15. La topera de Bejar.

15. LA TOPERA DE BEJAR.

Angel Blázquez: 20 años oculto.

Antolín Hernández: 17 años oculto.

Manuel Sánchez: 9 años oculto.

Etcétera.

Al anochecer del día 17 de julio de 1936 se enteraron los ciudadanos de Béjar de que los militares se habían sublevado en África. La ciudad tenía entonces unos nueve mil habitantes, casi un tercio de los cuales eran obreros: textiles sobre todo, pero también albañiles, madereros, canteros, agricultores… Media docena de capitalistas, dueños de las fábricas de tejidos, habían dominado tradicionalmente el pueblo por el conocido procedimiento de tener de su lado al poderoso destacamento de la Guardia Civil enclavado a la entrada del pueblo. Béjar ha sido siempre uno de los focos industriales más importantes de Castilla la Vieja. Anclado como un barco entre los ríos Frío y Cuerpo de Hombre, el pueblo había conocido mucho antes del 36 las luchas obreras, conflictos que a veces duraron un año entero o asentados en la memoria de todo el país, como el «motín del pan» del 20 de mayo de 1920. Sus paños tenían renombre en media España, antes de que los beneficios discriminadamente repartidos por el franquismo a los capitalistas catalanes arruinasen casi por completo esta industria centenaria, como había estado a punto de ocurrir ya con el dictador anterior, Primo de Rivera, que estableció el «caqui» como uniforme militar sin dar opción a los enormes stocks existentes en Béjar del paño anterior, del que era casi exclusivista… Cuando el último sol del día 17 iluminaba los altos castaños supieron los bejaranos que volvían los malos tiempos.

Inmediatamente de las primeras noticias, las distintas comisiones obreras se reunieron para dilucidar qué actitud tomar ante los hechos. La radio había recomendado calma y tranquilidad. Después de algunas discusiones, los obreros bejaranos, casi todos ellos afiliados a la UGT, cayeron en el mismo ingenuo error que otros muchos grupos proletarios de todo el país. Frente a la rebelión de los militares, falangistas y clases dominantes, se les ocurrió únicamente declarar la huelga general.

Al día siguiente, 18, don Valentín Garrido, que había sido presidente de la Diputación de Salamanca, era aún diputado provincial y miembro destacado de Izquierda Republicana, se dirigió en compañía de un grupo de comisionados al puesto de la Guardia Civil para preguntar a su comandante de qué lado estaban sus hombres y para pedir que entregaran sus armas al pueblo. El teniente contestó que sus guardias estaban al lado de la legalidad y del pueblo, que usarían las armas para defender a éste y, por tanto, que no había por qué entregarlas; en fin, que no tenían por qué preocuparse de la sublevación: duraría unas horas. Satisfechos y tranquilos por la respuesta, los obreros huelguistas decidieron, como solución accesoria, convencional y simbólica, colocar barricadas en las tres principales entradas al pueblo (el cuartel de los guardias quedaba ya fuera de este recinto).

—Las barricadas eran iguales a las de la gran revolución de 1868 —cuenta Ángel Blázquez Giménez—: Sacas de lana apiladas unas sobre otras. Habían dado muy buen resultado setenta años antes: al entrar en la lana, las balas comienzan a enredarse y no salen por el otro lado. Pero, claro, aquello no podía servirnos de mucho, porque no teníamos otras armas. Nos turnábamos en las barricadas, día y noche, y había una escopeta por cada setenta hombres. En la barricada en que estaba yo, la que cerraba la calle de Blanca de Navarra, teníamos para todos dos escopetas viejas y un cachorrillo que disparaba unas balas así de grandes, pero que no llegaban a diez metros. Se alcanzaba más lejos tirando una piedra con la mano. El cachorrillo es una pistola pequeña, antigua… Estábamos todos unidos, todos juntos, viejos y jóvenes, niños y mujeres, pero sin armas.

»Ese mismo día por la tarde pasaron unos soldados del regimiento de Plasencia y no se atrevieron a atacamos; ya estaban rebelados, pero no se atrevieron. También llegó, el 19 o el 20, un coche con media docena de falangistas, llegó hasta la misma barricada. Salieron cuando les dimos el alto y empezaron a disparar las metralletas que llevaban. No murió nadie, pero ya hubo heridos en los dos bandos. Hasta entonces sólo había muerto uno en Béjar, uno de derecha que le pegaron un tiro en medio de la calle, pero yo creo que fue una venganza personal. Allí no murieron más de los fascistas.

»En todo esto que voy diciendo hubo un gran error. Si llegamos a ir al cuartel todos juntos y no preguntamos nada, sino que cogemos las armas, Béjar no hubiera caído. Y no quiero pensar la que habría ocurrido después, porque nosotros, bien armados, hubiésemos tomado el cuartel de Plasencia y, unidos a los obreros de Plasencia, el de Cáceres. Y ya no voy a decirles si bajamos todos hacia Badajoz… Veríamos a ver quién hubiera ganado la guerra…

Ángel Blázquez, un hombre grande, tranquilo, cordial, dueño de una memoria portentosa y de una expresividad exacta, habla despacio y con argumentos rotundos. Como a tantos otros españoles de su tiempo le gusta sobre todo escarbar en los errores de los primeros momentos, errores que de alguna manera decidieron ya el final de la guerra. Blázquez no tiene reparos en desgranar sus sueños. Los guardias civiles de Béjar tenían tres ametralladoras (extraño armamento para unas fuerzas destinadas a guardar la paz rural) y otra más tenían los de Candelario. Unidas las cuatro ametralladoras y estratégicamente situadas sobre el valle que se abre en torno a Béjar, todas las guarniciones que hubieran pretendido circular entre Salamanca y Extremadura habrían encontrado grandes dificultades… Pero los tres mil obreros bejaranos se habían limitado a declarar la huelga general.

