10. LOS FALANGISTAS CONTRA EULOGIO DE VEGA
Eulogio de Vega (Valladolid).
28 años oculto
Eulogio
Yo he hecho patrimonio en mi vida de la lealtad y la honradez. Siempre vi en mi padre una gran rectitud de conducta. Era un hombre, mi padre, que procedía de las capas bajas. Un desheredado de la fortuna como tantos otros de Castilla. Un obrero de la tierra que se casó, se marchó a Asturias, ahorró cuatro perras, se vino al pueblo de Rueda, y se dio a trabajar con relativa independencia. Siempre le empujó el ansia de independencia en el trabajo. Aunque era de escasa cultura sólo vi en él buenos ejemplos. Fue un hombre sencillo, pero honrado. A diferencia de él, yo tuve una temprana inclinación a la lectura. Desde chico. Tanto es así, que mi padre, por consejo de algunos amigos, pensó en darme estudios cuando hubiera cumplido yo los diez años. Entonces no existían las comodidades de ahora, ni becas ni otro tipo de ayudas para los que desearan estudiar. Pero mi padre quiso darme estudios a costa de los sacrificios que hicieran falta. Yo me opuse desde el primer momento.
—Algún día te pesará, Eulogio —me reprochó mi padre.
—Bah, yo quiero ser del campo y para el campo, padre; no se haga mala sangre conmigo.
En el campo he desarrollado mi vida en la medida en que me dejaron, salvo el tiempo que pasé en el servicio militar. No hice la guerra, la guerra civil, porque estuve oculto de 1936 a 1964, pero sí la africana. Para la guerra nuestra, la última, no estaba en quintas. En esta zona faltaron una o dos para llegar hasta mí. Yo soy de la quinta del 22. No me alcanzaba. Además, movilizado, no hubiera ido. No habrían dado conmigo. Estaba fugitivo en el campo. Pero supongamos que me llaman: yo naturalmente no me hubiera presentado.
Fui soldado en la guerra de Marruecos. Cuando puse los pies en África lo primero que me dije fue lo siguiente: «Nada, Eulogio, aquí se viene a resistir lo que se pueda. Sólo a resistir». Yo era un soldado humilde y disciplinado. De cualquier modo, en algo debí sobresalir porque muy pronto quisieron colocarme los galones de cabo. No los quise. Me negué a ser cabo. Pero en otra promoción, la segunda, dijeron los oficiales que no era justo que otros que sabían menos que yo ocuparan un lugar que por mis méritos me correspondía.
—Usted tiene más aptitudes que ningún otro soldado aquí —me dijo el oficial.
Me ascendieron a cabo. Después se les ocurrió que reunía méritos para ser sargento. Ahí ya me opuse rotundamente. En ese tiempo era cabo del botiquín. No acepté ser sargento por egoísmo. Porque, todo hay que decirlo, el botiquín era de los sitios más seguros en aquella sucia guerra. No sentía entusiasmo por las cosas militares. No me interesaba hacer carrera en el ejército. Lo que yo esperaba era tan sólo cumplir el servicio. Hubo una orden que podía haberme afectado. Una orden dirigida a los jefes de la guerra de África en la que se ordenaba que se cubrieran las bajas del desastre del año 21, mitad con sargentos mandados de la península y mitad con los sargentos «más caracterizados» de sus regimientos. Y en esa situación de «caracterizados» se me incluía a mí. Pero rehusé de plano. El botiquín era mi sitio, trataba con médicos y me sentía a gusto.
Ingresé en 1923 y fui herido en batalla el primero de mayo de 1924. Desde la posición donde me hirieron se divisaba Annual, pero aún quedaban cinco o seis kilómetros por delante, sin conquistar todavía. Me hirieron en una de las posiciones más avanzadas. Había dos puestos de observación, uno más avanzado que el otro. A los que iban delante les abrieron fuego: cayó herido un soldado, que era de Zaragoza. Coincidió que sólo el herido y yo conocíamos el manejo del fusil ametrallador. El arma se había inventado por aquellos tiempos. Al herir al de Zaragoza, los jefes consideraron oportuno cubrirme con unos cuantos soldados, con objeto de que yo saliera hacia el pozo del tirador para hacerme cargo del fusil ametrallador. Una vez llegué a la trinchera me hirieron. En la mano y en una ceja. Cosa leve, que aún tengo visibles las cicatrices. Como fue una salpicadura de explosión, unas esquirlas, no llegué yo a saber si fueron de balas explosivas o bombas de mano. El caso es que en torno mío se formó una polvareda más que regular. Creí al principio, entre el humo y la confusión, que se había reventado nuestro propio fusil ametrallador. Yo era como digo el que lo manejaba, pero tenía un asistente y un sargento. Entre el polvo y las toses alcancé a decir:
—Leche, se ha reventado el fusil.
Respondió el sargento:
—No. Pero ¿qué te pasa a ti que estás ensangrentado?
Yo me sentía bien.
—A mí nada, no tengo nada.
