos no supieron jamás por qué morían.

Fijémonos un momento en estos muertos antes de permitirles el retomo al silencio eterno. El historiador americano Gabriel Jackson, que parece el mejor informado en este terreno, calcula que durante la guerra civil murieron cien mil personas en el campo de batalla. La cifra parece ridícula teniendo en cuenta lo larga que fue la lucha y el número de muertos de la retaguardia: cincuenta mil por enfermedades y desnutrición, diez mil por bombardeos sobre población civil, veinte mil por represalias políticas en zona republicana y doscientos mil por represalias nacionalistas, Únicamente la cifra de las represalias republicanas parece demasiado baja después de un somero estudio de campo. Pero a estos casi cuatrocientos mil muertos hay que añadir la escalofriante cifra de otros doscientos mil que fueron ejecutados de mil diversos modos por los vencedores después de su victoria.

Detengámonos ahora en los mecanismos del terror desde dos ángulos distintos. Al mismo Jackson (La República española y la guerra civil, Ed. Grijalbo, México, 1967) pertenecen estos párrafos: «En un pueblo de Aragón los trabajadores se quedaron en sus casas durante el fin de semana del 18-19 de julio. Luego, oyendo que había caído el cuartel de la Montaña, organizaron una manifestación, armados de escopetas. “Nosotros” volvimos las ametralladoras hacia ellos. En aquel momento no resultaron muchos muertos, desde luego, pero huyeron a la Casa del Pueblo y allí la limpia fue fácil. El pueblo estuvo tranquilo todo el resto de la guerra. En una ciudad de Andalucía, “los rojos” pensaron ingenuamente que una huelga general acabaría con el alzamiento. El oficial que se apoderó de la ciudad describió cómo sus hombres, que sólo eran un “puñado”, ametrallaron a las oleadas de obreros que avanzaban. Más de uno me explicó que fusilaban a todo el que vestía con mono o que tenía una señal morada en el hombro. Al fin y al cabo el ejército tenía prisa, y no disponía de tiempo ni de hombres que desperdiciar en la retaguardia. En el tono de estas descripciones no había nada excitado, pagado de sí mismo o defensivo. Esos oficiales trataban el asunto como si fuera cosa de exterminar sabandijas. Una de las impresiones más fuertes que me llevaron finalmente a aceptar cifras tan altas para las represalias nacionalistas fue el hecho de que estos oficiales evidentemente no tenían a sus enemigos por seres humanos. No estaban matando hombres; estaban haciendo limpieza de ratas».

El otro testimonio, recogido por nosotros en el curso de la investigación de hombres ocultos, ejemplifica con precisión suprema lo que fue el terror de la guerra —el terror impuesto por unos y por otros, especialmente por unos, evidentemente— y la inagotable venganza de los vencedores, una verdadera orgía sangrienta, sobre seres no sólo indefensos, sino muchas veces absolutamente inocentes. Teodomira Gallardo, militante comunista, de unos setenta años de edad, vive hoy con su segundo marido en el barrio obrero madrileño del Gran San Blas. Un retrato del «Che» Guervara y otro de Dolores Ibárruri, La Pasionaria, presiden la salita de su modesta casa. Éste es su relato:

Mi marido Valerio Fernández era alcalde de Zarza de Tajo, en la provincia de Cuenca, y trabajaba de camarero en el casino de Santa Cruz de la Zarza, situado a unos cinco kilómetros, ya en la provincia de Toledo. Él era comunista, pero en Zarza no había organización del partido. Tenía unos treinta años cuando fue a la guerra. Él hizo toda la campaña con los Carabineros y llegó a obtener el grado de teniente. Cuando terminó, regresó al pueblo, y nada más llegar, viene un amigo a casa y le dice:

—¿No sabes lo que han hecho con Eduvigildo?

Eduvigildo era el alcalde de Santa Cruz de la Zarza, y amigo suyo.

—Pues no lo sé.

