18. EL CAMPEÓN Y SU HIJO
Protasio Montalvo (Cercedilla, Madrid).
38 años escondido.
A mediados de agosto de 1977 un hombre robusto y bajo, de unos cincuenta años, recorría inquieto las calles onduladas de Cercedilla, pueblo montañés situado entre las sierras de Guadarrama y de Navacerrada, a unos sesenta quilómetros de Madrid. Preguntaba a los paseantes, casi todos madrileños de vacaciones, por el domicilio de don Protasio Montalvo, cuya existencia había conocido por los periódicos y por la televisión.
—Vive por la parte de la estación —le dijo un vecino.
—Vive en la calle Collado del Hoyo, pero el número no lo sé —dijo otro—; la casa está desviada del camino.
—¿Y para qué lo busca usted? —preguntó un tercero.
El hombre explicó con medias pero muy claras palabras que tenía intención de matar a Protasio. Por lo menos, deseaba escupirle en la cara y llamarle asesino.
—Pues creo que hay guardias a la puerta de su casa —mintió uno de los vecinos—. Y mucha gente. Él no se atreve a salir a la calle.
El visitante, que en el fondo deseaba más contar su propia historia que enfrentarse al último topo, dijo que Protasio Montalvo, el que un mes antes había resucitado, había asesinado personalmente a su padre durante la guerra civil y que a él, niño entonces, le había pegado patadas en la barriga. No explicó cómo podía reconocer al hombre después de cuarenta años, pero todavía sentía en los cimientos del alma el odio hacia un hombre entrevisto en la infancia, un hombre cruel y que le había dejado huérfano.
El grupo de vecinos de Cercedilla que lo rodeaba consiguió aplacar su excitación y le aconsejó que regresara a su casa, en Asturias. Era mejor tener la fiesta en paz. Ya tres semanas antes había aparecido en una pared del pueblo una pintada realizada con spray negro, como los millares de ellas que llenaban la nueva España democrática y electoral. Pero la leyenda no se refería a un partido político, a un dirigente o al dictador muerto, sino a un hombre a quien días antes nadie conocía en el lugar: «Protasio asesino». ¿Qué suerte esperaba a aquel anciano desdentado, pálido como una sábana y de melenilla blanca que había surgido a la luz después de treinta y ocho años de encierro y a quien su hijo quería hacer pasar por héroe nacional, mártir de la causa socialista y figura de la oposición al fascismo franquista? En el primer mes de libertad había recibido media docena de cartas anónimas con mensajes como éstos: «Te sacaremos los ojos», «Te has escapado 38 años, ahora sabemos dónde estás», «Para los rojos siempre hay tiempo», «Te quemaremos a ti y a tu mujer»…
De los topos vueltos a la superficie en tiempo de Franco apenas pudo hablarse, y mucho menos se le ocurrió a nadie remover las historias pasadas, ya que en aquellas historias el sangriento fango podía cubrir a muchos vencedores. Un equivocado… Un tonto de a pie… Un pobre infeliz… Nadie contó por qué se había escondido, por qué lo buscaban, qué había hecho. Como si se tratase de un fantasma llegado de las brumas de un cuento absurdo que nadie recordaba haber oído contar. Una anécdota, una nota de agencia periodística, un reportaje lacrimógeno, ternurista y estúpido en el mejor de los casos. Y luego el silencio. A veces, un pesado, doloroso silencio. Hombres sin trabajo, sin identidad; hombres compadecidos, pero no amados. En algunos casos, anónimas amenazas de muerte —como a Manuel Cortés—, pero no excesivamente convencidas. Más bien para guardar el tipo, la figura y el genio. Sobre todo el olvido; urgente, necesario, pesado y doliente olvido.
Protasio Montalvo Martín —o más bien su hijo Andrés, alias Pichi— pretendió hurtarse a este repentino olvido, pretendió subirse al podio de los campeones, ser recibido bajo un palio ateo, alcanzar aplausos y honores… y únicamente consiguió que lo llamaran asesino y que lo buscaran para matarlo. Un diario madrileño informó sin pruebas que había trabajado en una checa marxista en Madrid durante los últimos meses de la guerra; es decir, que había sido un profesional del asesinato. Otro periódico ultraderechista lo acusaba públicamente de haber sido culpable de más de treinta asesinatos cometidos en su pueblo. Con grandes alardes de fotocopias e informes, al final sólo se demostraba que Protasio había firmado, con otros camaradas del Comité del Frente Popular, unas incautaciones de terrenos (abandonados por sus propietarios y cuyo cultivo era necesario para aplacar las hambres del pueblo, según explicó más tarde Protasio).
