14. EL ALCALDE DE MIJAS
Manuel Cortés Quero (Mijas, Málaga).
30 años oculto
El miércoles 15 de junio de 1977, día de San Vito y San Modesto, el exalcalde de Mijas, don Manuel Cortés Quero, de 72 años, se vistió su temo nuevo para acudir al colegio electoral número uno, sección segunda, situado en la calle del Generalísimo Franco. Como es natural Manuel Cortés votó a los candidatos de su partido, el Socialista Obrero Español, que resultaría el boleto ganador, porque el PSOE recuperó, en el turístico pueblecito y término municipal al pie de la sierra malagueña, la supremacía de que gozó en los años anteriores a la guerra civil. En aquel tiempo, Mijas fue uno de los enclaves de la provincia donde los socialistas aventajaron siempre a los anarquistas de la CNT-FAI.
Manuel Cortés tenía razones aquella mañana para sentirse satisfecho. Estaba seguro del triunfo de su partido, había contribuido a él y, por si esto fuera poco, los zapatos no le incomodaban. A los ocho años y sesenta y cinco días de abandonar su escondrijo secreto estaba ya habituado al tormento de los zapatos, auténtico martirio para un hombre que vivió en zapatillas durante treinta años de ocultación. Manuel Cortés desconcertó a los enviados especiales de todo el mundo cuando, a poco de salir, fue interrogado sobre las impresiones de sus primeras horas de libertad:
—Estos zapatos me están matando —contestó.
¿Alarde de cachaza? A los curiosos llegados de fuera les costó comprender el alcance de aquellas respuestas realmente desdramatizadoras del exalcalde republicano de Mijas.
«Hubiera preferido ver una chispa de arrepentimiento en sus ojos, o una chispa de miedo o una chispa de odio o una chispa de ilusión o una chispa de vergüenza o una chispa de satisfacción. Y no he visto nada. Frío. Escéptico. Distanciado. Como si de pronto hubiera sonado el timbre del despertador y un hombre hubiera saltado de la casa, en pijama, restregándose los ojos y treinta años más viejo», escribía un reportero a mediados de abril de 1969. Pero Juliana Moreno López, señora de Cortés, tenía la clave de aquellas reacciones. Esa calma chicha, esa despreocupación suya la habían traído mártir durante treinta años menos cuatro días. «Aléjate de la ventana que te van a ver los vecinos», «No fumes que van a sentir el humo», «No tosas», «Haz el favor de poner más bajo el volumen de la radio», éstas y otras advertencias de Juliana no eran obedecidas por el impávido y flemático Manuel. Desde su observatorio, una pequeña habitación de la planta de arriba, provista de una cama, una silla, una estufa eléctrica, una radio, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, una mesilla, un tendido de antenas y, sobre todo, una ventana, Manuel radiografió, como un inmóvil «diablo Cojuelo», el acontecer del pueblo. Cuando salió era un extraño para la mayor parte de los habitantes del pueblo, pero él los conocía a casi todos. Estaba al tanto de los noviazgos, los matrimonios, los natalicios y de la vida social del pueblo. Conocía las nuevas cuadrillas de amigos, los veía pasar o cruzar a pocos metros de su posición.
Hacia 1960, desde su ventana, Manuel vio aparecer a unos seres extraños, rubios por lo general, de cabellos largos, con taparrabos o calzones cortos, cámaras en bandolera y que hablaban los idiomas más diversos. «Serán millonarios excéntricos», pensó el exalcalde. Más tarde comprendió que se trataba de un fenómeno socioeconómico que cambiaría la piel de su pueblo y de lo que ya llamaban Costa del Sol. Descubrió Manuel desde su ventana, a la que Juliana había colocado unos visillos protectores, que no se trataba de «millonarios excéntricos», sino de turistas medios o viajeros que llegaban incluso de los países socialistas. «Ese descubrimiento —dijo— redobló mi fe en el socialismo».
A escala planetaria, Manuel conoció lo que sucedía en el mundo a través de una radio de varias ondas cortas que Juliana le había comprado.
Cuando salió a la luz del sol, el rostro blanquecino comido por una viruela infantil, el paso inseguro, «se me ha olvidado andar», afirmó Manuel, era el 11 de abril de 1969 y Mijas contaba con un habitante más, 8822 de víspera y 8823 al día siguiente. Quedó inscrito en el censo un «recién nacido» de 64 años y ojos azulverdosos, Manuel Cortés Quero. Ahora, a esos ojos, el pueblo, situado a unos treinta kilómetros de Málaga, se había transformado por la invasión turística, contaba con 1500 extranjeros entre su población. Los coches irrumpían en sus callejuelas, los autocares y los burro-taxis depositaban cientos de turistas cada día en las plazas del pueblo, turistas que llegaban para comprobar si como afirmaban las agencias de turismo «en Mijas se respira el aire más puro de la provincia de Málaga».
El exbarbero Manuel se puso su único traje, un chaleco de punto, camisa blanca y corbata oscura y un sombrero negro que cubría su pelo encanecido y se tomó sus primeras cervezas de la resurrección en los bares de Mijas. Recibió los abrazos de sus amigos de juventud y las noticias familiares.
—«Mi padre murió», o «Tengo tres nietos».
—«Ya lo sabía», respondía Manuel.
Y luego la letanía de los «¿Te acuerdas, Manuel?», de los más viejos.
Casi nada le pillaba de sorpresa.
Como un turista que, por primera vez, llegara desde el frío, Manuel tomaba asiento en una silla del patio de su casa, se desprendía de los zapatos y se tostaba al sol, ejercicio prohibido durante treinta años. Allí se le escuchó una frase dirigida a sus correligionarios del partido socialista:
—Al menos para mí, la guerra ha terminado.
Y Juliana hubiera deseado que cesara también, del todo, para siempre, la vocación política del exbarbero y exalcalde. Pero eso era pedir demasiado. «Ojalá no me lo hubieran elegido alcalde en marzo de 1936. Me hubieran ahorrado estos años de sufrimiento», había dicho la esposa sometida tantos años a una ruda ley del silencio.
En sus años de encierro, reflexiones, lecturas, escucha de radio, Manuel consolidó su teoría de la política. Aumentó su fe en el socialismo y en la democracia. Confiesa su admiración sin límites por el partido socialdemócrata sueco y llega a decir: «A veces pienso que me hubiera gustado nacer en Suecia». En cambio, abominó de los partidos socialistas británico y francés, sin duda por su comportamiento durante la guerra civil.
Allá por abril de 1969 no ocultó su decepción porque el Partido Socialista Obrero Español, el suyo, hubiera perdido el fervor revolucionario y fuera incapaz de infraestructurar una organización clandestina de lucha contra el franquismo, «muy al contrario del partido comunista». Manuel Cortés señaló a Ronald Fraser en su libro biográfico del exalcalde que de celebrarse unas elecciones democráticas en España, el partido comunista, «el más importante partido proletario del país», se convertiría en tanto o más fuerte que el partido comunista italiano. «El partido socialista no ha estado aquí a la altura de las circunstancias», dijo. Los intentos de Juliana de despolitizar a Manuel resultaron vanos porque en las elecciones de 1977 trabajó como en 1936 por la victoria socialista. No es que hiciera ostentación de su militancia en el partido de Felipe González. Juliana se lo prohibía: «No, nada, ni hablar de que vaya a los mítines del partido». Pero colaboró en la sombra. La resistencia de Juliana tampoco impidió que Manuel se explayara sobre sus ideas del presente:
«Estoy seguro de que ganará el PSOE. Es malo que se vote a los partidos regionales. El partido mayoritario debe recibir un voto fuerte para recoger el poder que necesita para cambiar las cosas. El PSOE cree en la autonomía regional y Andalucía saldrá ganando con él».