—Pues le han detenido los falangistas y le han partido los huesos a golpes, los brazos y las piernas. Así que mejor que escapes de aquí.

—Pero si yo no he hecho nada. ¿Qué he hecho yo? —dijo Valerio.

—Tampoco Eduvigildo había hecho nada y mira lo que pasa.

En Zarza de Tajo habían pasado cosas, como en todas partes, pero él no tenía culpa porque estaba fuera. Un día, al principio de la guerra, llegó un camión y un turismo lleno de gente de Madrid. Eran anarquistas del Ateneo de Vallecas, de la CNT, y los dirigía un tal Antonio Ariño, El catalán. Ya habían estado por muchos pueblos de Madrid, de Toledo y de Cuenca matando gente. Yo estaba en el lavadero y los vi llegar. Ariño se bajó del coche y gritó:

—¡Venga, rodear el pueblo! ¡Que no escape uno!

Me vio lavando y me dice:

—Usté, a casa.

Un viejo que se llamaba Francisquete echa a correr al ver a todos aquellos hombres armados y ellos empiezan a disparar y a correr detrás de él como si estuvieran cazando un conejo. Por fin le alcanzan y consiguieron matarlo sin salir del término municipal.

Bueno. Los del Ateneo rodearon el pueblo y empezaron a matar a la gente. Mataban a los ricos, que no eran muy ricos, porque los ricos de verdad ya se habían ido y no había ricos de verdad allí, pero miraban y si les parecían ricos los mataban. Aquel día mataron a diecisiete. Y era un pueblo pequeño y hombres ya no quedaban muchos, porque se habían ido a la guerra.

Eso fue todo lo que había pasado, por eso cuando me hablan a mí ahora de la CNT… Pero estuvimos discutiendo Valerio y yo y por fin decidió irse. El día 30 de marzo de madrugada se fue del pueblo y yo me quedé con los dos niños.

Por la tarde de ese mismo día salen a la calle unos cuarenta o cincuenta, de Zarza y de Santa Cruz. Venía entre ellos el cura don Pedro García Cuenca y una sobrina suya que se llama Nati, de unos veintitrés años. Ella venía del brazo del cura. Cantaban y llamaban a las casas. Llegan a mi casa y me dice Nati:

—¡Levanta el brazo, Teo!

Yo le dije:

—Yo no te he obligado a ti a levantar el puño.

Y no levanté el brazo como los falangistas. Pero registraron la casa porque un antiguo camarada de mi marido, un comunista, les había dicho que Valerio había traído armas y las tenía escondidas. Era un traidor. Yo le dije:

—Tú que eres comunista y muy amigo de él sabrás dónde las puso. Él siempre decía que las mujeres tenemos el pico muy largo y no me ha querido contar nada.

Registraron todo, no encontraron las armas y a mí me echaron a la calle como estaba, con una niña de meses en los brazos y el chico, que tenía unos cuatro años. Ni coger la ropa ni comida. ¡A la calle!

Me fui a casa de mi suegra. Esa misma tarde habían detenido a mi suegro.

Al día siguiente me fui a Santa Cruz a ver a un hermano de Valerio que tenía la cantina de la estación y, mirando por una ventana, veo allí a mi marido.

—¡Vete de aquí, que te están buscando! —le digo.

—Pero si yo no he hecho nada, mujer.

—Mira lo que le ha pasado a Eduvigildo y esto ha pasado ayer en Zarza. Toda la rabia que tienen la vas a pagar tú.

—Pues yo no me voy si tú no te vienes conmigo.

Había pasado la noche en el monte, detrás de la estación.

Como no pude convencerle, volví a Zarza, dejé a los niños uno en cada casa, cogí ropa limpia para Valerio y volví a salir. En las afueras del pueblo estaba Facundo haciendo guardia con un fusil:

—Dónde vas tú, Teo.

—Voy a Santa Cruz de la Zarza.

