12. EL Abogado piadoso.

12. EL ABOGADO PIADOSO

Pedro Gimeno Espejo (Cartagena, Murcia).

30 años escondido

Me llamo Pedro Gimeno Espejo. Nací al rayar el alba del día 22 de marzo de 1909, cuando astronómicamente comenzaba la primavera; buen presagio en esta doble coincidencia: una vida que surge y una estación que nace; inocencia y flores eran el horóscopo que anunciaba mi venida al mundo; el primer quejido de un niño que llora y los pétalos de los capullos que comienzan a separarse para en abierta corola transformarse con su matizado colorido en deslumbrante flor.

Así comenzó una vida más, la de un niño, como otro cualquiera. Nací en Cartagena en la fecha indicada, en su Diputación de Perín, donde mis padres tenían sus propiedades agrícolas de las que vivíamos; mi padre, agricultor de clase media más bien baja, vivía exclusivamente de la agricultura, dedicando todas sus ganancias a educar a sus hijos: mis dos hermanas y yo. Él pudo haber tenido, si no mucho dinero ahorrado, sí bastante, pero prefirió invertir sus ganancias en darnos una educación bastante buena y ponernos en condiciones de poder desenvolvernos en la vida lo mejor posible.

Hice el ingreso de Bachillerato en septiembre de 1920. Estudié el primer curso con un profesor particular en el campo, pasando a estudiar ya el segundo curso en el colegio Politécnico de Cartagena y como alumno oficial en el Instituto General y Técnico de esta localidad.

Como buen cartagenero, no supe librarme de la ilusión de ser marino; comencé a los 14 años a preparar el ingreso en la Escuela Naval Militar, primero en Cartagena y más tarde en la Academia Torres de Madrid, que estaba en la calle de Piamonte, frente a la Casa del Pueblo. La academia la dirigía entonces el teniente coronel de Estado Mayor Don Valentín Galarza, que más tarde fue Ministro de la Gobernación con el General Franco entre 1939 y 1942. Estudié lo más que pude aunque sin duda no lo suficiente para superar las pruebas de la oposición, pues no conseguí aprobarlas. Hay que tener en cuenta que éramos muchos los opositores y muy pocas las plazas y todo ello agravado por el espíritu de cuerpo que siempre ha reinado en la Marina, ya que en igualdad de condiciones siempre un hijo del cuerpo tenía muchas más probabilidades.

Siempre tuve desde muy joven un sentido práctico de la vida, y convencido de que me sería muy difícil ingresar en el Cuerpo General de la Armada, pude convencer a mi padre para que me permitiera estudiar una carrera universitaria. Muy a pesar suyo supo, como en todas las ocasiones que le pedía algo, concedérmelo, y a ruegos de mi madre empecé el Preparatorio de Ciencias en la Universidad de Murcia, que era la más próxima, con el fin de cursar la carrera de Medicina, que verdaderamente ni me gustaba, ni sentía vocación por ella; aprobé mi curso sin pena ni gloria con notas superiores al aprobado sin ser brillantes y aquel verano ya con un propósito vocacional decidido, aunque no declarado, cogí todo el Preparatorio de Letras y el primer curso de la carrera de Derecho y con un comandante de Marina (que a su vez era abogado) que escogí por profesor, abandonando las vacaciones en la playa y el campo, estudié muchísimo. En mi mente se alternaban los silogismos en Bárbara y en Ferio de la Lógica con las sentencias y definiciones en latín del «Corpus iuris Civilis»; conjugaba a Justiniano y Papiniano con Santo Tomás y San Agustín y en la Economía Política de Kleinwaster la teoría del libre cambio con su «laisser faire, laisser passer» y las teorías marxistas. Llegó septiembre, aprobé todo el preparatorio y la Economía política; me suspendieron en Derecho Natural o filosofía del Derecho y no me presenté en Derecho Romano. El curso siguiente cogí lo que me quedaba de primer curso y el segundo; obtuve en todo sobresaliente y dos matrículas de honor; una en Derecho Político y otra en Canónico. Así seguí estudiando los veranos por libre y el curso oficial. A los veinte años terminé la carrera de Derecho con matrículas de honor en los Civiles y no tan buenas en el resto de las asignaturas.

Aquel mismo verano me preparé la Historia del Derecho Internacional correspondiente al Doctorado, me examiné en septiembre con el Sr. Marqués del Retorillo y Don Nicolás Pérez Serrano en el Tribunal y me dieron una matrícula de honor. Todo ello en la Universidad Central, en el caserón de la calle de San Bernardo.

Los años 30 y 31 fueron años de verdadera desorientación para cuantos habíamos terminado la licenciatura de Derecho. No nos quedaba más camino que el de las oposiciones, porque el del bufete, dado el escaso movimiento y potenciación de la economía española de aquel entonces, no era fuente segura de vida nada más que para aquéllos que tenían una tradición familiar en el foro y para aquellos otros que, respaldados en un escalafón del Estado, podían abrir tranquilamente un despacho sin apremio de que les llegaran los clientes.

Fueron años éstos de despertar a la vida política; la lucha de los estudiantes por derrocar la dictadura de Primo de Rivera fueron los hitos que marcaron los cauces por dónde íbamos a discurrir en los años sucesivos.

Yo era un ferviente religioso por tradición familiar; practicante asiduo de los sacramentos y cuanto más alejado estaba de la familia mayor necesidad sentía de ellos. Pero este sentir de la religión no fue traba sino impulso para las nuevas ideas sociales que sentía en mi interior; aunque amante de las buenas formas de la sociedad educada, no podía desprenderme de las necesidades de las clases más débiles y de su gran incultura; comprendía que muchos jóvenes de esta clase social con una clara inteligencia y capacidad se iban perdiendo para nuestra sociedad por la carencia de medios para desarrollar sus facultades y prestar a España sus servicios.

Fue entonces cuando, impulsado por ese sentir, me decidí a ingresar como militante en el Partido Socialista Español. La obra El Sentido Humanista del Socialismo, del profesor Fernando de los Ríos, me decidió definitivamente a ello; en realidad reconozco que nunca tuve nervio político, aunque mis sentimientos me lanzaban a actuar en la lucha por una vida mejor para todos.