Los comunistas, hoy, no le convencen: «Se llamen como se llamen, eurocomunistas o stalinistas, son los mismos». Pero todavía le atrae menos Alianza Popular: «Son algo peor de lo que hemos tenido durante cuarenta años». Sobre la UCD de Adolfo Suárez, Manuel opina que «no está mal, han hecho cosas que me gustan». A pesar de todo el exbarbero cree que «debe producirse aquí un cambio profundo. El “boom” del turismo ha pasado, el paro está generalizado y me parece —añade— que los socialistas comprenden estos problemas mejor que nadie».
Las ideas de Manuel Cortés apenas si habían cambiado desde que despertó a la política y en 1931 fue elegido concejal de Mijas. Durante treinta años permaneció escondido por esas ideas, más o menos las mismas que en 1977 llevan a la victoria electoral, en su pueblo, al Partido Socialista Obrero Español. Manuel tuvo algo que ver en esa ventaja del PSOE en Mijas. En realidad fue, muy a pesar de Juliana, uno de los cerebros de la victoria.
Manuel, huérfano desde muy niño, aprendió el oficio de fígaro de su padre adoptivo, don Fernando Flores Martín. La barbería fue para Manuel la mejor caja de resonancia de sus ideas. La reforma educativa en un país con el cuarenta o cincuenta por ciento de analfabetismo, la educación del pueblo antes que la revolución, la separación de la Iglesia y el Estado, la reforma agraria, el trabajo a tope, la defensa contra el desempleo, la necesidad de formar cooperativas agrícolas para defenderse de la rapacidad de los terratenientes, la subida del jornal de 3,50 a 5 ó 6 pesetas, la mejora de las condiciones de los trabajadores… entre jabonar, afilar la navaja, rapar o hacer la barba, Manuel desgranaba su doctrina. Los clientes, jornaleros, medianeros, pequeños propietarios, terminaron por apuntarse en la UGT o en el PSOE. Los pequeños propietarios eran, según el barbero, los «más duros de pelar». Estaban anulados por el caciquismo, institución de gran raigambre en la zona y amedrentados por el cacique, que el profesor Artacho ha definido en su libro sobre el cooperativismo en Málaga como «la persona que domina políticamente un lugar por medio de la sumisión de una clientela y que a su vez actúa sometido a un oligarca determinado».
El barbero había organizado clandestinamente, antes de la República, la UGT y el PSOE. Ahora, se encargaba de leer la prensa y propaganda a grupos de analfabetos en la Casa del Pueblo. El cargo de Secretario General de la UGT en Mijas le obligaba a desplazarse por cuenta propia a los pueblos vecinos y a Málaga para despachar asuntos del sindicato.
Manuel contaba veintiséis años cuando en marzo de 1931 tras la caída de la Monarquía, proclamada la República, el cacique local abandona su cargo de alcalde y una comisión electoral de todos los partidos organiza las elecciones municipales. Los socialistas se coaligan con radicales y radicalsocialistas. Fueron, por vez primera, unas elecciones libres. Manuel es elegido concejal, pero no acepta el cargo de alcalde que le ofrece la mayoría socialista en el pueblo.
Tras el «bienio negro», otras elecciones, las del 16 de febrero de 1936, dan la victoria al Frente Popular. En Mijas, recuerda Cortés, el viejo cacique y su camarilla con la ayuda del sargento de la Guardia Civil tratan de impedir la propaganda de la izquierda y el voto al Frente Popular. El domingo 16 de febrero llovió torrencialmente sobre la sierra malagueña. El «topo» de Mijas no olvidará nunca aquel día diluvial, los ríos bajaban hinchados de agua y muchos de los electores quedaron aislados en sus cortijos.
El 3 de marzo de 1936 Manuel Cortés Quero jura como alcalde de Mijas. Fue elegido por voto secreto y por unanimidad. La limpieza administrativa y la justicia social son su primera preocupación. La segunda es de carácter técnico, llevar el teléfono a Mijas y reconstruir la carretera con Benalmádena. Consigue la autorización y el dinero para ambos proyectos en Madrid, adonde ha viajado por primera vez. Visita las Cortes y saluda personalmente a Largo Caballero, al que encuentra «frío y distante», bastante menos cordial que Indalecio Prieto.
Durante su ausencia han ocurrido en el pueblo algunos hechos que suscitan la cólera del habitualmente sereno Manuel Cortés. El teniente de alcalde, presionado por los trabajadores, ha enviado a la cárcel a los derechistas del pueblo, unos cincuenta. Manuel debe utilizar toda su mano izquierda para poner en libertad a los detenidos sin provocar desórdenes. En los escasos meses que faltan para el alzamiento del 18 de julio, el alcalde mijeño va a tener que vérselas con problemas sociales, quizá el más importante de ellos, el boicot de los terratenientes que arrancan sus viñas o prefieren dejar sin cultivo las tierras. A la protesta de los jornaleros responderán con sorna: «Que os alimente la República». Los incidentes se multiplican en Mijas. Basta el menor gesto para excitar los ánimos.
El primero de mayo lleva al cenit estas tensiones. Manuel se ve cogido entre dos fuegos, entre los suyos que desean celebrar el primer 1 de mayo desde el triunfo del Frente Popular en las urnas y el sargento y los seis números de la Guardia Civil. Ese día, al intento de manifestación en la plaza del pueblo, los civiles responden con mano dura. Manuel acude de nuevo para calmar los ánimos: ordena a la Guardia Civil que se retire a su cuartel y a los manifestantes los envía a tomarse un montilla en el bar de la Casa del Pueblo.
El 17 de julio por la noche Manuel Cortés escucha la primera noticia del levantamiento militar en Marruecos a través de la radio de Ceuta. «Nunca pensé que la rebelión llegaría tan lejos ni que prendiera tan pronto en la Península». Al día siguiente cuando se conocen más detalles de la extensión y magnitud del pronunciamiento contra el gobierno legalmente constituido de la Segunda República, Mijas, como el resto de la provincia, vive unas horas de gran excitación nerviosa. Manuel Cortés, «demócrata y socialista», ve desbordadas sus posiciones por la presión de los más excitados. El comité del Frente Popular, del que no ha querido formar parte, decide encarcelar a los derechistas por el solo hecho de serlo, registra sus casas y confisca sus tierras. El producto de las cosechas, el pan y el aceite se reparten colectivamente. Manuel es ajeno a estas medidas. Muy pronto chocará con el presidente de la UGT, que acusa al alcalde socialista poco menos que de contrarrevolucionario. Pero Manuel está firme en sus convicciones y responde: «Yo soy más revolucionario que todos vosotros y desde hace más tiempo, pero ésos no son métodos».
La fiebre sube más todavía por las noticias que los refugiados traen de las represalias en las ciudades tomadas por los alzados, Sevilla, Cádiz, Badajoz. El viejo cacique y su hermano son pasados por las armas. Manuel adjudica a la milicia local y otros extremistas la muerte del exalcalde. Cuando las detenciones se suceden arbitrariamente, Manuel forcejea con los extremistas. Los arrestos y las puestas en libertad se suceden, hasta que es denunciado a Málaga por un militante de la Federación Anarquista Ibérica. El arbitraje del comité de Málaga demuestra que la razón está de la parte de Manuel Cortés. Pero las escaramuzas continúan y el alcalde debe hacer frente a la oleada de bandas armadas que suben hasta Mijas. «Buscad fascistas en las trincheras», les replica Cortés.
