13. EL NOVELISTA COBARDE.
Juan Rodríguez Aragón (San Fernando, Cádiz).
31 años escondido.
Sobre los terrenos de la antigua huerta se levanta ahora una hilera de edificios modernos de cinco plantas. Gonzalo Rodríguez vive en el segundo piso de uno de ellos, «quizás encima mismo del sitio en que nací». Gonzalo Rodríguez tiene unos cuarenta y cinco años, mujer, dos empleos (uno por la mañana y otro por la tarde) y tres hijos. Desde la ventana de la cocina de su casa se contemplan las cruces y lápidas del cementerio por entre las que anduvo su padre escondido durante un par de semanas, hace cuarenta años. Más lejos, las salinas y la hermosa bahía de Cádiz, difuminada en la bruma.
Gonzalo es el hijo mayor de Juan Rodríguez Aragón, un carpintero y novelista que permaneció treinta y un años sin salir de la huerta familiar, la huerta que ocupara su abuelo a mediados del siglo pasado, cuando San Fernando bullía en La Carraca. San Femando ha sido un pueblo de marinos y de funcionarios de marina, incluso después de que Carlos III pusiera en marcha La Carraca y se asentara a su alrededor una población miserable dedicada al desguace de naves, a la reventa de adornos, a la madera rescatada de las aguas. En Las Salinas los hombres no ganaban ni para su entierro y por eso no trabajaban. San Femando no es la Andalucía bodeguera de Jerez ni la Andalucía turística de la costa. De vez en cuando, entre la población agitanada, aparece un individuo claro y rubio albino recuerdo de la última invasión inglesa. Marinos y obreros miserables de una industria siempre subsidiaria y de segunda categoría…
Gonzalo Rodríguez se lamenta hoy de las dificultades que la vida le presenta. De no haber sido por el encierro de su padre, por ese encierro casi voluntario, él podría ser hoy médico, como algunos de sus compañeros. Eso dice Gonzalo con una pizca de rencor hacia el autor de sus días.
No parece amarlo mucho. En realidad, se trata de un auténtico desconocido, a pesar de haberlo tenido tan cerca, tan al lado. Su madre, Trinidad, muy enferma, tampoco acepta la historia de su marido. Las tres veces que supo que estábamos hablando con él nos echó de la casa a golpes de escoba o con cubos de agua. No quiere ni recordar a Juan Rodríguez Aragón ahora que lleva tres años en el cementerio vecino. Cuando vivía con él, los seis años y medio de vida libre en común, lo mantuvo escondido en la huerta. Procuró que no hablase con nadie, que no saliera a la calle, como imponiéndole la misma condena que ella había sufrido por culpa suya desde los veinticinco años. Ahora Juan ha muerto, en 1974, con setenta y tres de edad, sin haber iniciado la gran novela de su vida, un bello proyecto de que hablaba en todas sus cartas, un sueño de excusas, arrepentimientos y teorías que nadie conocerá.
Gonzalo asegura que no tuvo tiempo. Pasó estos últimos años de su vida, sus pocos años de libertad, como había pasado los otros. Plantando en la huerta, charlando de tanto en tanto con los nietecillos, leyendo mucho, viendo la televisión. Vivía solo. Gonzalo no lo veía casi nunca. «Mi mujer es de fuera de aquí y cuando tenemos un rato libre cogemos a los niños y nos vamos a visitar a sus padres, así que ustedes comprenderán que yo no tenía tiempo de verlo a él». En realidad, nunca lo visitó. Cree que estuvo 39 años encerrado, cuando fueron 31. No sabe qué día se escondió, por qué, dónde; ni qué había hecho antes, ni dónde están las novelas que escribió. Sólo sabe que tenía una buena caligrafía y que leía muchos libros. Jamás intentó adentrarse en el mar de tristezas y amarguras que su padre llevaría dentro, aunque sospecha su existencia. Ahora todos han muerto. «Ha sido una vida perdida», dice. «Para qué recordar cosas malas». Los libros, los viejos papeles han desaparecido.
—A mí no me contó nada. Cuando se encerró yo era muy pequeño y luego, de joven, yo andaba con mis problemas, trabajando. Llegaba tarde a casa, cenaba y a dormir. No lo veía casi nunca. Después me casé, llegaron los niños y otros problemas y tampoco podía verle. Y mi hermano, que es más joven, todavía menos. Siempre tuvimos muy poco trato con él. Ni mi madre ni nosotros discutimos con él ni le pedíamos que saliera. Él había dicho que no y era que no. Nadie pensaba si ya podía salir, si era una tontería estar allí dentro, no hablábamos de eso, no hablábamos de nada.