Durante un par de semanas, pues, Protasio Montalvo habló a informadores de todo pelaje y exigió que se le pagara por ello; se dejó fotografiar por reporteros de medio mundo (incluso debajo de una cama para Newsweek) y exigió que se le pagara por ello. Su rostro lechoso, cortado por una larga boca oscura, apareció en televisión intentando sonreír, y luego pedía dinero a los cámaras y a los técnicos de sonido… No sentía reparos en hablar del fascismo, de los caciques, de la victoria socialista… pero siempre que se pagara por sus palabras. Y lo más dramático es que no era él quien buscaba el dinero, sino su hijo, convertido de pronto en manager del hombre oculto, administrador de una nueva riqueza, superestrella del turbio firmamento político español. El anciano deseaba hablar a todo el mundo porque deseaba divulgar su historia a los cuatro vientos, una y otra vez, sin cansarse. Decía que su hijo le había dicho que tenía que cobrar, pero él mismo se olvidaba de hacerlo. Sin embargo, el hijo, de profesión taxista y constructor, con la soberbia de los políticos y la agresividad de los acomplejados, lo guardaba como un cancerbero y corría como un chambelán a pedir disculpas por el supuesto cansancio de su padre: «No es conveniente que hable ahora», «Ustedes deben comprender que en su estado…», «Se les irá llamando uno a uno», «No conviene que hable porque nadie sabe lo que puede ocurrir: la democracia está en el aire»… Después pedía cinco mil pesetas por una fotografía.
Este hombre de gafas negras de pera, moreno, semicalvo, es el presidente del Comité Local del Partido Socialista Obrero Español, sector renovado. Se hace llamar el Pichi y, resucitado su padre, se mueve a su alrededor como el rey de los mongoles. Y eso que la operación le salió torcida.
—Mi padre podía haber salido mucho antes, mucho antes —confesó a cuantos periodistas quisieron oírle—, pero yo no le dejé. No quise porque queríamos hacerlo a través del propio Felipe González. Lo intenté, aunque no pudo ser, porque «el jefe» estaba muy ocupado y no pudo recibirme. Espero que ahora tenga un rato para venir a vernos.
Se le anticipó una hermana y esa anticipación, que causó serios disgustos al Pichi, echó por tierra sueños recreados probablemente durante muchos años. De hecho y sin duda, durante ocho años al menos. ¿Por qué Protasio Montalvo, de 77 años de edad, no se presentó a las autoridades a raíz de la amnistía del año 1969? No porque no quisiera rendirse a Franco, como el guerrillero Pablo Pérez Hidalgo, sino porque su hijo deseaba una comisión en la gloria paterna. Es como si lo hubiera tenido secuestrado durante casi cuarenta años con el fin de presentarlo luego al secretario general del Partido Socialista para que éste ofreciera la recompensa que tal tesón, tal fidelidad merecen.
Y lo estropeó todo su hermana, en un momento.
También ella quizás había escuchado los proyectos de esplendor. No puede explicarse de otro modo que el día 17 de julio de 1977, domingo, unas horas antes del comienzo de la Fiesta Nacional establecida por el general Franco en recuerdo del comienzo de su rebelión, tomara a su padre del brazo y lo llevara a una casa en la que estaban reunidos algunos dirigentes socialistas (diputados y senadores algunos de ellos), aprovechando el puente festivo y que Cercedilla sea uno de los más acogedores centros de descanso veraniego próximos a Madrid. En aquella reunión estaban, como anfitriones, Andrés y un primo suyo. Andrés, al ver entrar a su padre, sintió un escalofrío de desilusión. La hermana lo había echado todo a perder. El primo, por su parte, increpó agriamente al hijo del hombre oculto porque, siendo los dos buenos socialistas, no le hubiese confiado el secreto de su padre.