Mientras tanto, las tropas nacionalistas alcanzan Estepona. En enero rompen el frente y progresan hacia Marbella. El alcalde sabe que Málaga está perdida. No hay fortificaciones o trincheras, ni siquiera francotiradores que impidan el paso de los carros de asalto de Queipo de Llano.
Desde hace semanas la capital se alimenta de galletas y sardinas asadas. Arthur Koestler cuenta que el conductor de un coche-simón le arrebató, para devorárselos él mismo, los chuscos de pan que daba a su escuálido caballo. Los navíos de la flota franquista juegan al tiro al blanco con los coches que circulan por el litoral. Los soldados italianos lustran sus botas para entrar en Málaga.
El sábado 6 de febrero de 1937 la carretera a Valencia era un confuso maremágnum de coches, carruajes, bestias y hombres en fuga.
La capital se vacía. No hay víveres, municiones ni resistencia, tan sólo la deserción en masa. «Resistencia cero. Nuestros hombres arrojan sus fusiles y escapan hacia la sierra», informa un enlace al gobernador de Málaga, comandante Villalba. La luz eléctrica se ha ido, los tranvías no funcionan, los agentes de la circulación o los policías han desaparecido. «Tan sólo la oscuridad y los extraños ruidos del miedo —escribe el testigo Koestler—, un tiro de fusil, una explosión, un grito, un gemido. La agonía de un hombre no es nada comparada con la de una ciudad». El ejército de los invasores vivaquea tras las colinas y el periodista anglohúngaro, que pronto será detenido y encarcelado, presiente para Málaga, el 7 de febrero, una noche de San Bartolomé.
El alcalde de Mijas se ha unido al éxodo con su mujer Juliana, su hija de año y medio de edad, María. «La caída de Málaga, cree Cortés, no significa el final de la República». Después de marchar con gran dificultad durante todo el día por la sierra para buscar la carretera de Almería decide que su mujer y su hija deben regresar a Mijas. «Juliana, tú nunca has intervenido en la cosa política. No te harán daño». El alcalde abraza a su mujer y le entrega cincuenta pesetas, besa a la niña y toma el camino de Almería.
Cuando Juliana llega a Mijas la plaza del pueblo es un hervidero de camisas azules, yugos y flechas. Sin ser molestada se refugia en su casa, mientras Manuel camina durante seis días, sin apenas probar bocado, bajo el fuego de la aviación y la armada de Franco, en medio del pánico y la desesperación de miles de refugiados que llenan la carretera en filas de una orilla a otra, hasta que llega a Almería.
Dos años más tarde, Manuel Cortés ha perdido la guerra. Su división, la Cuarenta de carabineros, se ha desmovilizado en Valencia. Se despide de sus compañeros de armas y, en medio del caos que es Valencia, decide volver a su pueblo de la sierra malagueña para reunirse con su mujer y su hija. Tiene la conciencia tranquila, tan sólo es un soldado en derrota, uno de los seiscientos mil soldados que han perdido la guerra. No sabe todavía que los camisas azules miden las responsabilidades con otro rasero. En trenes de mercancías hasta Albacete y Alcázar de San Juan, en camiones de ganado, con una lata de sardinas y un salvoconducto de los vencedores, que le facilita el comandante jefe de la columna de retaguardia que se hace cargo de Valencia, Manuel corre hacia Mijas. Voluntario del cuerpo de carabineros creado por Juan Negrín ha rechazado incluso el cargo de comisario político. Mientras el último tren correo que vaya a tomar en treinta años avanza hacia Málaga, repasa mentalmente su ya destruida, inservible hoja de servicios en el ejército republicano: el frente, bajo cero, de Teruel, Castellón, Albacete, desde donde ha hecho llegar una carta a Juliana a través de la Cruz Roja, «estoy vivo», el hospital de Segorbe en el que ha ejercido como sanitario y finalmente Valencia y la rendición. Ha luchado y ha perdido, nada más. ¿Nada más?
Juliana vive en Mijas con el corazón en un puño. Ha sufrido los primeros interrogatorios de la Guardia Civil. Los falangistas, ebrios de triunfo y de venganza, han golpeado la puerta de su casa con las culatas de los fusiles. «Por Dios, que no llegue, que no vuelva ahora, con lo despreocupado que es…».
Cuando el cuartel general de Francisco Franco anuncia desde Burgos que la guerra ha terminado, los falangistas de Mijas disparan al aire sus fusiles y sus revólveres. El ejército rojo está cautivo y desarmado, pero falta una muesca en sus pistolas, la que corresponde al cadáver de Manuel Cortés. Juliana baja desde Mijas a la estación de Málaga para esperar la llegada de los derrotados. ¿Habrá muerto Manuel en guerra? ¿Habrá logrado escapar a Francia? Manuel Cortés llega a la estación de Málaga dieciséis días después de leído el último parte de operaciones por el locutor oficial Fernández de Córdoba. Franco ha recibido ya los primeros telegramas de felicitación firmados por Mussolini, Pío XII y Hitler. «Afectuosamente suyo, Adolf Hitler».
Manuel viste de paisano y ha tenido la precaución de deshacerse de su gorra de carabinero. En la estación de Málaga le intercepta una pareja de vigilancia de la Guardia Civil. Dos hechos facilitan su libertad: no es de Málaga capital, nadie está allí para acusarle, y su quinta no ha sido llamada a filas en el ejército de Franco. Evita dar la impresión de que está asustado. Con ingenuidad o quizá con astucia y sangre fría se adelanta a preguntar a las patrullas de la Guardia Civil: «¿Dónde podría coger un taxi?». Hay controles cada pocos cientos de metros. Manuel los supera todos hasta llegar al Tiro de Pichón donde alquila un taxi. La carrera hasta Mijas le va a costar, recuerda, algo menos de cuarenta pesetas. Despide el coche unos kilómetros antes de llegar a Mijas y da un rodeo hasta la casa de sus padres adoptivos dueños de un mesón (donde paran yunteros y aparceros) y de la barbería. Es medianoche del 17 de abril de 1939 cuando el exalcalde y barbero, que cuenta entonces 34 años, salta el muro de la posada y toca suavemente en la puerta trasera. No eran tiempos en que las puertas se abrieran fácilmente a esas horas. Manuel insistió hasta lograr que su padre abriera. Su prima corrió a avisar a Juliana, que acudió poco después con la niña en brazos, acompañada también de sus padres.
«¿Entregarte? —fulminó Juliana a su marido—. Has perdido la razón. Te buscan para matarte. Tus compañeros fueron paseados y fusilados. Colgaron al alcalde de Fuengirola, fusilaron a los de Benalmádena y Alhaurín, el alcalde de los Boliches se suicidó en la cárcel, el de Coin huyó a la sierra y allí encontró la muerte».
Manuel no había cometido ningún delito, pero decidió ocultarse. Había crecido en aquella casa de la calle Joaquín Costa, 35, y sabía de un armario alto, tapiado, que estaba situado en una habitación que daba a la calle. Ése sería su sancta sanctorum, todo su espacio vital durante veintisiete meses.
