16. EL ÚLTIMO GUERRILLERO
Pablo Pérez Hidalgo (a) «Manolo el Rubio» (Genalguacil, Málaga).
27 años oculto
Un año y veinte días después de la muerte de Tranco, el 9 de diciembre de 1976, la Guardia Civil detuvo en la serranía de Ronda a Pablo Pérez Hidalgo, el último guerrillero. La agencia Cifra transmitía así la noticia a sus abonados: «Fuerzas de la Guardia Civil de la Compañía de Ronda acaban de detener al que puede ser considerado como el último bandolero de la serranía en la que llevaba escondido más de veintisiete años. Se trata de Pablo Pérez Hidalgo, de 65 años, alias “Manolo el Rubio”, natural de Bobadilla. Se encontraba escondido en el cortijo El Cerro del término municipal de Genalguacil desde el año 1949, haciendo vida marital con Ana Trujillo Herrera, alias “la Oveja”, de la que no ha tenido hijos. El marido de la Oveja fue fusilado durante la guerra». A continuación el despacho de agencia aludía a quemas de conventos y delitos de sangre cometidos por el último maqui.
Me acusaron en algunos periodicuchos de que yo había quemado conventos. Es una gorda mentira, una gorda calumnia. Si repasamos la historia de entonces, la historia de la lucha de la clase obrera contra la Iglesia podemos ver que vivían como el perro y el gato. Los discursos de los curas desde los púlpitos sólo iban dirigidos contra los trabajadores. En mi pueblo, Bobadilla, no hay conventos, en mi pueblo, no se quemó la iglesia, en mi pueblo lo que se hizo para que nadie quemara los santos fue sacarlos de sus hornacinas y entregárselos en custodia al alcalde de Antequera, García Prieto. El alcalde los guardó en el Ayuntamiento, porque en estos casos siempre surge gente exaltada que puede prenderlos fuego. A mí los santos se me dan una higa, pero tampoco me gusta que los incendien, hay gente que cree en ellos y eso basta.
No admito que me tachen de bandolero y asesino porque un revolucionario auténtico no asesina a nadie.
Mi familia era campesina, una familia pobre y analfabeta de jornaleros que trabajaban en el campo. Aprendí a leer mientras guardaba las cabras. Las primeras lecciones las recibí en la escuela. Todavía me acuerdo del maestro que teníamos. Cuando los chiquillos dejaban la escuela no había ni uno que supiera echar una raíz cuadrada. Lo único que se aprendía era a sumar, restar, multiplicar… y malamente. Lo normal era dejar de estudiar a los diez u once anillos y «hala, afuera, al monte a cuidar cabras». La mayoría de nuestros padres decían que para trabajar en el campo no es necesario saber leer ni escribir, y los chiquillos lo que hacíamos era jugar y trabajar y el que aprendía algo era porque tenía afición.
Yo, como mis padres, también fui jornalero. Unos días lograba faena y otros no. Unas veces trabajaba con un patrón y otras con otro. Si no había tajo se iba uno a la plaza a esperar de brazos cruzados por si algún cachicán lo contrataba. Pasábamos hambre a espuertas y el que diga que no, miente, porque yo creo que hartarse de pan no es precisamente vivir. Y el hartazgo de pan cuando venían bien dadas, porque lo habitual era que la madre restringiera existencias por lo que pudiera faltar al día siguiente.
Cuando yo era un chiquillo de diecisiete años trabajaba en un cortijo arando con una yunta de mulos. Nos levantábamos a las dos de la mañana para limpiar las cuadras, para dar agua a las bestias y preparar los aperos de labranza. Nos íbamos a la besana, que a lo mejor estaba a tres kilómetros; allí prendíamos un garbón de paja, que le llamaban una pava, hasta que viniera el día. De amanecida arrancábamos a trabajar muertos de frío y así hasta que se ponía el sol, para entrar en el cortijo al anochecer. Había que volver a dar agua y pienso a las bestias y cuando nos acostábamos eran las diez o las once en invierno. Al rato te estaban llamando. Recuerdo muy bien al tipo que nos tocaba diana, lo tengo en la cabeza cincuenta años después:
—Niños, venga, a levantarse, que vamos a ganar dinero.
¡Dinero! Y lo que nos daban era trece reales al día. Todos teníamos más o menos la misma edad y no nos llegaba ni para el tabaco. Entonces se fumaban los mataquintos que no los podíamos terminar de malos que eran. No había diversiones, lo único que había era un tabernucho donde iban los jóvenes a charlar y a jugar a las cartas y pare usted de contar.
A los dieciocho años tuve la primera novia, la única.
Cumplí la mili en Almería, en un batallón de ametralladoras. El servicio duraba un año. Me diplomé en tiro de ametralladora, de mosquetón y de pistola del nueve largo. El partido comunista, al que siempre he pertenecido, mantenía una tesis equivocada en aquellos tiempos: nos aconsejaba que cuando llegara uno al ejército no se apuntara ni para cabo, de manera que yo no me apunté a nada Total, que a la fuerza me hicieron allí soldado de primera para instruir a unos quintos que vinieron en el siguiente reemplazo.
Me había afiliado al partido en 1931, cumplidos los veinte años. Tengo el número de carnet 367 de Málaga, que es el más bajo de los que llegaron a Genalguacil y por eso me lo entregaron a mí.
Lo que más vivamente recuerdo de antes de la guerra es cuando volví del ejército el año treinta y tres. En noviembre se celebraron las elecciones que ganó la CEDA de Gil Robles. El partido comunista lanzó entonces un manifiesto contra el gobierno de Alejandro Lerroux, se hicieron copias y yo me quedé con unas cuantas. Me las pescaron por un chivatazo y aquello me costó la cárcel. Me descubrieron también una pistola y fue condenado, por la pistola a seis años, que es lo que daba entonces la ley en la República, seis años, seis meses y un día. Por las octavillas me echaron doce años. Salí en libertad a los doce meses. Todo el tiempo de la condena lo pasé en la prisión provincial de Málaga.
Estuve allí desde el 23 de febrero de 1935 hasta el 23 de febrero del 36. En 1935, a raíz del movimiento de Asturias, creció la represión. En aquel tiempo en la cárcel de Málaga había más de doscientos presos políticos. El trato no era muy malo, pero la disciplina resultaba más propia de un cuartel. Cumplí dentro los 24 años. Nos tenían a todos juntos en una sala muy grande. Yo empezaba a destacar entre los jóvenes como un rebelde. Siempre he creído que la cárcel es una escuela para revolucionarios. Mi madre acudía a verme y me traía fiambres y otras cosillas. Éramos una familia muy unida.
Salí de la prisión a resultas de una amnistía general por las elecciones de 1936. En Bobadilla me recibieron en medio de una ruidosa manifestación. Asaltaron la iglesia y golpearon varios coches, propiedad de unos latifundistas, para celebrar mi llegada. Así estaba el ambiente entonces. Se fueron a la busca de un terrateniente muy explotador, que era dueño de un cortijo más grande que el pueblo, y no lo encontraron, porque si lo pescan, creo yo que lo tiran a un barranco. Lo único que hicieron fue abatir las puertas del cortijo.
Yo era el secretario general de radio del partido comunista. Si en el pueblo había doce comunistas ya se podía constituir una organización legal y eso recibía el nombre de radio. En Bobadilla, en aquel tiempo, los comunistas pasaban de los cuarenta o cincuenta. Todos pertenecían a la UGT. El partido, como es natural, funcionaba por células y una célula podía estar compuesta, cuando no había represión o ilegalidad, por seis o siete camaradas. Si había represión se funcionaba por grupos de tres y la llamábamos «troika».
Mi pueblo, Bobadilla, es una aldehuela que pertenece a Antequera. Entonces contaba con 300 ó 400 habitantes, hoy ya ni eso. Es un pueblo venido a menos, destrozado, tiene barrios en ruinas donde ya no habita nadie.