Este desmoronamiento familiar pudo enderezarse gracias a la actitud de los dirigentes políticos: se hicieron cargo del penoso momento, abrazaron a Protasio, prometieron ofrecerle cualquier honroso nombramiento dentro del partido (el carnet 00, la presidencia de honor, cualquier cosa) y gestionar, en cuanto abogados con bufete abierto, su retorno a la sociedad. El anciano se quedó sin ver a Felipe González, sin escuchar los acordes de la Internacional a su paso y sin ver a su hijo paseado a hombros como los toreros victoriosos por las calles del pueblo. Ni siquiera acudió al cuartelillo de la Guardia Civil para dar pública y oficial fe de su existencia.
La hermana lo había estropeado todo. «Yo tenía otra idea de hacerlo», repite Andrés.
Treinta y ocho años esperando para esto. Treinta y ocho años lavando platos, fregando suelos, remendando ropa, aderezando cocidos, rellenando bolsitas de semillas de girasol, practicando gimnasia matutina al lado del hijo, soñando, temiendo, soñando… para esto. Y, luego, una leyenda en medio del pueblo: «Asesino». Y el hijo pidiendo dinero a todo visitante. Y él sin poder contar su penosa historia más que a hurtadillas del vástago dictador que le corta la palabra, lo agarra del brazo, le obliga a comportarse como él no quiere. ¿No es ésta la historia de un secuestro filial? Claro que Andrés (como los hijos de Miguelico El Perdiz, como tantos otros hijos) también tiene razones para haber aspirado a la gloria de su padre.
Cuenta —él sí, ufano, a gritos, para que todos le oigan, sin cobrar— cómo a los nueve años era apedreado y escupido por las calles, cómo ellos le insultaban por ser hijo de un destacado rojo, cómo se avergonzaba al ver a su madre vendiendo gaseosas en el trenillo que transportaba a los excursionistas madrileños… Después de haber sido, efímeramente, el niño-rey del pueblo, mientras su padre era el alcalde, todo se le había venido abajo. La infancia, destrozada. El odio. Las burlas de los demás. Y ¿cómo encontrar una buena venganza a todo eso? Luchó con los dientes apretados. Consiguió comprarse un automóvil y hacerse taxista. Consiguió convertirse en constructor de chalés en donde su padre había sido albañil. Consiguió ser nombrado número uno del partido por pertenecer al cual su padre había sido humillado… Sólo esperaba, pues, que le pagaran todo esto con dinero y con honores, y no porque le hiciera falta dinero, sino porque es una de las formas del honor, incluso para un socialista.
Pero la hermana debía de estar harta de una situación que casi resultaba ridícula y lo echó todo a perder.
Fue un error sobre el error propio, ya que Protasio no tenía por qué ser campeón de los hombres ocultos. Más aún: si se hubiera presentado en la primavera o en el verano del año 69, ni le hubieran llamado asesino ni le hubieran buscado para matarlo ni los periodistas se hubiesen molestado en investigar su vida. ¿Permaneció tanto tiempo escondido porque sus delitos eran más grandes que los de sus camaradas de esta historia? No parece probable. ¿Por comodidad, abulia o cobardía, como Juan Rodríguez Aragón? Un poco, quizás. Pero sobre todo por los consejos y las presiones de su único hijo varón, víctima él mismo de los sucesos que ocurrieron en los últimos meses de la guerra y en los primeros años de la posguerra. «No salió porque yo no le dejé», dice el hijo. «Su sitio estaba aquí, en casa; no fuera», dice su esposa.
Protasio Montalvo había llevado hasta aquel tiempo una vida modesta, aunque no aburrida. Por su profesión de albañil en una zona residencial y veraniega, tuvo contacto con algunas personalidades madrileñas. Intentó ser torero y actor y el escultor Benlliure lo utilizó como modelo de algunas de sus obras (estatua de Simón Bolívar, la tumba del torero Joselito).
Instalado a principios de los años treinta en Cercedilla (él vivía en Villalba anteriormente), comenzó pronto su actividad política como militante del Partido Socialista y como afiliado al sindicato de la UGT. «Yo no voté en las elecciones del 36 porque no estaba censado aquí, pero hice votar a muchos». Iniciada la guerra, Protasio, que ha sido nombrado tesorero de la Casa del Pueblo, se dedica a administrar los bienes de la colectividad y, cuando aumenta la penuria, a viajar hasta Levante en busca de alimentos.