—Fue el mejor de todos los escondites que tuve, el más seguro, pero también el más incómodo. Mi mujer y mi prima practicaron un agujero en el muro de la alacena y lo cubrieron con un cuadro grande de San José. Todo lo que yo tenía que hacer era descolgar el cuadro para entrar o moverlo desde dentro para salir. Aunque en aquella época estaba muy delgado, me colocaba en cuclillas, de lado, y mis hombros tocaban las dos paredes. Era una posición insoportable y, a pesar de la oscuridad y la claustrofobia, decidí resistir, aguantar, y esa resistencia me permitió convertirme en el único alcalde republicano de la zona que sobrevivió a los fusilamientos. Juliana había ido a ver a un guardia civil al que conocía para preguntarle como quien no quiere la cosa: «¿Qué le pasaría a Manuel si se presenta?». El guardia civil enarcó las cejas y dijo sin pensárselo dos veces: «Será mejor para él que no aparezca». Con estas impresiones no había opción para mí. Tan sólo hacer más llevadero mi propio cautiverio. Juliana trajo una sillita de mimbre y más tarde una vela y alguna novela rosa de las que quedaban por allí. La lectura me distraía. Mi plan de vida era muy monótono. Permanecía agazapado en el armario desde la madrugada hasta medianoche, hora en que mi padre cerraba la barbería y las puertas de la posada. Juliana me traía la comida, desplazaba el cuadro, que colgaba de una argolla sobre una alcayata y me pasaba los platos por el agujero. ¿Qué hubiera ocurrido de aparecer los falangistas a practicar un registro? Desde luego nadie podía imaginar que detrás de aquel cuadro de San José con la vara, un cuadro grande pero sin cristal, para eliminar peso, hubiera un agujero y detrás del agujero, yo. Para llegar hasta allí me subía a una silla y saltaba a una cómoda, retiraba el cuadro y me introducía por el boquete en la alacena. No hubiera podido hallar mejor apaño. Había pensado en esconderme en el pozo, pero no me gustó la idea. No era un pozo ciego. El armario, tapiado, tenía un muro grueso: si los falangistas golpeaban allí con sus fusiles no hubiera sonado a hueco.
Salía de noche, como las lechuzas, para expansionarme un poco, para estirar las piernas agarrotadas, mover los brazos. Mis músculos estaban entumecidos y doloridas las articulaciones. Me tumbaba en el camastro, paseaba por el cuarto con cuidado de no hacer ruido, preocupado por no toser. En realidad, el hecho de estar allí, en un lugar tan transitado, mesón y barbería al mismo tiempo, me beneficiaba. ¿Cómo se les iba a ocurrir buscarme en un sitio tan concurrido?
Uno de los pocos entretenimientos de que disfruté durante estos dos años y pico, más de mil días con sus mil noches, fue escuchar las conversaciones de la barbería. Lo que allí se contaba sobre las represalias me dio pie para convencerme de que habíamos elegido la mejor solución. Yo era el hombre más buscado de Mijas, de acuerdo, pero estaba al mismo tiempo lejos de imaginar que mi cárcel en familia duraría treinta años. En los breves encuentros con Juliana me ponía al tanto de las dificultades por las que pasaba España, del hambre tan tremenda que nos asolaba y de la que me daba cuenta también por las raciones insignificantes que me pasaban a través del agujero. Todo lo que Juliana y mi prima o mi padre recogían, después de guardar largas colas, era para mí. Por la tarde subían un termo con café con leche y a las doce me servían la cena. Comía poco y sin apetito. Debía tener también el estómago agarrotado.
Fue una suerte que no sospecharan nada cuando Juliana venía desde nuestra casa con los alimentos preparados, tapados con un anillo de esparto. Juliana decía que iba a casa de su madre y al llegar al mesón, si había gente, dejaba la cesta en el patio con el mayor disimulo. Después mi prima, en cuanto podía escurrirse, recogía la cesta, subía hasta el boquete de la alacena en una silla e introducía las viandas. Bebía agua y muy raras veces vino. Nunca he sido muy aficionado al vino. Mi vicio era el tabaco, me fumaba todo el tabaco de racionamiento que me traían. Mis discusiones con Juliana eran continuas por aquel vicio mío. «Que van a ver el humo, Manolo, que algún día van a ver el humo…». Era imposible que lo vieran, pero Juliana estaba obsesionada con cualquier fallo en mi sistema de seguridad.
Debo reconocer que olía a tabaco, que apestaba en aquel recinto tan angosto. Juliana volvía a la carga, «que van a oler el tabaco, que huele a tabaco que tumba, que eres un viva la virgen, Manolo». «Aquí el tiempo pasa muy despacio, en algo tengo que desahogarme», me defendía yo. «Pero malo será que te fusilen por un pitillo, Manolo. Aguanta al menos hasta que llegue la amnistía», argumentaba ella. Yo calculaba que al cabo de unos cuantos años, cinco o seis, se calmarían los falangistas y Franco decretaría una amnistía amplia, un perdón general y se acabaría aquella pesadilla, incluso para los que no éramos culpables de nada.
A los pocos días de volver a Mijas, la Benemérita convocó a Juliana, porque un vecino afirmó haberme visto saltar al andén en una estación antes de llegar a Málaga. Era cierto, pero la Guardia Civil no registró nuestra casa ni el mesón de mi padre. Ni apareció tampoco con un aparato que decían que habían traído de Madrid, una especie de radar para descubrir a los «rojillos» escondidos. No era, sin embargo, la Guardia Civil la más interesada en descubrir las madrigueras de los republicanos. Actuaba a dictado de los falangistas y los caciques, que eran ahora dueños del pueblo. Ellos pedían a la Benemérita que interrogara a Juliana, un día y otro, para recoger alguna pista, por mínima que fuera, sobre mi paradero. Eran los falangistas los que registraban nuestra casa, los que insistían al sargento de la Guardia Civil para que la mantuviera vigilada, para que atosigara a mi mujer a preguntas y más preguntas sobre mí. ¡Pobre Juliana! Por si aquel drama no bastara, tenía que andar toda la noche treinta kilómetros a pie hasta Málaga para vender huevos. Desde mi marcha hacia Almería vivía de la recova, de la compra y venta de huevos. Así hasta que, por insidias de los falangistas, nos prohibieron el comercio. Vender huevos se convirtió en contrabando y el sargento cortó durante un tiempo los viajes de Juliana a Málaga. Un día la levantó el castigo, no había razón para condenar al hambre y la miseria a una mujer y a una niña chica por culpa de un hombre que no aparecía por ninguna parte.
Los primeros dos años fueron los más deprimentes para mí, hasta que decidimos alquilar una casa… con su cachimán, su escondrijo, donde pudiera romper con la soledad y vivir con Juliana y mi hija María. Así lo hicimos. Juliana alquiló a una conocida suya la casa del número 5 de la calle del capitán Cortés, que tenía una alacena que sirvió, en otro tiempo, para ocultar una imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
Había que dar el paso con sumo cuidado. Desde el mesón de mi padre hasta la nueva casa habría unos trescientos metros. Desde luego, pasaría al amparo de la noche… y vestido de viejecita. Juliana me trajo unas ropas de su madre y ensayé antes cuáles serían los andares de una vieja. Por fin, decidimos salir. Era una noche lluviosa, fría. Juliana asomó la cabeza, nada, nadie, la calle aparecía despejada. Me hizo una señal y traspasé el umbral de la casa. Me temblaba el corazón y eché a andar como lo haría una anciana, apoyado en una garrota, con la cabeza gacha cubierta por una mantilla y bajo un paraguas. Por fortuna, aquella noche de lobos mantenía a la gente en sus casas y llegué sin novedad hasta el que iba a ser mi nuevo hogar. De momento estábamos salvados. Podría vivir, enfoscado, pero junto a mi mujer y mi hija, sin que Juliana se expusiera a los peligros de hacerme llegar la comida.