Nunca sentí escrúpulo alguno al ser católico practicante por militar en el Partido Socialista Obrero Español, pues la libertad que el Evangelio nos predica y el gran sentido social y de amor al prójimo del mismo los encontramos también en la doctrina socialista: libertad y amor para todos y especialmente para los débiles, pues el amor evangélico no es una palabra hueca y vacía, pues si así fuera sería vana e inútil; el amor ha de ser vivo, lleno de savia y energía, traduciéndose en un acercamiento que rezume comprensión y mutua ayuda entre todos los que componemos la sociedad.

De esta manera llegó la primavera de 1931. La Monarquía agonizaba, y como su único sostén se formó el Gobierno presidido por el almirante Aznar. Mi familia tenía buenas relaciones de amistad con la del Almirante y como consecuencia de ello y a propuesta de aquélla, comencé a preparar unas oposiciones a Oficiales Letrados de la Presidencia del Consejo, cuerpo que se iba a crear entonces, oposiciones que estaban sin convocar y que eran desconocidas por todos salvo para mí y para otro joven que también iba a realizarlas, al que no llegué a conocer personalmente. Llegó el 14 de abril de 1931, fecha de la proclamación de la República, y con ella se esfumó mi proyecto, pues aunque las oposiciones se convocaron en «La Gaceta» del día 19 de abril, era natural que fueran otros los favorecidos en dicha oposición y así lo corroboraron las presiones políticas de aquel momento. A pesar de ello tengo que confesar sinceramente que la alegría que me produjo la proclamación del nuevo régimen me hizo olvidar el fracaso de mi proyecto.

En 1932 hice el servicio militar en mi ciudad natal de Cartagena en el cuerpo de Artillería de Costa; cumplido éste y recién cumplida la mayoría de edad, se me nombró por el Ministerio de Trabajo para presidir la 1.ª Agrupación de Jurados Mixtos de Cartagena y durante algunos meses también la 2.ª Agrupación. Fueron tiempos de gran lucha social; los Sindicatos estaban acosados por las grandes empresas de Productos Químicos: Peñarroya, Obras del Puerto, etc…, y se libraron verdaderas batallas dentro de dicho Tribunal Paritario. Pude evitar huelgas, despidos masivos de trabajadores por el solo hecho de pertenecer al Partido Socialista, que era el único que sostenía en alto la bandera de las reivindicaciones de los trabajadores, aquellos trabajadores carentes de la más mínima seguridad social y que percibían unos verdaderos jornales de hambre.

Unos meses más tarde de subir al poder el señor Lerroux, se me destituyó de mi cargo de Presidente de los Jurados Mixtos; no se me podía perdonar que durante mi actuación me hubiera inclinado siempre al lado de la representación obrera, y no por dogmatismo sino porque mi conciencia así me lo ordenaba.

Ya libre de mi actuación en los Jurados Mixtos, comencé la preparación de oposiciones al Ministerio Fiscal y a Judicatura, para lo cual me trasladé a Madrid para prepararlas mejor, frecuentando la biblioteca del Ateneo del que era socio para documentarme bien y ampliar los clásicos apuntes que todos empleábamos, en nuestra preparación.

Por aquella época se convocaron unas oposiciones a Secretarios de Ayuntamiento de 2.ª categoría y como mi situación económica era más bien mala y no queriendo seguir gravando más a la familia, me presenté y gané una plaza sin dificultad y como consecuencia me trasladé a Frailes, pueblo de la parte sur de la provincia de Jaén, donde estuve sólo unos meses. Me trasladé después a Cazalilla, bastante cerca de la capital, lo que me permitió poder ejercer mi carrera de abogado, para lo cual monté una oficina jurídica especializada en asuntos de administración local y de lo contencioso-administrativo, relacionado con los Ayuntamientos.

Allí me sorprendió la sublevación del General Franco y con ella perdí mi tranquilidad. Yo era un hombre de carácter pacífico y contrario a toda violencia, me vi envuelto en el torbellino de la guerra y de su secuela: la revolución, revolución dura e inhumana como todas, pero que a pesar de su crudeza albergaba en su fondo un gran sentido de justicia.

Como algunos de los Abogados Fiscales de la Audiencia de Jaén les había sorprendido la sublevación en la parte dominada por los elementos militares, y algunos de los que quedaban se habían significado por su dureza en la represión de la huelga de campesinos de 1934, que en la provincia de Jaén tuvo una gran resonancia y actividad, para evitar ponerlos en una situación difícil por su impopularidad, el presidente de la Audiencia propuso al Ministerio de Justicia el nombramiento de nuevos fiscales que pudieran hacer frente a la situación. Entre ellos se me propuso a mí.

El presidente de la Audiencia nos reunió en su despacho conjuntamente a magistrados, jueces, fiscales y decano del Colegio de Abogados para exponernos que el fin que debíamos perseguir en nuestra actuación, era el de salvar el mayor número de vidas posible. Para ello, en el primer momento se escogieron causas de los pueblos donde había habido verdadera rebelión contra el Gobierno legítimo de la República, para que la actuación de la justicia siguiera una misma línea y dictó el presidente el primer escrito de acusación.

Fueron días muy duros. Se hizo lo que se pudo, hicimos cuanto pudimos con seria exposición de nuestra seguridad por salvar vidas; salvamos las que pudimos, muchas más de lo que en general se haya podido creer.