—En los primeros momentos yo creí que ganaría la guerra la República, pero cuando intervino Alemania, cuando pusieron eso de no pasar armas, la no intervención, ya no estaba tan seguro. Cuando me nombraron a mí alcalde, en 1937, el pueblo tenía tres mil habitantes, como ahora, pero estaba muy recargado de gente. Primero los veraneantes y luego que esto estaba en el frente y muchos soldados habían traído a sus familias. No había comida. Yo iba con un camión a Valencia y a Murcia, con el dinero del pueblo, a comprar víveres, judías, hortalizas, bacalao, lo que fuese. Allí estaban muy mal, pero nosotros estábamos peor. Teníamos las tropas dentro de casa. Al otro lado de la calle estaba la artillería republicana y la de los fascistas estaba en el Alto de los Leones. Esto era como un paraguas. Caían las bombas como granizo. En mi casa cayó un obús y a mí me tapó, pero no me hizo nada. Todo estaba lleno de granadas. Sobre todo los primeros meses fue terrible.
A esos primeros tiempos corresponden los asesinatos políticos de que se ha culpado a Protasio. A mediados de agosto del 36 son detenidas y fusiladas unas veinte personas consideradas fascistas. En abril del año siguiente se detiene a otras catorce que son también fusiladas sin juicio treinta horas más tarde. El párroco de Cercedilla, el capellán del sanatorio de Fuenfría y un teniente de la Guardia Civil fueron rociados de gasolina después de muertos y quemados públicamente sus cadáveres.
—No fue el Comité el que mandó detener y fusilar a esos hombres —dice Protasio—, sino la Comandancia Militar, los milicianos que estaban en el pueblo. Respecto al primer grupo, la historia comenzó porque aquí no había nada de comer. Los milicianos andaban por el campo buscando algo que llevarse a la boca y detuvieron a Mariano Rubio que, lleno de miedo, les dio el nombre de los otros; los cogieron y los fusilaron. Entre ellos había algún amigo mío. También al segundo grupo lo detuvieron por una denuncia. Yo había vuelto ese día de uno de los viajes y fui a ver. «Nada, vamos a tomarles declaración y les soltamos», me dijeron. Yo me marché tranquilo. Unos días después volví a salir de viaje y cuando volví los habían fusilado. Eso fue lo que pasó. Pero fíjense cómo estaban las cosas que un día entraron unos milicianos en la Casa del Pueblo, con los fusiles apuntando. «¿Qué, habéis matado muchos fascistas?», preguntaron. «Aquí no se mata a nadie; aquí no hay nadie a quien matar», dije yo. «¿Cómo que no? ¿No serás tú uno de esos fascistas? A ver si eres el primero en caer…» Así me decía uno de los milicianos apuntándome con el fusil. Un amigo mío que estaba cerca casi se muere del susto, y se murió unos días más tarde.
Cuando se estabilizó el frente, quedó Cercedilla entre dos fuegos. La República comienza a entrever que tiene perdida la guerra. Ante la falta de soldados, se reclutan quintas antiguas y Protasio, con treinta y ocho años, es movilizado.
—Me movilizaron ya al final de la guerra, a mediados del año 38, y me pusieron a trabajar en un taller que tenían preparado los comunistas en la calle de Goya, de Madrid. Allí preparábamos maderos para los refugios y las fortificaciones, los aserrábamos. Llevaban los pinos de aquí y uno de los que venía a buscarlos fue el que me dijo que me fuera a ese taller. Yo era soldado, me daban la paga de soldado, un poco, y la comida. Llevaba uniforme como los otros soldados, pero yo nunca intervine en combate… Y allí me pilló el final de la guerra, en Madrid. Aquello fue lo peor, el peor día de mi vida. Yo estaba en la calle viendo cómo pasaban las tropas. Era horrible. Sólo los falangistas gritaban y cantaban, no había más gritos que los suyos. Se peleaban con los requetés, les llamaban cabrones, hijos de puta, y no les dejaban cantar. Yo estaba en la acera viéndolo, ya sin uniforme, claro, como un ciudadano más… Pero lo peor de todo eran los moros, eso era la injuria más grande. Cogían a las gentes por las calles de Madrid, las cazaban, las empujaban con las bayonetas, se las llevaban… Hay que ver que una gente que estábamos civilizando en su tierra viniera a España, a la capital de España, a tratarnos así, a empujones. Ésa era la mayor injuria de Franco. Iban vestidos como los del Tercio y no decían nada. Sólo decían «paisa, paisa», y empujaban o daban golpes, como a las ovejas.