Nada más llegar pusimos manos a la obra. Había que desescombrar el armario, sacar los trastos y dejarlo limpio. Ése fue mi refugio durante unos días, hasta que preparé uno nuevo. Estaba situado bajo la escalera, que taladré. Abrí un boquete que venía a parar al hueco. Sobre el orificio encajé una especie de losa de yeso que pinté de colorado. Cuando la dueña de la casa venía para sacar o meter los bidones de aceite de oliva, corría a ocultarme en la alacena. La dueña nunca sospechó que allí se hubiera hecho obra, tapiado el hueco por la mitad y perforado bajo la escalera. Elegimos para la operación las fechas de un Jueves y un Viernes Santo, porque la vecina de al lado, de la que nos separaba sólo un débil tabique, acudía puntualmente a las procesiones y a los oficios. Los tambores y la música de la Semana Santa impedían que se escucharan los ruidos del serrucho. María, nuestra hija, se iba también con su tía a las procesiones. No podían imaginar los civiles y falangistas que mientras ellos desfilaban por la calle del capitán Cortés, a unos metros, construía yo mi refugio. Allí me encontraba como un señor, estirado, con las piernas sueltas, relajadas.
No todo iban a ser alegrías. Estábamos en ésas, cuando el «Muñón» nos dio uno de los mayores disgustos de nuestros treinta años de desdicha.
Una tarde, Juliana llegaba de la venta de huevos en Málaga, cuando el «Muñón» se le acercó en una calle del barrio.
—Tengo que hablar contigo —le dijo.
—¿Tú conmigo? ¿De qué?
—He visto a tu marido con los de la sierra; necesita dinero y víveres.
Mis enemigos la habían llamado antes una pila de veces para sacarla algo, sin conseguirlo. Entonces debieron pensar en la estratagema. «Vamos a mandar al “Muñón” con el cuento, si le da dinero, víveres y mantas para que se las lleve a la sierra es que está huido en la sierra y si no da resultado el truco, buscamos un motivo para encerrarla a ella». Es exactamente lo que buscaban.
Juliana vino donde mí para decirme, «Mira, niño, lo que “el Muñón” me ha dicho, quieren complicarnos la vida». Con mi consejo, lo primero que Juliana hizo fue dar parte a la Guardia Civil, mejor dicho, a un guardia, Desiderio.
«Mire usted, le dijo, que me pasa esto, que “Muñón” ha venido para que yo le entregue dinero para mi marido, cuando ya conocen ustedes que yo no sé nada de mi marido, que lo tengo perdido, ni de que esté con los bandoleros de la sierra».
Ésta fue su respuesta: «Váyase usted con Dios para su casa que yo se lo comunicaré al cabo y se arreglará todo».
A la miajilla se presentaron Desiderio y otro número. Yo los escuché entrar desde mi alacena. A la hora convenida, las diez de la noche, se presentó también «el Muñón». Los guardias escuchaban tras la puerta.
—¿Tiene usted ya el dinero preparado? Su marido lo recibirá mañana en la sierra —dijo Miguel Muñoz, al que llamaban «Muñón» aunque no fuera manco.
—Bandido, has venido a robarme. Yo no conozco a nadie en la sierra.
Entonces hicieron su aparición los dos guardias, Desiderio y el otro, y le detuvieron.
El tal «Muñón» delató a los de la sierra y a los esparteros. Juliana y la niña, llamadas a declarar al cuartel, vieron con sus ojos cómo a las tres de la mañana «el Muñón» identificaba a los que trabajaban «ilegalmente» en el esparto y que habían llevado alimentos a los maquis o bandoleros de la sierra. Eran unos ocho o diez y los interrogaron y pegaron durante horas hasta hincharse, hasta que declararon todo lo que sabían, en presencia de mi mujer y mi hija. Nadie pudo decir, sin embargo, que me habían visto a mí por allí. Los pegaron a todos menos al «Muñón», que no lo tocaron. Entró en la cárcel y al día siguiente lo sacaron. Los demás, los esparteros, quedaron dentro.
Los bandoleros vivían de los robos en la sierra Bermeja. Entraban de noche en los cortijos, los tenían que dar de comer y así subsistían, de pillajes y secuestros. Hasta que se introdujo entre ellos un guardia civil disfrazado de fugitivo de la justicia. Metió cizaña en la partida, la dispersó y, con engaños, se trajo hacia Mijas a dos de ellos, los que más sobresalían de la partida. Llevaba el falso fugitivo hasta bombas de mano escondidas. Al llegar a una cañada les aconsejó: «Vamos a echarnos aquí a dormir, estaremos a resguardo». Los otros, inocentes, se echaron a dormir y cuando estaban en el mejor de los sueños se lió a bombazos de mano. A uno lo dejó malherido y al otro le seccionó las dos piernas. El señor inspector, cuando vio que estaban los dos como muertos, se echó la capa al hombro y vino derecho al cuartel. Cuando llegó la Guardia Civil a la cañada, al de las dos piernas cortadas lo prendieron. El otro, herido de metralla en los brazos, echó a correr monte arriba y se libró. Al de las piernas cortadas lo pasearon por en medio del pueblo. A la noche siguiente detuvieron también al otro. Poco a poco cayeron todos.
Juliana se les escapaba siempre como una anguila. No cayó en ninguna de las trampas que le tendieron. Ni siquiera los policías que la seguían en sus negocios en Málaga pudieron presentar una sola evidencia contra ella. Estaba siempre ojo avizor y sólo mi serenidad, que ella llamaba imprudencia, la sacaba de quicio. De vez en cuando, yo entornaba la ventana y echaba un vistazo a la calle.
Tan sólo una muchacha que entró en la casa sin avisar me vio un instante, pero Juliana se dio buena maña en informar a la madre, amiga suya, de que un hermano había llegado desde Málaga para procurarse aceite.
Mijas vivía, malvivía, del esparto. Las vides estaban arrancadas, los campos, como quien dice, yermos; no había trabajo para los jornaleros. Se pasó hambre y necesidad como en las épocas peores de Andalucía y hubo quienes llegaron a comer tierra. Sólo nos quedaba el esparto. Los mijeños salían al alba, desmayaítos, blanquitos de debilidad, con dirección a la sierra para recoger el esparto.
Pronto tuve algo en lo que entretenerme porque también Juliana se puso al esparto, a vender pleitas de esparto a un comerciante de Málaga, que luego fabricaba cestas, alforjas, sacos, esterillas, cordelería, etc…
Los esparteros cortaban la planta en los pajonales de la sierra y la descargaban en el patio de casa. Allí lo recogían. Las mujeres, por dos pesetas diarias, entretejían el esparto y lo preparaban para el camión que lo transportaba a Málaga. Al romper el día, después de tomar mi copita de aguardiente y fumarme el primer cigarrillo, y hasta el almuerzo liaba los haces de esparto y los dejaba listos para ser distribuidos. Subía a mi habitación, fabricaba pleitas y llevaba la contabilidad del negocio que luego pasaba a limpio mi hija María.
El negocio marchó bien hasta que, por influencia de algún cacique, intervinieron el esparto. La Guardia Civil nos visitaba constantemente para las requisas. Después de caminatas de hasta diez kilómetros, y de vuelta a Mijas, los esparteros tropezaban con la Guardia Civil y una de dos, o lograban escapar con su haz de esparto o lo perdían, se lo requisaban. Algunos murieron de hambre, otros fueron a parar a la cárcel.
De acuerdo con los tiempos, más tarde nos pasamos al negocio de los materiales de la construcción. Llevé yo las cuentas, la administración, los vales, las libretas, con cuidado de no dejar pistas escritas, en el pueblo conocían mi caligrafía.
Debo reconocer que había días que me reconcomía la desesperación. Algunas veces sentía ganas de salir, en una arrancada, pasara lo que pasara. Me sentía desalentado y Juliana y María pagaban mi malhumor y mi disgusto.