Dieron cuenta a los jefes. «Recogerle», respondieron. Y me evacuaron. Me negué a volver a la retaguardia, era muy poco lo que tenía. Al fin el comandante creyó oportuno recoger las fuerzas, detener el avance y tomar posiciones firmes allí mismo.
Era el año 1924. Yo tenía 23 años. La guerra me pareció muy sencilla y me sentía optimista quizás por mi juventud. Me encontraba en África porque me tocó en quintas. Otros, al tocarles se habían mutilado un dedo y la palabra África a un chico de 23 años podía causarle temblores. Yo creía que era nuestro deber, como patriotas, defender nuestras posesiones en África. Comprendía sin embargo que estábamos en territorio extraño, pero estaba convencido al mismo tiempo de que eran profundas y complicadas razones de Estado las que me habían llevado allí. Me sentía con la conciencia tranquila y no es por alabarme, pero creo que cumplí con mi deber. Cumplí con mi deber hasta cuando me sublevé, no por cuestiones de Estado, es que se nos mantenía pésimamente. En aquella ocasión tuve el valor de amotinar a la compañía.
Nuestra compañía estaba desparramada por un terreno avanzado. Los jefes eran buenos pero habían heredado los vicios de un sargento que al parecer se aprovechaba de las circunstancias para quedarse con los víveres y venderlos. En resumen: que nos mataban de hambre. Antes que yo algunos habían dado tímidamente muestras de descontento. Pidieron que se les rebajase de rancho, petición que no era corriente en las líneas de fuego. En las plazas sí, a algunos se les rebajaba de rancho. En primera línea de fuego aquella petición tenía algo de rebeldía, de intención simbólica. El día 2 de diciembre nos sublevamos. Nos castigaron a marchar toda una noche. Aquello podía haberme costado la vida, pero el castigo fue leve. Suerte que el capitán era una bellísima persona. Reconoció la razón que nos asistía. No era un duro y no convocó a juicio, ni se me hizo consejo de guerra. Sólo el teniente tuvo el atrevimiento de darme unos palos delante de la compañía. Ése fue el escarmiento, que tampoco estaba dentro de la lógica, porque yo era cabo, era una clase. Tenía que haberme formado juicio, pero apalearme no, desde luego.
Todo aquello pasó sin más consecuencias y nos dio pie para improvisar unas coplas. Yo sabía que era poco patriótico escribirlas y cantarlas, pero aún era menos patriótico morir de necesidad. Una de las coplas decía así:
Si Cristo no lo remedia
y pone coto a vuestros males
los que sois del 22
no veréis a vuestros padres.
Luego seguía:
Ahora para terminar
solamente les decimos
que si se nos considera humanos
se nos aumente el tocino.
Leí las coplas a unos chicos entusiastas. «Si os parece cantamos esto», dijo uno de ellos. Cantamos a coro. Le pusieron un poco de música unos catalanes filarmónicos que había y empezamos a cantar a coro nuestra desdicha de soldados hambrientos. Al poco, lo escucharon los sargentos y se amoscaron.
—Venga, a formar la compañía —gritó uno de ellos, encolerizado.
Formó la compañía.
—A ver —dijo—, quién o quiénes son los autores de este insulto a la patria. Que den un paso al frente.
Yo di un paso al frente: «He sido yo, mi sargento», dije.
Otros cuatro dieron también el paso al frente, en solidaridad. Quedamos los cinco como culpables absolutos de aquello. Yo por encima de los demás. Tenía algún ascendiente sobre los soldados. Les escuchaba y trataba de comprenderlos y aunque no fumaba ni bebía no me lo tomaban como un signo de desprecio. El practicante era de una quinta anterior a la mía, del 21. A punto ya de licenciarse le vi de nuevo. Me saludó muy atentamente:
—Adiós, Vega.
—Adiós, San tirso.
Se apellidaba Santirso. Poquito antes de licenciarse vino a verme:
—Vega, vas a ser cabo de botiquín.
—Anda, anda, déjame, quita de ahí. Cuando yo veo unas gotas de sangre me desmayo. Conque ya ves tú, yo sería un pésimo cabo de botiquín. Ni hablar, Santirso.
—No seas bruto, Vega, aprovecha la ocasión, aquí de lo que se trata es de pasar el servicio de la mejor manera posible.
—Que no valgo, Santirso…
—Allá tú si quieres dejar el pellejo sobre el terreno. Piénsalo.
Hasta que un día un soldado viene hacia mí y me dice:
—De parte del capitán médico que se presente a él.
Me llegué hasta el despacho del capitán médico:
—¿Da usted su permiso, mi capitán?
Junto a él estaba Santirso.
—A sus órdenes.
Santirso habló al capitán médico delante mío. Se hablaban de tú y Santirso le dijo:
—A Vega ahí donde le ves, no le hagas caso. No le creas nada de lo que te diga. Es modesto y se hará de menos. Pero vale. El tiempo será testigo de lo que vale. Me darás la razón. Con él vas a estar bien servido.