El día 21 de julio apareció el pueblo rodeado por unidades del ejército llegadas de Plasencia y Salamanca. Los guardias civiles, con ametralladoras y fusiles, ocupaban los altos del pueblo prestos a abrir fuego sobre aquellos hombres a quienes habían prometido defender. Eloy González, el alcalde, recibió un telegrama de un yerno suyo, teniente de las fuerzas salmantinas, aconsejándole que se rindiera con todo el pueblo; de otro modo, entrarían los soldados y aquello sería una carnicería. El alcalde habló con los líderes sindicales y al fin, viendo que sería inútil y suicida la resistencia sin armas de tres mil hombres frente a dos compañías de infantería y tres docenas de guardias civiles, decidieron rendirse.

Mientras los invasores entraban en Béjar, algunos centenares de obreros se lanzaron a los bosques cercanos dispuestos a continuar la lucha por su cuenta o a morir antes de entregarse al enemigo. Casi todos, efectivamente, habrían de morir poco a poco de los modos más diversos. Una docena de ellos consiguió esconderse en sus casas y, al cabo de tres años, de nueve, quince, veinte años, volvió a la luz para contemplar lo ocurrido en su pueblo. Ángel Blázquez, recepcionista del Hostal Residencia Blázquez, propiedad de un sobrino de igual nombre, fue uno de los escondidos, el que más años se mantuvo encerrado.

Cada uno de estos hombres viviría una peripecia distinta. Entre ellos hubo fugados a Portugal, hubo guerrilleros serranos (como el que da título a la novela de Luis Garrido «El maqui»), hubo incorporados a las filas republicanas… y hubo sobre todo muertos. Según datos comunicados al historiador norteamericano Gabriel Jackson y que él considera fidedignos el número de muertos por los sublevados durante los seis primeros meses en la represión a las provincias castellanas de Valladolid, Zamora y Salamanca fue de quince mil en las dos primeras y cuatro mil en la tercera. Jackson considera este número como mínimo, pero en el caso de Salamanca parece «demasiado mínimo». (Hay que tener en cuenta además que eran provincias muy poco pobladas: Ni Zamora ni Salamanca llegaban a los trescientos mil habitantes en esa época, con lo que el porcentaje de ejecutados fue en tan breve tiempo del cinco por ciento del total o, presumiblemente, el veinticinco por ciento de los varones adultos, uno de cada cuatro).

—Lo primero que hicieron aquí fue traer de Salamanca a un pistolero falangista llamado Mayorga. Creo que él era de Cantalapiedra y antes había pertenecido a la CNT, pero se había cambiado la chaqueta antes de empezar la guerra, sin duda por dinero. Este Mayorga tenía unos 28 años y venía con un hermano suyo y un grupo de pistoleros de Falange pagados por los caciques de aquí. En una noche se hicieron los amos del pueblo. Ellos eran la autoridad y mataban al que querían o al que les mandaban los otros. Iban con el coche recogiendo a la gente para sacarla y pegarle un tiro fuera del pueblo, en las cunetas.

—A mí me cogieron una noche, después de volver del monte —cuenta Manuel Sánchez, antiguo presidente de los Albañiles y Canteros de la UGT, nueve años oculto y hoy constructor—, pero yo era amigo del lugarteniente de Mayorga, habíamos hecho la mili juntos. Estuve media noche dentro del coche, dando vueltas al pueblo. Ellos gritaban y cogieron a algunos más. Iban armados con pistolas. Yo le dije a este amigo mío: «Bueno, mátame de una vez; no hace falta que estemos aquí toda la noche». Él me dijo: «Tú calla». El coche estaba lleno y ya no cabía más gente. Entonces este amigo mío me dice: «Tú te bajas, que no cabes aquí». Yo me bajé y eché a correr a mi casa. Y ya me escondí.

Lucas Tejero, practicante hoy en su pueblo y largos años preso por izquierdista, cuenta la que considera historia más horrorosa de aquella época:

—Cuando yo estaba en la cárcel de Béjar, un calabozo medieval que conservaba aún las argollas en las paredes, conocí a Juan Sánchez Benito, que por aquí llamaban «El Molinillo». Era un muchacho joven, de poco más de veinte años, muy inteligente, socialista. Él me contó parte de lo que le había ocurrido y otras gentes me contaron el resto. Este Juan Sánchez Benito estaba escondido en un desván de Pedro Martín, que lo protegía. Pero un día —esto sería al medio año o cosa así— lo descubre un falangista que vive en la trasera, cerca de allí; este falangista ya había matado a su cuñado, era un asesino. Juan Sánchez se da cuenta de lo que pasa, habla a Pedro Martín y a su madre y deciden salir del pueblo. Al día siguiente montan los dos, la madre y él, en un autobús, pero los falangistas ya estaban avisados y los siguen. El autobús hacía la línea de Béjar a Molinillo, el pueblo de ellos. La madre no había querido quedarse, decía que ella iba siempre con su hijo. Ya tenía la mujer sesenta y dos años. Se llamaba Cándida Benito Hernández. Bueno: Juan va mirando por las ventanillas del autobús y ve que el coche de los falangistas viene detrás. Se lo dice a su madre y en una curva, cuando había muchos árboles, se tira en marcha y cae rodando por la cuneta sin que los de atrás se den cuenta. Llegan a Molinillo y los falangistas sacan las pistolas para esperarlo cuando baje del autobús. Y Juan Sánchez no baja, claro, porque no está. Ellos se ponen furiosos, cogen a la madre, la torturan y la suben a un camión que ya tenían lleno de gente para matar en Béjar, adonde la habían devuelto. Estaban furiosos, porque Juan Sánchez era una pieza codiciada; a pesar de ser obrero, era inteligente y ellos perseguían a toda persona inteligente… Ya por la noche sacan el camión y van matando a la gente y tirándola a la cuneta. Cándida ve que matan a un padre con sus dos hijos, ve que matan a un cuñado suyo ya viejo, pero no dice nada. Los falangistas la dejan la última, pero no dice nada. Entonces la bajan, disparan y se van… Por la mañana unos chicos que cuidan ganado, oyen lamentos, se acercan y ven a Cándida arrastrándose todavía entre las hierbas. Los chicos avisan a Monforte, vienen los falangistas, la cogen y la meten en una casa que hacía de cárcel en este pueblo. Allí prohíben que le den agua de beber o que le cuiden las heridas. Ella tenía siete balas en el cuerpo y se murió dos días más tarde, desangrada. A Juan Sánchez Benito lo cogieron poco después y murió en la cárcel de tuberculosis. Ya estaba casado y hoy vive su viuda, Maximina, aquí en Béjar, en la calle de Santa María de las Huertas, con los dos hijos que él le dejó.