Por aquellos años todo estaba en manos de los terratenientes, pero había inquietud social y el sindicato nos ponía al corriente de nuestros derechos. A pesar de todo, la que más nos enseñó fue la guerra. El PC de Bobadilla estaba bastante bien organizado para aquellos tiempos. A Antequera iban con frecuencia camaradas del partido, recuerdo a Rodrigo Lara, que me parece que lo cogieron. En Málaga el más conocido de nuestros camaradas era José Cañas García, «Cañitas», creo que tenía un hijo que ahora está también en el provincial. Otro que valía mucho era Cayetano Bolívar, también de Málaga, el primer diputado comunista que hubo en España.
Al margen de los terratenientes, nuestras fricciones eran constantes con el cura, de derechas. Tan de derechas, que, cuando el «bienio negro», tenía una lista preparada con sesenta nombres apuntados para fusilarlos si ganaba las elecciones. El cura hablaba y hablaba en contra de la clase trabajadora. Yo no iba a la iglesia, pero estaba bien enterado de sus diatribas. Su insulto preferido contra nosotros era afirmar que debíamos comer mucha cáscara de naranja y almendrilla, que es esa piedra que machacan las máquinas para construir el firme de las carreteras. A los trabajadores los llamaba automáticamente comunistas y, según explicaba desde el púlpito, lo único que pretendíamos era arrebatar su riqueza a los que la tenían y robar y robar. Cuando la guerra se marchó de allí, desapareció misteriosamente antes de que pudieran echarle mano. Se llamaba don Juan, y Dios, si es que existe, lo tenga en su gloria.
A los cuatro meses de salir de la cárcel estalló la guerra, que se estaba viendo de venir. Unos y otros nos preparábamos ya para lo peor, nosotros por medio de nuestras milicias. José Antonio viajó a Alemania justo unos meses antes de estallar lo que llamaron Movimiento y se temió que prepararan algo gordo contra la República. En Bobadilla no contábamos con armamento, sólo que como es un pueblo muy cazador, cada uno tenía su escopeta. Yo era el instructor de los milicianos. Una tarde en que estábamos haciendo instrucción se presentaron dos parejas de la Guardia Civil con un brigada al frente. Cuando los vi de llegar, ordené romper filas, pero me localizaron en seguida y el brigada me puso la boca de la pistola en la cabeza. Fue una situación muy violenta. Rodeado de los civiles me fui a la estación del pueblo para hablar por teléfono con Rodrigo Lara que estaba en el Gobierno Civil. El gobernador era uno de los nuestros. El incidente acabó allí y al brigada lo destinaron a otra parte.
El estallido de la rebelión de Franco me cogió en el campo. Por cierto, que todavía me deben los jornales de aquella semana. Estaba en el «Cortijo del Muerto». Alguien que pasó por allí nos gritó: «¡Los militares se han sublevado en África!». Dejé la hoz, los arreos y me fui de estampía al pueblo. Aquella misma noche salí con un grupo hacia Málaga. Había que echar una mano para evitar que triunfara la sublevación de los facciosos. Cuando llegamos a Málaga la derecha resistía desde las casas. Nosotros sólo intervinimos en el asalto a un edificio. Nos dispararon unos tiros, respondimos al fuego y tomamos por asalto la casa. Éramos cuatro o cinco, y cuando llegamos, los pájaros se habían esfumado. No hallamos armamento, lo único que había era una familia y una de las hijas se abrió el vestido y nos mostró las tetas para que la registráramos. «No —dije yo—, nosotros no vamos a meter la mano en el pecho a nadie, pero de aquí han partido los tiros». Nos los llevamos a todos y un borracho mató al dueño de la casa. Son cosas que no deben hacerse, pero que ocurren. Más tarde, estábamos apostados junto a una farmacia y llegó uno, borracho perdido, provisto de una lata grande llena de gasolina. Me pidió un revólver y le solté un golpe que lo tiré por los suelos. Cuando nos fuimos volvió y prendió fuego a la farmacia.
Málaga estaba ya amenazada por el ejército venido de África. Los milicianos nos movíamos de un punto a otro, allí donde surgiera el peligro. Fuimos en tren a La Roda, todos cantando, para sofocar una manifestación y al poco tiempo, la tomó la Legión. La volvimos a recuperar y nos la volvieron a quitar.
Regresé a Bobadilla. Yo estaba al frente del Comité de Guerra y puedo asegurar que no matamos a nadie en el pueblo, no nos metimos con nadie de la derecha. Sin embargo, cuando ellos entraron hicieron el escabeche. Se liaron a matar y mataron una pila de gente en un pueblo tan pequeño como era aquél. Quedó diezmado.
Me acuerdo de un guardia civil retirado que era de derechas, todos lo sabíamos. Cuando el Movimiento me lo tropecé en Málaga y los compañeros me advirtieron: «Mira quién va ahí». Y digo: «Anda, dejarlo, dejarlo en paz». Pues ése me ha matado unas pocas de veces. Siempre que por esta tierra se decía que me habían liquidado, ese hombre presumía de haber sido él. Un «héroe». En aquel tiempo yo podía haber dicho a cualquiera de los que venían conmigo: «Detenedme a ése». Con acusarle de fascista bastaba y, sin embargo, lo dejé ir.
El 14 de agosto de 1936 los fascistas tomaron Bobadilla. Nosotros lo habíamos abandonado sin resistir. Ya de retirada vimos el polvo que levantaba la columna de camiones que llegaban para atacar el pueblo. Nos fuimos al valle de Abdalajís. Allí ascendí a capitán. Primero fui sargento de la compañía, luego hubo una operación sobre Antequera y al volver me hicieron teniente. Más tarde me entregaron los galones de capitán.
Hasta el 29 de enero de 1937 permanecí en el frente de Málaga. En la Orejas de la Mula resistimos durante tres días. Si todas las demás fuerzas hubieran hecho lo que nosotros, Málaga no la ocupan. Por allí no pasaron hasta que nos retiramos. Hubo unas pocas de bajas pero no nos movieron un milímetro, aguantamos mecha hasta que nos ordenaron: «Venga, para atrás, que vamos a hacer ahí una línea». ¡Cojones, la línea era en Almería! Cuando llegué a la posición que me asignaron me habían dejado solo. Mandé al cabo furriel: «Anda, vete a por el suministro que está en la carretera». Al poco regresó el cabo con malas noticias:
—Está el suministro, pero ya no queda un alma.
Quise verlo con mis ojos. Al llegar a la carretera, que estaba desierta, vimos con los prismáticos, sobre el horizonte, el avance de un convoy de los fascistas. Miré a mí alrededor. Estábamos solos, condenadamente solos. A partir de allí, dimos marcha atrás. Cuando llegamos a Vélez-Málaga la gente de la compañía comenzó a dispersarse. Yo creo que la culpa de aquel descalabro la tuvo el Estado Mayor de Málaga, si hablamos sólo de Málaga, porque si buscamos responsabilidades más arriba, llegaríamos al Estado Mayor Central. Faltó organización y empeño para la defensa de Málaga. Desde días antes se sabía que la ciudad estaba perdida. ¿Por qué esperar al último momento para evacuar a la población civil? Ni las fuerzas armadas ni la población podían ya retirarse en orden y así se produjo aquella matanza en la carretera hacia Almería por los barcos y los aviones de los rebeldes. A mí me cabe el orgullo de poder decir, con la cabeza bien alta, que la mayor parte de las fuerzas a mi mando entregó el fusil en Almería, en un control de guardias de asalto. Se disolvieron las milicias y me integré en el ejército de la República.
El Gobierno me confirmó en el grado de capitán. De momento no tuve que pasar ningún examen hasta que me inscribieron en la escuela de Paterna, en Valencia, y allí seguí unos cursillos. Primero me enviaron a una brigada internacional mandada por un comandante checo. Después me dieron el mando de un batallón. En la brigada internacional no había sitio para mí porque los puestos de mando estaban cubiertos. Así es que volví a la escuela y me destinaron a la 215 brigada en Teruel. Allí me quedé ocho meses hasta que terminó la guerra.