Para evitar el tener que trasladar los presos del lugar donde estaban detenidos, se acordó celebrar los juicios en aquellos lugares y a veces por no haber locales adecuados se llegaron a celebrar al aire libre, como ocurrió en un pueblo de la Sierra de Córdoba situado tras de la línea de fuego. Presionados por fuerzas que habían venido del frente de combate y bajo la amenaza de sus fusiles y de los disparos que soltaban al aire, tuvimos que celebrar el juicio oral, con el resultado desastroso que todos tuvimos que lamentar después. Si se hubiera atendido la propuesta que hice al presidente de la Audiencia al ver aquel tablado en medio de la calle en donde tuvimos que actuar, de celebrar el juicio en una iglesia, seguramente distinto hubiera sido el resultado, pero el presidente no se atrevió a hacerlo así por temor a que el pueblo se amotinara al no poder contemplar el espectáculo. Después del juicio se hicieron gestiones ante el Ministerio de Justicia ante el que expusimos la forma como había tenido lugar, pidiendo su anulación o en otro caso que se hiciera uso del derecho de gracia; se nos prometió atendernos, pero nada se hizo después.

La forma como se administró la justicia en aquella época de guerra civil, tan enormemente cargada de odio y rencor, lo mismo en la zona republicana como en la sublevada, no era la más propicia para actuar con la debida serenidad que debe presidir en los que la administran; la psicosis bélica presionaba sobre todos nosotros de tal forma que no nos considerábamos libres.

A pesar de todo ello, se salvaron muchas vidas. Recurrimos a la acumulación de delitos, imponiendo penas separadas por cada uno de ellos que sumaban cifras muy abultadas de años, que sabíamos no habían de cumplir, pero que sí servía a los procesados para salvar la vida, que era lo único importante. Podría citar muchos nombres de personas que deben vivir todavía y que gracias a nuestra actuación gozan hoy de vida.

Toda esta violencia moral en nuestro cotidiano quehacer motivó en mí una gravísima enfermedad que me tuvo apartado del trabajo durante todo el año 1937. Reincorporado de nuevo en 1938 con la salud muy quebrantada, seguí trabajando en mi puesto hasta el final de la guerra.

Finalizada ésta, de todas las personas con las que frecuentaba mi trato y amistad sólo yo poseía pasaporte para marcharme al extranjero, pasaporte que había conseguido a través de la Capitanía General de Marina de Cartagena; pero no quise utilizarlo, porque estimé que su uso por mi parte era una deslealtad para aquellos amigos que tanto y tan bien me habían ayudado durante mi dura y larga enfermedad y especialmente en atención al entonces presidente de la Diputación de Jaén, hoy diputado al Congreso como cabeza de lista del PSOE por aquella provincia.

El final de toda guerra es siempre trágico para los que la pierden y el final de la nuestra no podía dejar de ser así también. Salimos de la provincia donde trabajábamos el 29 de marzo por la noche, llegando a Alicante hacia las primeras horas de la tarde del 30; todavía no había sido ocupada la población por las fuerzas franquistas ni por las italianas. La promesa hecha por los triunfadores de dejar marchar al extranjero al que así lo quisiera no fue cumplida; las embarcaciones preparadas para la evacuación fueron interceptadas por el crucero «Canarias», situado en la bocana del puerto.

El día uno de abril, a golpes de culatazos de fusil, de fustas y vergajos, salimos como animales acorralados hacia lo que hoy es la bella barriada de Vista Hermosa. Allí, sobre una escala de bancales sembrados de trigo que iba desde la carretera de Alicante a Alcoy hasta las estribaciones de Sierra Gorda, nos concentraron durante ocho días; desde el Viernes de Pasión hasta el Viernes Santo. Allí nos tuvieron sin darnos de comer ni de beber durante toda la semana y si no morimos de hambre y de sed fue debido a que en los últimos días de nuestra estancia, los italianos, más humanizados, nos dieron algunas galletas y conservas y el agua suficiente para aplacar la sed.

El Viernes Santo por la mañana salimos hacia la estación de Murcia, al final del paseo de la Explanada, flanqueados por soldados armados hasta los dientes, bajo una lluvia de insultos e improperios en los que se incluían a los familiares más queridos, vejaciones que sinceramente deseo olvidar y he perdonado desde el primer momento.

Como teníamos que atravesar Alicante de extremo a extremo, las gentes movidas a compasión ponían botijos con agua a las puertas de sus casas que los guardianes no nos dejaban utilizar. Llegados a la estación, nos introdujeron en vagones destinados al transporte de ganado y en donde habitualmente se transportaban cincuenta reses nos metieron a trescientos hombres, y una vez bien empaquetados cerraron herméticamente las puertas quedándonos sin aire suficiente para respirar y ahogándonos de calor, soltando desde fuera de vez en cuando alguna rociada de disparos; aunque las balas atravesaron las paredes del vagón y hubo heridos, no hubo sin embargo ninguna muerte

Por fin llegamos al campo de concentración de Albatera, el Gulag español, donde permanecí hasta primeros de agosto del mismo año. Entonces salí de aquel infierno en virtud de informes que mi familia había conseguido de relevantes personalidades del régimen.

Lo ocurrido durante mi estancia en el campo de concentración de Albatera no se puede relatar en cuatro líneas; haría falta un libro en donde exponer y relatar todo lo que sufrí, vi y contemplé en los cuatro meses que duró mi estancia en él.

Quiero hacer constar que las fuerzas que nos custodiaban en el campo de concentración, salvo alguna excepción individual, que la hubo, nos trataron muy mal. Las únicas que nos dieron un trato un tanto suave y humano fueron las marroquíes, cosa que no dejaré nunca de agradecer.

Salí del campo un viernes por la tarde. Mi padre me estaba esperando y como el último tren que iba hacia Murcia había pasado ya, tuvimos que hacer noche en el poblado que hay junto a la estación de ferrocarril. Recuerdo que en la casa donde nos quedamos, la dueña con mucha compasión me preparó una buena y muelle cama para que descansara y durmiera bien. Me acosté con deseos de dormir, pero no lo pude conseguir. Cansado de dar vueltas y más vueltas, me eché al suelo y tan pronto como mis huesos tomaron contacto con la dureza del mismo me quedé profundamente dormido. La vida en el campo de concentración había trastrocado para mí, los elementos que producen la comodidad.