—Bien, muchacho —cortó el capitán—, vamos a ver: ¿vale usted para cabo de botiquín?
—Mi capitán, yo me desmayo en cuanto veo sangre. Que no valgo, mi capitán, gracias, pero me desmayo redondo.
Y Santirso:
—No le escuches, Luján (el capitán se llamaba Luján), que miente. Es listo y dispuesto, sabe cosas, es honrado.
—Bien, bien, muchacho. Se va a quedar usted aquí y Santirso le enseñará a curar hasta el momento en que se licencie.
Santirso, que era algo tirado para adelante, dijo muy pronto al capitán Luján: «Oye, que Vega ha pasado ya al botiquín. Está de acuerdo. Le gusta y no se desmaya cuando ve sangre».
De esta manera entré en el botiquín. La tropa empezó a llegar ya sin complejos, con entera libertad a dejarse curar por mí. Se corrió entre los soldados:
—Que Santirso se ha ido, se ha licenciado. Ahora está Vega.
Porque Santirso, lo comprobé el poco tiempo que estuve con él, escatimaba los medicamentos. Lo que hacía era quedarse con ellos y los volvía a vender a los farmacéuticos. Despachaba a los heridos con tintura y se quedaba con las medicinas. Pero no sólo se salió con la suya al colocarme en el botiquín sino que pretendió que continuara sus negocios sucios. Una tarde, antes de licenciarse, me llevó a recorrer farmacias militares. Entraba y decía:
—Señor fulanito, que éste es el que se queda en mi puesto.
—Bien —decía el farmacéutico—. Ya le habrá usted puesto al corriente.
—Sí, sí, está avisado.
Yo no volví por allí. Me repugnaban aquella clase de operaciones que veía en el ejército de África.
Julia
Me enamoré de él. O no. No sé. Él se enamoró en realidad de mí o por lo menos se arrimó a mí. Estuvimos en relaciones ocho años. Luego ya nos casamos. Él tenía 25 y yo 23. Fue cuando volvió del servicio en África. Estuvo en Melilla los tres años. Le tocó a Marruecos cuando lo del desastre y demás. Cayó herido en campaña, al estallar una bomba le entraron los cascotes por la mano y por una ceja y con este motivo le dieron permiso para que viniera a Rueda. O sea que nos casamos en 1922 cuando la dictadura de Primo de Rivera.
Tenía unos quince años cuando me conoció. Había paseos en el pueblo, entre Tordesillas y Rueda, o sea, a la entrada de Rueda. Paseos con jardines, un lugar bonito para caminar, hablar y decimos cosas. Estábamos otras chicas y yo dando vueltas por la carretera de Tordesillas, en el paseo que da vista a la carretera. Y en eso que nos encontrábamos pintando monigotes sobre el polvo con un palo. Se acercó Eulogio, más otro, y ya nos acompañaron. Paseamos juntos ese día.
—Bueno, es hora ya, nos vamos —dije yo.
—Te acompaño —dijo él.
Se acercó conmigo hasta casa.
Al día siguiente cuando salí a la compra, a un recado, por la noche me lo encontré otra vez. No sé todavía si ocurrió de manera casual o porque me fue expresamente a buscar. Ya me acompañó y así seguimos durante ocho años.
Había hecho en octubre los 23 años. Nos casamos en abril. El noviazgo fue largo pero aquellos años se estilaba así. Cuando el servicio militar le llevó hasta Melilla nos escribíamos cartas cada ocho días. Él tenía menos facilidades que yo para escribir porque en la guerra se escribe menos, dependía siempre de las batallas. A veces me escribía dos cartas seguidas. Otras, tardaba. Luego ya, cayó herido.
Cuando nos casamos, Eulogio estaba inscrito en el partido socialista. Antes pertenecía de corazón al partido, porque reflexionaba mucho ante las injusticias. Por ejemplo veía el caso de un hombre inutilizado para el trabajo, y por lo tanto que no cobraba nada. Él decía: «Habrá que gestionarle algo, a ver de qué forma se arregla la situación de este hombre». Y eso era todo lo que pretendía. Si venía un día de fiesta, no te pagaban; venía el domingo, no te pagaban. Eulogio creyó que había que resolver aquello de alguna forma, porque si aparte de los domingos llegaban catorce fiestas al año, pues eran catorce días que perdían de cobrar los obreros.
Durante el tiempo que estuvimos de novios salíamos a pasear los domingos. Había una glorieta en el pueblo a la que iba toda la juventud. La banda de música era de allí mismo, de Rueda, y estaba formada por ocho o diez músicos, músicos jóvenes a los que pagaba el Ayuntamiento. Íbamos también allí, pero a mi marido nunca le ha dicho nada el baile. Así que nos pasábamos la tarde paseando alrededor de la glorieta junto a los árboles.
Durante la semana me iba a buscar. Hablábamos un rato. Después de hablar él se iba para su casa y yo me quedaba en la mía. Eulogio tenía dos hermanos, pero madre no tenía. Madre murió al nacer uno de sus hermanos. Al hermano pequeño lo mataron después del 18 de julio. Pertenecía como todos los trabajadores a la Casa del Pueblo. Era socio y nada más. Casi todos los obreros estaban asociados en la Casa del Pueblo. Fueron socios nada más muchos de los que fusilaron.