»Dijeron que los soldados republicanos nos entregáramos para que no nos pasara nada y yo fui a entregarme. Yo iba con algunos familiares a entregarme en el campo de concentración, que estaba en un campo de fútbol que hoy llaman Bernabeu; los familiares iban a despedirme, pero el campo estaba lleno, ya no cabía nadie, y estamos hablando cerca de la puerta cuando llegan dos moros y me agarran y agarran también a otro señor que estaba por allí. Éste les hizo frente y les dijo: «Oiga, ustedes no saben quién soy yo». Empezaron todos a gritar y pasaba por allí un militar de alta graduación y pregunta a los moros que qué pasa. Se hizo una reunión muy grande, con mucha gente, gritando, y yo entonces cogí una manta que llevaba para el campo de concentración, se la di a los familiares y me escapé de allí. Aquello me salvó la vida. Si no escapo entonces, no estoy ahora aquí, porque ya entonces no me fié de nadie. Decían: «A entregarse, a entregarse». Sí, sí, al cementerio derecho. Yo le di la manta a una prima mía y me escapé.
»Entonces ya me quedé en Madrid. Estuve allí tres meses, trabajando en albañilería. Casi todas las viviendas estaban en malas condiciones, ahumadas. Habían estado allí gentes refugiadas, los huidos, y habían quemado hasta los muebles y las puertas para calentarse y hacerse algo caliente. Había que arreglarlas, pintarlas. Yo trabajaba para el que me lo pedía. Vivía en casa de un pariente que era portero, en la calle Narváez, y en esa misma casa estuve arreglando tres o cuatro viviendas. Luego el administrador me dio otras más. Yo tuve mucha suerte. Había un chófer que era amigo de la familia donde yo vivía y guiaba un coche del cuartel general del Generalísimo. Era un poco loco. Con eso de que era el coche del Generalísimo se colaba por entre las columnas de García Morato, iba haciendo virajes a toda velocidad y los guardias, cuando lo veían, más tiesos que un junco. A mí me llevaba todos los días en ese coche a trabajar y los días de fiesta salíamos todos con él.
»Esa familia y yo teníamos comida gracias a él; la sacaba de un economato que tenía de todo. También en la casa vivía otro que estaba en una central lechera y nos traía nata que cogía de las cisternas y nos poníamos como quicos. Yo vivía muy bien, muy bien, como nunca. Los que estaban mal eran la familia de aquí, Josefa y los chicos. Tenía noticias de ellos por ese chófer, que era del pueblo de mi mujer. Este hombre todavía vive, pero no quiero decir cómo se llama.
»Yo estaba tan tranquilo, trabajando. Pero un día llegaron a la casa unos de aquí, de Cercedilla, y salió a recibirlos una prima.
—¿Está Protasio? Venimos a buscarle.
—Pues no está aquí —dijo ella.
—¿Y dónde está, si puede saberse?
—Anda, pues yo no lo sé. Se ha ido ayer.
»Ya estaba descubierto. Además, algunos vecinos me conocían de haberme visto por allí durante la guerra y también algunos de la familia empezaban a murmurar que por qué no me iba con mi mujer, que ya era hora, que qué sola estaría ella. Ya no tuve más remedio que venirme.