Si hubiéramos logrado poner en pie un ejército republicano disciplinado, como se merecía la República, la guerra habría tomado otro cariz. Pero a veces, en los altos estados mayores había indecisiones y la indecisión en la lucha significa la derrota. Por ejemplo, Líster, que no era un indeciso, tenía buena fama de guerrero y no por su cara bonita, sino porque, frente donde llegaba, hacía temblar a los fascistas. Pero a los españoles lo que nos pasa es que cuando uno es más capaz que los demás le tomamos envidia y eso es lo que le ocurrió a Enrique Líster.
La batalla que mejor recuerdo es una que libramos en el frente de Granada. Nos mandaron tomar un cerro a las claras del día, ocupado por una brigada. Nos lanzaron a nosotros al ataque porque los del batallón que lo intentó primero estaban muertos de miedo y fueron incapaces de ganar la cota. Luego el Estado Mayor los desarmó por cobardes. El asalto comenzó a las diez de la mañana. El enemigo nos veía a pocos cientos de metros, de forma que nos hincamos sobre él. Allí hubo una carnicería por ambos lados. Matamos al famoso capitán Rojas, el que llevó a cabo la represión de Casas Viejas[11]. Tomábamos nosotros la ofensiva cuando el capitán Rojas lanzó el contraataque saltando por encima de las trincheras. Todavía le estoy viendo: venía como a unos cien metros, con camisa blanca y haciendo fuego con una ametralladora. Yo estaba al mando de una compañía de ametralladoras. Había ocho máquinas y mandé parar el fuego hasta que los tuvimos casi a quemarropa. Entonces grité con todas mis fuerzas: «¡Fuego!». Hicimos una sarracina pero también nosotros tuvimos negocio. La aviación de ellos nos machacó vivos.
El final de la guerra me pilló en la Abejuela, en Teruel, en el límite de la provincia con Valencia. Mandaba el batallón de la 215 brigada. Unas dos horas antes de la rendición, el jefe de la brigada me había ordenado que me hiciera cargo «de todo». Aquello me olió a pescado frito. La guerra estaba a punto de terminar. Yo seguía allí porque el partido me había dicho que los comunistas debían ser los últimos en abandonar el barco. Así es que me hice cargo de la brigada. Un capitán de Estado Mayor que era amigo mío y huía doscientos o trescientos metros por delante me hizo llegar una notilla con un enlace. El papel decía: «Avisa a los batallones que se vaya cada uno por donde quiera y lárgate. Esto ya se ha jodido para siempre».
Avisé a los batallones para que comenzara la desbandada, para que cada uno corriera por donde le viniera en gana.
Me dirigí hacia Valencia con la intención de tomar un barco de los que zarpaban hacia Argelia. Estuve cinco días sin poder pasar nada por el gaznate, de veneno que tenía en el cuerpo, de la rabia que me consumía, por aquel desgraciado final que no podía aceptar. Cuando llegué a Valencia lo único que tomé fue un vaso de café. El padre de un teniente que venía conmigo me dijo: «Ya no hay salida, los barcos se han ido, hay que resignarse». Pero ¿cómo nos íbamos a resignar? La resignación es la cobardía de los hombres. Para mí, Pablo Pérez Hidalgo, la guerra no había terminado.
En compañía de un camarada asturiano, Remigio Hevia, llegué a Albacete, donde era fuerte la concentración de legionarios. Para evitar que nos internaran en un campo salimos hacia el valle de Abdalajís. Llegaríamos el 1 de mayo de 1939. Nuestro objetivo era buscar una vía de salida hacia el Peñón de Gibraltar. Mientras tanto, pedíamos rancho en los cortijos, con cuidado de acercarnos sólo a los más pobres, donde intuía que no íbamos a toparnos con sorpresas[12].
Nunca conseguimos llegar al Peñón, ni siquiera a La Línea. Nos tuvieron meses engañados diciendo: «Todo listo, mañana os pasamos». En aquella época pasaron a nado 18, entre ellos cuatro hermanos. Habían preparado unas cuerdas de esparto para nadar amarrados entre sí. Los que mejor sabían nadar iban delante. Uno de los cuatro hermanos se ahogó en la travesía y lo arrastraron con las cuerdas hasta Gibraltar donde fue enterrado.
Del Peñón los ingleses devolvieron a muchos compañeros. A los dieciocho, si no es por la intervención enérgica del cónsul francés, los devuelven también a Franco. Algunos, pagando, conseguían que les pasaron a Túnez, pero los barqueros terminaron por chivarse a las autoridades.
Nuestro partido no sacó a nadie de aquí porque preparábamos la insurrección general. Yo no tenía ningún interés en fugarme. Mi puesto estaba en la lucha, en la guerrilla. Del 39 al 42 operamos en la sierra en pequeños grupos de tres. La guerrilla no estaba organizada. Hoy comes aquí, mañana en el otro lado; había que resistir como fuera. Entre mis compañeros la primera intención había sido de escapar a cualquier precio, pero cuando estalló la guerra mundial decidieron que sería mejor reanudar la lucha. Nuestro trabajo consistía en organizar los grupos lo mejor que se pudiera a la espera de la insurrección armada contra Franco.
Fui nombrado, en 1943, jefe de la agrupación «Stalingrado», nada más formarse la guerrilla. Éramos unos cincuenta hombres y me eligieron en una asamblea comandante de la zona, desde Cortes hasta Coín.
Seguíamos el curso de la guerra mundial por la prensa inglesa, por el periódico en español que se editaba en el Peñón de Gibraltar y que nos pasaban de contrabando. Se recibía al día. Leíamos también el diario de la resistencia titulado República y que se tiraba en Granada.
Acampábamos cada día en un punto distinto de ésta serranía de Ronda. Pasábamos todo el frío que se quería y todo el calor, siempre con el macuto al hombro.
Más tarde surgió otro grupo formado por un guerrillero que era de la CNT y que había pertenecido a la Guardia Civil. Nos pusimos en contacto con ellos para unir fuerzas y así lo decidimos en una asamblea. Se cambió el nombre de agrupación «Stalingrado» y bautizamos a la nueva guerrilla como agrupación «Fermín Galán». El de la CNT fue elegido jefe. Aunque uno tenga poca diplomacia en ocasiones hay que demostrarla, ese hombre era débil pero muy egoísta. Si no se le nombraba jefe lo único que iba a poner serían chinitas en el camino. «Pues bueno —dije—, vamos a hacerle jefe». La unificación de las dos fuerzas de guerrilla se decidió en 1945.
En la Agrupación, que dependía para nuestras operaciones del Comité Regional del Partido Comunista de Sevilla, el número de los guerrilleros descendió cuando algunos lograron refugiarse en Tánger. Al jefe de la «Fermín Galán» lo mataron en una emboscada y yo fui designado jefe.
Nuestra alimentación era como la de cualquier campesino. Hoy sólo una sopa, mañana un borrego asado o frito y poco alcohol, el alcohol no es buen consejero del guerrillero. El avío lo comprábamos en los cortijos o lo robábamos o los compañeros que tenían dinero mandaban al pueblo a por lo que hiciera falta. El café nos sobraba porque en aquel tiempo con las recoverías y el contrabando lo comprábamos con facilidad.
Nuestro uniforme de combate era el pantalón de pana, la camisa caqui y la boina. Disponíamos de pistolas, fusiles, escopetas y una ametralladora. Era un material abandonado en los cortijos por los soldados del ejército republicano. Tampoco nos faltaban algunas granadas, que se utilizaron en un encuentro con un camión de guardias civiles, en la parte del Burgo.