Eulogio
Durante el servicio militar en África cambié de lecturas: descubrí a Freud y Einstein. En mi pueblo, Rueda, había un centro obrero con biblioteca y libros sociales. Me dio desde siempre la fiebre de la lectura. Leía de casi todo. Se publicaba por aquellos años la novela corta, el cuento semanal. Dirigía una colección Antonio Precioso y colaboraban, por ejemplo, escritores como Fernández-Flórez, Eduardo Zamacois, Araquistain y Vidal y Planas, que mató a Antón de Olmedo y que por entonces escribió «Santa Isabel de Pérez», que obtuvo un gran éxito. Era la historia trágica de una mujer de la vida. Se publicaba también la novela teatral, cosas de los Quintero, Vital Aza, Muñoz Seca. Yo esperaba los números semanalmente y me empapaba de ellos. Pero no es sólo que me quedara con los cuentos cortos y la literatura insignificante. Tenía asimismo afición a los grandes libros, y entre ellos, a los «Episodios Nacionales» de Pérez Galdós. Leí también mucho a Blasco Ibáñez, «La Barraca», «Cañas y Barro», «La vuelta al mundo de un novelista».
Uno de mis autores favoritos desde que lo descubrí en Marruecos ha sido Freud, tenía ya cierta inclinación hacia las masas y como Freud es un psicólogo de ellas, me atraía. Sin embargo a Einstein nunca logré comprenderle, no me decía nada. Así como tampoco me dijo nunca nada Felipe Trigo. Empecé a leer a Dostoyevski y no me gustó al principio. Ahora no opino lo mismo: Dostoyevski me interesa más. No bebía alcohol, pero alguna vez he conseguido emborracharme de lectura. Durante los casi treinta años que estuve oculto me dieron en ocasiones ataques de nervios de tanto y tanto leer.
Con mi biblioteca pasó como con la del Quijote, que me la quemaron, durante la guerra. El Quijote lo he leído repetidas veces. Tantas y hasta tal extremo que envié dos boletos a Televisión para ver si concursaba en aquel programa que se llamó, creo, «Las diez de últimas». No tuve esa suerte, pero si me aceptan hubiera llegado lejos.
He llegado a sentir cada palabra del Quijote como cosa mía, cada palabra, cada episodio se me han quedado dentro y yo pondría parafraseado aquel pensamiento del filósofo de la «Revista de Occidente», Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mis lecturas del Quijote».
Lo leí por primera vez en la escuela porque los maestros me lo daban a leer como discípulo aventajado que era. Entonces El Quijote me producía risa. Luego lo releí de nuevo en la cárcel y empezó a darme que pensar. De pronto me di cuenta de que era un libro profundo y yo encontraba en él soluciones rotundas que en la religión no encontraba. El transcurso del tiempo me ha afianzado en la idea de que El Quijote es el libro de todos los tiempos. Está escrito en otra época y en otro lenguaje, claro, no se habla en El Quijote de trenes o de aeroplanos porque el medio de transporte en la época de Don Miguel de Cervantes eran los mulos o los caballos. Cervantes no era un Julio Verne. Porque también he sido lector inclinado a Julio Verne: «20 000 leguas de viaje submarino», «Vuelta al mundo en ochenta días». Es un precursor pero el tiempo se ha encargado de modificarle a Julio Verne. En cambio la filosofía de El Quijote es eterna. Vale en algún momento de nuestras vidas como imagen o ejemplo. Pongamos mi caso. Ahora que yo he salido a flote, que he surgido nuevamente a la vida, puedo sostener que me ha pasado lo que a Don Quijote. Aún hay perseguidos y perseguidores. Porque cuando Don Quijote regresó a su pueblo vio cómo unos galgos corrían tras una liebre. Esta persecución la consideró él como un mal agüero. Así fue.
No consigo olvidar la filosofía del Quijote ni pasajes concretos del libro. Es más, me alegro de que no se me borren de la memoria. Ayer mismo, paseaba por la orilla del Pisuerga y en la descripción que hace Don Quijote, mejor dicho, Cervantes, interpretaba todo aquello, el paisaje por donde pasaba no como sólo tierra, agua, árboles, vegetación, animales, naturaleza viva o muerta, sino que captaba la psicología de las gentes. Cuando yo miraba hacia el Pisuerga me decía que El Quijote siglos más tarde estaba aún vivo. Me decía a mí mismo: Éste es el «río sosegado» de que habla Cervantes, porque al catalogar los ríos se refiere al «olífero Guadalquivir» y al «sosegado Pisuerga».