El terror falangista se organizó rápidamente y con una precisión absoluta desde el Palacio Ducal, donde se estableció el cuartel general. Entre el 22 de julio y el primero de octubre fueron asesinados, según cuenta que Ángel llevaba con toda pulcritud en una libretita, ciento treinta y tres bejaranos. A ellos hay que añadir los once dirigentes que fueron entregados a los militares, conducidos a Salamanca, juzgados en Consejo de Guerra y finalmente fusilados. Eran el alcalde, los maestros, los concejales, el propio don Valentín Garrido… Murieron el primero de enero de 1937. Pero quizás la muerte más dolorosa para aquellos hombres escondidos o fugados que ansiosamente buscaban noticias fue la de don Manuel Crespo, maestro del pueblo y excelente orador, ocurrido medio año más tarde. «Era un amigo de los pobres, uno de los mejores hombres que yo he conocido». Crespo se escondió, pero los falangistas observaron que un niño compraba diariamente un periódico y lo llevaba a una casa. Le siguieron, entraron en ella y allí encontraron al maestro, un hombre de casi sesenta años con una larga barba blanca que había sido incapaz de dominar su curiosidad. Conducido a Salamanca, todavía muchas personas recuerdan cómo fue exhibido en la plaza Mayor, entre golpes, salivazos e insultos, antes de ser fusilado. Había sido un gran amigo de don Miguel de Unamuno, en cuya compañía todo Béjar lo había visto recorrer con pasos cortos la larga y hermosa calle principal del pueblo y los bosquecillos vecinos. Solamente había logrado estar oculto diez meses.

—A Martín, el hermano de Blázquez —dice Manuel Sánchez—, lo mataron por no hacerme caso. Estábamos juntos en el campo y yo le dije: «Mira, Martín, vamos a entrar en el pueblo. De noche es fácil. Allí nos escondemos y no va a pasarnos nada». Pero él no quiso, él decía que el campo era más seguro. Y al día siguiente lo encontraron en una cuneta con catorce tiros en el cuerpo y el tiro de la falange entre los ojos. Lo habían cogido en Becedas y lo tiraron ya en el término municipal de La Hoya. Cada falangista le había metido un tiro. Eso fue el día 29. Todas las cunetas de las carreteras de Béjar estaban llenas de muertos. Yo conseguí escaparme porque me metí en el pueblo. Vi a un grupo de gente del campo que venía a Béjar de madrugada; le pedí a uno que me dejara un cerdo, lo eché al hombro y entré con los demás. Los de la guardia se fijaron en el cerdo, pero no en mí.

Ángel Blázquez dice:

—Martín era comunista, el único comunista de los seis hermanos. Me llevaba a mí diez años. El mayor de todos, Ricardo, había fundado con otros amigos la CNT en 1931. Él murió en el 34. Mariano y yo también pertenecíamos a la CNT, que era el sindicato de los de la construcción. Los otros dos hermanos eran de la UGT, pero todos nos llevábamos bien. Ellos estuvieron presos unos años y luego los soltaron. A mi hermano Mariano también lo mataron, pero de una manera mala, mala. Martín apareció lleno de balas el 29 de julio y Mariano murió en una cama el 19 de noviembre, cuatro meses después.

»Yo había pasado aquellos primeros días en un lugar que llamábamos Tranco del Diablo, por la zona del río Cuerpo de Hombre. Al enterarse de la muerte de Martín, y temiendo que a mí me pasara lo mismo, mi madre pidió a algunos amigos que entraban y salían del pueblo con cierta facilidad, que me hicieran volver a casa. Porque ya no estaba sólo el peligro de Mayorga, sino que las autoridades militares anunciaron que a todo el que cogieran en el campo sería acusado de «Desafecto al régimen». Eso y pegarte un tiro si te descuidabas era lo mismo… Entonces yo regresé a casa y Mariano también. Pero Mariano había estado en un pueblo con Manuel Sánchez y había bebido leche de cabra sin cocer. Tenía la fiebre de malta. Le dieron neosalván, que era lo que había entonces, y él llevaba la inyección diariamente, pero un día medio jugando se le estropeó la jeringuilla. Entonces el médico le dice: «No hace falta que vayas por otra, tenemos aquí la nuestra». Y al ponerle la inyección, mi hermano repentinamente se pone malo. El médico preguntó: «¿Te ha venido como una cosa así a la boca?» Y Mariano dice: «Sí». Nada más salir de allí tuvieron que cogerle del brazo porque no se tenía y él había llegado por su propio pie. Primero lo llevaron a casa de una vecina y luego ya a su casa; él estaba casado. Cuando llegó el practicante, que era uno ya viejo y con mucha experiencia llamado Sánchez, estuvo mirándole los ojos. «Tienes un envenenamiento en la sangre terrible; tienes la sangre envenenada. ¿Qué ha pasado aquí?» «Pues esto y esto ha pasado», le dijeron. Entonces mandaron a mi sobrina, que ya tenía catorce años y se daba cuenta de todo, al hospital. «Mire usted, que me manda mi madre que mi padre se ha puesto muy malo». Y él no quiso ir. Estaba allí su cuñado, que también era médico, y le dijo: «Mira, José, ¿por qué no vas tú a ver esto?» Y el otro le contestó: «Tú que lo has enredado, vete a desenredalo». Pero no fue y mi hermano se murió envenenado por él… Este médico era falangista y luego le hicieron director del hospital de sangre de aquí. Ha muerto hace dos años. ¿Para qué vamos a decir su nombre?