Juan Rodríguez Aragón vivía como un mueble, como un objeto, solo en su habitación trasera de la huertecilla. Secuestrado por su abulia y por un amor desmedido de sus padres y hermanos. Trinidad, su mujer, histérica, agresiva, bordeando en los últimos años los precipicios de la razón, sólo tiene para él palabras de odio y de desprecio. Si los hijos ignoran por completo a su padre, ella, simplemente, le odia. «¡Y sólo faltaría que ahora se hiciera famoso y que estuviera rodeado de amigos! ¡Fuera de aquí, fuera de mi casa!»
«Juan Rodríguez Aragón nació en San Femando (Cádiz) el 16 de junio de 1901, hijo de Gonzalo y Sebastiana, casado, de profesión carpintero, vecino de dicha localidad, domiciliado en la calle General García de la Herrán, número 40. Con anterioridad al Glorioso Movimiento Nacional perteneció a la Organización Sindical “Confederación Nacional del Trabajo (C.N.T.)” como miembro cotizante, haciendo labor a favor de ella. También perteneció en calidad de redactor-jefe al periódico semanal local “Razón”, cuyo semanario se publicó un mes, dejando de publicarse por falta de medios. Como tal redactor escribió artículos cuyo matiz era del ambiente que se respiraba de aliento a las masas, no tomando parte en desmanes callejeros. Desde aquellas fechas ha permanecido oculto en su domicilio hasta el día 24 de enero de 1968 en que se presentó voluntariamente ante la Comisaría de Policía de San Fernando. Manifestó que había permanecido en esta situación por temor a represalias y que le habían atendido en su encierro sus padres y hermanos».
En 1969, cuando Juan lleva un año de libertad, es un hombre viejo, débil. La cara parece afilada por los laterales, como si le hubieran aplastado la cabeza entre dos tablas. Se frota rabiosamente los dedos al hablar y las múltiples arrugas del rostro se marcan con más fuerza. Tiembla todo él, mira a un lado y a otro (quizá temiendo la aparición de su esposa); la voz es clara, aunque algunas palabras le silban por los huecos que han dejado algunos dientes caídos. Media docena de veces repite una frase que ha debido de meditar mucho, una especie de axioma, de resultado de su vida: «La cultura hace cobardes a los hombres». Así habla:
Cuando salí de la escuela me dieron a escoger en casa, a ver a lo que iba a dedicarme: «Mira, puedes ser herrero, puede ser albañil o puedes ser carpintero». Solamente estas tres cosas me ofrecieron. Yo elegí carpintero. No porque me gustara, ni nada, sino porque me parecía más limpio. En lo otro me tenía que mojar y de herrero, huy, me tapaba los oídos… Yo era el mayor de la casa, el mayor de seis hermanos, no podía estudiar una carrera; la familia vivía de la huerta. Estuve en el colegio hasta los diez años, en los Hermanitos. Los Hermanos de la Salle, los babero. A los once años mandaron decir en casa que si iba a hacer el examen de ingreso y les dijeron que yo sabía más que toda la familia junta. Así que me sacaron de allí y me mandaron a elegir trabajo, a trabajar. Desde pequeño sabía que mi horizonte era trabajar, de modo que no sentí nunca contradicción, ninguna contrariedad. La vida entonces era así.
Primero estuve en un bazar de muebles, de mozo, de recadero, para ir aprendiendo, y a los doce años empecé a trabajar. Como carpintero general. Entré en Matagorda, en los astilleros, para hacer botes. Tenía un horario de ocho a cinco, con una parada para comer; yo llevaba la comida de casa. Solía ser tortilla, pescado, algún choricillo frito. Mi madre me metía la fiambrera en la taleguilla. Entré allí con algunos muchachos pero ellos se volvieron, fracasaron. A mí no me resultaba pagar pensión en Cádiz, así que me levantaba a las seis de la mañana, cogía el coche y me ponía en San Juan de Dios a las siete y pico; allí tomaba café en la esquina de la calle Polsía, cogía el remolcador y me iba al trabajo. Me pagaban de sueldo —ya cuando era mayor— cinco pesetas con quince céntimos, quince céntimos por desgaste de herramienta. La herramienta era mía; se dejaba allí, pero había que comprarla cada uno. No estaba mal pagado. En el año diecinueve un capitán médico de Marina cobraba treinta y tres duros al mes. Cuando comenzó la guerra yo estaba ganando once pesetas como carpintero y cinco más de taquillero, es decir, dieciséis. Venía a salir por unas quinientas pesetas al mes. En el año 33 un funcionario del Municipio ganaba trescientas.
