11. SARGENTO RAMÓN «EL TOTO».
Ramón Jiménez (Arcos, Cádiz).
Nueve meses escondido
Sentados en un banco de piedra que corre junto a la verja, de espaldas a la plaza llena de automóviles con placas de diversos países, de espaldas a la iglesia de Santa María, unos cuantos viejos miran el espléndido precipicio que se abre a sus pies. Abajo, los campos verdes —alcornoques, viñedo, huertas— rezuman el vaho que envuelve el pueblo blanco y hermosísimo, uno de los más bellos de España: Arcos de la Frontera. Sobre las aguas del río Guadalete, quietas y cubiertas de verdín, las palomas describen circunferencias grandes e irregulares antes de ocultarse en el farallón en cuyos recovecos anidan. Las chicharras anuncian desde los olivos que los calores estivales no van a remitir.
Uno de los viejos señala un punto indeterminado en el campo, que parece hundido bajo la calina; un punto perdido en la bruma del mediodía. Hasta hace solamente dos años en ese lugar existía un chaparro enorme, grueso como el círculo que abren dos hombres con los brazos abiertos y las manos cogidas, un alcornoque cuyo interior hueco le salvó la vida. Ramón el Toto está a punto de cumplir los setenta años: nació en 1907 en este mismo campo de Arcos. Casóse muy tarde, casi con cincuenta años, y ahora vive en una barriada nueva del pueblo llamada La Paz, por la carretera de Ronda, en una casita fresca, limpia, blanca y acogedora. Ramón el Toto, sargento en activo, caballero mutilado (es decir, caballero por ser mutilado en el bando franquista), está muy gordo, casi completamente sordo y apenas le deja respirar un asma agobiante; además, cojea mucho de la pierna derecha; las palabras se le deslían en el paladar antes de salir al exterior… Recuerdos todos de la guerra.
Cuando se siente con ánimos sube hasta la cresta del pueblo, cruza la plaza por entre el castillo medieval y el hermoso parador de turismo, sorteando el enjambre de automóviles, y se sienta en el belvedere para contemplar el campo desde arriba y para soñar en el viejo alcornoque ya desaparecido. Antes iba a visitarlo de vez en cuando con los amigos y ahora lamenta no poder enseñárnoslo a nosotros, «pero así es la vida».
Arcos, el pueblo en que se desarrolla esta historia, ha sido uno de los más revolucionarios de España. Fue cuartel general de las tropas de Riego en el pronunciamiento de 1820 a favor de la Constitución del 12; el pueblo se alzó también en la protesta de carácter republicano federal de 1869 y participó asimismo en el asalto anarquista al ayuntamiento de Jerez de 1892. Poco antes de la guerra civil, el noventa y cinco por ciento de las fincas del partido judicial no pertenecían a los campesinos que las trabajaban, sino a latifundistas que en su mayor parte vivían en Jerez, Cádiz, Sevilla y Madrid. En este sentido, Arcos de la Frontera, con unos veinticinco mil habitantes en la actualidad, se considera uno de los centros del latifundismo y, en consecuencia, de las rebeliones campesinas andaluzas.
Ramón Jiménez Sánchez, alias El Toto, era campesino, pero no rebelde. Incluso se estaba iniciando en una profesión, más tarde abrazada, típica del capitalismo: la de corredor, es decir, intermediario.
Estaba yo el día 5 de agosto en el campo y llegaron los fascistas y dijeron:
—¡Manos arriba!
Y yo, pues manos arriba. Hasta aquel día no había pasado nada, yo sabía muy poca cosa de la guerra. Pero el caso es que se presentaron aquí y cuando yo estaba con las manos bien levantadas, que en una tenía unas matas, me acuerdo bien, me dieron un golpe fuerte por detrás, aquí en la nuca. Tuvieron que darme con una piedra o una pistola, porque era duro. Yo me caí al suelo y ellos me agarraron y me metieron en un coche y me trajeron a Arcos.
Nada más despertarme, me tomaron declaración y me dijeron que me marchase de allí.
—¡Hale, a la calle!