Ángel Blázquez está absolutamente seguro de que este médico, persona muy conocida en toda la comarca bejarana hasta su muerte, asesinó a su hermano.

—Por si no estuviese convencido, déjenme que les cuente lo que pasó hace poco, hace cuatro años. Yo tenía gastritis y mi sobrina me convenció de ir a la consulta de este médico. Fui porque se le daban bien estas cosas, hay que reconocerlo, pero desconfiaba de él. Primero empezó a preguntar para cerciorarse de que yo era el hermano de Mariano. «Pero, hombre, tú eres el hermano de Mariano». Cuando lo comprobó bien, mandó a mi sobrina a que le comprara alcohol. «Te quiero pedir un favor: que me traigas un poco de alcohol, pero quiero que lo compres en la botica de Dora, no en ésta de aquí». Había una botica al lado de su casa, pero mandaba a mi sobrina a otra que está a trescientos metros. Luego dijo: «Ahora te tienes que tomar la papilla». Tenía la papilla debajo de un lavabo, ya preparada, y la cogió para dármela. Lo normal es que se prepare delante del paciente, pero él ya la tenía allí. Yo no quise tomarla. «Que no, que no tomo la papilla». Y él se puso rojo, luego blanco; no atinaba a hablar siquiera.

Aquella sucesión de embestidas de la muerte, que se presentaba por caminos tan diversos, hizo que Ángel Blázquez, lo mismo que Manuel Sánchez y algunos otros de los supervivientes de la represión en Béjar buscaran refugios seguros. Manuel Sánchez, después de la macabra experiencia a bordo del automóvil de los asesinos falangistas, aprovechó sus conocimientos de albañilería para construir rápidamente en su casa un tabique suplementario y emparedarse detrás de él. Se introducía en la estrecha cámara por un agujero abierto a ras del suelo y cubierto por un cartón blanco desde dentro y un pesado mueble desde fuera.

Cuando fue fusilado José Antonio Primo de Rivera en Alicante, un hermano suyo que estaba en un cuartel de Zaragoza con los rebeldes fue misteriosamente arrancado de su unidad y asesinado probablemente, ya que jamás se supo de él. Sánchez asegura que las represalias por la muerte del fundador de la Falange fueron espantosas en cuarteles, cárceles, en ciudades y campos. Él pasó los primeros años de encierro en un auténtico polvorín.

—Yo vivía en un piso con mi mujer y mis hijos. Nos ganábamos la vida haciendo zapatillas con los orillos de los tejidos que desechaban en las fábricas, aunque mi familia no se murió de hambre porque mi mujer iba todos los días a «La cocina económica», donde daban un poco de cocido a los pobres. Debajo de nosotros vivía un cura llamado don Plácido, que tenía un odio mortal a los rojos. Encima vivía un cabo de carabineros que estaba de parte de los fascistas, claro. Y al lado, el dueño de la casa, un abogado por nombre Antonio Llamazares, un oportunista que en seguida se apuntó a la Falange. ¡Si pasaría miedo yo…! Allí no se podía estar tranquilo, así que un día, hacia 1942, nos cambiamos de casa. Yo me eché un colchón al hombro y, como llovía, puse un paraguas por encima de la cabeza. Así fui andando por la calle hasta la otra casa que habíamos alquilado.

Iban Manuel Sánchez, su mujer, sus hijos… y su padre, que permanecía también escondido a su lado. Es una historia oscura e indudablemente penosa. Manuel Sánchez no quiere hablar de ella, ni decir siquiera el nombre del anciano. Tenía unos sesenta años cuando se ocultó. El hijo afirma que a los cuatro o cinco años ya no pudo resistir más y escapó a Portugal «con un trozo de pan y cuatro sardinas arenques en el bolsillo» y que desapareció durante la huida o posteriormente en el vecino país. En Béjar nadie cree esta historia. ¿Cómo va a huir a Portugal, cuya frontera está a casi un centenar de kilómetros, el padre viejo sin que el hijo lo acompañe? En Béjar piensan que el padre de Manuel Sánchez murió durante el tiempo de su ocultación y que fue enterrado por los otros miembros de la familia en la bodega o en el patio de la casa. Evidentemente, si así fue, ninguno de los supervivientes reconocerá tan patético desenlace.

Pero el clima de terror que se respiraba en Béjar durante la guerra y en los años siguientes explicaría sucesos como éste. Ángel Blázquez asegura que lo ocurrido en su pueblo fue como la política de Franco a tamaño reducido. «Ellos tenían que asegurase la retaguardia; matando a la gente, aterrorizando a todo el mundo sabían que nadie se iba a revolver. Y si ganaban la guerra, ya no tendrían enemigos que temer durante muchos años. Eso fue lo que hicieron Franco y los militares: matar a todos los más posibles para que los que quedaban no volvieran a molestarles más».

Ángel, a quien su padre puso Sócrates pero el cura, al bautizarle, insistió en anteponer al griego un nombre cristiano («y ahí empezaron mis problemas, creo yo», dice), Ángel Sócrates Blázquez Giménez permaneció escondido en su casa desde el 30 de julio de 1936 hasta el 24 de diciembre de 1955. Es decir, casi veinte años. Se ocultó dos días antes de que llamaran a filas —los militares rebeldes— a los mozos de su quinta, pero no fue, insiste, por miedo a hacer la guerra por lo que se escondió.