—Pero si acabas de venir de allí…

—Es que tengo que llevarle ropa a mi suegro, que lo tienen preso.

Conque me dejó pasar. En la cantina me encontré con Valerio y nos fuimos al monte. Tardamos tres días en llegar a Aranjuez, y eso que está cerca, porque dábamos muchas vueltas por el monte. Allí nos metimos en la casa de una hermana de mi marido, una habitación que tenía en el patio y estaba con leña. Pusimos una cama y nos encerramos allí. Estuvimos seis meses. En esos seis meses Valerio falsificó un salvoconducto copiando el escudo de una caja de cerillas y luego poniendo la firma del nuevo alcalde de Zarza, Victorio Belinchón, que era el que había estado antes de que lo pusieran a él con el Frente Popular. Este Belinchón era el cacique del pueblo. Tenía una tienda de comestibles y todos los obreros le iban debiendo dinero durante el invierno y así los hacía trabajar gratis en el verano.

Estando allí encerrados, una noche oímos gritar a Las Cuelvas, una mujer y dos hijas. Las Cuelvas las llamaban, no sé su nombre. La madre tenía un hijo escondido y no quería decir dónde estaba y los militares la subieron al camión, la pegaron una buena paliza en la calle y ella iba gritando lo que pasaba por todo el pueblo, mientras se la llevaban. Gritaba a los soldados: «¿Créeis que vuestra madre os va a denunciar si estáis huidos? ¿Es que no tenéis corazón?» Pero las fusilaron a la salida del pueblo a las tres, aquella misma noche.

Mi cuñada Daniela, que tenía el marido en la cárcel, se puso mala y aquello se complicó. No podía pedir ayuda porque nos descubrirían, así que salí yo y me dediqué a cuidarla, a ella y a Valerio. Pero un día estaba planchando y llegan tres que decían que eran de Abastos, pero que eran policías. Dijeron que si tenía yo cartilla de racionamiento. Yo les dije que no era de Aranjuez y que en mi pueblo, en Zarza, nadie la tenía, y que estaba allí cuidando a mi cuñada. Ellos se fueron sospechando algo.

Ya estábamos en peligro. Valerio hizo por la noche una caja con un cristal por encima y le puso una correa, como las que llevan los quincalleros colgadas del hombro. A la siguiente noche nos fuimos. Estuvimos varios días por el campo, comiendo las aceitunas secas que había en el suelo. Yo estaba en estado y me cansaba mucho. En un pueblo que se llama Rielves vimos a unos hojalateros, unos lañadores, y pensamos que podíamos hacer como ellos, porque era fácil y nadie los vigilaba. Fuimos a Barcience, una aldea, y yo dije a los vecinos que éramos lañadores y nos habían robado la herramienta. Me dieron algunas cosillas para hacer el trabajo y empezamos a trabajar con eso, porque mi marido era muy mañoso. Yo voceaba por los pueblos, a eso no se atrevía él.

En Huecas, cerca de Fuensalida, nos ve una mujer y dice:

—Ustedes no son hojalateros, ni tienen cara de eso.

Había ido al tejar donde estábamos escondidos a decirnos esto. Su marido también estaba peso y los fascistas le habían matado a una hermana. Al marido lo fusilaron después.

Esta mujer se llamaba Crescencia, no se me olvidará, y ya nos contamos nuestras cosas y ella nos dijo que nos quedáramos en su casa, por lo menos hasta que naciera la niña. Ya dejamos de hacer vida de gitanos y empezamos a vivir tranquilos en el pueblo. El 25 de marzo de 1940 nació la niña.

No tenía todavía un mes cuando llega un día, de noche, el alguacil y le dice a mi marido:

—Oye, Valerio, que te llama el Tío Jacinto.

El alcalde. Era raro que le llamara a esas horas, aunque se conocían y le había ayudado, porque era un hombre bastante burro. Yo sospeché lo que pasaba, se lo quise decir a él al darle la pelliza, pero no pude. Él no pensó nada, pero cuando se fue, corrí detrás de él.