Tendría unos diecisiete o dieciocho años cuando comencé a escribir poesía. Como me gustaba mucho tener conocimientos de las cosas, siempre había estado leyendo todo lo que caía en mis manos. Formamos una tertulia aquí, cinco muchachos; dábamos una peseta cada uno y comprábamos lo que estaba de actualidad para todos. Teníamos el acuerdo de que si uno sabía de un buen libro, lo compraba para todos. Nos veíamos en el café España, donde está ahora el Nacional. Iban Montes, ese muchacho que escribió sobre el Príncipe, otro que se llamaba De Lucas, que era el benjamín. Leíamos a Galdós, Blasco Ibáñez, Unamuno, que era de los que más gustaba, y Gorki también me gustaba muchísimo por la precisión para reflejar un paisaje o un sentimiento, Julio Verne, Chejov, Schopenhauer, Dostoyevski, Goethe, los franceses, ni que decir tiene, los rusos sobre todo que se publicaban en colecciones baratas… Así me formé a mí mismo, leyendo muchísimo, sin parar, y luego escribiendo.
Por entonces se hizo un periódico en Puerto Real, creo que lo hacía Dávila. Se llamaba «Acción Popular» y allí empecé yo a escribir cuentos. Yo tenía una memoria prodigiosa y me acordaba de frases leídas; me ponía a escribir y me venía a la cabeza una frase, un párrafo entero. Los cuentos tenían todos un trasfondo filosófico.
Cuando tenía veintitrés años me fui a Madrid. Me había librado del servicio militar. En Madrid vivía en la calle de Leganitos, muy cerca de la plaza de España. Trabajaba como pintor de brocha gorda todo el día, en un taller, y por la tarde, después de lavarme y vestirme, me iba a ver el Madrid-París, un comercio que ahora se llama Sepu, por donde estaba Unión Radio. Por allí siempre había buen ambiente. Yo pagaba una peseta diaria por la pensión y el lavado de ropa; la comida y cena la hacía en tabernas o casas de comida, con amigos estudiantes de la pensión y con escritores que empezaban. Casi todas las semanas escribía un cuento y lo ponía en el buzón de El Imparcial, pero no me daba cuenta de que otros tenían un apellido famoso o influencia y yo no tenía nada. Y en Madrid no me publicaron nada. Yo era como un poeta ambulante llamado Armando Caribe que escribía rótulos en las paredes de la Escuela de Bellas Artes, que estaba en obras. Era un poeta ambulante que se perdió. Un día escribió: «Yo soy un poeta y necesito vivir y quiero que no me ocurra lo que le ocurrió a Bécquer, que después de dejarlo morir de hambre lo enterraron con rosas».
En Madrid estuve menos de un año, el 24. Entonces me publicaron en Barcelona la primera novela. Se titulaba «El ramo de un amor vulgar» y se la dedicaba a Boccherini. También escribía crónicas para San Fernando, crónicas donde decía cómo era Madrid. Pero no conocí a nadie importante. Una vez entré en el Café Gijón, pero no pude hablar con nadie.
Ya me cansé de aquello y me volví a San Fernando. Aquí seguí escribiendo mucho, de todo. De títulos de novelas me acuerdo de «El drama de un amor burgués», «Un talión contemporáneo», «El Señor de Unca», «La batalla de los aguadores», «El Cantar de los Cantares»… Ésta tenía un fondo poético y juvenil, de un torero que se hace figura y reflexiona mucho. La novela termina con esta frase, me acuerdo muy bien: «Los hombres cultos son los cobardes, porque la cultura acobarda a los hombres».
No conservo ningún ejemplar. Cuando el Movimiento lo quemaron todo, los libros, y los periódicos que guardaba. Yo escribía aquí en una revista que duró tres semanas, hasta el Movimiento: «La Razón». Y en un periódico que la gente llamaba «La Meona». Era «La correspondencia de San Fernando». Con mi nombre firmaba los cuentos y ensayos pequeños y con el seudónimo de Samuel firmaba las críticas de espectáculos.