—Al principio estuve dentro de la casa. Subía y bajaba del desván según viera el peligro, pero desde el 5 de septiembre ya me quedé sin bajar, porque la guerra iba mal. Este desván no tenía acceso desde la casa y medía unos cinco metros de largo por casi dos de ancho y cincuenta centímetros de altura en la parte más baja y uno veinticinco en la más alta. De modo que no podía estar de pie; sólo sentado o tumbado. Al desván se entraba por una gatera del tejado, que era también el único respiradero. Yo hacía mis necesidades en una vasija y las volcaba por la gatera a otro tejado que estaba más abajo, pegado a la pared de nuestra casa. Una vecina vio un día las manchas de humedad y le preguntó a mi madre. Ella dijo que serían los gatos o los que estaban arriba de guardia. El interior del desván estaba lleno de escombros. Yo tenía solamente dos mantas para dormir, una arriba y otra abajo. Pero como el tejado era tejivano, se notaban mucho los cambios climatológicos. En verano hacía mucho calor y en invierno mucho frío. Recuerdo que cuando la batalla de Teruel creí que me helaba. Me dormí pensando que no iba a amanecer, que estaría muerto a la mañana siguiente del frío que hacía. Me vendé los pies, las manos, el cuello y la cabeza con tiras de orillo de los paños y me tumbé cerrando los ojos y diciendo: «Bueno, esto se acabó».

»Ya más tarde conseguí meter una pelliza y una colchoneta, pero allí arriba estaba muy mal. No podía fumar ni beber ni casi moverme. En la casa sólo vivía mi madre y podían descubrirme por cualquier cosa. Para alimentarme, tuvimos que recurrir a un truco muy complicado. Atravesaba el desván, de abajo arriba, una chimenea que en la parte inferior era muy ancha, de más de un metro cuadrado, haciendo campana sobre la cocina de abajo. Poniéndose de pie una persona encima de la cocina y con todo el cuerpo dentro de la campana, llegaba a una altura superior al techo. A esa altura hicimos un agujero en un ángulo, un agujero pequeño, como de tres dedos. Mi madre se subía a la cocina y me iba dando de comer por aquel agujero pasando la cuchara. El plato no cabía, así que me iba dando poco a poco, como a un niño, a cucharadas. Para los líquidos, me acercaba el tazón y yo sorbía desde el otro lado por una paja de centeno. Tomaba de cena y de desayuno un café con una yema y para comer, lo que hubiera en casa: rodajas de pesca que ella partía en trozos pequeños, tortillas, pero siempre poco, porque mucho no había. Mi madre asaba castañas y las vendía por el pueblo y eso era un pequeño gran negocio; teníamos para vivir bien los dos, aunque parezca una tontería asar castañas. También al principio vendía pan blanco de estraperlo».

»Yo lo único que hacía allí dentro era leer, leer siempre los mismos libros. Los que eran grandes mi madre me los había metido por el agujero cortando los cuadernillos y luego doblándolos, sin las pastas. Tenía una Historia Universal que le faltaba la parte de América, Los tres mosqueteros y su continuación titulada Veinte años después, un ensayo muy bueno de Marañón, titulado Amor, conveniencia y eugenesia, un libro de medicina editado en 1868 que era muy interesante porque explicaba toda la medicina antigua y una novela del doctor Díaz de Tejada. Leí tantas veces estos libros que me los aprendí de memoria. Todavía ahora mismo, cuarenta años después, puedo recitarles el comienzo de la novela de Tejada, que era sobre la retransmisión del pensamiento, la telepatía; me la sé de memoria pero, lo que son las cosas, ahora mismo no me acuerdo del título. Empezaba así: «El doctor Eulogio Mandaz, mi colega, mi amigo, es un escéptico al que yo desprecio a pesar de toda su ciencia. Él habla de obsesiones, desequilibrios funcionales originados por el exceso de trabajo mental. ¡Qué sabe él, esclavo de su materialismo y de sus libros de fórmulas, de esa potencia inefable e inaprehensible que a fuerza de ser tan humana rebasa los límites de la Humanidad y que se llama alma! ¡El alma! Durante muchos años yo tampoco creí en ella. Tenía mis razones. En mi profesión de médico, cientos de veces mi bisturí rajó la envoltura carnal de los hombres, llegó a sus más profundas vísceras. Vi paquetes musculares, redes nerviosas, racimos de glándulas. Violé el organismo humano. Encontré sangre, tumores infectos, viscosas heridas, repugnantes coágulos. Vi palpitar el corazón como una esponja roja y escudriñé el cerebro… ¿Y el alma? ¡Visión de románticos, entelequia de poetas! Jamás saltó bajo el filo del escalpelo ni brotó como una llama viva del grosor de una víscera…»

En los primeros cuatro años de encierro Ángel engordó casi cuarenta kilos. Llegó un momento en que temió morir en aquel desván oscuro y tétrico. Por la noche, los ratones le recorrían la cara y el vientre; él se quedaba inmóvil estudiando sus movimientos. Comenzó a escribir una autobiografía para entretenerse y para que el mundo conociera sus sufrimientos (como el resto de los topos, creía que era el único que se encontraba en esa situación), pero cuando más tarde fue a recoger las cuartillas pergeñadas se encontró con que los roedores habían acabado con ellas, al igual que con sus fieles compañeros, los libros.

Sin embargo, ni el total aislamiento ni los rigores del clima eran lo más terrible. Blázquez se «instaló» definitivamente en el desván a comienzos de septiembre, pero hasta mediados del año siguiente no comenzó a ser rigurosamente perseguido. Dos falangistas comenzaron entonces a hacer guardias en el tejado de su casa, exactamente encima de donde él estaba escondido. No imaginaban los perseguidores que Ángel estaba allí dentro, sino que el fugitivo entraba y salía de la casa por la noche. Querían apresarlo en uno de esos viajes nocturnos para sacarlo del pueblo y matarlo como a su hermano. También los guardias civiles iban a la casa a buscarlo, pero sus registros resultaban siempre infructuosos. El agujerito de la campana de la chimenea estaba debidamente tapado con un pedazo de trapo ocre. Por lo demás, los guardias, sin más órdenes de persecución que las emanadas de los propios falangistas y de la burocracia militar, no insistían demasiado en sus regulares visitas a la madre de Blázquez.

Los pistoleros eran otra cosa.