Al día siguiente, salimos de Albatera y nos quedamos poco después en Orihuela, en casa de unos conocidos, pues queríamos llegar a Cartagena ya de noche. Por la tarde emprendimos de nuevo el viaje que nos llevó, después de algunas vicisitudes que resultaron bien, a nuestro destino, bajándonos del tren en un apeadero que hay antes de llegar a dicha población. Era ya de noche, cogimos a pie el camino sorteando los poblados que teníamos que atravesar, y así, por caminos de herradura y de carros, llegamos al filo de la medianoche a nuestra casa en el campo. Cuando llamamos estaban todos acostados y mi madre, con un instinto apoyado sólo en su deseo, preguntó a mi padre: «¿Viene el nene contigo, verdad?», porque yo seguía siendo para ella el «nene».

Y aquí comienza mi vida de encierro y emparedamiento. Como yo sabía que en cuanto se enteraran de que había salido del campo de concentración se me iba a volver a detener, porque en aquella época se cazaba a los hombres como a las ratas (hasta los amigos de siempre, que tenían contacto con el nuevo régimen, realizaban el acto de la denuncia y delación), decidí encerrarme en mi casa y decir a todo el mundo que preguntaba por mí que había salido del campo de concentración y que mi familia desconocía mi paradero. Como nadie me había visto llegar, nunca pudieron sospechar que estaba allí.

Por aquellos días vino a visitar a mi familia un primo nuestro, afamado doctor catalán; no se atrevieron a decirle que estaba en casa, diciéndole por el contrario que me hallaba todavía en Albatera. Como este pariente iba realizando un crucero turístico en unión de alemanes y austríacos, mi hermana le acompañó durante su estancia en Cartagena, tanto en las recepciones como en los demás actos sociales a los que asistieron, y cuando se marchó le iba enviando postales y algún que otro pequeño regalo de los lugares que iba visitando, incluso una vez ya en Viena, le envió algunas revistas. Nuestras amistades conocían todo esto y como la gente quiere sacar punta a todo, decían que nuestro primo había venido por mí y que me encontraba con él en el extranjero, y los regalos que mi hermana iba recibiendo, así como las revistas, no era él quien las enviaba, sino yo. Como es natural esto cayó muy bien a la familia para hacer creer a todos que estaba en Austria.

En otra ocasión, también por aquellos primeros meses, estaba yo en la cocina de casa y desde una habitación contigua uno de los trabajadores que teníamos y que nada sabía, estaba encendiendo su cigarro en las brasas que allí había y me vio, pero no llegó a conocerme, pues nunca dijo nada de mí, y después de salir yo de nuevo al mundo le pregunté por aquella escena, y me dijo que no se recordaba. Llegó el mes de octubre y con él las lluvias, y ya al final del mismo una tarde se presentó la policía en casa preguntando por mí; mi madre estaba en el recibidor cosiendo y mi padre, que estaba dentro, me dijo:

—Nene, la policía está ahí fuera preguntando por ti. ¿Qué decimos?

Le contesté:

—Sal tú y diles que estoy en el campo de concentración de Albatera.

Así lo hizo, tomaron nota del grupo a que pertenecía, y se marcharon.

Y la cosa quedó así, pero mi padre se fue en seguida a consultar con sus buenos amigos, altas autoridades militares hoy todas fallecidas hace muchos años. Le dijeron que desapareciera, que me tragara la tierra y que esperara mejor ocasión.

Siguiendo sus consejos, aquella misma noche abandoné mi casa y me trasladé a otra que no habitábamos y en la que teníamos almacenados los muebles de la casa de Cartagena que habíamos desmontado. Junto a ella estaba la bodega donde teníamos el vino que se cosechaba en la finca. A través de una ventana que daba a un patio me entraban diariamente la comida, no despertando sospecha alguna puesto que era muy frecuente el ir por vino a la citada bodega.

Un mes después, cuando mi familia estaba preparando la cena y los trabajadores terminaban de llegar del campo con las yuntas, después de un día de siembra, entrando por la puerta de labor la policía se coló sin que nadie se diera cuenta y encarándose con mi padre, le dijeron:

—Llévenos usted a la habitación donde está su hijo.

Mi padre les contestó que no estaba en casa, pero ellos insistiendo se entraron en el comedor y entraron en la habitación donde yo había dormido y habitado hasta hacía poco. Registraron todo lo que allí había y como es natural no me encontraron. Mi madre les invitó a que registraran el resto de la casa y no quisieron, pero sí forzaron a mi padre para que les revelara mi paradero y al decir insistentemente que no lo sabía, le amenazaron con llevárselo detenido si no declaraba mi paradero. Una intervención de mi hermana les hizo desistir de su propósito, sin duda alguna porque no tenían orden de detención contra mi padre, pero sí le amenazaron de que volverían de nuevo otra vez, cosa que no hicieron.

Así comencé mi largo encierro de treinta años. Leía mucho, estudiaba, me interesaba enormemente por la nueva guerra mundial. La caída de Polonia me causó un efecto muy difícil de describir y la traición de la URSS mucho más. Confiaba en los aliados, tenía esperanza de que al final la guerra sería ganada por ellos, porque representaban la causa menos mala y que más se acercaba a la justicia.

Con la primavera, las noticias me iban dejando cada vez más triste. La movilidad del ejército alemán era asombrosa; un día caía Dinamarca, otro Noruega y con la entrada de las tropas alemanas en Holanda y Bélgica comienza el desastre de los aliados en Occidente. Esperaba una fuerte resistencia belga, como en la guerra del 1914, que en realidad no se produjo, como tampoco se produjo el milagro del Marne en esta ocasión. Cayó París y el ejército alemán, como un torrente incontenible de terror y desolación, se extendió por todo el territorio francés. Veía cómo hombres de la talla y relevancia política de Lluís Companys, refugiado político en el país vecino, era devuelto a España y entregado al General para ser fusilado y escarnecido. Eran los años del terror azul.