Sólo lloré en dos ocasiones, cuando se casó mi hija y cuando nuestra nietecita murió de leucemia. Ésos fueron, con el chantaje del «Muñón», el incendio, los dolores de muelas y el cólico que sufrí, que por poco me lleva a la tumba, los peores momentos de mi vida de emboscado. Tuve gran suerte de no caer muy enfermo. Tan sólo pasé alguna gripe y resfriados sin consecuencias. Yo preparaba las inyecciones como me enseñaron en la escuela de sanitarios de Segorbe durante la guerra y mi mujer me las ponía en las nalgas.
Los dientes me los sacaba yo mismo, uno a uno, en cuanto asomaba el dolor, con más paciencia que un santo. Duro como estaba, el diente o la muela, la quebrantaba poquito a poco, hasta que al cabo de cuatro días de removerla se aflojaba y entonces, «ras», lo extraía de un golpe, con la mano, sin necesidad de alicates o tenacillas. Me arranqué unos nueve o diez dientes por este método. «Ten cuidado, me advertía Juliana, si se te infecta criarás cosa mala». Me colocaba delante del espejo y dale que dale, medio retorcido de dolor, los echaba fuera. Las peores fueron las que, a pesar de todos los tirones, no se movían de su alveolo Al salir, los dentistas me sacaron otras cuatro muelas, aquí en Mijas y en Ronda.
Pero los dolores de muelas y la extracción a mano y sin anestesia no fueron nada comparados con la intensidad del dolor que sentí en el lado izquierdo del estómago al levantarme una mañana. Estuve revolcado por los suelos durante un día y una noche. Si me da en el lado derecho hubiera sabido que era el apéndice o algo así, pero en el izquierdo… Acudir a un doctor era la perdición, demasiado riesgo, pero era necesario hacer algo en seguida, me volvía loco de dolor. Juliana tuvo de nuevo una idea, María nuestra hija se sentiría mala con los mismos síntomas. En efecto, Juliana acudió a la consulta del médico, don José, para explicarle, «Mi niña se muere de dolores, don José, me dé morfina o algún calmante». «Morfina, ¡qué disparate! —le contestó don José—. Vamos a ver a la enferma ahora mismo».
La niña estaba en cama con cara de sufrir mucho y describió al médico los síntomas, lo que le pasaba. La reconoció durante un rato y dijo, «pues la verdad es que no le encuentro nada especial, no tiene fiebre, debe haber sufrido una mala digestión». Recetó a María unos supositorios e inyecciones que me calmaron el dolor en pocas horas.
El incendio ocurrió cuando vivíamos en el número 5 de la calle Capitán Cortés. Fue hacia agosto de 1944. Juliana y María cocinaban en el patio, sobre unas piedras, con troncos y astillas. Calentaban unos tomates en la sartén cuando Juliana pidió a la niña, «mete más candela, María». La niña metió demasiada candela, ardió el aceite, tanto y tan alto, que propagó el fuego al techo de broza del cobertizo. La que se formó en pocos segundos… A los gritos de mis mujeres acudieron los vecinos. Todo el mundo corría con cubos de agua. Yo veía la escena desde mi habitación, asustadito. Llegó un momento en que el fuego me alcanzó el cuarto a través de una ventanilla. «Anda, vamos a ver —me frotaba las manos de nervios que tenía—, vamos a ver si alguien tiene el talento de echar el sombrajo para que el fuego no vaya a más». Es lo que inmediatamente hicieron, como si me hubieran oído, derribar los soportes de pino del sombrajo, que cayó sobre el patio. De esa manera fue fácil dominar las llamas sin que se extendieran. Unos pocos minutos más y yo hubiera salido de mi chiribitil, gateando por el tejado, antes de morir en la hoguera como Santa Juana de Arco.
Mi estado de ansiedad y aquellos incidentes, la insistencia de Juliana en el sentido de que en una casa de Málaga podríamos pasar más inadvertidos, hicieron que pensara por algún momento en escapar de Mijas. El novio de mi hija, Silvestre, tenía un taxi y aunque no supo de mi existencia en la casa hasta que se fueron de viaje de novios, puestas las cartas boca arriba, podría llevarme una noche hasta la capital. Pero ¿adónde? En 1950, cuando el entierro de mi padre, vino a Mijas un primo hermano mío al que yo apreciaba mucho.
«Necesito charlar con Luis, tráelo», pedí a Juliana.
Al verme, Luis se quedó blanco como la cera de la sorpresa. Después de charlar largo rato urdió un plan para sacarme de allí y llevarme al extranjero. Mi primo hermano tenía un amigo sevillano que trabajaba en el puerto como estibador, gente de fiar, había estado en prisión por sus ideas. Éste, a su vez, conocía a un muchacho del muelle, que era persona influyente, un camisa azul que en realidad pertenecía al partido comunista. Tenía entrada en todas las oficinas y despachos, pero era del sindicato clandestino. Me arreglarían un salvoconducto para pasarme a Barcelona y de allí a Francia. Juliana y la chica se reunirían después conmigo.
Al paso de los meses, mientras me falsificaban el salvoconducto, me ilusioné con la idea, hasta que un día llegó Juliana con la mala, horrible noticia, de un accidente que reventó mis planes: una grúa había destrozado el cráneo del muchacho.
Así acabaron mis sueños de huida al extranjero, aunque Juliana nunca dejó de pensar en la idea de venderlo todo y comprar una casita en un puerto lejano para, al menos, salir y pasear por las noches. Con el dinero ahorrado del esparto compramos la casita, allá por 1951, en el número 11 de la misma calle, donde viviría 18 años oculto. Allí no fue necesario el desván, la alacena o el tabique doble. La casa tenía dos pisos. Mi habitación estaba situada en el de arriba y en ella permanecí mientras los albañiles trabajaron en la planta de abajo. Organizamos la casa de tal manera, que la nueva distribución me permitió moverme libremente por la planta alta sin ser visto desde abajo.
Por la mañana ataba las labores de esparto y por la tarde leía o escuchaba la radio. Mis dos diversiones allí fueron la radio, una radio grande que sustituyó a la de transistores y la ventana que daba a la calle. Con la radio sintonizaba, de siete de la tarde a una de la madrugada, los programas en castellano de casi todas las emisoras extranjeras, la BBC, Radio París, Praga, España Independiente, y a través de la ventana veía pasar al a gente de Mijas. Hasta llegué a ver al gobernador civil de Málaga. Un día de visita al pueblo pasó bajo mi ventana.
Leía libros y revistas, «El Ruedo» entre ellas, porque he sido y soy muy aficionado a los toros, pero prefería sentarme junto a la ventana y por un resquicio mirar a los que pasaban, sobre todo a las chicas. Me tiraba allí la tarde, y estuve así al tanto de las nuevas caras, de cómo crecían los chavales y envejecían mis conocidos. Juliana no era nada partidaria de que estuviera clavado allí, junto a la ventana. Llegó a poner unos visillos oscuros. «Manolo que te ven, que un día te ven, me reñía, que en un descuido alguna vecina te ve por una rejilla». O: «Manolo que hoy te he visto, que te pasas el día de mirón, que alguien que vaya hacia el mercado te pesca en la ventana».
Las broncas eran constantes pero yo me hacía oídos sordos. Mirar por la ventana era el único ejercicio que me distraía. Así fue que, al salir, los más jóvenes no me conocían, pero yo a ellos sí.
Al anochecer le llegaba el turno a la radio. Tampoco aquello le gustaba a Juliana.
«Te vas a quedar sordo, siempre con el oído pegado al aparato, escuchando mentiras».