Yo empecé a andar tirando por una callecita para coger el campo y quitarme del medio. No quise pasar por la plaza porque estaban allí los fascistas reunidos, no fueran a tener otra tentación. Pero cuando ya iba por las afueras y ya estaba dándole fuerte a los pies, me ven unos fascistas que subían cantando por aquella calle y me agarran otra vez. Lo mismo que antes:
—¡Manos arriba!
Yo, arriba las manos. Me mandan ir andando delante de ellos, sin bajar las manos y con las pistolas apuntando por detrás. Así por toda la calle, como una procesión. Y esta vez me llevan al cuartel primero de los falangistas, el principal, y nada más llegar me pegan una paliza. Aquí no me toman declaración ni nada. Una paliza. Eran tres, tres. Cuando uno se cansaba, se apartaba y cogía otro y decía:
—Déjamelo, que ahora voy a acabar con él.
Y cuando se cansaba venía el tercero y después otra vez el primero. Tres eran. Cuando yo salí de allí, el cuerpo mío era negro como el de los negros, tenía toda la carne como una albóndiga. Y mientras me pegaban decían que a ver a quién había repartido yo las pistolas. Yo decía que me lo dijeran a mí, que qué pistolas eran ésas, que me enseñaran una a ver. Era todo mentira.
Yo no estaba apuntado a nada. Tenía un amigo en la UGT y otro en la Izquierda Republicana, uno era amigo grande y el otro era amigo más grande y me decían que me apuntara con ellos. Pero si yo me apuntaba con uno se podía molestar el otro, y ése era el motivo que no estuviera con nadie, para no enfadarlos. Me eran simpáticos, pero no estaba apuntado. Los fascistas decían que los de Izquierda Republicana me habían dado una caja de pistolas y que yo las había repartido; querían saber a quién. Pero nadie sabía nada de esas pistolas. Yo les decía que me enseñaran una para demostrarlo. Era todo mentira.
Por fin, cuando ya empezaba a ser de noche, me dejan marchar. Yo iba medio ciego, porque no veía, todo hinchado, que no me podía menear para nada. Andaba pegado a las paredes porque tenía las piernas en malas condiciones y sólo quería llegar al campo y que no me cogieran más. Pero al verme así, me descubrieron otra vez, me agarraron y otra vez al cuartel, pero ahora a otro cuartel.
—¿Quién te ha pegado? —me dicen.
—Unos compañeros vuestros.
—Algo habrá hecho éste —dicen.
Y empiezan a pegarme otra vez. Ahora eran más de tres y también pegaban fuerte, sólo que ya no me dolía. Yo estaba que no sentía los golpes. Pegaban con porras de goma de las que ellos llevaban, muy duras.
Allí pasé la noche y al día siguiente ya consigo escapar y marcharme a mi casa. Estoy yo tumbado en la cama cuando a los dos días se presentan otra vez los fascistas, me agarran, me pegan otra paliza allí mismo y me llevan a la cárcel de Arcos. Ya no podían pegarme más porque no tenían dónde.
Siempre que si las pistolas de Izquierda Republicana, y yo:
—¿Pero qué pistolas?
Esto era en el cuartel. Ya en la cárcel, me encerraron con otros catorce, que por cierto los mataron a todos, yo no los volví a ver. Allí estuve en una celda tres o cuatro días.
Pero yo tenía un primo que era amigo de los fascistas y como me echaban en falta fue a buscarme a la cárcel. Esto fue por lo de mi madre. Mi madre me quería mucho a mí, más que a los demás hermanos. Y va una vecina y le dice:
—Mira, tu hijo Ramón, el que más tú quieres. Pues le han pegado una buena paliza y lo tienes preso.
Mi madre al oír esto tuvo un ahogo del corazón, de la pena, y se murió allí mismo, de repente, la pobre. Entonces fue cuando se enteró mi primo y vino a la cárcel a ver. Como era amigo de ellos, preguntó:
—¿Por qué lo tenéis aquí?
—Por lo de las pistolas.
—Pero ¿qué pistolas?
—Las de Izquierda Republicana.
No le hicieron caso y se fue al sargento de la Guardia Civil. El teniente se había ido a unas operaciones y el sargento era amigo mío.
—¿Cómo, que está preso El Toto? ¿Pues qué ha hecho?