De lo que sucede en el mundo, no sólo a mí, sino a otros, amigos, vecinos o políticos, figuras populares, desprendo enseñanzas que ya apunta El Quijote. En mi caso, otra vez, por ejemplo, cuando la policía, en el momento de la declaración, cuando estaba a dos dedos de recuperar la libertad, me preguntaba con una velada insistencia, yo no sé si como mera curiosidad, si en los 28 años había salido con frecuencia de mi encierro, disfrazado o subrepticiamente. Pues bien, yo respondía a los policías que lo esencial, lo definitivo no era ver sino que no me vieran a mí. Hay un caso semejante en El Quijote, cuando salen dos hermanos que están encerrados en casa, y se producen murmullos a su alrededor.
El concepto que Don Quijote tiene de algunos aspectos de España es bien cierto y cabal. Pinta a su región manchega como la hidalga, la más hidalga. En realidad parece que lo es. Compara al ladrón con el castellano viejo, concepto que no se ha borrado porque nosotros aquí en Castilla somos más que en otra parte amigos de lo ajeno. Yo recuerdo con fidelidad todos y cada uno de los lances del Quijote, porque es libro que he absorbido, entendido y vivido. Y porque mi memoria es buena y se conserva bien con el paso del tiempo, para qué voy a decir lo contrario. Si yo llego a salir antes, con tiempo bastante para sacar adelante una carrera o algo parecido, hubiera pintado un buen papel. Me hubieran preguntado datos, nombres, citas y fechas y las hubiera sabido. Parece como si tuviera un archivo instalado en la cabeza. Cuando lo necesito echo mano de él y siempre sale la referencia exacta. No quiere esto decir que mi vida haya dependido sólo y exclusivamente de la enseñanza de los libros, porque he bebido al fin más en los hombres que en los libros. Me he considerado siempre como un discípulo de Pablo Iglesias. Me atrajo desde el primer momento por su sencillez y su claridad. Como me han gustado los escritores de al pan pan y al vino vino, como Galdós o Vidal y Planas, porque las literaturas que cuelan paja y paja y algún grano no me interesan nada. Pablo Iglesias no llegó a escribir un libro, aunque de él se hayan escrito muchos. Tenía las páginas escogidas de sus discursos, su estilo franco y directo me gustaba. Le conocí en Medina del Campo.
Me gusta también el estilo de Cervantes, aunque utiliza el sentido figurado, claro que, puesto a elegir, entre el estilo figurado y el directo prefiero la oración directa. Esto me ha llevado siempre a sentir como míos los problemas de los demás. A los diecisiete años comencé a interesarme por las cuestiones sociales. Rueda era como otros tantos pueblos de Castilla. Se trabajaba duro, más que hoy, y se vivía mal, indudablemente. En mis años mozos tuve como ejemplo, como tipo humano representativo, a un vecino que vivía una verdadera tragedia. Se llamaba Pedro Pérez. Tenía ocho hijos. Era un hombre auténtico del campo y el día que más llegó a ganar creo que fueron dos pesetas. Este hombre, cuando venía de trabajar la tierra y dejaba sus aperos, se iba a la estación de Medina del Campo, que rodeándola por donde hay que rodearla, hay trece kilómetros. Trece kilómetros que hacía en un carrito y un borriquillo para recoger el pescado y llevárselo a un vecino de Rueda que era expendedor. Yo vivía entremedias del pescadero y él. Su borriquillo era lento y perezoso y el carro, entoldado. Salía de Rueda con él hacia las ocho de la noche y volvía a las tres o las cuatro de la mañana, con dos o tres cajas de sardinas, de pescadilla o de bacalao. Pedro Pérez hacía este recorrido todos los veranos, primaveras, otoños e inviernos. Cuando volvía a Rueda a las tres, a las cuatro o a las seis según que los trenes hubiesen llegado a su hora o no, que más bien no, Pedro tenía que lavarse la cara para volver al campo. Es decir, que dormía en el trayecto de Medina a Rueda, mientras el borriquillo le llevaba a casa del pescadero. El animal llevaba un farolillo rojo colgado. Entonces no existían desde luego los peligros de hoy con el tráfico. La tragedia de Pedro Pérez era un poco, aumentada, la tragedia de los campesinos de Castilla. No había subsidios, esos adelantos sociales de ahora y que nosotros defendimos, los seguros contra los accidentes laborales, el descanso dominical. Ésa era toda nuestra lucha, que a los jóvenes de hoy puede parecerles ridícula.