Eran tres policías de la Brigada de Investigación Criminal que estaban en el Ayuntamiento. Los periódicos habían publicado la foto como que nos buscaban y nos habían encontrado. Por una rendija de la puerta vi cómo empezaban a pegarle y cómo le esposaban.

Nos llevaron a los dos a la cárcel, él a la de Santa Rita, en Carabanchel, y a mí a la de Ventas. El día 21 de diciembre de 1944 nos juzgaron por rebelión militar y nos acusaron de haber matado al cura don Pedro. Antes no valía eso de estar detenido setenta y dos horas: más de cuatro años estuvimos nosotros sin juicio. En ese tiempo a él le habían sacado cinco veces de la cárcel para darle palizas que le mataban.

Nos condenaron a muerte y a él lo fusilaron el día 14 de marzo de 1945. El cura que decían que habíamos matado nosotros durante la guerra murió dos años después, en el 47. Lo encontraron muerto sentado en el water de un bar de Madrid, no sé lo que le habría pasado.

Yo en la cárcel de Ventas lo pasé mal. Hay un libro publicado en Francia de una que salió con vida y todo lo que cuenta es cierto. Yo estaba con mis dos niñas —al chico lo metieron en un colegio— y tuve suerte que sólo pasaron allí el sarampión y la varicela. Pero morían muchos niños pequeños del hambre y de los malos tratos. Las funcionarias los cogían y los tiraban amontonados en los retretes y las madres teníamos que hacer guardia para que no se comieran las ratas los cuerpecillos. La vida en aquella cárcel fue muy mala.

Salí el 3 de abril de 1947, pero luego he estado detenida muchas veces por ser comunista, la última en 1970. En el año 48 me tuvieron un mes en la brigadilla de la estación de Atocha y en nueve días me dieron veintisiete palizas, a tres diarias. Los guardias me llevaban donde estaban las porras, los vergajos, y me hacían elegir a ver con cuál quería que me pegasen. También me obligaban a hacer el gato: dar vueltas agachada alrededor de la mesa mientras todos me iban arreando. Tengo varias costillas desviadas, tengo la columna mal y las muñecas torcidas de entonces.

Cómo sería que uno de los policías, un tal Nieto, un día que llegó mi hermana a verme, me dejó salir y me dijo:

—Póngase de acuerdo con su hermana, porque, si no, la van a matar a palos aquí dentro.

Porque ella declaraba una cosa y yo otra y no nos entendíamos. Ella decía la verdad y yo la mentira.

También lo he pasado bastante mal en la Puerta del Sol. Una noche se presentó un policía en la puerta del calabozo con todas las partes fuera. Yo cogí un zapato y le dije:

—Se va usted de aquí ahora mismo o le reviento los cojones con este zapato.

A una amiga nuestra, Pilar, que vive cerca de aquí, le pasaron encima nueve tíos seguidos, uno detrás de otro, la misma noche. Nueve policías uno detrás de otro. La pobre está pirada y otra que se llamaba Gregoria y que tenía un cuerpo precioso, que no quería desnudarse, la ataron del techo, le quemaron un brazo, la desnudaron y la violaron también. Y otra amiga salió embarazada de allí…

Yo he estado varias veces en la Dirección General de Seguridad, en los calabozos de la Puerta del Sol. Eso es lo peor del mundo. La última vez que entré allí fue en 1970, que detuvieron a un hijo por una manifestación a favor de la amnistía y yo llegué a protestar y dije que me metieran presa a mí también y me metieron, claro.

Hasta aquí el relato de Teodomira Gallardo. Docenas de historias como ésta fueron recogidas para la redacción de este libro y si transcribimos la anterior es por tratarse de la única mujer-topo de que tenemos noticias y porque ofrece un abanico bastante completo de los horrores de la guerra y de la posguerra.