Por aquella época hicimos contacto repetidas veces con la Guardia Civil. Uno de los choques se produjo en el Alpandeire. Fue un chivatazo, como siempre. Nos metimos un grupo de siete guerrilleros en una casa en el campo. Por la noche el dueño salió con la disculpa de que iba a revisar unos cepos de conejos. Lo que hizo el hijo de puta fue avisar a la Guardia Civil. Era un 19 ó 20 de noviembre, lo recuerdo bien porque sucedió en un aniversario de la muerte de José Antonio. Elegimos aquel lugar porque otro grupo nuestro había cruzado antes por allí y les habían atendido. Uno de los que estuvo en aquella ocasión y que venía con nosotros, nos dijo: «Quedémonos aquí, este hombre es de confianza». Y por no conocer la psicología de la gente se equivocó de medio a medio. Sucedió hacia la una del mediodía en medio de un temporal de agua. Dormíamos cuando llamaron a la puerta de la casa. El asturiano Hevia se despertó bruscamente al oír los golpes. Tomó el fusil y preguntó: «¿Quién es? ¿Quién va?»
—Soy el sargento de la Guardia Civil, ¡entregarse! —respondieron al otro lado del portón.
—¿Entregamos? ¡A la mierda, a tomar por el culo! —El asturiano disparó a la altura del pestillo y se puso a cubierto.
Ahí empezó el fregado. La Guardia Civil, reforzada por una cuadrilla de falangistas, desplegó a sus hombres en torno a la casa y se liaron a tiros. Nosotros no podíamos hacer fuego desde el sitio donde estábamos porque no había ventana que diera al exterior, tan sólo una puerta. Pero el techo era de tablones y lo partimos a hachazos. Así logramos bajar a una habitación inferior que tenía puerta y ventana. Unos tomamos posiciones en la ventana y otros en la puerta y practicamos un boquete en el muro con una barra de viñedo. Así abrimos tres aspilleras desde donde responder al fuego.
La batalla duró dos horas. Dimos muerte a tres de ellos y nos hirieron a tres de los nuestros. Logramos escapar monte arriba mientras ellos, una docena de civiles y un montón de falangistas, nos esperaban abajo. El asturiano resultó herido en una muñeca de un tiro de fusil y los otros recibieron perdigones de cartucho de caza. Allí mismo les practicamos la primera cura.
En otras ocasiones también nos coparon y anduvimos a tiros por la sierra, pero la hora de la insurrección no llegaba.
En la guerrilla no todo resultó trigo limpio. Hubo que luchar no sólo con el enemigo sino con algunos de los que habíamos dentro. Se infiltraron muchos granujas. Se dieron casos de venir tipos a la sierra, no por unas ideas o por persecución de la justicia militar, sino para el saqueo, la rapiña. Ésos aprovechaban la ocasión y cometían fechorías, de modo que cuando uno quería enterarse el daño ya estaba hecho. Apareció en el monte uno que era de la parte de San Roque y que nos vendió la patraña de que se había escapado de Ronda porque lo iban a fusilar. Un cuento chino. La verdad es que era un gallofero que había robado cuatro o cinco chivos y lo buscaba la Guardia Civil para enchiquerarlo. Cuando lo supimos era tarde, el fulano se nos marchó vivo y nos delató a todos. Por él metieron en la cárcel a una pila de criaturas.
De esos bribones hubo unos cuantos que se dedicaron a robar y secuestrar a pequeños campesinos para sacarles ocho o diez mil pesetas. Pero se dieron también casos heroicos, como el de Juana Chacón, guerrillera como nosotros que ahora está en Marruecos, en Casablanca, y a la que trajo su marido a la sierra y que luchó a nuestro lado.
Durante el verano dormíamos debajo de los árboles. En invierno montábamos tiendas de campaña de hule que utilizaban aquí los arrieros para tapar las cargas de las caballerías. Cada uno llevaba su tienda en un morral del ejército.
Había disciplina, aunque no tan rigurosa como en el ejército. Nos tratábamos con camaradería. Algunos, por ser más viejo que ellos, me decían de usted, pero los que eran de una edad parigual me tuteaban. A cada instante debía ponerme serio en cuanto alguien se salía de las reglas, pero nos respetábamos unos a otros.
A lo primero, pasábamos días y días tumbados sin hacer nada, con unos pocos centinelas, luego, cuando vino la persecución fuerte uno podía quedarse muy poco tiempo en un mismo sitio. Al levantarnos por la mañana hacíamos una descubierta por el campamento, si nuestra intención era permanecer allí. La descubierta tenía un «radio de acción» de doscientos o trescientos metros Luego tomábamos café con pan o pan con aceite, con grasa, con morcilla, con tocino, con lo que hubiera. Luego el día transcurría entre lecturas, charlas y comentarios del periódico de Gibraltar sobre el curso de la guerra mundial. Alguna que otra vez surgían altercados por la convivencia, por diferencias de opinión y se porfiaba, pero las discusiones mayores se cortaban pronto.
Entre los nuestros había gente del PC, de la CNT y quien no pertenecía a ningún partido, pero en lo tocante a cuestiones políticas no se daba lugar a que se produjeran peleas entre nosotros.
Nos movíamos mejor con la oscuridad. Campo a traviesa llegué a recorrer 40 kilómetros en una noche. Se hacían necesarios estos largos desplazamientos para desorientar a la Guardia Civil o confundir a los chivatos. Estábamos provistos de linternas, pero apenas las alumbrábamos, sólo para un paso malo o para vadear un arroyo difícil. El terreno nos lo conocíamos palmo a palmo, el que desconozca el terreno no logrará adelantar de noche ni doscientos metros. A lo que más temimos fue a las casas, por las denuncias, pero por regla general las evitábamos.
En aquellos tiempos los grupos ambulantes de la Guardia Civil vestían como nosotros. La misma ropa, el mismo aspecto. Los ambulantes iban en grupos de siete u ocho y se camuflaban para vigilar. Nosotros les decíamos «los mantas» porque llevaban siempre una manta al hombro. Por eso también la gente los distinguía de nosotros. Cuando los mantas aparecían en algún pueblo de la sierra, la gente decía: «Ahí vienen los falsos guerrilleros».
Los fusiles los traían amarrados con una soguilla para disimular, mientras nosotros colgábamos el arma con correaje. Nunca tropezamos con los ambulantes. Los olíamos nosotros antes. Los seguíamos con los prismáticos y en cuanto se movían en alguna dirección ya estaban descubiertos.
También pululaba por aquí, a la caza de la guerrilla, una sección de moros, unos treinta y tantos morancos, al mando de un teniente de Regulares. No llegamos a medirnos con ellos.
La cuota que cada guerrillero cotizaba se había fijado en 200 pesetas al mes. El dinero iba a parar a un fondo común. El producto de los rescates de los secuestros no se destinaba a la Agrupación, se repartía entre los secuestradores para que ayudaran a su familia o para sus cosas. Para la guerrilla sólo se abonaba la cuota de las doscientas. Al principio se estableció también el veinticinco por ciento de los atracos, pero luego se dejó sólo en las doscientas. Cuando alguien no disponía de dinero se le aguantaba hasta que lo consiguiera. A mi familia no pude ayudarla porque nada sabían de mí y los tenía lejos, por eso las pasaba mejor, no necesitaba tanto parné, con tener para tabaco y para echar un bocado me bastaba.
Secuestramos a unos diez latifundistas. En aquellos años pedir veinte o treinta mil duros era exponerse a tener que matar al secuestrado. La cifra más alta que se daba por el rescate era de diez o quince mil duros, la tarifa. Alguna vez, sin embargo, se llevaron a cabo secuestros de mayor cuantía, como uno de setecientas mil pesetas que para entonces era un fortunón. Se trataba de un capitalista gordo, jerezano. Lo secuestró un grupo que estaba conmigo en la parte de Alcalá de los Gazules.
Nuestra lucha tenía un sentido, contribuir a la derrota del fascismo en el curso de la segunda guerra mundial. Además, creíamos sinceramente que el pueblo español se levantaría un día en armas contra el dictador. Al llegar 1945 vimos que ninguna de las dos cosas era posible. Cuando terminó la Guerra Mundial y pasó lo que pasó en la tentativa de invasión a través del valle de Arán y con la desarticulación de las guerrillas en Francia, nuestra suerte estaba echada. No quedó otro remedio que aguantarse porque ya no se podía salir.