Trabajaba en un teatro que se llamaba de Las Cortes. Estaba de taquillero hasta media hora después de que comenzara la función. Luego entraba y veía el espectáculo para escribir la crítica. Criticaba los dramas, las zarzuelas, los conciertos… Hacía la crónica por los sentimientos que despertaba en mí lo que veía. Si ponían algo de Schubert, yo hablaba de Viena, de su ambiente, por lo que había leído. Era un trabajo literario, no crítico, como de un trovador literario. Yo no cobraba un céntimo por esto, no me daban por ello ni el periódico, tenía que comprarlo yo. Había aquí una delegación de la Asociación de Prensa y don Marcelo Manzo, que era el director de «La Correspondencia de San Fernando» me dio una credencial como redactor informativo y como crítico. La gente se sorprendía de que un carpintero escribiese. Yo trabajaba entonces en el mejor taller de San Fernando. Me había casado en el año 31, el cinco de marzo. Cuando la guerra ya tenía los dos hijos. Después no pude tener más.
Mi trabajo de crítico terminó el 18 de julio a las doce de la mañana. Como era sábado, tenía libre la tarde y al venir para casa me encuentro un amigo que me dice:
—¿Te has enterado de que se han levantado, no?
—Pues no. ¿Tú crees que va a haber trastornos?
—Yo creo que no —me dice—, porque nosotros hemos tomado el acuerdo de que si los militares se suman al Gobierno, permanecemos en nuestros puestos, en nuestros cargos, y si no, nos inclinamos a la fuerza. De modo que usted tranquilo.
Lo de saber más que los otros me perjudicó. Yo conocía la situación, la realidad. Estaba afiliado al sindicato de la C.N.T., pero yo no quería saber nada de política. Aquí la población estaba demasiado dividida, pero todos eran muy democráticos. Había algunos falangistas, pero muchos más de la U.G.T., que era la que miraba por los trabajadores. José Antonio decía que era sindicalista, era un hombre pulcro y que estaba al día, pero sólo trataba de convencer a la gente. Lo que pasa es que José Antonio estaba unido a los militares y a los curas.
Lo que yo escribía a unos les gustaba y a otros no, como pasa con todo, pero nunca tuve conflictos con nadie. Por aquellas fechas, por el 36, las crónicas eran políticas cuando lo del paro obrero. Yo me basaba en la doctrina humanista, en mi opinión, daba mi opinión particular sin servir a ningún partido. Yo sólo pretendía trabajar en algún sitio que me permitiera comer y vivir. Por eso estaba en la taquilla todas las noches, después del taller. Allí me pagaban cinco pesetas y podía comprar libros y dar dinero a mi madre.
El día 18, después de comer, yo salí a la calle. Pasó una Compañía hacia el Ayuntamiento, cogieron al alcalde, Cayetano Rodal, y lo llevaron a su casa sin hacerle nada. Luego se lo llevarían de allí con sus hijas. Hubo un poco de follón al ocupar el Ayuntamiento y yo me fui a mi casa.
Al día siguiente hubo ya algún tiroteo y yo dormí en mi casa normalmente. Pero al tercer día ya empezaron a disparar a la gente del pueblo y mataron a algunos. A mí me vieron por la calle unos falangistas y sin decir nada empezaron a pegarme con unas porras de goma. Me dejaron ciego de los golpes.
Me metí en casa y al día siguiente salí otra vez, porque creí que había sido un accidente. Pero estando en la barbería llegaron unos compañeros del taller a decirme que los falangistas andaban buscándome. También me dijo un vecino que habían ido a mi casa para matarme. Era una cuestión personal. Uno de los falangistas había querido quedarse con la taquilla del teatro y, con el Movimiento, quería matarme para conseguirlo. Sus compañeros me buscaban para dejarle la taquilla a él: eso era todo lo que pasaba, una tontería. Pero yo pasé de la tranquilidad a la angustia.
Ya no podía volver a casa. Durante más de una semana pasaba el tiempo vagando por los descampados y para dormir me escondía en el cementerio; tenía una manta, me metía en un nicho vacío y dormía allí. En San Fernando no pasaba nada. Sólo que buscaban a la gente para matarla y uno de los buscados era yo. Preguntaban por mí a mi mujer. Creían que me había ido a Almería con otros muchos que se fueron entonces, por el campo.
A primeros de agosto, cuando todo había pasado, me metí en casa. Y ya no salí hasta el 24 de enero de 1968. Al principio me metí entre los conejos y las gallinas que teníamos al fondo de la huerta, pero luego ocupé una habitación trasera. Desde la verja de entrada a la huerta hasta esa habitación hay mucho terreno y si alguien entra se le puede ver en seguida, pero nadie vino a buscarme. Yo he pasado los treinta y un años metido en esa habitación, leyendo, pensando. Cuando pasaron diez o doce años salía alguna vez, de noche, a pasear por la huerta.