»Y entonces me vine a casa, pero engañando a todo el mundo, a todos. A aquella familia le dije que me venía a casa. Cuando un primo de mi mujer que se creía que era fascista, aunque muy respetuoso, fue a preguntar, le dijeron que me había venido a casa, pero él creyó que les había engañado, porque me habían visto coger el coche de línea de La Estellesa, que llamaban La Rápida, que iba de Madrid a Salamanca por la carretera de La Granja. No cogí el coche de Cercedilla ni el tren. Entonces dijeron: «Nos ha engañado a la familia este fulano. Se ha ido a otro lado». Pero lo que hice yo fue bajarme en la carretera, en un cerro que hay a catorce kilómetros de aquí. Me puse entre unas peñas y esperé que oscureciera y ya de noche me bajé hasta un puente que hay debajo de la vía y por ahí me metí en casa.
»Así que engañé a todos, a unos y a otros. Había que actuar con sangre fría. Yo los conocía muy bien. Decían: «Hale, a sus casas, que se acabó la guerra, todos hermanos…» Y era todo mentira. Yo vi a un amigo de la casa de Madrid que era de La Granja… Se caía el alma a los pies. Le habían dado unas palizas… Palizas y llantos… Los obreros estaban dispersos, habían abandonado los talleres y los reunieron a todos y les pegaban para que declararan… Yo estaba viendo cómo eran fusilados hombres que nunca tuvieron nada que ver con la política. ¿No iban a hacerme daño a mí, que era alcalde republicano y militante socialista? Ahí está la clave del asunto.
La noche del 20 de julio de 1939 comenzó la reclusión de Protasio Montalvo, que estaba a punto de cumplir los cuarenta años de vida. «La única manera de servir a mi familia era estando aquí, a cambio de mi libertad. Como no tenía otro sitio donde tener libertad, mi libertad ha estado aquí. Mi familia somos cinco, tres hijos y el matrimonio: eso representaba los cinco continentes. Toda la vida era de puertas para adentro. Aquí nos hemos expansionado lo que nos ha dado la gana. En mi casa no ha habido penas, penas entre nosotros. Sólo ha habido las penas que vienen. Estando aquí han muerto mi madre y mis cuatro hermanos, han matado a un cuñado, otro ha tenido que huir, se han casado mis hijos, han hecho la comunión mis nietos. Todas esas fiestas familiares y yo aquí dentro pensando en las cosas… Veía a los nietos por un agujero de la puerta; sólo de pequeñitos pude tenerlos en los brazos…»
Mientras Protasio estaba en Madrid, su mujer Josefa Navacerrada Gómez había tenido que comenzar a trabajar para alimentar a sus hijos. La mayor, Pilar, tenía entonces doce años. Elena, nueve. Y Andrés, «el pequeñín, seis o siete». Los niños estaban solos y la casa descuidada. Protasio cambió las funciones hogareñas habituales con su mujer. Mientras ella se ganaba la vida como mujer de limpieza en las casas del pueblo, él limpiaba su propia casa y preparaba la modesta comida.
Durante los dos primeros años de su encierro, Protasio pasaba la mayor parte del día y todas las noches en una conejera situada a una veintena de metros de la casa. Su mujer le bajaba la comida en un cubo y él atendía a los movimientos de los conejos para advertir el peligro: si los conejos pateaban el suelo o huían, Protasio corría con ellos al rincón más escondido de su refugio. En las heladas noches serranas, se encerraba con ellos, rodeado por ellos, para calentarse un poco.
Sin embargo, nadie iba a buscarle, nadie registraba la casa, nadie le perseguía. Tan sólo en una ocasión acudió la pareja de la Guardia Civil a la casa, pero no en busca de Protasio, sino por un problema que tuvieron unos veraneantes a quienes la familia alquilaba habitaciones primero y más tarde —cuando levantaron otra nueva casa sobre las antiguas conejeras— la vivienda familiar. Pero la visita policial tuvo lugar muchos años después de haberse escondido.
Para entonces, Protasio se había trasladado definitivamente a una habitación del sótano de la casa. La hija mayor había caído gravemente enferma de asma y el padre la cuidaba día y noche, la entretenía, sin apartarse un momento de su lado. A su lado siempre de 1941 al 46. Cuando la joven sanó, Protasio abandonó también el sótano y comenzó a vivir normalmente dentro de la casa. Si acudía una visita, el hombre se escondía debajo de la cama o detrás de una puerta. La vivienda está aislada y nadie se preocupaba de vigilar demasiado a los vecinos. Se había corrido la voz muy pronto de que Protasio había escapado a Brasil, a Francia, de que se había refugiado en un misterioso convento, y Josefa usaba desde el primer momento ropas de luto. Nadie sabía nada ni quería hacer preguntas comprometedoras. Si Andrés recuerda los insultos, las pedradas, para Protasio todos aquellos años fueron como una larga noche, plácida y tranquila. Estaba seguro de que lo buscaban y de que jamás lo encontrarían.