Cuando el intento de invasión por el valle de Arán nosotros estábamos en Cádiz. Entonces llegó Santiago Carrillo de América y frenó los intentos de invasión de España. El primer factor que debieron de tener en cuenta en el Partido Comunista al abandonar la lucha armada contra Franco, fue que el pueblo español estaba cansado de guerras. Nosotros la prueba la vimos también aquí cuando la población comenzó a volvernos la espalda. Al principio casi todos nos ayudaron, luego nadie lo hizo. Había que contar, como me pasaba a mí, con muy buenas amistades para sobrevivir. El tiempo que yo luché en la sierra me echaron una mano, pero a los demás guerrilleros no les sucedió lo mismo; en cuanto se instalaban, chivatazo que te crió.
Tristemente, teníamos Franco para rato y ya no nos movíamos por la serranía como peces en el agua. Muchos de los nuestros se desanimaron y tomaron la dirección a Tánger. Otros se presentaron a las autoridades, incluso a cambio de un chivatazo, de una delación. Los que quedamos en la guerrilla seguimos corriendo de un lado a otro. Ahora el riesgo era mayor. Mudamos los campamentos con mayor frecuencia para que los que habían estado con nosotros no supieran ya al irse por dónde parábamos. Comencé a desconfiar hasta de mi propia sombra. El problema de los cañuteros, de los soplones, se hizo gravísimo. Un día, acompañado de un gallego, me vi obligado a bajar a un pueblo, Casares, para matar al delator que después de robar cuatro chivos se vino a la sierra con nosotros. Nos hizo un daño incalculable. Ya he dicho que por sus chivatazos cayeron muchos de los nuestros.
Entramos en Casares de mañana. Nos informaron que por Pascua iría para hacer un servicio a la Guardia Civil. No lo encontramos, pero si aparece lo acribillo a tiros. Era Nochebuena, registramos en algunas casas, la gente comenzó a escapar ante el temor de un tiroteo y al no dar con él nos retiramos también. Es la primera vez que bajaba de la sierra, poco después entré también en Estepona clandestinamente para que me sacaran unas muelas.
Dejé de operar militarmente en la sierra en los últimos días de 1949. El reuma me mordió en la rodilla izquierda y decidimos disolver los restos de la agrupación «Fermín Galán». Quedábamos siete. Les entregué el armamento porque oculto en el monte ya no me serviría para nada. Abracé a Quiñones, al Caracol, a Juan Jiménez, a Francisco, a Barragán, a Antonio Rincón. Eran de Coín, de San Roque, de Málaga, de Cortes. Los vi marchar por una cañada hacia el Sur. A los dieciocho días de separamos, cuando yo curaba mi rodilla enferma, la Guardia Civil mató a los seis en una emboscada. Fue un chivatazo y llegó cuando estaban a punto de pasar a Marruecos. Ocurrió el 23 de diciembre de 1949.
Se encontraban por la parte de Cortes e hicieron alto en un cortijo de los montes de Benarrama. Habían matado un cochino y pidieron al cortijero que se lo cocinara. Era de día y estaban guardados en un pinarito a espaldas de la casa. Por la tarde se presentó el hijo del dueño diciendo que tenían que bajar a hora más temprana que otros días porque se les había enfermado un hijo y debían llevarlo al pueblo para que le viera el médico. Era cierto lo del hijo, pero cuando daban cuenta del marrano los cercó la Guardia Civil y los ametralló con los «naranjeros», a sangre fría. Así dicen que pasó. Cuando la matanza de los seis guerrilleros llamaron a mi padre a Bobadilla para que viniera a identificar mi cadáver. Los guardias creyeron que yo estaba entre las víctimas. Cuando llegó mi padre me identificó como uno de ellos y a partir de ahí me dieron por muerto.
Al hijo mayor de los traidores lo metieron a Guardia Civil. Los padres se quitaron de allí, más tarde alguien prendió fuego a su casa. Mi familia guardó luto por mí desde la Nochebuena de 1949. La Guardia Civil había llegado muchas veces a nuestro pueblo para comunicar a mi padre: «A su hijo lo han matado», y volvían los rumores de que seguía vivo, y volvía la Guardia Civil con la cantinela: «A su hijo lo han matado», y así una docena de veces hasta que trajeron, después de la matanza, a mi padre para que reconociera mi cadáver. «Sí —dijo sollozando al detenerse ante uno de los compañeros muertos— éste es mi hijo Pablo».
A mí nunca me propusieron que me entregara pero sobornaron a gente para quitarme de en medio. A los delatores les ofrecían a cambio la libertad. En 1944 hubo una época en que en cada chaparro de los caminos y de los bosques, el Capitán General de Andalucía mandó poner pasquines diciendo que nos rindiéramos, que nos dejarían automáticamente en libertad. Pero ya se sabía la suerte de los que se entregaban. El que se entregaba se convertía en soplón, trabajaba un poco al servicio de ellos y cuando terminaba su cometido lo cogían y lo fusilaban. Cualquiera se entregaba en esas condiciones… Hubo otros en Marbella a los que les mató la gente de por allí en un arroyo porque descubrieron que estaban de chivatos.
Decidí esconderme, pero no por miedo, el miedo no lo he sentido nunca. Sólo cuando iba a entrar en combate, durante la guerra, me ponía nervioso, pero me fumaba un cigarrillo y me tranquilizaba de inmediato. Muchas veces cuando disparaba mi ametralladora lo hacía fumando. Será por eso por lo que fumo tanto. Había elegido ya el sitio donde me ocultaría después de abandonar la lucha. Era un chozo perdido en el monte, situado en el término de Genalguacil, al que llamaban el Majadar y también El Cerro. Pertenecía a una familia cuyos dos hijos habían sido compañeros míos en la guerra. A uno lo fusilaron aquí y al otro en Francia. Estaba con la resistencia y lo mataron los alemanes.
Una tarde con la guerrilla al recorrer el término de Genalguacil recordé el nombre de los dos compañeros, pregunté por El Cerro y así conocí a la familia. El padre se llamaba Trujillo, «el Oveja», vivía con su mujer y con una hija, Ana, a la que apodaban también «la Oveja». Yo me dejaba caer por allí de tarde en tarde. Pero aquellas visitas trajeron consecuencias y tuve que dejar de hacerlo porque encarcelaron a la familia por mi culpa. Nos delató el ladrón de chivos. La Guardia Civil empezó a ir por allí día y noche por si me cogían en el garlito. Una de las veces, en 1943, me encontraba allí por casualidad, cuando se incendió el chozo. Me vi forzado a tomar el olivo porque moros y guardias civiles, de los especialistas contra la guerrilla, estaban acantonados en el pueblo. Al ver el fuego se lanzaron monte adelante. A raíz del incendio, los Trujillo, construyeron una casita. Fue allí donde, más tarde, viviría oculto veintisiete años.
Junto a la casa hay una cabañuela de ramas de pino y dentro de ella un cancel fabricado con caña y matas que me camuflaban. En el chozo se guardaba la paja. La única forma de encontrarme hubiera sido que los guardias entraran pinchando aquí y allá con sus bayonetas. La mampara está situada a la derecha según se entra. Hoy se puede pasar agachado y con cuidado de no tropezar con las vigas de tronco de pino carcomidas ya por los años.
Me rodeaban castaños, pinos, olivos, begonias, malvavisco, hierbaluisa, albahaca… Hay una higuera y un emparrado. Y una empalizada para que no escapen los animales. La hierbaluisa la utilizamos para beberla; aquí en Andalucía se toma en infusión y se les da también a beber a los niños chicos. Los higos se los echamos a las cabras.
En invierno almacenábamos la harina para que no faltara pan. El homo está al oeste de la casa, muy cerca de ella.