Ahora considero que fue un error el haber estado tanto tiempo, pero hay que considerarlo así, como una de las cosas de la vida, de las muchas que pasan.
Yo estaba rodeado de mi familia. Al principio, mi padre me dijo que no saliera; él tenía mucho miedo. Él estaba malo y por no darle un disgusto, me quedé. Mi padre murió hace unos veinte años y entonces quise salir, pero mi madre no quería. Y tampoco quería mi hermano. Él trabajaba todo el día para que no me faltara nada y no quiso casarse por estar conmigo. Cuando murió mi madre, en el año 66, ya iba a salir y viene mi hermano:
—¿Te falta algo aquí, Juan?
—No me falta nada, no.
—Pues, ¿para qué vas a salir?
Y ya me quedé. Pero mi hermano murió en diciembre de 1967, murió de tanto trabajar para que yo estuviera bien. Y ya entonces llamé a mi cuñado, que es comandante de Marina y no sabía nada de mí, y él arregló lo de la salida, la presentación a las autoridades.
En todos estos años nadie sabía que yo estaba ahí, fuera de mis padres, mis hermanos y mi mujer. Mis hijos se acostumbraron desde el principio a llamarme «tito» y no me veían casi nunca. Todos decían que yo me había marchado al extranjero y que no sabían de mí. La gente preguntaba al principio, pero luego dejaron de preguntar y yo me quedé como si estuviera muerto.
Yo he vivido tranquilo. Nunca he sentido necesidad de salir a la calle ni he necesitado hacerlo; ni he estado enfermo nunca. Sólo me vio una persona en todos estos años, pero hace muy poco, y esa persona nada sabía de mí, así que nada dijo, no se sorprendió.
Lo que más he hecho ha sido pensar. Leer, no mucho, porque mi padre lo quemó todo cuando el Movimiento y luego no había dinero para libros. Vivíamos de la huerta y de un pequeño negocio de modistas que pusieron mi mujer y mi hermana. También he hecho las reparaciones de carpintería de la casa y, al final, en algún momento he ayudado en la huerta, pero muy poco. Casi todo mi tiempo lo he ocupado en no hacer nada, absolutamente nada. En mi habitación es donde me sentía más a gusto, más tranquilo, sin ninguna preocupación. Aquél era mi sitio y mi inquietud era esperar, esperar, esperar… Nunca he sabido lo que estaba esperando, aunque estaba seguro que aquello terminaría alguna vez. Ahora me doy cuenta de que puede haber mucho egoísmo en esta actitud, pero mi familia deseaba que estuviera allí, todos se sacrificaban por mí, sobre todo mi hermano. Se negó a casarse y trabajó muchísimo por mí, ¿cómo iba a salir y echar por tierra todo su sacrificio? Cuando lo pienso ahora me doy cuenta de que he cometido un error y de que he pagado muy caro ese error. Seguramente me hubieran matado los falangistas de cogerme en los primeros días, por el asunto de la taquilla, pero luego yo no tuve ningún peligro.
Nunca ha habido un momento de peligro o de angustia. Nadie sospechó que yo estuviera escondido en casa, nadie quiso investigar. Los amigos siguieron siendo amigos de la familia o dejaron de serlo, pero a mí me fueron olvidando.
Ahora lo único que quiero es estar aquí tranquilo, pasar con sosiego los últimos años que me restan de vida, dando gracias a Dios por lo bien que se han portado mis hijos, por mis nietos. Estoy asombrado de lo bien que marcha todo, los Planes de Desarrollo, la ciudadanía. Veo que España entera trabaja por su grandeza, prosperidad y prestigio. Desde que estoy fuera sólo he recibido abrazos y palabras de cariño. Ahora sólo deseo un poco de calma para sentarme a escribir y contar toda mi historia, no para dar una moraleja como en aquellas novelas mías de antes de la guerra, sino porque es algo insólito, ¿verdad?, algo increíble. Si tengo fuerzas iré contándola poco a poco como agradecimiento a los míos, a mi esposa Trinidad y a mis hijos, que son los que tienen verdadero mérito. Lo mío ha sido sólo un error de treinta y un años, un error que me ha costado los mejores años de mi vida. Pero así pasan las cosas.