—Hacían guardia como si fueran soldados. Yo los oía llegar, hacer los relevos. Se avisaban del relevo restregando los pies en la calle y luego se daban santo y seña. Siempre había uno o dos encima del tejado, día y noche. Cuando hacía frío subían un brasero y daban patadas para entrar en calor y no me dejaban dormir ni un segundo. Yo les oía hablar, decir todas las herejías que me iban a hacer cuando me cogieran. Que me iban a colgar por las partes, que me las iban a cortar y antes de darme ese tiro que ellos daban siempre entre los ojos me las harían comer. Siempre decían: «Hay que procurar cogerle vivo para hacer esto y lo otro». Cada pareja que estaba de guardia imaginaban unas herejías distintas y yo lo iba oyendo. Casi nunca gritaban; hablaban bajito, aunque en los primeros días no tenían miedo de nada y se gritaban los de arriba a los de abajo y hasta cantaban canciones. Después, cuando terminó la guerra, lo hacían con más cuidado. Estuvieron vigilando el tejado hasta el mismo día que salí, hasta el año 55. Incluso ponían ceniza delante de la puerta o en los tejados que caían junto a las ventanas altas de la casa para ver si yo entraba o salía. Al final sabían de sobra que yo estaba en la casa, yo creo que lo sabía todo el pueblo, pero ya no se atrevían a matarme allí dentro. Querían cogerme, llevarme fuera y pegarme un tiro. Ya entonces habían perdido la práctica de matar, la práctica que tenían los primeros años…

Aquella presencia continua y amenazadora terminó por destrozarle los nervios. Habló con su madre y dijo que se arriesgaría a salir, que desafiaría la muerte antes de aguantar por más tiempo aquellas pisadas, aquellas conversaciones encima de él. Primero, en 1940, salió del desván rompiendo el tabique de la campana y bajando a la cocina. Allí, durante dos años, organizó su fuga. El único hermano que estaba en libertad vendió dos magníficos sillones de peluquería americanos, «americanos auténticos, fabricados en Cincinatti, marca Triumph», por tres mil pesetas, lo mismo que le habían costado nueve años antes a Martín. Con ese dinero emprendió Ángel la huida a Portugal.

—Yo conocía bien el camino, porque ya había escapado otra vez en 1935. Entonces había participado en la huelga general revolucionaria de octubre de 1934. Los obreros se habían subido a los tejados para arrojar piedras a la fuerza pública que cargaba a caballo por las calles, y muchos estaban en el tejado de mi casa. Yo no intervine, estaba como a doscientos metros de allí, pero me cogieron con otros once, me juzgaron en Consejo de Guerra en Salamanca y me condenaron a año y medio de cárcel. El 12 de enero del 35 ya estaba en libertad provisional y como yo consideraba que habían cometido una injusticia conmigo, decidí escapar a Portugal. Éramos cuatro y nos guiaba un zapatero al que pagamos veinticinco pesetas de las cuatrocientas que llevábamos. Pasamos la frontera por Zarza la Mayor y llegamos a Castelo Branco, donde estuvimos tres meses. Los obreros portugueses nos pagaron la pensión y la comida hasta que nos llegó el dinero de nuestro sindicato, siete pesetas diarias, el sueldo normal. Pero en agosto nos cogió la policía portuguesa y nos devolvieron a España. Yo estuve en las cárceles de Badajoz, Burgos y Salamanca hasta la amnistía que dieron cuando el triunfo del Frente Popular. Llegué a Béjar el 25 de febrero del 36… Precisamente en Castelo Branco tuve una novia que se llamaba María Ovete. Antes había tenido otras y después tuve una que me estuvo esperando, llevó hábito por mí durante tres años, mientras estaba escondido, y como no salía se casó con otro. Hoy esta mujer ya tiene nietos…

»Estaba diciendo que me fui otra vez a Portugal… Salí de casa a media tarde, tan tranquilo, para que pensaran que yo era otro y primero me fui a Soto Serrano. Allí cogí un caballo y busqué a un contrabandista para que me pasara la frontera. Le pagué cuatrocientas pesetas y el día 25 de abril salimos de el Soto. Dos días después, mejor dicho dos noches después, porque caminábamos de noche, pasamos la frontera por Puebla de Azaba, después de atravesar todas Las Hurdes. Yo primero me dirigí a Belmonte y fui a usar la táctica de montar en el tren cuando ya había arrancado; según me monto, me doy cuenta de que he elegido el departamento donde están dos miembros de la Guardia Republicana portuguesa. Me tiré en seguida, como si me hubiera equivocado, como si no pasara nada, y esperé al siguiente tren, que iba cargado de cubas de vino.

»Fui a Castelo Branco y allí pregunté por un amigo de los fugados en el 35 que estaba en Faro encargado de unas pesquerías. Todos me dijeron que me fuera a Faro, pero yo quería ir primero a Lisboa a tantear las embajadas. «No te vayas a Lisboa, que está cogida; en Faro, este amigo te mete en un barco y te pasa a África». Pero yo me fui a Lisboa a tantear las embajadas y ésa fue mi perdición. Primero fui al consulado de México, porque no tenían embajada, y no pudieron recogerme. «En estos momentos puede ser peligroso», me dijeron. Y como no era embajada, pues peor. Luego quise ir a la embajada inglesa, pero me dieron con la puerta en las narices. Ni asomarme me dejaron, ni entrar. Tenían miedo al espionaje español porque estaba la guerra mundial en medio y no quisieron ni verme. Lo mismo me pasó en la embajada americana.

»Entonces yo me voy al puerto a ver si había barcos. Allí estaba afeitándome y viene un guardia y me sujeta la mano con la navaja en el cuello. Me había descubierto. Tuvo que ser un chivatazo de unos de la isla de Madera que me habían pedido cuatro mil escudos por llevarme. Yo sólo tenía mil quinientos escudos y un corte de traje que llevaba para hacerme un traje si llegaba a algún sitio, pero no quisieron: pedían cuatro mil por sacarme.