Hace veinte o veinticinco años, Genalguacil se veía claramente desde aquí. Desde el cerro yo podía seguir con pelos y señales la vida del pueblo. Ahora es imposible porque la vegetación ha crecido alrededor. Desde aquí veía las fiestas y la procesión. Hoy sólo se oyen las campanas de la iglesia y el altavoz del Ayuntamiento o los altavoces de las camionetas de los vendedores.
Siempre estuve en el interior de la casa o en el chozo. Asomaba sólo por la noche cuando sabía que ya la gente no merodeaba. Ocasionalmente, para hacer ejercicio y siempre de noche, cogía un hacha y una soga y me traía un haz de leña. La vida por lo demás fue monótona, se reducía a estar encerrado, sentarse, levantarse y hacer alguna cosilla sin importancia. Lo fundamental era no darse a ver. No había libros, solo algún periódico que se recogía y alguna que otra novela que Ana me traía del pueblo. Algo más tarde pudimos comprar una radio transistor por la que escuchaba Albania, Cuba, Pekín, Moscú, Praga, Londres, París… En los últimos tiempos, vivo aún Franco, empecé a salir de día. Lo hice con miramiento, pero me había confiado un poquillo más. Mis mejores guardianes eran y son mis tres perros, tres chuchos de monte, cada uno de ellos atado al pie de un árbol rodeando la casa. Por sus ladridos sabía yo si se acercaba un hombre o una bestia. Se llaman «Alegría», «Libertad» y «Revolución».
Los achaques del reuma me los curé con unos tarros de pomada Valderroma. Me untaba toda la pierna, la dejaba inmovilizada y desapareció el mal. Por suerte no sufrí otras enfermedades salvo el dolor de muelas que me obligó a bajar a Estepona, de incógnito.
En la guerrilla la vida era más suelta, más libre que en mi escondrijo. Quizá sea más confortable la vida en una casa cuando hay condiciones, pero yo prefería la sierra. En esto pasa como con los animales que viven en una jaula. Yo me sentía enjaulado. Hoy todo aquello pasó y no añoro la vida en la sierra pero cuando estaba encerrado aquí, la echaba de menos.
Los padres de Ana me trataron siempre como a un hijo. A los tres años de esconderme en el cerro empecé a hacer vida marital con Ana sin que los padres lo supieran. Ella había estado casada pero al marido, ya digo, lo fusilaron en guerra. Era miliciano, lo hicieron prisionero en Teruel, lo trajeron a Málaga y aquí lo pasaron por las armas. En guerra Ana estuvo en Cataluña y pasó a Francia al perderse Barcelona. Volvió, cuando los franceses, en plena guerra mundial, amenazaron a los refugiados: o regresaban a España o les quitaban los chiquillos. Ella vivía con una hermana y una sobrina y volvieron a Genalguacil. La hermana y la sobrina se quedaron abajo en el pueblo.
Lo de Ana y mío fue un secreto absoluto. Nunca quise que los padres lo conocieran; aunque me querían como a un hijo y yo a ellos como a unos padres, temía hacerles sufrir.
Resultaba difícil en esas condiciones mantener vida íntima pero era mejor así. El padre en 1954 y la madre, en noviembre de 1976 murieron sin saber nada.
Ana haría las compras. Mi ropa, en La Línea o en Ronda para que no sospechasen y el género y el tabaco en Genalguacil, paquete a paquete.
El año 1969, en primavera, me enteré por la radio del decreto de prescripción de responsabilidades penales de la guerra civil. Recuerdo que el ministro de Información, Fraga Iribarne dijo entonces: «La guerra ha terminado a todos los efectos». Hay que ver, treinta años después. Yo no salí. Temía al franquismo; para que te mataran bastaba confesar que eras comunista y yo lo era. Antes que verme en manos de los de mi pueblo prefería soltar el pellejo en cualquier rincón.
Era consciente de que los decretos de indulto que dio Franco me comprendían, me afectaban, pero no los aceptaba, porque para mí, Franco fue, de los pies a la cabeza, un asesino del pueblo. Yo no quería rendirme a Franco. La gente sostiene que hizo mucho, que España está levantada por el Caudillo, que sin el Caudillo España no hubiera echado a andar. Yo no pienso así. Si no es Franco, le hubiera tocado a otro. Además si aquí se ha prosperado es como consecuencia del extranjero. Cientos de miles de hombres se han ido a trabajar fuera de España y ellos y el turismo aportaron las divisas. Franco podía haber ordenado que cesaran los fusilamientos, pero en cada pueblo había un Franco que era su vivo retrato y daba las mismas órdenes.
Nunca sospechó nadie que yo estuviera en el cerro. Sólo al final alguien logró verme, un amigo del pueblo que luchó conmigo en la guerra, Frasquito. Pasó por aquí y me vio haciendo leña pero no me conoció. Nos dijimos «buenos días» y «vaya usted con Dios» y él siguió su camino. Debió pensar que era alguien de la familia de Ana que había venido de otro pueblo. Cuando me di de ver, Frasquito cayó en la cuenta y comentó: «Pues era Pablo el que vi haciendo leña».
Otro día tomaba café a la intemperie mientras esperaba a Ana cuando escuché un pataleo entre la hojarasca y se presentó el Secundino. Habló con la madre de Ana que estaba sentada junto a la parra. Para disimular pregunté abiertamente a la abuela: «¿Tardará mucho Ana?» Y ella respondió: «No, ya estará al llegar». El Secundino no vio gato encerrado.
Cuando ya tomé la decisión de entregarme fue cuando Juan Carlos otorgó su decreto real de amnistía. Pensé que no tendría problemas al surgir de escondite. No me mostré antes porque no quería que la Guardia Civil, que luego se portó bien conmigo, interviniera en mi asunto. De todos modos resolví preparar mi documentación para reaparecer. Los trámites los llevé a cabo de forma que nadie se enterara salvo una persona, don Manuel, el cura.
El 23 de agosto de 1976 salí hacia Estepona de madrugada. Ana me había regalado una mochila, me la eché al hombro, como un turista más, me cubrí con un sombrero de palma y eché camino arriba para visitar al párroco de Estepona, don Manuel Ariza. Se me hizo de día al cruzar por el puertecito de El Posteruelo. Crucé con gente en las veredas pero nadie me detuvo. Serían las tres de la tarde cuando entré en Estepona: son casi treinta kilómetros.
Todo empezó a resultarme extraño, las personas y sus vestimentas, los altos bloques de casas, la riada de coches. Iba con los ojos abiertos como el que está criado en pleno monte y no ha visto a nadie durante treinta años. Lo cierto es que me sentía asustado y no sé concretamente por qué. No era el temor a que me llamaran la atención o me detuvieran porque pasé junto a la misma puerta del cuartel de la Guardia Civil. Era más bien por la inercia acumulada de cuarenta años de vivir al margen de todo y en especial de veintisiete años inmóvil en un espacio de pocos metros. Todo lo que yo recordaba de esa costa eran pueblos blancos de pescadores y campesinos. Ana me habló de todo lo que se había hecho y de que todo estaba muy cambiado, pero me quedé quieto del asombro cuando contemplé toda la costa desde lo alto de un cerrillo. Donde antes había unas casas salpicadas entre pitas y chumberas, ahora se abría una carretera como una calle que llegaba hasta Málaga. Una calle rodeada de rascacielos y en la que se paseaban mujeres casi desnudas. Los turistas han venido aquí a lo que ha venido todo el mundo, a explotarnos, a quedarse con nuestras tierras. El beneficio ha sido de cuatro perras gordas pero ¿cuántos millones se llevan a cambio?
Cuando me presenté en la iglesia de Estepona expliqué a don Manuel quién era yo, lo que había hecho y por qué acudía a buscarle. Me aceptó sin más indagaciones. Fui a verle a él precisamente porque en los últimos tiempos de la guerrilla escuché decir a los campesinos que era un cura bueno y justo. Los pobres acudían a sus sermones porque atacaba los abusos de los capitalistas. A ese hombre lo han denunciado infinidad de veces y lo han calificado de comunista para lograr desalojarlo de la parroquia. Es de mi edad pero está mucho más gastado que yo. Por lo que me habían dicho de él, sabía que era abogado de los trabajadores, que los defendía en cualquier pleito que hubiera por huelga, por quiebra o por otros conflictos sociales.