Julia
Me gustaba Eulogio por lo aplomado, por lo tranquilo. Nada le arredraba. Tuvo sus cosas cuando era alcalde de Rueda, en tiempos de la República, pues había quienes se declaraban en huelga. Él tenía que intervenir y con toda tranquilidad lo hacía. Es hombre de costumbres pacíficas y sin apenas necesidades. No ha fumado nunca, y bebe con medida. Se veía que la política le interesaba, porque se puso de alcalde de Rueda cuando vino la República. Las elecciones fueron el 14 de abril de 1931 y salió elegido por votación de la mayoría. Estuvo de alcalde hasta lo de octubre con aquel movimiento que hubo en Oviedo. Le detuvieron con motivo de la huelga de Asturias. Él no participó en nada; por aquellos días detenían a los que llevaban armas. Y a los que no las llevaban también. Pero él era el alcalde y nunca portaba armas. Ni siquiera las tenía. Pero era un alcalde socialista y eso bastaba. Estuvo preso un total de 21 meses. Aquí en Valladolid. Más tarde le trasladaron a Medina porque cuando detenían a un conjunto grande de gente los cambiaban de cárcel. También estuvo en Ávila. Veintiún meses de prisión son demasiados para un hombre inocente. La injusticia fue que dijeron que él depositaba armas. A él no se las pillaron nunca. Era el alcalde de Rueda pero la residencia la teníamos aquí. Delegaba en el segundo alcalde. La junta se celebraba los jueves. Entonces él iba a Rueda, acordaban las soluciones y delegaba hasta el jueves siguiente. Si alguna cosa pasaba le llamaban de Rueda e iba. Esta situación fue tolerancia de la Casa del Pueblo. El segundo alcalde era socialista y dijeron que «bueno».
A Eulogio lo nombraron secretario de toda la provincia del partido socialista, de la Unión de Trabajadores. Que no era lo mismo ser socialista que comunista. Él actuaba desde Valladolid como secretario y viajaba y se movía por la provincia. No puede decirse que fuera político, político, o sea, profesional de ello. Se limitaba a pedir lo que hoy dan. Es un suponer, porque ellos pedían el descanso dominical, que no le había, el seguro de enfermedad, que no le daban, el seguro de vejez, que no existía, aunque este seguro le alcanzaron luego con lo que llamaban la «perra gorda», o sea, las noventa pesetas al mes. Eulogio trabajaba para el bien de la mayoría. Y es curioso, todo lo que mi marido pedía entonces lo han concedido ahora, el descanso dominical, y los seguros sociales.
Nosotros vivíamos bien. La labranza en el pueblo, que era de mi suegro, que en paz esté, nos daba para vivir. Los terrenos los teníamos arrendados. Porque la verdad es que aunque Eulogio fuera político, político, le gustaban los movimientos sociales. Por la alcaldía no cobraba nada. Como secretario de la Unión de Trabajadores de la provincia, sí. En resumen, que con sus dos cargos era hombre importante. Sus compañeros y la gente obrera en general le tenían estima. Gente que mataron durante la guerra mucha de ella. Al teniente alcalde lo mataron por haber sido nombrado durante la República. En Rueda mataron de treinta para arriba. Hasta cincuenta o por ahí. No llevé la cuenta. Muertos todos sin haber cometido fechoría. Porque lo único que pedía es lo que ya he dicho, el descanso dominical y esos adelantos que ahora han concedido los que ganaron la guerra. Entonces mataban porque a lo mejor uno decía que Rusia le gustaba y ahora están unidos a ella y van a poner embajadores. Las cosas son así.
Mi vida nada tiene de especial. Fui a la escuela hasta los 14 años. De soltera viví con mis padres en Rueda. Eran trabajadores humildes del campo. Mi vida y mi mundo eran Rueda y los aledaños del pueblo porque no salí de allí hasta los 32 años, que fue cuando nos vinimos a Valladolid a vivir. Rueda era mayor de lo que ahora es. Tenía más habitantes aunque no recuerdo cuántos. Ahora ha caído. Se vivía bien porque había abundante viñedo y eso daba trabajo. Hasta que el Estado dijo que quitasen cepas y otros productos. Pagaban jornales pobres. Poco a poco se ha visto que en las capitales pagan mejor. La juventud se ha marchado y están los pueblos un poco yermos y entristecidos.
No pertenecí nunca a ningún partido. El pueblo, Rueda, era como cualquier otro pueblo. Hasta que estalló la guerra todos nos apreciábamos.
Eulogio
A los diecisiete años ya pertenecía a la Unión de Trabajadores del Campo. Mi horizonte era el pueblo, Rueda, y nada más. No salí de allí hasta que me llamaron al servicio militar. En Rueda se celebraba el primero de mayo y resulta que un día uno de los viejos militantes me animó a tomar parte. También el alcalde, porque en aquellos pueblos de ciegos el tuerto era el alcalde. A veces se pedía un orador a Valladolid e incluso a Madrid. Un primero de mayo que no hubo nadie especial de quien echar mano, el viejo militante me cogió aparte en pleno mitin y me dijo:
—¿Por qué no dices algo?
—Yo qué voy a decir.
—Hombre, Eulogio, tú podrías hablamos algo.
Me subí al estrado y hablé, no sé ni cómo ni de qué. Sólo recuerdo los aplausos. Él viejo militante me felicitó. A partir de entonces no faltó mi discurso de primero de mayo. Incluso en 1924 y los años siguientes que pasé en la guerra de África enviaba por correo unas cuartillas para que no faltase en Rueda el discurso de primero de mayo. Firmaba con un seudónimo un poco inocente, infantil, «Un joven de Rueda», pero al estar en el ejército y ocurrir algo político hubieran sabido en seguida de quién se trataba. Nunca faltó mi oratoria del primero de mayo, desde que abrí el fuego a los diecisiete años hasta el 18 de julio, cuando ya había cumplido 35.