Aparece ya en este relato la figura del «huido». Junto a los seiscientos mil muertos y a los quinientos mil que lograron escapar por las fronteras, miles y miles de españoles vivieron algún tiempo huidos por el miedo ante lo que estaba ocurriendo. Todavía en el año 69, treinta después del fin de la guerra, aparecía en Málaga uno de estos vagabundos políticos, Ángel Pomeda Varela, que había pasado todo ese tiempo vendiendo corbatas por la costa andaluza con papeles falsos. En el miedo difieren básicamente las historias aquí relatadas de la del soldado japonés Hiroo Onoda, que pasó treinta años en la isla filipina de Lubang esperando «el fin» de la guerra mundial, y las hazañas de dos ciudadanos soviéticos que vivieron una aventura semejante.

Este miedo queda perfectamente claro y debidamente justificado, aunque la salida de algunos de los topos fuera recibida por cierta Prensa con el alborozo de un espectáculo ridículo. «Tonto de a pie» calificaba el periodista Lucio del Alamo, presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, a uno de estos hombres, Eulogio de Vega. «Juan y Manuel Hidalgo han demostrado una tonta resistencia de treinta años para jugar al escondite», decía el periódico falangista Arriba en su primera página del 3 de enero de 1967…

Por las historias que a continuación se relatan podrá el lector dilucidar si el miedo que estos españoles han sentido y que los ha obligado a encierros tan prolongados era lógico. Un ejemplo anecdótico, entre miles, de ese pavor que comenzó a hervir en los tuétanos de los españoles al final de la guerra es el narrado por un filatélico; nos contaba cómo su madre, a los pocos días de la victoria franquista, rompió varias hojas de la doble serie de sellos del Correo Submarino, emitida por el gobierno republicano en 1938, y arrojó los pedazos a la taza del w. c. Esta doble serie, muy valiosa ya entonces, se cotiza hoy a cincuenta mil pesetas. Pero era republicana…

¿Por qué no salieron antes todos estos hombres? Poseemos algunas informaciones que explican lo que ocurría a quienes se entregaban o a los que eran capturados. Aunque sería revelador, es ciertamente imposible evaluar los muertos en sus escondites o el destino de los que fueron detenidos en ellos. En Felanitx, Mallorca, un hombre con apodo de torero y conocido por l’amo en Joan, escondido en un pozo, fue delatado por las monjas de la Caridad de un convento vecino que se sorprendieron al ver ropas de hombre tendidas a secar y avisaron a los falangistas. Lo capturaron éstos y a los dos días apareció en la capital de la isla el cadáver del topo con un clavo de un palmo de largo clavado en la frente y una cuartilla escrita: «Para que tires tachuelas en la carretera». Este hombre, de unos cuarenta años, había arrojado tachuelas en la carretera poco antes de que pasara un automóvil con falangistas que pretendían dar un mitin en Felanitx, antes del 18 de julio. Reventaron los neumáticos y el mitin se suspendió. L’amo en Joan pagó con su vida este hecho, que era más una gamberrada que un atentado político.

En Membrilla, Ciudad Real, se presentaron dos huidos al médico Vicente Ruiz Bellón para que los curara, porque se encontraban enfermos. Eran hombres de La Solana, un pueblo vecino, que llevaban meses en el campo. El médico los atendió y durante algunos días los recibió en su consultorio, donde les inyectaba la medicina oportuna. Pero, una vez que los otros se confiaron y abandonaron su propia vigilancia, avisó a los guardias civiles, que finalmente se apostaron en una habitación vecina. Un día que los enfermos volvieron, un hijo pequeño del médico llamado Ángel avisó a los policías. Entraron éstos abriendo fuego y los dos huidos murieron en la camilla del consultorio, con los traseros descubiertos. Al poco tiempo los guardias avisaron a algunas viudas cuyos maridos habían sido fusilados de parecida manera para que limpiaran la sangre del consultorio del doctor. Hoy ese médico tiene una calle dedicada en el pueblo. Su hijo Ángel es policía y el nombre de otro de sus hijos, José Ruiz Merino, ha sido divulgado por la Prensa como responsable de la afirmación de que el agua de Solares no estaba contaminada…