Y no me he enterado yo, no me han pasado el parte.
Mandó una pareja a la cárcel, me cogieron y me llevaron donde estaba él.
—¿Qué pasa, Toto?
—Pues esto pasa —dije yo.
Y el sargento ordenó que me pusieran en la calle. Me dio un pasaporte, un salvoconducto para salir del pueblo y llegar al campo. Yo tenía un campito muy bien montado, con animales, cochinos, bestias, en fin… Y el sargento me dijo que me fuera con cuidado, sin pasar por la plaza ni por el Comité, escondido, porque podían volver a cogerme. Ya sabía yo lo que pasaba en esos casos. Iban cantando o gritando, con uniforme y las correas por el pecho y pistolas y látigos y arreaban al que se ponía en medio. Así que tuve más cuidado y, medio muerto, llegué a mi casa. Me habían arreado bien por todas partes y estaba que no me ponía de pie, como un muñeco de ésos de goma, pero negro.
El sargento contó al teniente lo que había pasado conmigo y el teniente dijo a los falangistas que en Arcos mandaba él y que nadie fuera a pegarme otra vez. Vino mi primo a decírmelo y así pasaron ocho o diez días, sin nada raro. La guerra andaba por otra parte.
Luego, yo estoy trabajando y veo venir un coche por una carreterilla, un coche grande levantando mucho polvo; era un camino. Llegan donde yo y salta fuera un falangista.
—Oye, ¿tú sabes si está el Toto en casa? —me pregunta.
—Pues claro que está. Acabo de verle entrar.
El fascista entra en el coche y el coche sale arreando cuesta abajo en dirección a mi casa. Y yo corro a la misma velocidad para el otro lado. ¿Qué había pasado? Pues había pasado que los guardias civiles habían dicho a los de Falange de Arcos que presentaran un hecho mío y como no lo pudieron presentar les prohibió perseguirme. Pero ellos se lo dijeron a sus compañeros de un pueblo de aquí cerca que se llama Prado del Rey y la orden que tenían ésos era que donde me cogieran me liquidaran. Nada de palizas. Liquidarme. Tuve la suerte de ver el coche y que me preguntaran a mí. Como no eran de Arcos, no me conocían.
Así que si me quedaba en casa, me liquidaban y si volvía a Arcos… Bueno, pues ¿qué hago? Bastante cerca de la casa había un árbol muy gordo que tenía un hueco, estaba casi todo el árbol hueco; era un chaparro, de esos árboles de sacar el corcho. Voy y me meto dentro. Ya estaba cansado de andar disparatado por el campo con el peligro de los fascistas.
Coloqué unos palos allá arriba y estaba tumbado mirando el campo. Cuando veía venir a los coches, rrrr y el polvo, me metía dentro del tronco a esperar que se fueran. Todos los días venían dos o tres veces, unas veces dos coches, otras veces tres, otras veces cuatro… Casi siempre eran más de diez. Pistola en mano revisaban toda la casa, por todas partes y yo escuchaba tan tranquilo dentro del árbol.
Por la noche, como no venían, me bajaba del árbol, comía y me traía una botellita de agua para el día siguiente. Por si acaso, no estaba mucho tiempo fuera del chaparro; también podían venir de noche. Después, cuando el invierno, me cogí unas mantas para estar tumbado allá arriba.
Así fue pasando el tiempo. Y un día mi primo va a Jerez y habla con el jefe del requeté.
—No le pueden acumular nada y lo quieren matar.
Y una noche se me presenta en el chaparro.
—Vengo por ti, que vamos a meterte en la milicia para que no haya problemas.
Yo me fui con él adonde estaba el cuartel, de noche. Allí me tomaron la filiación y me dieron la ropa del requeté. Y mi primo se volvió para dar la noticia. Cuando los fascistas llegaron a mi casa, les dijo:
—El Toto ya no está, que se marchó.
—¿Y dónde se ha ido?
—Pues se ha ido al requeté.
—¿Cómo al requeté?
—Lo dicho.
Lo Falange reclamó al jefe provincial del requeté y el jefe coge a mi primo y le dice:
—¿Qué es lo que tú me has mandado aquí, que mira lo que dicen éstos?