—Todos los que habían luchado se venían a sus casas, pero según se iban viniendo los iban fusilando en cualquier sitio y, más que nada, eran detenidos y los llevaban a El Escorial. A casi todos los condenaban a muerte, hubieran sido lo que hubieran sido, o por lo menos a treinta años, y los dejaban en campos de concentración. De aquí mataron a quince. Al que no tenía nada, al que no podían acusarle de nada, le pegaban una paliza que le escoñaban y lo usaban para trabajos forzados, para hacer las vías del ferrocarril de Burgos o ese monumento que es tan odioso para mí, ése que tienen ustedes delante —Protasio señala con la delgada barbilla la pétrea mole del Valle de los Caídos, gigantesca tumba donde el cadáver de Franco se pudre al lado de sus propios muertos.
En Cercedilla no había pobres, pero tampoco ricos. Josefa ni siquiera tenía casas en las que «asistir». Se le ocurrió establecer un pequeño negocio: montó un puesto de caramelos y chucherías, una mesilla ambulante que situaba en la plaza del pueblo o en la estación, según los días. La estación, entre los esquiadores del invierno y los veraneantes del estío, era un lugar excelente para esta industria. Además, Josefa fue ampliándolo poco a poco y subía a los trenes, antes de que partieran, para vender su mercancía y botellitas de refrescos arropadas en trozos de hielo. A estas ganancias había que añadir las de los alquileres de habitaciones… En unos años la familia logró vivir con cierta holgura. Empezaron a comprar el periódico. Andrés se fue abriendo camino y se ocupaba de informar y adoctrinar a su padre. Muy pronto estuvo convencido de que el viejo sólo saldría cuando él se lo permitiera, porque él estaba fuera y podría mejor que nadie calibrar las circunstancias favorables.
Tanto uno como otro tuvieron noticias, por ejemplo de la reaparición del exalcalde de Mijas y de que nada le había ocurrido, pero el miedo de Protasio y las ansias de figurar del hijo fueron más fuertes. «Yo no sé lo que le pasaría al alcalde de Mijas —dice Protasio—, pero una cosa es que no lo metan en la cárcel, y otra que lo dejen tirado por ahí, que no le den trabajo, que ahí se muera de asco…»
Muy pronto, como en los demás casos, se creó entre aquellas paredes una especie de mística del peligro. No una mística religiosa, por supuesto. («Cristo es un fantasmón para provecho de muchos, que nos hacían creer para tenernos bien amarrados en la oscuridad y con la cabeza gacha —sentencia Protasio—. Cristo sí como hombre, pero se acabó: nada de divino»). Y esta mística era como una niebla que desdibujaba los contornos de la realidad. Nada de guardias acuciantes, como en otros casos, nada de visitantes nocturnos, de asedios, de viejos rencores. A Protasio lo había olvidado todo el mundo salvo los cuatro miembros de su familia. Los mismos hermanos murieron sin tener noticias de él. Y de los nietos, tan sólo una niña de doce años, una niña hermosa cuya mirada triste se ha asomado a los periódicos, ha conocido la existencia del anciano. Cuando Isabel salía del colegio corría a su habitación a charlar con él, a jugar al parchís, a hacer los deberes escolares a su lado. Pero ella nada dijo a sus primos y menos aún a sus compañeras. «Ella es mi alma», repite Protasio. Los otros seis nietos jamás vieron a su abuelo, ni siquiera en las fiestas de Nochebuena, cuando cenaban todos reunidos en la casa de Collado del Hoyo. El viejo pasaba la velada contemplándolos por una rendija que tenía la puerta de su habitación o bien se iba a la otra casa, en ese tiempo vacía, a olvidar los imposibles placeres.