Otro médico de este mismo pueblo, Pedro Menchén, contemplaba desde la puerta del casino cómo uno grupo de anarquistas era exhibido en la plaza del pueblo, atados con sogas después de ser traídos de un campo de concentración, mientras la gente pedía que los matasen. El médico, entusiasmado por el momento que vivía, pegó con un bastón a uno de aquellos hombres —enfermo y debilitado por los malos tratos— y le rompió la cabeza. Los espectadores vieron cómo la sangre bañaba su demacrado rostro. El agredido se llamaba Francisco Arias, alias Barbas. El médico agresor tiene también una calle dedicada en Membrilla, ilustre pueblo manchego del que ya hablara Lope de Vega.

En un bar de Valladolid, envejecida por los años y el humo, nos enseñaron una fotografía de veinticinco hombres. «¿La ven ustedes? De esos veinticinco, veintitrés fueron fusilados en la Cascajera de San Isidro»…

¿Cuántos miles de sucesos como éstos podrían relatarse? ¿Cuántos miles de protagonistas podrían ofrecernos hoy una versión dolorosa y terrible de la más reciente historia de España?

Porque en este libro tan sólo se recogen unas pocas de las historias de los hombres ocultos. En principio, nos limitamos a las superestrellas, a los que permanecieron más tiempo, a los que tornaron de la oscuridad después de treinta o más años de ocultamiento. Esta elección fue de alguna manera sentimental. Cuando en 1969 comenzamos este trabajo, ninguno de nosotros dos estaba cerca de los treinta años, en tanto aquellos hombres llevaban seis lustros «vivos de cuerpo presente». La publicación del libro fue imposible entonces y con el paso de los años hemos cedido a la tentación de incluir a protagonistas con una experiencia de reclusión más breve, aunque no menos intensa.

Desde luego, esta antología podría seguirse de varios tomos más y los topos componer una auténtica enciclopedia. Es muy rara la ciudad, la villa, el pueblo, la aldea española en que, al menos durante algunas semanas, no permaneciera oculto alguno de sus habitantes. Y tanto de derechas como de izquierdas, tanto fascista como rojo. Los primeros volvieron a la luz en el año 39, con la victoria. De los otros, de cuantos lograron sobrevivir de los otros, la mayor parte se reintegró a la vida —y casi siempre con un intermedio de cárcel— en 1945, como consecuencia del primer indulto —muy limitado— de Franco.

El general había sido muy generoso en perdonar los crímenes de los suyos, por horrendos que fueran. Necesitó, sin embargo, treinta años para conceder a los que lucharon en el bando enemigo una prescripción de delitos. Porque los perdones anteriores fueron muchas veces trampas mortales. Sería terrible calcular cuántos españoles fueron fusilados por haberse presentado a las autoridades confiando en alguno de los indultos generales anteriores al del 69. Bien claro lo expresan todos los topos.

Tales indultos fueron emitidos en las siguientes fechas: 9 de octubre de 1945 (Décimo aniversario de la Exaltación del Caudillo a la Jefatura del Estado); 17 de julio de 1947 (Ratificación de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado); 9 de diciembre de 1949 (Año Santo); 1.º de mayo de 1952 (Congreso Eucarístico de Barcelona); 25 de julio de 1954 (Año Jacobeo y Mariano); 31 de octubre de 1958 (Coronación del papa Juan XXIII); 11 de octubre de 1961 (XXV aniversario de la Exaltación de S. E. a la Jefatura del Estado); 24 de junio de 1963 (Coronación de Pablo VI); 1.º de abril de 1964 (XXV Años de Paz Española); 25 de julio de 1965 (Año Jubilar Compostelano); 10 de noviembre de 1966 primer indulto de responsabilidades políticas, pero muy matizado. Y por fin, el Decreto Ley de 31 de marzo de 1969 por el que se declaran prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al 1.º de abril de 1939. El texto, que se presenta con una larga introducción en la que se observa aún la rígida mano del soberbio vencedor, apenas ocupa media página 4704 del Boletín Oficial del Estado del 1.º de abril de 1969. Así comienza la «disposición general» que firma Francisco Franco: «La convivencia pacífica de los españoles durante los últimos treinta años ha consolidado la legitimidad de nuestro Movimiento, que ha sabido dar a nuestra generación seis lustros de paz, de desarrollo y de libertad jurídica…» No debe extrañar que al leer tales falsedades algunos topos, incluso entonces, se negaran a subir a superficie.