Pensando en ellos me daba cuenta de mi crítica y comprometida situación; sabía que el ser descubierto y detenido hubiera llevado consigo mi inmediato fusilamiento. No había cuartel para nadie dentro del régimen llamado por los triunfadores portador del amor y de la paz. Cuando los nervios me lo permitían me dedicaba a leer cuanto caía en mis manos y estaba a mi alcance. Como entonces todavía no habían aparecido los transistores, mi única información era a través de la prensa, la prensa que hoy se titula demócrata y liberal, pero que para saber tal como entonces era basta con ir a cualquier hemeroteca y leer sus editoriales y noticiarios. La crítica no existía, pues el régimen instaurado por la espada del General, de origen cuasi divino y bendecido por nuestros caritativos obispos por su perfección, no la necesitaba; en ella sólo cabía el incienso y la alabanza.

Leí mucha Historia y Geografía, que siempre fueron de mi predilección; volví a estudiar latín y algo de inglés sin gran éxito, pero a pesar de ello me ayudó mucho a acortar el tiempo de ostracismo.

Siempre fui un hombre profundamente religioso, por tradición familiar y por propios sentimientos; para mí la vida sin la religión, sostenida por una profunda fe, bordeada con una gran caridad, no hubiera podido subsistir; y esa fe y esa caridad me llevaban al gran remanso de la esperanza, prado jugoso que iba a alimentar la ilusión de una libertad tan ansiada.

Mi salud durante este largo período de mi vida respondió muy bien, a pesar de la grave enfermedad que había atravesado anteriormente. Aparte unas fuertes anginas que tuve en el verano de 1943 —por los días de la invasión de la isla de Sicilia— y dos ataques de gripe en los años 1957 y 1966, nada importante me ocurrió. Si bien a finales del año 1961 y principios de 1962 una afección de próstata me obligó a salir de mi escondrijo y trasladarme a la capital de la provincia para que me tratara un especialista de vías urinarias que no me conociera ni a mí ni a mi familia.

Al tomarme la filiación, le dije que mi profesión era la de maestro nacional, y él a renglón seguido me dijo que ya se me notaba, porque mi aspecto era de tomar poco el sol. Se me hicieron análisis por creerse según los síntomas que podía ser algo maligno, pero los resultados de éstos fueron todos negativos.

Me puso un tratamiento a base de antiespasmódicos, me pregunto si en mi vida y en particular en estos últimos tiempos había tenido momentos de ansiedad. Yo le contesté que todo el mundo atraviesa por momentos de angustia durante su vivir, que le ponen los nervios en tensión y que yo no podía ser una excepción. Me recomendó mucha tranquilidad, largos y tranquilos paseos al aire libre y al sol, precisamente todo lo que no podía practicar. Me recetó unos antiespasmódicos que con dos frascos me hicieron desaparecer mi anormalidad funcional.

En la década de los cuarenta, cuando la escasez de alimentos y las requisas de frutos y cereales por los agentes de la Fiscalía de Tasas, eran frecuentes, como los agricultores se resistían a entregar la cosecha que les pedían eran constantes los registros que se hacían por las casas de los agricultores. En cierta ocasión comenzaron estos agentes a registrar todas las casas y todos temimos que al llegar a registrar donde yo estaba, en lugar de encontrar el trigo y la cebada que buscaban, se tropezaron conmigo. Entonces, me disfracé de mendigo, me calé en la cabeza un sombrero viejo y con un saco medio vacío sobre la espalda salí de casa a la vista de los vecinos de los alrededores, como si fuera uno de los hombres que con tanta frecuencia se veían entonces mendigando algo que comer para él y los suyos. Me marché hacia unos trigales que teníamos muy hermosos, ya con la espiga fuera, y allí me acomodé y pasé el resto del día, hasta que llegó la noche en que pude volver de nuevo a casa.

Uno de los momentos más amargos que tuve que soportar en los primeros años de mi emparedamiento fue la muerte de mi padre, ocurrida a finales de septiembre de 1941. Él no pudo resistir mi situación, su ánimo decayó de tal forma que una afección neumónica se lo llevó en menos de una semana. Fue un golpe terrible para toda la familia, pero particularmente para mí. Me sentí ante una orfandad sin límites, desprovisto de todo elemento de defensa y de utilidad para poder ocupar su puesto y dirigir a mi familia. Yo no pude hacerlo, pero mi madre con su energía e inteligencia supo salvar la situación sin mutación de ninguna clase. La casa siguió adelante, las fincas siguieron cultivándose y nadie pudo notar el cambio de la dirección de nuestra explotación agrícola. Es más, mi madre adquirió aguas para riego, transformó parte del secano en regadío e hizo una buena plantación de limoneros.

Como antes he dicho, era y soy un hombre muy religioso y esto me ayudó mucho a llevar este largo e ininterrumpido cautiverio. Rezaba diariamente el rosario, pedía por todos y muy especialmente para todos aquéllos que se habían declarado mis enemigos puesto que por mi parte nunca me consideré enemigo de nadie y así continúo y continuaré hasta el fin de mi vida.

Por el año 1947 nos pusimos en contacto con un amigo mío que ocupaba un alto cargo en el régimen. Había sido un buen amigo y compañero de carrera y de oposiciones; prometió gestionar algo en relación conmigo, pero su gestión no llegó a cuajar en nada positivo. Así iban pasando con fe y esperanza los años, cuyo fin parecía cada vez alejarse más de mí.

También en el año 1948 un primo hermano mío, muy buen doctor en medicina interna, que había curado a unos clientes que tenían una embarcación a motor y que a diario salían a alta mar a pescar pues eran pescadores, preguntó a mi madre por mí, con el propósito de que estos pescadores me hubieran llevado hasta las costas de Orán y haber conseguido la libertad. Mi madre, muy recelosa, pues estaba escarmentada de las imprudencias y de la dificultad que algunas personas tienen para guardar un secreto, le dijo que no sabía dónde estaba y de momento todo terminó así. Este primo, muy querido mío, fue quien luego gestionó, en junio de 1969, mi presentación en la Comisaría de Policía de Cartagena, acompañándome ante el Comisario, que resultó ser hijo de unos antiguos amigos míos y en cuya casa había jugado yo más de una vez, cuando él era un niño.