Si me presento antes es probable que se me hubiera arreglado todo. Cuando Herrera Oria vivía, que era íntimo de don Manuel, se hubiera podido resolver mi caso porque al margen de sus ideas era un obispo comprensivo. El obispo sabía que al menor síntoma las autoridades aplicaban la ley de fugas y luchó para que se respetaran los derechos humanos. Yo veía que la religión en 1976 había dado una vuelta de ciento ochenta grados respecto a cómo actuaba en tiempos de la República. ¿De cuándo acá se iban a escuchar cosas así en aquellos años si en España no hubo más que un cura que se hizo republicano, que fue don Juan García Morales y le excomulgaron en seguida? Sin embargo vemos ahora que hay curas con otra manera de pensar. He decidido casarme con Ana por la iglesia, no acaba de gustarme el procedimiento, pero me casaré así, más que nada por regularizar mi situación. Don Manuel se me ofreció para las bendiciones.
Aquella noche dormí en Estepona en casa de una familia conocida de otros tiempos y al día siguiente volví a mi refugio en el cerro. Don Manuel me aconsejó: «Te vuelves allí y procura ya no andar tan escondido». A pesar del consejo no las tenía todas conmigo, los chivatos, los traidores de siempre podían estar al acecho. Me daba cuenta, eso sí, de que mi situación estaba cambiando por completo. Era cuestión de pocas semanas, incluso días.
El 24 de noviembre de 1976 falleció la madre de Ana y para que no sospecharan que aquí, en pleno monte, se quedaba una mujer sola, lo cual hubiera sido raro, mi compañera bajaba al pueblo para dormir.
El 9 de diciembre, hacia las seis de la mañana, los perros rompieron a ladrar furiosamente. Nunca lo habían hecho antes con tanto alboroto. Intrigado, asomé la cabeza por un postillón. «Debe ser un ladrón de gallinas», pensé. Por aquí a esas horas no deambulaba nadie. El especial sonido de los ladridos me alertó: era gente, personas, hombres y más de uno y más de dos. De cualquier forma tosí con fuerza desde la ventana para ahuyentar a un posible ladrón de gallinas. Acto seguido me pareció ver guerreras verdes que se movían entre los pinos y escuché una voz como un trueno:
—¡Salga con los brazos en alto!
La casa estaba cercada. En pocos segundos había dos o tres guardias civiles bajo la higuera, abajo en los bancales estaba todo tomado, junto a la estacada emplazaron una ametralladora.
—¡Salga por arriba! —me gritaron.
No podía hacerlo por arriba porque hubieran escapado los animales. Salí por abajo batiendo palmas, clac, clac, clac, para demostrar que no llevaba armamento. El miedo que tenían era de que me liara a tiros.
—Para acá, para acá —me llamaron.
Allá fui. Había un capitán y un cabo. El capitán me dijo mientras me ponía una mano en el hombro derecho:
—Usted es «Manolo el Rubio»…
—El mismo —respondí sin pestañear.
Había quince o veinte guardias. Se comportaron muy bien, la verdad. Yo digo que si la Guardia Civil se comportara con todo el mundo como conmigo, habría que quererla como se quiere a la policía de un país que defiende los intereses del pueblo. Yo había estado en manos de la Guardia Civil en años de la República y me trituraron vivo, pero ahora se conducían como unos grandes patriotas.
Aquella madrugada el frío era cortante como una navaja cabritera. Me dirigí al capitán y le dije:
—Si lo desea, pasamos adentro hasta que usted disponga.
Entraron unos cuantos, siete u ocho, y fumamos un cigarrillo después de otro. Me hicieron preguntas y cuando terminó el diálogo pedí al capitán:
—¿Quiere usted hacer el favor de mandar a un guardia por el cerro para cuando llegue Ana, mi compañera?
Yo sabía a la hora que tenía que llegar y me preocupaba cuál sería su reacción al ver aquel despliegue de guardias civiles. El capitán envió a Genalguacil una pareja, el práctico del pueblo y otro, para que Ana se ahorrara el viaje y viniera en su puesto algún familiar para hacerse cargo de la casa. Cuando se lo contaron a Ana en el pueblo se vino a paso tirado. Me habían esposado pero al aparecer ella me quitaron las esposas y ya no volvieron a ponérmelas más.
Caminamos hasta el pueblo, hasta donde habían dejado los jeeps. Del pueblo, en coches, seguimos a Jubrique y de Jubrique hubiéramos debido ir a Ronda y dar la vuelta hasta Marbella, pero aquella carretera estaba en reparación y una pareja nos trasladó por otro camino hasta Marbella. Allí la pareja nos entregó al juez. En el juzgado nos quedamos Ana, una sobrina que nos acompañaba para no dejar sola a la tía y yo. El juez estuvo con nosotros un cuarto de hora. Leyó el atestado y charlé un rato con él. Me tomó declaración sobre los mismos puntos que lo había hecho la Guardia Civil. El interrogatorio no fue exhaustivo ni se desarrolló en un tono oficial. El juez me preguntó si me ratificaba en el atestado y respondí afirmativamente. Después llamaron a Ana y la tomaron también declaración.
Cuando el juez me volvió a llamar fue para despedirse:
—Está usted en libertad, váyase a donde le han cogido y viva en paz.
Supe de inmediato que me habían denunciado, que alguien me había delatado. Ese alguien no podía ser otro que el estanquero de Genalguacil. Cuando la madre de Ana cayó enferma de últimas me sentí muy alterado, nervioso perdido; lo único que me sujetaba un poco los nervios era el tabaco, pero no quedaba.
—No puedo más, pase lo que pase —pedí a mi compañera—, cómprame un cartón en el pueblo aunque me cueste la cárcel.
Siete días después de que Ana comprara el cartón de «Ducados» en el estanco de la calle de la estación, la Guardia Civil apareció por el cerro.
El acertijo era fácil: todos sabían que Ana no fumaba y por consiguiente sospecharon que encubría a un hombre. Se corrió en el pueblo que era su marido escapado vivo del pelotón de fusilamiento.
A pesar de todo el estanquero desmintió a través de la prensa y la radio que me hubiera delatado.
A la vuelta de Marbella, después de nuestra visita al juez, conectamos la radio de Málaga y en el boletín de noticias locales dijeron que había sido descubierto porque Ana Trujillo, alias «la Oveja», bajó al pueblo para comprar un cartón de tabaco negro y como ella no fumaba y marido no tenía, pues debía tener tapado a un hombre. Hay que pensar en lógica que el que dio el chivatazo fue el estanquero. De buena fe no iba porque tiene experiencia de la vida y sabe que cuando la Guardia Civil se ha encargado de alguien lo ha hecho como mínimo para molestarlo. Otra cosa fue que a mí no me pasara nada. Para ayudarme no lo hicieron y para ayudarla a Ana tampoco. El hecho es que no compramos ya el tabaco allí, ni me ven por el bar del que es dueño.
A los cuatro días de libertad sentí una de las mayores emociones de mi vida. Mi hijo vino a verme. Lo había tenido de Josefa Hurtado, mi novia de Bobadilla, a la que dejé preñada poco antes de irme a la guerra.
Mi hijo nació mientras yo combatía en el frente de Teruel, pero nunca me puse en contacto con ellos ni con mi familia cuando acabó la guerra porque estaba convencido de que si lo hacía acabarían entre rejas. Aun así a mi novia, a Josefa, a la madre de mi hijo, no la dejaron en paz hasta que murió, hace de esto quince años, hacia 1962. Sufrió de cárcel, de interrogatorios, de persecución y no sólo en Bobadilla, sino en Málaga donde se puso a trabajar como criada para sobrevivir. También allí la hostigaron y fue tal la molestia que el dueño de la casa donde servía hubo de llamar la atención, por lo que después he sabido, al capitán de la Guardia Civil.