En cuanto a los criterios de nuestra selección y de la extensión que a cada protagonista se concede —teniendo en cuenta que no se ha omitido ninguno de los grandes ocultos y que sólo diez de ellos totalizan un encierro superior a los trescientos años—, obedecieron siempre a razones de interés general y de diversidad respecto a sus compañeros. En la mayor parte de los casos hemos preferido sacrificar la galanura del estilo literario a la veracidad del relato en primera persona, apenas sometido a algún proceso de limpieza gramatical. No hemos querido utilizar historias contadas por terceras personas, a pesar de su previsible interés. En este sentido, hemos dejado de recoger las aventuras de docenas de topos de los que poseíamos referencias muy directas, topos como Bernardo Santamaría, de Alcira, que al parecer murió loco en la cárcel, hacia 1972, después de ser capturado por la guardia civil; topos como otro refugiado ocho años en Caspe, dentro de un baúl; como Jesús Montero, secretario político del Comité Provincial del Partido Comunista de La Coruña, que permaneció unos veinte años emparedado en la alacena de la cocina de una antigua novia suya, en Sada, La Coruña, muy cerca del pazo de Meirás en que veraneaba el dictador Franco y en una zona, por consiguiente, muy batida por la Guardia Civil. Una vez intentó abandonar su refugio, salió al exterior, dio unos pasos y, presa del miedo, volvió a esconderse. Hacia el año 1960 fue rescatado por miembros clandestinos de su partido y conducido a un hospital de Praga para recuperarse; allí lo Conoció el escritor Jesús Izcaray, que había sido enviado con el propósito de que escribiese un libro sobre su vida. Izcaray confiesa que le dio tanta repugnancia el miedo de aquel hombre, que se negó a escribir sobre él. Montero pudo haberse puesto en contacto con los guerrilleros gallegos e incluso Izcaray nos cuenta que él mismo entró y salió de Galicia clandestinamente en 1945… En fin, podríamos ofrecer informaciones de topos como los del Cabo de Peñas, los de las Montañas de León, las docenas de los Montes de Toledo…, cientos de hombres escondidos que esperaban escapar a la incontenible venganza.

Pero no podían todos ellos figurar en este libro; ya es mucho el espacio que necesitan los campeones en esta dramática competición. En lo que se refiere al calificativo de topo brotó muy tempranamente en las confesiones de uno de ellos, don Saturnino de Lucas, que utilizó la vida de este animal para calificar su existencia. Luego, varios más incidieron en la misma metáfora. No es, pues, un término peyorativo. En fin, tampoco hemos querido interpretar, juzgar o manipular sus vidas. Los relatos aparecen como ellos los han hecho, a veces después de largos meses de insistencia por nuestra parte y, naturalmente, entresacados de muchas horas de conversación. Si algún sentido tiene revelar a estas alturas tal cúmulo de horrores es, como nuestros mismos protagonistas nos han declarado muchas veces, el de convencer a cuantos los lean de que un pueblo no puede entregarse nunca más a la espectacular locura que los españoles abrazaron el 18 de julio de 1936, seis y siete años antes de que los autores de este libro naciesen.