Nunca me perdía el parte de Radio Nacional de los viernes a las diez, día del Consejo de Ministro en el Pardo, por si llegaba la amnistía… para unos crímenes que nunca había cometido.
Es curioso que algunos de mis enemigos principales lo fueran, no por razones del Movimiento, sino por actuaciones mías como alcalde durante cuatro meses de la República. Uno era el médico, que fue aquí el Jefe de la Falange antes de la guerra. Era el médico titular, el otro que había se fue del pueblo. Convinieron, sin contar con nadie, en que el primero se quedara también con la plaza del otro. En fin, quería hacer el caciquillo en la medicina como en otros negocios. Yo, como alcalde, me negué al pastel: «Aquí hay dos plazas de médicos y se convoca la otra para que venga un nuevo doctor, por si usted se pone malo».
Quería las dos plazas para cobrarlas él, porque pagaba el Ayuntamiento. Me la tuvo guardada desde entonces. Cuando entraron los nacionales se reservó lo mejor para él, los productos de los racionamientos, el aceite, el azúcar. Después nombraron a otro alcalde, pero fue un muñeco para él. Acabó medio loco de morfina. Veía fantasmas. Se creyó que entraban los alemanes en Mijas. El tío estaba en coma, y venga morfina para no pensar, y así se murió, tísico perdido.
Mi otro gran enemigo era recaudador del consumo en el municipio. Lo nombraba y lo quitaba el alcalde. Cuando entró la República se pidió que lo dimitieran y cuando el «bienio negro» los restablecieron en el cargo. En las elecciones del 36, que ganamos, se demostró que el pueblo no lo quería. Se había dedicado a hacer propaganda contra nosotros los socialistas de una manera muy original; persona a persona, el recaudador paraba a la gente en la calle o a la puerta del colegio electoral y la decía:
—¿Usted va a votar a los socialistas? ¡Pero si son unos bandidos!
Cuando fui elegido alcalde el partido me pidió que lo destituyera. Así lo hice, de acuerdo también con el pueblo. Nunca me perdonó aquello.
Otro que me la tenía jurada era un perfecto chaquetero. Quería que le metiéramos en el partido socialista y como se apuntaba a todo, lo rechazamos. Lo que quería era cubrirse. Tenía sus negocios pero se negó a pagar los impuestos que le correspondían. Me tomó gran inquina. Cuando el Frente Popular, se fue a vivir a Málaga y, lo que son las cosas, le traicionó un allegado, uno de su camarilla que informó a las milicias del pueblo dónde se encontraba escondido en Málaga.
Los de aquí, seis o siete que había malillos y que hasta a mí me tachaban de fascista, mataron a una o dos personas, el resto vinieron de los Boliches, de Málaga. A uno que mataron fue al cacique del pueblo, que había sido alcalde desde antes de la Dictadura de Primo de Rivera. Tan sólo estuvo fuera del municipio durante la Dictadura, pero lo recuperó con Berenguer y por fin salió cuando la República, aunque volvería al cargo en el «bienio negro». Era un caso de adaptación a las circunstancias. No pudo ser alcalde cuando entraron los nacionalistas porque estaba bajo tierra, si no también lo hubieran nombrado. Yo, a veces, veía a estos señores y a la Guardia Civil en mis pesadillas. Unas veces era la Benemérita la que venía a por mí y otras los falangistas y tenía unos sueños horrendos.
Los últimos diez años, dentro de la uniformidad en que vivía, fueron los más llevaderos. Estuvieron marcados por dos acontecimientos, uno alegre y otro triste, pero que por las circunstancias fueron los dos tristes. El noviazgo y boda de María con Silvestre, y el nacimiento de nuestra nieta Rosa Mari que murió de leucemia dieciocho meses más tarde.
Mi hija se casó en 1960, pero hube de conformarme con verla salir a la Iglesia desde un boquetillo de arriba. La comitiva salió de casa y a la vuelta de la ceremonia, María pudo escurrirse como habíamos convenido y subió a mi habitación para darme un beso. Abajo el novio la buscaba, «¿Dónde se habrá metido ahora esta mujer?». María se lo confesó durante el viaje de bodas. Silvestre no se sintió molesto, «Ahora me explico —dijo—, los ruidos que escuchaba de vez en cuando en el piso de arriba y tus tardanzas cuando ibas a casa para que te dejaran salir o cuando me echabais de allí al empezar un buen programa de televisión…».
Rosa Mari nació en 1951 y fue mi alegría durante los primeros meses. Estaba como loca conmigo, me hacía constantemente carantoñas, y se me caía la baba con ella. Hasta que se nos puso mala. La llevaban varios días por semana a Málaga para las transfusiones. Pobrecilla. Murió cuando Juliana y mi niña la trasladaban a la clínica. No pude bajar para vería ni cuando se la llevaban.
Mis otras dos nietecitas, que nacieron después, muy pronto estuvieron al tanto de mi secreto, aunque nunca tuve nombre para ellas, fue una medida de seguridad. Hubo ocasiones en que nos pusieron los pelos de punta. «¿No baja hoy el abuelo a ver la televisión?», preguntaron alguna vez cuando había vecinos en el cuarto de estar viendo un programa. Fuimos de los primeros en comprar un televisor en Mijas.
Faltaba ya muy poco, menos de lo que yo imaginaba, para volver a la vida, para existir legalmente. El viernes 28 de marzo de 1969, a las diez de la noche, estaba, como de costumbre, con la oreja pegada a la radio para escuchar el parte que diera referencia de los acuerdos tomados por el Gobierno. Fue el Ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, el encargado de anunciarlos. Se me formó un nudo en la garganta cuando el ministro leyó algo que por la emoción del momento no pude comprender cabalmente, algo sobre un perdón que Franco concedía para los delitos cometidos desde el 18 de julio de 1936 hasta el primero de abril de 1939.
Era lo que yo esperaba desde hacía treinta años, pero me contuve y me dije:
—Manolo, puede ser una alucinación, tranquilo, no vayas a echarlo a perder ahora.
Bajé los escalones de dos en dos. Juliana cosía en el salón.
—Juliana —le dije—, acabo de escuchar por la radio sobre un decreto-ley de amnistía que ha dado Franco, es necesario que pidas el Boletín Oficial del Estado al portero del Ayuntamiento.
El Boletín Oficial no publicó el decreto hasta el martes siguiente, 1 de abril, aniversario de la victoria enemiga. Por mucho que los periódicos del domingo publicaron el decreto leído por el Ministro de Información y Turismo, yo quería verlo plasmado oficialmente con mis propios ojos. Había transcurrido una semana cuando Juliana pudo traerme el Boletín número 78. Allí venía el decreto, en la página 4704, después de unas frases sobre los «treinta años de paz» en España.
El alcalde de Mijas, don Miguel González Berral, se portó muy bien conmigo. Nos acompañó a mi mujer, a mi yerno y a mí hasta el cuartel de la Guardia Civil en Málaga, al despacho del Primer Jefe de la 251 Comandancia.
«Es usted libre», me saludó el teniente coronel. Así de sencillo fue todo. Recibí después un documento provisional de identidad y regresamos a Mijas en el coche del alcalde. En la plaza del pueblo había una aglomeración de gente que me esperaba enterada de la noticia. Apretones de manos, achuchones, abrazos, hicieron que terminara por esconderme otra vez en casa. Me esperaban allí mi hija y las dos nietecitas, que al verme rodeado de tanto personal comprendieron que todo había pasado, que el abuelo tenía nombre, que se llamaba Manuel y que era libre.