—Ya está bien, al novio de Josefa no lo tenemos escondido y mucho menos aquí, déjenla en paz.
Murió al poco tiempo de que la dejaran en paz. Yo la quería y mucho. Se puede querer a una persona pero en un caso como éste, tan especial, lo mejor que puede hacerse, creo yo, es desaparecer de su vida.
Madre e hijo creyeron que yo había muerto cuando mi padre reconoció mi cadáver entre los seis abatidos por la Guardia Civil. Todos guardaron luto por mí.
Las relaciones con mi hijo son muy buenas, él entiende las razones por las que no di señales de vida. La primera vez, llegó solo a verme, la segunda lo hizo con su mujer. Al cabo del tiempo me he encontrado no sólo con dos hijos, sino con dos nietos, uno de dos años y otro de nueve.
En cuanto me case con Ana volveremos a mi pueblo, Bobadilla. Quieren colocarme en un matadero de conejos, a mí no me atrae ese oficio porque siento cariño por los animales y no me gusta hacerles daño. Los perros fueron mi mejor defensa en los muchos años que permanecí escondido, pero, en fin, ya me las apañaré.
Por las noticias que tengo quedan aún en el pueblo de aquella época personas llenas de odio, pero son ya viejos y están enfermos, no creo que me vaya a ocurrir nada. No me preocupa mi porvenir. De nada de lo que he hecho me arrepiento. Nací rebelde y moriré rebelde. Creo que no me equivoqué, simplemente no había para mí otra salida.
Reconozco que soy leninista y estalinista de los pies a la cabeza, aunque eso no quita para que a veces piense que Dios existe. Luché en el partido y por el partido y no recibí nada a cambio, pero tampoco deseo ningún pago.
Fui siempre partidario de la dictadura del proletariado, ahora leo unas declaraciones de Dimitrov en las que se asegura que se puede ir hacia el socialismo esquivando la dictadura del proletariado.
A mí la democracia que me gusta es la cubana, he escuchado horas y horas por radio La Habana los discursos de Fidel Castro y me convence. Plantó cara a los norteamericanos y sacó a su pueblo de la miseria y el analfabetismo.
En Genalguacil los comunistas ganamos las elecciones del 15 de junio de 1977. Obtuvimos 108 votos para el Congreso, Falange sólo 3, y eso que las derechas jugaban con ventaja. Los municipales, algunos de ellos a pesar suyo, iban de casa en casa repartiendo propaganda de Alianza Popular por orden del alcalde. A pesar de todo ganamos nosotros.
Si algún día tomamos el poder en España habrá que evitar que no ocurra lo que a Salvador Allende en Chile. ¿No deberíamos emplear los mismos métodos que las derechas, que cuando nos detienen nos torturan y luego nos fusilan sin contemplaciones? Yo creo sin embargo que en un caso como el de España una matanza de signo contrario resolvería bien poco, el tangay no terminaría nunca.
Tengo un amigo que fue anarquista y que hace poco me advirtió de buena fe:
—Pablo, tú ahora lo que tienes que hacer, después de lo que has pasado, es no meterte en líos y olvidar la política.
¡Qué fácil les resulta decir eso a los que ya no lo sienten! Antes llegué a estar metido hasta los ojos, después viví cuarenta años echado al monte y cuando llegue la hora ¿me voy a quedar quieto, pasmado? No lo sé.
¿Qué podemos ir hacia el socialismo por una vía tranquila? Bien está. Eso quienes deben decidirlo son los jóvenes. Nosotros estamos ya licenciados y lo único que podemos hacer es ayudar a los jóvenes lo mejor que podamos. A mí, me quedan las lecturas. Por cierto, ahora que ya no está prohibido, ¿podrían enviarme un ejemplar de «El Estado y la Revolución», de Lenin?
Pablo Pérez Hidalgo goza de una salud envidiable. Escala sin esfuerzo el sendero que conduce a su chozo, a unos mil doscientos metros de altitud. Desde allí, a la sombra de enormes castaños y alcornoques, se divisan los valles y las altas montañas de la Sierra Bermeja, abrupta e intensamente verde. Sobre las dos higueras que sombrean la casucha, sobre el malvavisco que cae al lado de un primitivo horno en el que el escondido cuece las castañas para que no se pudran antes de darlas a los cerdos, las chicharras vibran como una ruidosa tormenta. Pablo dice que cuanto más fuerte chirrían, más calor va a hacer. Por el emparrado corren como relámpagos las lagartijas. Abajo, las oropéndolas ensayan sus dos diversos cantos: el armonioso y dulce que busca a la pareja y el áspero y chillón del susto repentino. Estos ruidos, estos tupidos árboles, los aromas de una docena larga de hierbas aromáticas (albahaca, matranto, yerba luisa, menta…), las chicharras que revientan cantando, los fortísimos haces de luz que cruzan entre la hojarasca y, a lo lejos, sobre las montañas peladas en lo alto, sombreadas de olivos y alcornoques a media altura, el agrio ladrido de los tres perros guardianes, de mirada salvaje, un reguerillo de agua que baja como a un quilómetro fueron el paisaje y la vida de este guerrillero durante veintisiete años. Él mismo forma parte de esta naturaleza pujante, luminosa y fecunda.
Abajo, en Genalguacil, su compañera «la Oveja» es dueña de una casa constituida por una habitación de planta baja, pintada de verde y con un enorme fogón, y otra en la planta superior, con una cama grande y algunos libros y papeles. Pablo, mientras ella está fuera, lee las memorias de Líster a la luz de una bombilla sin pantalla, hasta muy entrada la noche. No le importa, aunque a las siete de la mañana se levanta, se lava en la palangana situada bajo el fogón y emprende los cuatro quilómetros de marcha, monte arriba, hasta su refugio, donde le esperan algunas gallinas, un cerdo, media docena de cabras y los tres perros.
Regresará al anochecer para acudir con su amigo Celedonio, un camarada gentil y risueño, flaco como un ascua y de brillante mirada, al bar de Veremundo Álvarez, que está frente al otro bar al que no entra jamás, el del estanquero que lo delató. Veremundo Álvarez ha sido siempre anarquista puro, pero ahora que no parece haber anarquistas e influido por Pablo y Celedonio, se cree comunista. Tiene los bolsillos llenos de papeles con manifiestos y versos que él mismo escribe y lee en el bar. Cobra sesenta y cuatro pesetas por una comida sólida, bien regada de cerveza, para cuatro personas, la décima parte de lo que vale, y no admite que se discuta su precio o se le entregue propina. Dice que él cobra lo que es justo y ni un céntimo más.
Por sus antecedentes anarquistas (de antes de la guerra, por supuesto), acaba de ser depurado uno de sus hijos. Quiso entrar en el Cuerpo de la Policía y se le rechazó, después de haber sido aprobado, cuando se revisó el historial de su padre. Pero Veremundo no se indigna demasiado, ni grita. Está satisfecho de que en su pueblo haya ganado las recientes elecciones el Partido Comunista, al que no pertenece pero con cuyas ideas se siente identificado. Su esposa escucha con afecto sus versos mientras sirve como a viejos amigos a Pablo y Celedonio.
Ya tarde, ellos dos recorren las limpísimas, estrechas, blancas, curvas y empinadas calles de Genalguacil, el pueblo colgado inverosímilmente de la montaña, en tan difícil equilibrio que parece a punto de precipitarse al valle. Se meten en la habitación verde del guerrillero, abren un botellín de cerveza para los dos y se ponen a fumar y a comentar la historia pasada, la historia presente y la historia futura de la clase obrera, a la que pertenece toda la aldea salvo una o dos personas, las que solicitaron el voto para Alianza Popular, los que a veces derraman su voz por los altavoces estratégicamente situados en lo alto de la aldea. En Genalguacil ya no hay ni cura ni guardias civiles y cada vez queda menos gente. Los jóvenes se marchan porque la explotación de los montes es muy dura.
Incluso Pablo Pérez Hidalgo quiere salir de aquí.