Pero nunca tuvo el recluso deseos de escapar, de salir a la vida o de acabar con la sombra de vida que tenía. A unos metros de su puerta pasaban los trenes, muy despacio. Protasio dice que al principio, muy al principio, soñó con escapar al exilio que medio millón de españoles habían elegido, con escapar a Francia. «Pero todo estaba vigilado y el exilio iba a ser peor que esto. También amaba mucho la vida como para tirarme al tren».
En realidad, pasados los tres o cuatro primeros años, sobre todo desde que se curó la hija, ni siquiera hacían falta precauciones excesivas. No salía nunca a la calle, pero se movía con entera libertad por toda la casa y tomaba el sol de vez en cuando a través de las ventanas entreabiertas.
Su salud era fuerte. Tan sólo tuvo molestias con los dientes, pero se los arrancó él mismo con unas tenacillas de carpintero. En otro momento, unos vómitos de sangre le causaron cierta inquietud, pero no volvieron a repetirse y se olvidaron. Cuando ya el cuerpo empezó a dañarse seriamente —una ulcera de estómago primero y una paralización de miembros casi completa después—, su hijo Pichi lo montó en el taxi como a un pasajero normal y se lo llevó a Madrid. Andrés cuenta entusiasmado cómo salieron a media mañana, después de estudiar durante semanas los movimientos de todo el vecindario, cómo dieron un nombre falso a los incautos médicos de la capital… Parece todo una operación de alto espionaje contada por un novelista torpe, aunque se trataba únicamente del traslado de un viejo enfermo y perfectamente desconocido. En efecto, de Protasio no se acordaba casi nadie en Cercedilla.
El primero de estos viajes tuvo lugar en 1972 y el último en 1975, días antes de la muerte de Franco, una muerte que Protasio confiesa haber esperado ansiosamente durante muchos años. «De su muerte dependía mi vida. Yo nunca he querido mal a nadie, pero la situación era ésa. No obstante, los días más largos que pasé aquí dentro fueron los transcurridos desde la muerte de ese señor hasta hoy. No veía nada clara la situación del país».
Ni la muerte de Franco resultó convincente. Dado que el médico madrileño había recomendado al paciente largos paseos, Protasio intensificó sus actividades gimnásticas al lado de su hijo. Continuaba obstinadamente negándose a salir, porque así se lo pedían su mujer, su hijo y su propio miedo, ahora redoblado de una desconfianza mayor. «No salí entonces porque los mismos que estuvieron entonces en el poder seguían ocupando los principales puestos de la Administración. Con arreglo a la ley podía perfectamente haber dejado el encierro en 1968 (1969) cuando Franco dio aquélla amnistía que jamás llegó a cumplirse. Pero igual, pensaba yo, venía alguien por aquí, me daba un estacazo y una vez el hecho consumado a ver a quién íbamos a reclamar».
Por aquellos días ya se estaban preparando los franquistas para dejar de serlo, incluso el cacique de Cercedilla, el que «fue de Falange cuando Falange valía algo», un funcionario del Ayuntamiento que «nunca quiso ser alcalde porque de todas maneras mandaba más que nadie». Josefa era dueña de dos mercerías cuya contabilidad llevaba al día el antiguo tesorero de la Casa del Pueblo. De noche, juntos pasaban las horas jugando al parchís, contemplando la televisión o analizando una y otra vez, incansablemente, las razones de su miedo. Porque Protasio Montalvo jamás perdió a ese viejo compañero que lo ha acompañado durante la mitad de su vida, ni siquiera ahora que recibe rudos abrazos de antiguos camaradas y de vecinos desconocidos, de familiares lejanos y de visitantes curiosos. A veces sus ojos azulencos y vidriosos examinan los alrededores como si buscasen el lugar de donde va a venir el golpe definitivo.
Tiene setenta y siete años y la mitad de ellos los ha pasado sin contacto con la sociedad, siendo como es muy sociable, desgranando una vida mediocre, asustada y mínima bajo el acoso de sucesos que ya el mundo ha venturosamente olvidado y de un hijo que desea para sí la gloria emanada de un hombre a quien no permitió la libertad de regresar cuando era oportuno al mundo de los verdaderamente vivos, si es que este término de «verdaderamente vivos» tiene algún sentido cuando lo referimos a los últimos cuarenta años de historia española.