El mismo año en que estalló la guerra, 1936, me solicitaron como orador de otros pueblos, de Villalón y Navas del Rey. Fui a Navas del Rey para poder acercarme más tarde a mi pueblo, Rueda. Así empecé mi tarea de propaganda, que se extendió bien pronto a otros pueblos limítrofes.
«Que venga a hablar Eulogio», decían los militantes de los pueblos. «Pues que venga». En fin, me hice una cabecita de ratón en la comarca. Cuando estalló la guerra era el secretario provincial de Trabajadores de la Tierra. Como tal acudía a los Congresos que se celebraron en Madrid de Trabajadores de la Tierra. Los dirigía entonces un tal Lucio Martín, que era zapatero y diputado por Madrid. Me echó el ojo y así me nombraron. Todos los cargos que yo he ejercido han sido por elección. Me hicieron alcalde de Rueda por elección; saqué el primer puesto en el año 31 cuando el advenimiento de la República. Fui vocal por Medina del Campo con el primer puesto. No es vanagloria. Se hizo una votación por el Instituto de Reforma Agraria y también obtuve el primer puesto. Entonces ya, elección tras elección, las sociedades de la provincia me nombraron secretario, pero no llegué de momento a hacerme cargo de la secretaría provincial porque era incompatible con mi cargo de alcalde.
Los compañeros de Rueda acudieron a verme.
—Hombre, Eulogio —me decían en tono de reproche— ahora nos dejas, te vas, ahora que hemos puesto en pie una buena organización y estamos todos contentos contigo. Ahora te vas y nos dejas la alcaldía.
Me lo pensé un poco y renuncié al cargo de secretario de los Trabajadores de la Tierra. Se corrió la escala y se le dio el puesto al que me había seguido en votos en las elecciones. Éste ocupó el cargo durante dos años, no muy a gusto de los compañeros. La gente presionó para que yo me hiciera cargo de la secretaría. A los dos años de gestión del otro las sociedades se empeñaron en que el secretario tenía que ser yo. Consulté el caso en Madrid al Consejo Nacional: «Puede usted seguir con la alcaldía de Rueda y con la secretaría de Valladolid. Lo que queremos únicamente y por encima de todo es que en la secretaría de Valladolid esté su espíritu y su capacidad de sacrificio. Usted viene y va a Rueda las veces que desee, pero sea usted un secretario activo».
La UGT se componía de 36 federaciones de industria. Estas federaciones se formalizaron con motivo del mausoleo de Pablo Iglesias que se inauguró del ocho al diez de abril del año 1930, porque la UGT hasta aquel punto se nutría de las elecciones directas llevadas a cabo en los pueblos, sociedad de carpinteros, sociedad de albañiles, etc. Cuando llegaron a alcanzar cierto volumen las estructuras por federaciones de industria. Así se llegó a englobar 36 federaciones. En Valladolid no había más secretarios que el de los Ferroviarios y yo, que era el del campo. Los demás formaban parte de sus asociaciones como federaciones sueltas. Los ferroviarios tenían en Valladolid una fuerza considerable: estaban los talleres, los almacenes de material, en total 4000 obreros del ramo. Esto influía en las votaciones, porque aunque el secretario fuera nacional, los votos de Valladolid decidían en la práctica. Es decir que el secretario nacional era el de Valladolid en la federación de la industria ferroviaria. Yo era el secretario provincial de los Trabajadores de la Tierra. Con los 236 pueblos de la provincia organicé 193 sociedades. No era un intelectual, pero si me elegían a mí era porque como en el caso de los alcaldes de Castilla, en los pueblos de ciegos el tuerto era alcalde. Me preocupaba sobre todo mejorar las cosas, las condiciones de vida de los hombres del campo.
Mi vida privada era sencilla como la que puede llevarse en los pueblos. Nunca me interesó hacer ostentación de lo poco que podía tener. Así fue mi boda con Julia, sencilla, sin alharacas. Siempre pensé que dos pesetas más o menos no podían influir en la vida de un matrimonio y lo que en todo caso sí podía influir sería la afinidad de sentimientos y el gusto con que la pareja se tratase. Yo me enamoré de mi mujer porque me pareció que era guapa, aunque no lo fuera para los demás. Había muy escasa desigualdad entre el peculio de su familia y de la mía, aunque la situación económica de mi padre era mejor que la del suyo. Yo de eso no me envanecí. Luego el tiempo igualó esas mínimas diferencias, e incluso, hemos llegado a recibir más provecho de mi suegro que de mi padre. De cualquier modo, de mi padre no pudimos obtener excesiva ayuda porque nos lo mataron el 14 de septiembre de 1936. Pero durante los años de mi vida fugitiva mi suegro, compenetrado también con mis propias ideas, llevó sobre sus hombros la carga familiar. Se ocupó de los niños y nos ayudó con esplendidez dentro de lo que poseía. Con mucho sacrificio había conseguido comprar un viñedo. Cogió un erial en sus años de juventud. Yo le conocí, a mi suegro, antes de hablar con la que hoy es mi esposa, y a base de trabajo, de encallecimiento llegó a organizar una finca, y esa finca estuvo en plena actividad precisamente en los años en que a mí más falta me hizo.