Y mi primo:
—Yo te he mandado buena gente. Mi primo es buena persona.
Le explicó lo que había pasado y a los tres días estaba yo por Córdoba, en el frente. Y poco después se formó una gorda. Los proyectiles botaban por todos lados. Y uno cayó cerca de mí y mató a tres que estaban conmigo y yo quedé conmocionado. Me llevaron a Jerez y después, como estaba inútil, me mandaron de convaleciente a Arcos. Pero aquí vuelven otra vez los fascistas y me agarran y ya querían pegarme otra vez. Se entera la Guardia Civil y me mandan otra vez al frente, pero a la cocina, a pelar patatas, porque no valía para otra cosa.
Después, cuando terminó la guerra, querían hacerme barrendero o sepulturero, porque los mutilados teníamos preferencia. Pero yo no quise. Y cuando pasaba algo, en seguida me agarraban a la cárcel. Cuando aquella huelga grande de Barcelona[8], venían los guardias civiles y a la cárcel por precaución. Cada cosa que pasaba por ahí, yo a la cárcel. Hasta hace dieciséis o diecisiete años yo he sido sospechoso, no me han dejado en paz hasta entonces. Y eso que soy Caballero Mutilado, aquí está el carné. Los guardias siempre decían:
—Usted gana por venir aquí.
—Pero ¿por qué tengo yo que estar en la cárcel? —decía yo.
Aquí se ha dado el caso que mucho después del Movimiento, siete años después, han cogido a muchos y los han quitado del medio. A unos cuantos les ha pasado. Ahora los fascistas se han perdido ya. En las listas de ahora hay un falangista, un voto para los falangistas. El culpable de la segunda vez que me cogieron era uno que hacía aguardiente. Ése murió hace cuatro o cinco días. Era el último de los que quedaban. Ustedes no saben lo miserables que eran… Porque si luego le preguntas a cualquier fascista de éstos:
—¿Fulano qué era? ¿Por qué habéis matado a fulano? Quiero saber por qué.
Y ellos no podían decirte:
—Pues, mira, Toto, es que fulano me ha matado, me ha robado, me ha hecho esto, me ha hecho lo otro.
No lo podían decir porque de los que han matado aquí da la casualidad que son mejores que todos los fascistas, porque no se les comprueba que hayan matado o robado… Porque eran de Azaña, de Martínez Barrios, porque eran socialistas, porque eran anarquistas. Aquí murieron setenta y nueve hombres y medio, en Arcos. El medio era uno que tenía las piernas cortadas y lo fusilaron. Mataron también al hombre más bueno porque sabía leer y se ponía a leer El Heraldo de Madrid[9] en la plaza; se juntaba allí un corrincho de gente a escucharle los artículos que venían en el periódico y por ese hecho de leer a los demás lo fusilaron. Le decían Sotito, tenía unos cincuenta años. Si dicen que van a la gloria, si dicen que hay un santo, es ése.
Aquí también se escondieron más. El Calentito, que estuvo no sé cuántos días en un barril de vino sin fondo. Y Joaquín el de Terán, que estaba aprobado para la Guardia Civil y le mandaron presentarse. Pero estaba aquí un brigada que era muy malo, muy malo, pero la gente mala no es mala para todo el mundo, siempre hay bueno para alguien. Bueno, pues le dice al padre: «Mire usted, si se presenta lo fusilan». Y Joaquín, Joaquín León Gómez se llama, dijo:
—Pues quieto.
Se metió en un chozo del campo, en un doble tabique. Se metía por debajo de la cama del matrimonio en un boquete y de allí al doble tabique. Estuvo escondido hasta que terminó el Movimiento y luego se presentó y lo llevaron a un campo de concentración. Después se puso malo y ahí está trabajando de encargado con Terán.
Y ahora ya ha pasado todo. Cuando una persona es honrada cabe en todas partes. En el tribunal de Madrid he sacado más puntos que nadie, sesenta y cinco puntos y me han ascendido a sargento. Yo si quiero ahora mismo salgo a la calle con el uniforme, porque estoy activo, ahí lo pone, en el carné, salgo con el uniforme y si me ve un fascista me tiene que saludar.