Mi madre, ya con ochenta y seis años, sufría de irregularidades en el sistema circulatorio y como se puso muy enferma la trasladaron a Madrid para internarla en la Clínica de la Cruz Roja, donde permaneció durante tres meses. Luego, en período de convalecencia, estuvo viviendo en casa de mi hermana en Madrid; ella fue la primera que tuvo noticias del Decreto de 31 de marzo de 1969, que daba por canceladas todas las responsabilidades emanadas de nuestra guerra civil. Desde allí me lo comunicaron donde yo estaba, aunque ya estaba enterado de su alcance, pero en verdad desconfiaba de tal medida. Sin duda alguna, al General no le quedó otro camino que tomar tal medida, no por generosidad, que nunca la tuvo, sino porque o tomaba esa decisión o modificaba toda nuestra legislación, que establecía el período de treinta años como el máximo para alcanzar la prescripción.

No obstante, ante las presiones de la familia para que me presentara a las autoridades, les dije que hasta tanto no tuviera la palabra de ese buen amigo del que ya he hecho antes alusión y me lo dijera personalmente no me presentaría. Se trasladaron mis hermanos a donde estaba actuando de gobernador civil, y al verlos entrar en su despacho, donde los recibió con todo cariño, díjoles: «Ya sé a lo que venís». Y efectivamente no se equivocó. Les dijo que me presentara sin miedo a las autoridades, las que tenían órdenes de atendemos y damos cuantas facilidades necesitáramos.

Fiado en su palabra, el día 26 de junio de 1969, como antes he dicho, me presenté en la Comisaría de Policía de Cartagena acompañado de mi primo el doctor Pérez Espejo, que ya el día anterior había preparado mi presentación. Efectivamente tuvieron muchas atenciones conmigo; me dieron todas las facilidades que necesité y de esta forma terminó un encierro de más de treinta años.

Una vez ya en nuestra casa del campo, reunidos en familia y con algunos vecinos de las fincas de alrededor comentando mi odisea, se presentó la Guardia Civil de aquella jurisdicción, un tanto molesta por no haber querido hacer mi presentación en su comandancia en lugar de hacerla en la Jefatura de Policía. Después de darles algunas explicaciones de cortesía y luego de invitarles a unos refrescos, se despidieron ofreciéndoseme para cualquier cosa que necesitara de ellos en relación con mi nueva situación.

Pasé un verano si no feliz por lo menos mucho más agradable de los que había pasado durante treinta años. Viajé a las playas, me bañé en el mar, viajé a Madrid a casa de mi hermana, fui a Burgos a la jura de bandera de un sobrino en el campo de Villafría, etc…

Pasado lo anterior, tenía que resolver el problema de mi subsistencia, tenía que trabajar para vivir. Los bienes raíces que mi padre me había transmitido apenas si daban lo suficiente para su sostenimiento y conservación. Intenté dar clases en colegios reconocidos, me prometieron en varios darme la enseñanza de letras, en especial impartir clases de Geografía e Historia, pero cuando llegaba la hora de mi incorporación, mis antecedentes se levantaban como una barrera y me impedían el tomar posesión de la clase.

Lo pensé mejor, y aconsejado por un buen amigo, me trasladé a Benidorm, donde en unión de otro compañero que tenía bufete abierto comencé a ejercer mi profesión de abogado, y así llevo casi ocho años, donde obtengo lo suficiente para vivir honestamente dentro de mi estamento social. Por todas partes he tenido infinidad de consideraciones a mi persona, consideraciones que se hacían más patentes y efusivas cuando conocían todos los aconteceres de mi azarosa vida.

Recientemente se me han hecho propuestas para que tome parte activa en la vida política, pero como soy hombre realista y por otro lado carente de ambiciones políticas y de deseos de figurar y estar en candelero, he declinado y agradecido la atención de que se hubieran acordado de mí, ya que entiendo que nuestra juventud sana y bien formada es la que tiene el deber de actuar y con energía y prudencia llevar hacia adelante a esta España tan querida y que tan dentro llevo en el corazón, la que por desgracia no se halla sobrada de hombres honestos que olvidando sus ambiciones personales la puedan defender y dirigir al lugar que en la Historia y el mundo le corresponde.

CONVERSACIONES DE SIETE AÑOS ANTES

Pedro Gimeno Espejo ha querido escribir en primera persona un relato autobiográfico de sus experiencias después de que estuvieran transcritas las cintas de conversaciones mantenidas con él en el verano de 1970, siete años antes de la definitiva redacción del texto correspondiente a su desventura.

Este relato aparece, pues, sin alteración de los autores, ni siquiera en los usos gramaticales y estilísticos del protagonista, a fin de conseguir una luz nueva en este conjunto de patéticas historias. En todo caso no parece innecesario reflejar de alguna manera el contenido de aquellas conversaciones tenidas en Benidorm, cuando el general Franco todavía estaba vivo y fuerte, cuando el miedo rondaba aún por muchos espíritus.

Pedro Gimeno no se mostró miedoso entonces, ni siquiera precavido o reticente. Con una sinceridad admirable fue desgranando un relato que esencialmente es idéntico al que figura más arriba. Con apasionada frialdad fue enjuiciando su propia historia y los hechos que la motivaron, cuidando entonces —como ahora— de que ninguna persona pudiera ser perjudicada de ningún modo. De ahí la ausencia casi absoluta de nombres propios, tanto de amigos —sobre todo de amigos— como de enemigos. Incluso podría recurrir a la memoria para ofrecer la lista de personas que fueron salvadas por su intermedio y no quiere hacerlo, aunque con ello podría desmentir un informe policial en el que textualmente se lee: «Durante su ejercicio pidió la pena de muerte para 16 personas, que con posterioridad fueron ejecutadas. Entre los dirigentes del Frente Popular, parece ser, gozaba de prestigio».