»Lo primero que hacen es llevarme a la cárcel, a la Caleia de Alsube. Allí estuve quince días y conocí a muchos españoles que me daban mucha pena, mucha pena. Estaba Joaquín Baldueza, que había sido el secretario del sindicato de Banca de Valencia. Debía de tener buena posición su familia, porque había llevado alhajas para pagarse el viaje, las alhajas que le había entregado su mujer. La policía portuguesa le quitó un collar de perlas y todo lo demás. Allí se te caía el alma a los pies viendo a todos los presos españoles, algunos ya muy viejos.

»A los quince días me llevaron para entregarme a la policía española. Éramos tres: un sastre, una mujer que se llamaba Pilar y había sido subsecretaría del Ministerio de Educación, o algo parecido, y yo. Nos llevaron a la estación de Badajoz. Pilar llevaba una maleta grande y yo se la cogí por el camino. Cuando estábamos en la estación, todavía en manos de la policía portuguesa, yo veo que hay mucha gente y mucho jaleo. Entonces digo: Pilar, toma tu maleta, y echo a correr por entre la gente, salí de la estación y me metí en un cebadal.

»Cuando se hizo de noche empecé a andar por la vía. Ya estaba perdido lo de escapar a África, o a América, que era donde yo quería ir, así que pensé volverme a mi casa y esconderme de nuevo. Pero todavía antes de llegar me descubrieron tres veces. Primero, por Talavera la Real, me persiguieron con la aviación. Estaba el aeródromo cerca y salió un avión a buscarme. Yo me pegué a un tronco de árbol e iba dando vueltas alrededor según daba vueltas el avión, muy bajo.

»La primera vez que me descubrieron fue en Aljucén. Vino un policía por el tren pidiendo los salvoconductos y yo no tenía ningún papel. Yo le conté el cuento: «Mire usted, que yo no tenía trabajo en Béjar y me he venido a buscar trabajo». «¿Es usted de Béjar? ¿Conoce a Paco Cano?», dijo el policía, que lo conocía no sé de qué. «Claro que lo conozco, yo he trabajado con él; he trabajado con mi hermano Mariano en el matadero nuevo y conozco a Paco Cano, a su hermana, a su madre, a Jacoba y al señor Pedro y a “la Mula”: hemos trabajado juntos en todas las obras de mi hermano». «Vaya, los conoces a todos. Pero, hombre, cómo has salido sin papeles». «Pues ya ve usted: a buscar trabajo». «No debiste salir de Béjar». «Ya lo sé, qué le vamos a hacer»… El policía llamó a una pareja que iba en el tren y me entregó a ellos para que me llevaran a Béjar. A ellos les sentó mal, porque ya iban de permiso. «Mire, nosotros no queremos saber nada de esto: vamos de permiso», me decían. ¿Ah, no? Cogí y me tiré del tren en marcha cuando salíamos de El Arroyo de la Luz. En marcha. Me hice sangre en las manos, en los codos y en las rodillas, porque no estaba tan ágil como antes, pesaba noventa y cinco kilos.

»Eché a andar por el campo, subí por los polvorines y llegué al pueblo ése de los cacharros, donde hacen las tejas y los ladrillos: Aldea Morey y me volví a montar en otro tren. Yo montaba en los mercancías, en las garitas, pero no en las garitas de los últimos vagones, donde iban guardias y guardafrenos, sino en las de los primeros.

»La segunda vez que me cogieron fue en Plasencia. Me vieron al bajarme del tren, por la luz de la locomotora. Serían las doce de la noche. Yo me había tirado antes de pasar y me vio un guardia cuando estaba en el puente que hay pasada la estación. Le digo al guardia que mi madre está enferma en Salamanca y que voy en los mercancías porque no puedo pagar. El guardia ya se iba a cenar y estaba dudando. Yo le dije que le esperaba allí, después tomábamos unas copas y que me llevara. «No se preocupe usted, que yo le espero aquí». El guardia no tenía muchas ganas de perder la cena y me dejó allí. Cuando se fue, eché a correr rápido, cogí un palo y me meto en un túnel que hay allí. El palito es para ir rascando la pared, para guiarse. Salí al otro lado, al puente de hierro, y ya me fui hasta El Almendral y allí monté en otro mercancías.

»En Hervás me pillaron en la vía, una pareja, pero les conté el cuento de que era de Salamanca y que mi madre se moría y me dejaron escapar.

»En total la excursión duró un mes. Llegué a Béjar de noche y llamé a la puerta. Como yo había escrito desde Portugal, los falangistas ya no estaban allí, en el tejado. Me abrió mi madre y al día siguiente una vecina preguntó que quién había llamado, pero ella dijo que era un mendigo. Y ya me quedé allí. Estaba todo el día en casa, limpiando y haciendo la comida. Yo he sido un buen cocinero. Me salía muy bien el cabrito cuchifrito y el calderillo bejarano, que es como un ragut. Leía mucho. Antolín me mandaba libros y yo también se los mandaba a él a través de mi madre o de otras personas. Antolín era factor ferroviario y estuvo diecisiete años escondido, hasta que el Padre Barceló, el jefe de los teatinos, lo sacó, se lo llevó a Salamanca y luego lo sacó de la cárcel, que lo habían condenado… Pero Antolín Hernández estaba muy enfermo y murió poco después, en el año 58. Había pasado todo el tiempo metido entre dos tabiques en la cocina y eso le perjudicó la salud, porque no podía moverse. Hubo dos médicos muy buenos, los doctores Piñel y Arteaga, que lo visitaron en el encierro y no dijeron nada. Él, Antolín, estaba de soldado en Medina del Campo cuando la guerra, en artillería, y allí vio cómo los fascistas mataban al teniente coronel, así que se escapó, vino a casa y se escondió.

»Él y yo fuimos los últimos en salir. Casi todos salieron en el año 45, con el indulto, pero este indulto no nos alcanzaba a nosotros, porque se especificaba que sólo lo aprovecharían los que no tenían antecedentes políticos, y nosotros habíamos estado presos por lo de la revolución de octubre del 34. Además, como yo no había ido a filas, estaba declarado prófugo.