Durante mes y medio mi casa se convirtió en centro de peregrinación. Amigos, conocidos o simplemente curiosos aparecían de todas partes de la Costa del Sol, de la sierra, de los pueblos vecinos. Recibí algunas amenazas, anónimos y conforme llegaban se los entregaba a la Guardia Civil. Ellos también los recibieron en el cuartel. Según estos anónimos, el Gobierno se había mostrado débil al promulgar la amnistía y yo debía ingresar en la cárcel. Durante varios días una pareja de la Guardia Civil se puso de vigilancia en mi calle para protegerme.
El 13 de abril de 1969, domingo, el diario «Sur» de Málaga traía en titulares la noticia: «Al prescribir las responsabilidades de la Cruzada». «Manuel Cortés Quero ha permanecido treinta años encerrado en casa. Fue el último alcalde de la época republicana en Mijas». «Su mujer Juliana Moreno López ha sabido guardar celosamente el secreto que tan sólo compartía con su hija María». Y publicaban fotos mías de paseo por el pueblo. Los periodistas de todo el mundo no tardaron en llegar, como moscas a la miel, y me hartaron tanto que decidí no conceder más entrevistas.
Los mejores años de mi vida los he pasado entre paredes. ¿Mereció la pena? Nunca cedió mi fe en la democracia. La tiranía de la dictadura no puede durar eternamente.
Juliana
Por fin todo había terminado. Los nervios, las lágrimas, los disgustos y sobresaltos de treinta años me habían dejado enferma del corazón. Pero no guardaba rencor a nadie. Como Manolo, lamentaba que por guardar el secreto no hubiéramos podido tener más hijos. Ahora había que vivir en paz, con María, Silvestre y nuestros nietos, los años que nos quedaran por delante. Vendimos unas tierrillas a unos extranjeros. Yo recibo una pensión de vejez, una miseria, y Manolo nada de nada, pero tenemos lo necesario para un pasar.
Cuando salió Manolo, el belén que se organizó es para no ser contado. Cientos de personas, conocidos o no, turistas, fotógrafos, periodistas, se nos echaron encima. Fíjense cómo sería que uno de nuestros viejos amigos, que nunca bebía una copa, que nunca se gastaba un real, aquel día se emborrachó. Cada tarde o cada noche estábamos de fiesta en una casa distinta. Uno convidaba, pues el otro también. El caso es que Manolo estuvo dos años borracho. No había una que no la cogiera. Que si una copita aquí, que si vamos a celebrarlo al Bar Porras, que si para dos días que vamos a vivir…
Un día, Manolo se bebió una caja de cerveza, me lo trajeron a las cinco de la mañana y si no me lo devuelven revienta en la calle, encharcado de cerveza que estaba. Traía la cara del color de la tierra. ¡No sufrí yo nada! Y así un día y otro hasta que me planté:
—Esto se ha acabado. Pero ¿qué va a ser esto Manolo? Que acabas de salir y en dos días, como sigas así, te enterramos.
—Es la euforia, la emoción, Juliana —contestaba él.
—¿Para eso te has tirado treinta años oculto? Si sigues con esas amistades no terminamos juntos, no. Te he aguantado treinta años, pero no resisto otros treinta años de borracheras.
Pasé unos años así, mortificada. ¡Si es que había noches enteras que no podía cerrar ojo! Como saliera de casa la cogía siempre. Se sentaba en el Porras, venían unos «amigos» y se lo llevaban. La calor le excitaba la sed y, claro, la cogía. No eran amigos, no, con los amigos uno se toma una copa y charla un rato, pero no se achispa de esa manera dos años seguidos. Reconozco que era una expansión para Manolo, y que antes no había bebido nunca. Pero cuando llegaba con su cuadrilla de amigotes al bar, el tabernero decía a su ayudante: «Prepara una caja, que ahí llegan esos chupones».
Manuel
Es que cuando la boca se me calienta, todo me resulta poco. Por la euforia, por la satisfacción de poder ir de un lado a otro he cogido buenas jumas con mis amigos de entonces, pero no sólo con ellos, también las cogía con el alcalde, con el comandante de puesto de la Guardia Civil. Juliana no podía resistirlo. «Manolo, que yo me voy, que tienes sesenta y cuatro años y te pasas todo el día con los chupones, ésos no son amigos de verdad. Si es que me dicen que hasta bailas en público, que cuando la coges te arrancas por bulerías. Hay que ver, Manolo, tú que has sido siempre tan mirado. No me importa que vayas a los toros a Marbella, pero con el alcohol te vas de la lengua y cuentas de política más de lo que debes. Se ha terminado, ¿entiendes?, se ha terminado».
¡Puff!, cómo se ponía la Juliana. Pero en fin, aquella euforia pasó y ahora bebo tazas de té. Pronto caí en la cuenta de que la sociedad estaba mal, desviada, corrompida. Y aquí en la Costa del Sol más corrompida que en Madrid por lo que pude comprobar en un viaje que hicimos. Aquí hay lugares donde por influencia del turismo las tías se quedan en cueros delante de las personas, y lo que todavía es peor, hay tíos sinvergüenzas que se pasean medio en cueros por nuestras calles. En una mujer, todavía, pero en un hombre… Tampoco los pelos largos me gustan y no porque fuera barbero en tiempos. Creo que la moral y la civilización de ahora están podridos. La juventud sólo piensa en el fútbol y otras insustancialidades. Ya me lo imaginaba todo desde dentro. Cuando hablo con los jóvenes me doy cuenta de que no saben una papa de nada, sólo las alineaciones de los equipos.
Los hijos tratan de tú a los padres, se ha perdido el respeto, a mí, mi hija María siempre me ha llamado de tú y no me importa, pero… No es que me gustara aquel paternalismo de antes, pero si el padre ordena algo, habrá que obedecerle y no que cada uno tire por su lado. Ahí están las chicas que se van en moto con sus novios hasta las cinco de la madrugada. Las costumbres han cambiado. Torremolinos, Fuengirola, Marbella, también han cambiado. Antes sólo estaba la carretera general, algunas callecillas estrechas, aquí un gato muerto, allí se ha cagado uno, no había aceras, tan sólo un puñado de pescadores. Todo está muy transformado. En Málaga, en las afueras, también te pierdes. En Madrid, cuando estuve, me extravié muy poco en el centro, pero en cuanto nos metíamos en el subterráneo o en el autobús, aparecíamos perdidos en los Carabancheles o en Ventas.
Me gustaría volver a Barcelona que, como ciudad, la prefiero a Madrid, aunque los andaluces congraciamos poco con el carácter catalán.
El inglés Ronald Fraser, que escribió el libro sobre mi vida intentó llevarnos a Londres, pero no llegamos a ir. Nos da pánico el avión. El libro sobre mi vida atrajo a periodistas y curiosos de todo el mundo y hoy es el día en que, como antes de la Guardia Civil y de los falangistas, debo ocultarme de los curiosos y de los reporteros.
* * *
El libro se titulaba «In Hiding» (Oculto) y el periodista inglés Ronald Fraser, de la revista «New Left Review» que vivió varios años en Mijas lo publicó en la Gran Bretaña en 1972. Al editarse en Estados Unidos mereció la atención del dramaturgo Arthur Miller: «El libro de la vida de Manuel Cortés Quero —dijo el autor de Panorama desde el puente— es como un mensaje intacto dentro de una botella entre los despojos de la playa de la historia».
Cuando Manuel salió después de treinta años de existencia secreta, con paso vacilante («estos zapatos me matan»), un editorialista de la prensa del Movimiento escribió: «Manuel Cortés vuelve hoy a la paz de España, a reemprender el paso alegre de la paz».
En las elecciones de junio de 1977 los falangistas ortodoxos obtuvieron en Mijas media docena de votos.