En realidad, ni Pedro Gimeno gozaba de prestigio político entre los dirigentes izquierdistas ni tuvo culpa alguna en las ejecuciones de Jaén. Ambos extremos quedan muy evidentes en sus conversaciones. Por un lado, Gimeno era entonces más un hombre de derechas que de izquierdas. «Si la línea del Movimiento hubiera estado desplazada un poco más a Occidente, todo hubiera sido distinto. Mis relaciones sociales estaban más a aquel lado que a éste y yo hubiera podido situarme muy bien entre ellos. Compañeros míos de estudios, mucho menos preparados que yo, llegaron en seguida a capitanes y comandantes jurídicos».

En otro lugar de la conversación cuenta Gimeno cómo, estando en Jaén, tenía el proyecto de pasar en Córdoba el fin de semana de los días 25-26 de julio de 1936 —el siguiente a la rebelión—, en unión de otro compañero dueño de un automóvil. «Si hubiéramos anticipado una semana aquel viaje, ya no habríamos podido volver a Jaén aunque hubiésemos querido y, por tanto, me hubiera quedado en el otro bando y allí me hubiera situado fácilmente, con las amistades que tenía».

No quiere decir esto que Gimeno fuese un reaccionario y menos aún un fascista y así se demuestra por su actuación en el Jurado Mixto de Cartagena, cuando tenía 24 años. Pero por educación y sentimientos (su familia «era la aristocracia agrícola de la región») estaba más cerca de los rebeldes que de los republicanos, aparte de que el advenimiento de la República, en abril de 1931, destrozó su brillante carrera de Oficial Letrado del Presidente del Consejo de Ministros, lo apartó de un puesto que le estaba destinado por enchufe. La llegada de la República hizo que la recomendación cayera sobre otro y, aunque en su relato Gimeno habla de que la alegría republicana le hizo olvidar su fracaso profesional, no parece que sea completamente cierto.

En otro momento de las conversaciones, Gimeno dice claramente que hubiera colaborado con los rebeldes a título profesional (y a este título solamente colaboró con los gubernamentales) «pues lo único que yo he sentido ha sido el amor a España, un amor intenso, un amor de pasión». «Creo que en la otra zona hubiera tenido más ambiente que en ésta», insiste aún. Y: «No me gustaba la España del 31 ni la del 36: eran Españas muertas, Españas sin vida». Este lenguaje se aproxima mucho a la retórica falangista.

Su padre, pequeño capitalista rural, era monárquico liberal, seguidor de las ideas de Romanones. Toda la familia era de una religiosidad exquisita: camarera de la parroquia su abuela, hermano mayor de la cofradía local su padre, monaguillo él mismo. «La religión ha sido mi sostén». «Si estaba lejos de casa, frecuentaba con más asiduidad los sacramentos». «En mi familia se rezaba diariamente el rosario, el viacrucis en Cuaresmas, las novenas de San José y de los Dolores; ésas nunca faltaban». En fin, durante su encierro —y así nos lo mostró— llegó a tener callos en las rodillas de pasar muchas horas rezando. Según su testimonio, leía diariamente la misa por un misal que tenía y la leía en latín; esta actividad le ha permitido que todavía ahora recuerde largos párrafos de Epístolas y Evangelios de memoria y en el idioma litúrgico. «No lo hacía por sacrificio, sino por placer; yo di un sentido religioso a mi encierro, como antes se lo había dado a mis estudios».

A pesar de que por entonces la Biblia era casi un libro prohibido para los católicos españoles, Gimeno asegura haberla leído más de una vez. El libro de El Cantar de los Cantares lo sabe casi de memoria. Como autores favoritos nos citó a Fray Luis de Granada, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y San Ignacio de Loyola. Piadoso, devoto, ni siquiera llevó una vida disoluta en sus años de estudiante en Madrid —los dos años que pasó preparando su ingreso en la Armada—. «Mi lugar favorito era la iglesia del Perpetuo Socorro. No fui un estudiante juerguista y si alguna vez entré en un cabaret fue por el qué dirán, por no molestar a los compañeros».

Tan sólo durante su etapa en Jaén decayó un poco su fervor religioso, ante el contacto de «la gente incrédula» con la que convivía.

En el aspecto político, por lo demás, nunca fue activista ni participó en mitin alguno. De todos modos «me dolía la situación de los obreros en Andalucía; era algo que clamaba al cielo». Por carácter, le gustaba la vida brillante y frívola de una Cartagena dominada por la casta de los marinos de guerra. «A los abogados y médicos nos toleraban, aunque para ellos éramos de segunda categoría; los demás, como si no existiesen». Cuando estaba en Jaén como fiscal republicano, echaba de menos el año en que pudo codearse con el gobernador y con todos los prohombres de Cartagena. «Lo bueno se añora siempre, pero yo me acostumbré a amortiguar el recuerdo de lo bueno para que no me hiriera». En esa época —lo expulsaron del cargo por excesivamente joven— tuvo «muchas novias». Con una de ellas, «de una familia muy adinerada, millonarios de los de entonces», estuvo a punto de casarse, pero al final rompieron «por culpa de las amistades». En la época de la entrevista había ya muerto, después de haberse casado con otro hombre. Gimeno cuenta cómo un día, a los pocos años de su encierro, se presentó en casa de su hermana para preguntar por su paradero y devolver los objetos que aún conservaba del joven abogado.

En cuanto a que tuviera prestigio entre los dirigentes del Frente Popular, después de tales antecedentes, no resulta muy claro. Incluso en Jaén, todos sus amigos pertenecían a las clases más altas. Como fiscal procuró aplicar la ley con la mayor blandura, tal y como dice en su relato. En Jaén trabajaban siete fiscales y Gimeno quedó espantado ante la miseria y la injusticia de la población campesina. «Había cuatro o cinco mil presos en la cárcel, falangistas, caciques y militares rebeldes y se salvaron casi todos. Yo hice todo lo que pude. Algunos fueron fusilados como represalia por los bombardeos de Franco a poblaciones civiles. Además, la Justicia estaba dominada por el pueblo. Los consejos de guerra funcionaban bajo la presión popular».