»El año cuarenta y cinco, después de estar escondidos unos nueve años, salieron muchos. Salió Manuel Sánchez; salió uno de Fuentebuena que se llamaba Cándido. Y salió Dámaso Hernández, el carnicero. Dámaso era el presidente del Frente Popular y primero se escondió en casa, con su mujer y sus hijos, pero luego le dio miedo estar allí y lo trasladaron a casa de una pariente, metido en un mueble y cargado el mueble en un camión. Esta pariente era una mujer soltera, ya algo mayor, muy hermosa. Se llamaba María. Dámaso tuvo con ella dos hijos durante el encierro: ella salía a su pueblo, porque no era de aquí, daba a luz y volvía sin la criatura. Luego, cuando salió, Dámaso le puso una frutería en Salamanca y ella se fue a vivir al barrio chino para que nadie la reconociese. Pero no era una ramera, al contrario; era una buena mujer, una buena mujer. Ahora han tirado el barrio chino y no sé dónde vivirá María…

»… También salió entonces Raimundo Castellano, que era el único que tenía un fusil en julio de 1936, porque lo había sacado de los restos de un camión del ejército que había volcado en el puente del río Frío, cuando venían de Plasencia y nos vieron y aceleraron para no pararse… Y también salió otro de Guijuelo, que al principio de la guerra tiró las ropas al río Tormes para que le dieran por ahogado y se fue a esconder a casa desnudo… Hubo más, hubo más… Y sin contar a los que cogieron en sus escondites y los fusilaron o encarcelaron. O los que se morirían entre cuatro paredes… Por aquí yo creo que hubo más de cien escondidos hasta el año 45. Y los otros porque no pudieron esconderse, que tiraban a matar. El pobre Antolín, que era buen amigo mío, murió nada más salir. Se marchó a Madrid, me parece, y se murió allí. Yo estaba entonces escondido…

Los habitantes de la topera de Béjar iban saliendo… El asesino Mayorga había muerto en Salamanca a los pocos años de terminada la guerra, al parecer loco. Su lugarteniente y sus seguidores o habían emigrado de Béjar o se paseaban por el pueblo con cara de absoluta y victoriosa inocencia. La vida continuaba.

Para probar suerte, Ángel Blázquez decidió un buen día asomarse a la calle. Era el 25 de septiembre de 1954. Se celebraban las ferias del pueblo y quería comprobar si lo reconocían o no. De joven estaba orgulloso de su rizada cabellera negra, pero durante el viaje de Badajoz a su casa, durante la fuga, se quedó completamente calvo… Pesaba casi el doble que en 1936… y habían pasado dieciocho años. Blázquez se asomó a las barracas, se paseó por las verbenas, bebió en las tascas. «Me paraba delante mismo de los amigos de entonces, a dos pasos, y nadie me reconocía». Estuvo ocho días fuera de casa, durmiendo en la de un hermano y comenzó a meditar en la conveniencia de que aquella historia acabase.

No obstante, tardó todo un año en decidirse. Al siguiente volvió a repetir la operación y tampoco nadie lo reconoció. Los falangistas del tejado, sucesores de los primeros perseguidores, abandonaban frecuentemente su tarea. O quizá ni sabían ya qué tarea estaban realizando. Ángel Blázquez, por lo demás, ya no era aquel revolucionario que había recibido su bautismo de fuego a los siete años, durante el motín del pan que todavía es capaz de describir minuto a minuto. «Como dice el protagonista de Cuatro de infantería, una persona o un grupo metidos en un refugio pierden toda idea de revuelta y el pensamiento queda sujeto a los problemas de la vida diaria».

Un hermano suyo habló al mes siguiente de la segunda fiesta, octubre del 55, con el dueño de unas fundiciones conocido suyo y hombre importante en Béjar para, sin citar ningún nombre concreto, contarle el caso de Ángel y pedir como condición de su salida que no lo juzgaran. Blázquez temía sobre todo a la justicia militar, por no haberse presentado a filas. Ernesto Izard y el alcalde bejarano, Victorino Vizoso, hablaron al gobernador de Salamanca y éste con el director general de Seguridad en Madrid, para solucionar el caso. Aceptada la condición de no entregar al anónimo topo a la justicia, éste se presentó en el Ayuntamiento el día 24 de diciembre de 1955. El alcalde le dio algunos consejos para que no volviese a meterse en política y el antiguo cenetista prometió seguirlos.

Después llegaron los últimos escalones del calvario.

—La influencia de mi encierro ha sido muy grande en mi vida. Yo era un hombre emprendedor, con aspiraciones. Era albañil, pero quería convertirme en maestro de obras y en constructor de casas, pero al salir me di cuenta de que mi vida estaba destrozada para siempre y había perdido las ilusiones de mi juventud. Nadie quería darme trabajo, no sé si por lo que había ocurrido o porque tenía ya cuarenta y cinco años. Trabajé unas semanas con un hermano, pero a los tres meses me fui a San Sebastián y trabajé allí en la construcción. Luego volví, conseguí hacer algunas obras por mi cuenta, pero tuve que marcharme otra vez en 1962. En el 66 regresé de nuevo porque mi madre estaba muy enferma y muy vieja, tenía ya noventa y dos años y yo era el único hijo soltero que tenía. Entre ese año y 1970 conseguí hacer un pequeño bloque de viviendas en una parcela que sacó a subasta el Ayuntamiento, pero luego me quedé otra vez en paro. Menos mal que mi sobrino, que se llama como yo y también es constructor, ha puesto este hostal y yo me entretengo organizando a los huéspedes. Descanso los miércoles y siempre como y ceno en el bar El Farol, cerca de mi casa, donde estuve escondido, en la calle Alojería. Por las tardes tomo unas copas de vino con los amigos por los bares del parque y el resto del día lo paso sentado aquí, atendiendo el teléfono y repartiendo las llaves.

Frente a su mesita de trabajo, en una tapia semiderruida, al otro lado del ancho ventanal, queda aún bien visible una pintada de las pasadas elecciones. Las letras aparecen trazadas con tinta roja al lado de un torpe dibujo del yugo y las flechas. Dice la leyenda: «Falange con los obreros».