Cuando Pedro Gimeno cayó enfermo, a finales de enero del 37, primero de tifus y luego de una tuberculosis que lo tuvo al borde de la muerte, se recluyó en un cortijo próximo a Úbeda «a llevar una vida salvaje: comer y dormir». Logró curarse por completo, gracias a su gran fuerza de voluntad, y al reintegrarse a su puesto fue nombrado Instructor del Tribunal de Espionaje. Allí, al poco tiempo, el SIM (Servicio de Investigación Militar) le envió noventa encartados y «me exigía que consiguiera por lo menos treinta penas de muerte». Yo me puse a dar largas al asunto valiéndome de todos los recursos jurídicos, buscando testigos en Barcelona para que tardaran más en presentarse… Dije a los abogados que calificaran a los acusados de perturbados mentales, porque los exámenes psiquiátricos se demoraban mucho… Algunos de aquellos acusados eran amigos míos y el resto lo hacía por humanitarismo. Se salvaron casi todos gracias a la acumulación de delitos.

Su fidelidad a los amigos, en este caso a los compañeros de Jaén, queda muy clara en el hecho de que, poseyendo pasaporte gracias a sus influyentes amigos cartageneros, se negó a huir cuando se fue la escuadra, es decir, un mes antes de que Jaén se rindiera. Si lo hubieran identificado en Alicante, es indudable que hubiera sido fusilado.

Por lo que se refiere a lo ocurrido en Alicante, una de las grandes tragedias de los combatientes republicanos, veamos lo que escribe Luis Romero en El final de la guerra[10]: «Iban concentrándose vehículos de todas clases y hasta llegaron tanques y blindados. Guerrilleros, agentes del SIM, mandos militares y comisarios, miembros de comités nacionales, regionales, locales, soldados, carabineros, guardias, mujeres, niños; traían colchones, maletas, fardos. Algunos, más previsores, escondían en sus bolsillos o disimulaban entre esas pertenencias monedas y joyas, y entre los levantinos el azafrán se había convertido en instrumento de cambio frente a los azares de la expatriación. Los más iban cargados con provisiones de boca y ropas, mientras que otros se presentaban con sólo lo puesto y acumulada el hambre del camino. Había entre ellos solidaridad e insolidaridad, fraternidad y enemiga, ánimo y desánimo, propósitos de resistencia o de entrega como alternativas contrapuestas en caso de fracasar el embarque». El autor, que opta entre una cifra que va de los doce a los quince mil fugitivos, confirma los comentarios de Gimeno acerca del pésimo trato que daban las tropas españolas frente al relativamente humanitario de italianos y marroquíes. «Humillante, inhumano, dantesco, tristísimo», decía el abogado.

Otros detalles no completamente claros en su relato aparecen en distintos informes policiales, a veces con el lenguaje y el error propios de la posguerra franquista, por ejemplo en este párrafo: «En los meses de mayo y junio de 1933 estuvo al frente de un Jurado de Masonería, al que le daban el nombre de Jurado Mixto». (Jurado en el que Gimeno actuó un poco como los actuales abogados laboralistas, aunque procurando no enfrentarse demasiado a los patrones, fuertes compañías; por lo demás, fue elegido para el Jurado tanto por obreros como patronos, y de ahí lo de Mixto). «El 29 de diciembre de 1935 llegó a Frailes (Jaén)… No demostró a la Corporación de dicho Ayuntamiento su ideología política».

Por lo que se refiere a sus escondrijos, aparte la casa de Cartagena, en la calle del Carmen, estuvieron siempre en la Pedanía (Diputación o Parroquia) de Perín, en un agrupamiento de casas denominado «La Corona» y en otro conocido por «Huerto Libreño», donde estaba la casa de su hermana, a medio kilómetro del anterior. Es un paraje rocoso, agreste, a una docena de kilómetros de Cartagena, sobre la montaña. Los dieciocho habitantes de «La Corona» viven de las fincas de guisantes y almendros propiedad de los Gimeno. La casa de éstos es muy grande, con una parte vieja y otra nueva, y posee agua corriente y electricidad. Desde 1941, fecha en que murió su padre, Gimeno vivió en esta casa o en la de la hermana. «Me habitué a esta forma de vivir y dejé pasar el tiempo, pasar el tiempo; yo no quise molestar a nadie pidiendo ayuda. Esperaba que Franco diera una amnistía a los cinco años, luego a los diez, luego a los quince, luego a los veinte… Los guardias no venían a buscarme a casa por consideración a la familia, pero yo tenía miedo de todos, de que alguien viniese; no temía a nadie en concreto, sino a todos. Cada vez que veía acercarse a un extraño me descomponía… Después de la prescripción de los delitos del 69, todavía tardé dos meses y medio en salir. Quería estar bien seguro, no me atrevía a salir no fueran a pegarme un porrazo por ahí… Y lo que más temía era la publicidad, las entrevistas, las fotos… Por eso esperé más».

Pedro Gimeno Espejo es un hombre de estatura mediana tirando a baja. Lleva el pelo corto, rapado a cepillo y su piel está tostada por el sol de la ciudad turística más conocida de la España peninsular. Viste una camisa de manga corta y cuello descubierto, pantalón gris con cinturón y zapatos juveniles. Sus ojos claros brillan con intensidad mientras, al hablar, tartamudea un poco por el nerviosismo y mueve intranquilas unas manos muy cuidadas. Pasaría por un play-boy sesentón, todavía ágil y animoso. Desde luego, nadie en estas playas levantinas podría imaginar su historia, la historia de un hombre de derechas escondido por miedo a que lo mataran los vencedores en una rebelión derechista. Claro que el abogado perfectamente integrado en la sociedad en que vive sabe explicarlo muy bien:

—Yo he sido como un tronco arrastrado por la riada, que lo lleva a cualquier parte, adonde no quiere ir. Mi vida ha tenido más amarguras que felicidad, pero yo he sacado felicidad de la amargura; lo contrario, sacar felicidad de la felicidad, no tiene ningún valor. Lo difícil es hacer como las abejas, que de una cosa amarga como el romero saben sacar la miel.