Durante el tiempo de mi servicio militar, mi padre se trasladó de Rueda a Valladolid. Y compró ese poco de terreno donde construyó las casas donde vivíamos. Pero yo, recién licenciado, me quedé en Rueda. Era reacio a la ciudad. Mi hermano se vino con mi padre. Trabajaba en una fábrica de harina. Mi madre me insistía: «Vete a Valladolid a trabajar, hijo». Pero yo trabajaba mejor en el pueblo, en la viña.
—Madre —recuerdo que la decía—, pesa más un saco de harina aquí en Rueda que en Valladolid. Además, aquí soy más independiente.
Nunca quise salir del pueblo y sin embargo luego cambió todo. Las circunstancias del cargo hicieron que me afincara en Valladolid. Muy a pesar mío. Pero en la duda de elegir alcaldía y Secretariado de los Hombres del Campo intervino el que era alcalde de Valladolid, Antonio García Quintana. Tuvo que convencer al pueblo de que me necesitaban en Valladolid. A pesar de todo Rueda no quiso dejarme ir. A última hora tuvo que bajar de Madrid Lucio Martín, el Secretario General de la Federación de Hombres del Campo y les convenció de que yo estaría siempre dispuesto a volver al pueblo. Con todo y con eso, yo pensaba llegado septiembre del 36 dejar la alcaldía para dedicarme de lleno a mi cargo de secretario de los hombres del campo. En julio, por un azar milagroso, pedí en la alcaldía un mes de permiso para trasladarme a Valladolid. Ésa fue mi suerte, porque si el Movimiento me pilla en el pueblo, no salgo vivo. A los dos tenientes de alcalde los pasaron por las armas. Mataron mucha gente. En Rueda mataron muy cerca de las cincuenta personas, entre cuarenta y seis y cuarenta y ocho, todos obreros. Había en el pueblo unos cuantos republicanos y nosotros fuimos a las elecciones en conjunción con ellos. Se me hizo a mí primer alcalde y a un republicano, segundo alcalde y a otro de la UGT tercero. El segundo alcalde era un labradorcito independiente. Vivía bien, tenía sus fincas. Era un hombre liberal, muy sensato, yo le veía tranquilo y aplomado y le dejaba la alcaldía en la seguridad de que cumplía con su deber. Le mataron porque era republicano. O sea, que si a mí me cogen el 18 en Rueda me hacen puré. No es que hubiera falangistas en gran número en el pueblo. En aquellas últimas elecciones no sé si sacaron 15 ó 16 votos. Pero no fueron estos falangistas del pueblo los que intervinieron. No creo que fueran los de Rueda los que directamente mataran a los del pueblo, porque unos se recomendaban a otros y es muy difícil definir la responsabilidad. Las familias estaban entrecruzadas y no, no creo que tuvieran culpa de la matanza.
A pesar de todo yo jamás creí que fuera a correr la sangre como corrió en España y concretamente en Castilla. «Si triunfa el fascismo en España —pensaba yo— harán algún escarmiento sonado. En cada pueblo seleccionarán a uno o dos y los llevarán al paredón como escarmiento». Lo que nunca pensé es que matarían en masa como lo hicieron. El odio se mascaba en el ambiente. Yo me explico que en un cambio de régimen se diga: «A partir de ahora mandamos nosotros, y al que se oponga lo pasaportamos, pero el que siga y siga sin significarse aunque sea de la oposición lo respetamos». No había necesidad de matar en fila; ahora, ellos sabrán por qué lo hicieron, pero algo se veía venir. El desquiciamiento fue tal aquellos años, que yo estuve en la cárcel durante lo de octubre, cuando lo de Asturias. Pescaron a unos cuantos de Rueda, con armas en la mano. Les condenaron por tenencia ilícita de armas. A uno o dos de ellos los había llevado yo a Valladolid. Ésa fue toda mi intervención, pero declararon que yo había entregado las pistolas. Me colgaron el sambenito de depositario de armas y sufrí dos juicios. Uno se me sobreseyó y en el otro no hubo acuerdo entre los magistrados. Se me condenó al parecer por mayoría, pero hubo magistrados que no aprobaron la condena. Es natural, porque si a mí se me condena por depósito de armas, ¿qué harían con los demás? No me ocuparon arma alguna y si la ley se refería a la tenencia ilícita, yo era inocente.
Mi abogado defensor me planteó la papeleta con claridad:
—Vega, a usted lo cargan por lo político, no por las armas.
Salí condenado a un año y no sé cuántos meses. Estuve hasta la amnistía, el 22 de febrero. Entré en prisión el 25 de octubre y salí en febrero. La cárcel me sirvió de salón de lectura. Me dieron todas las facilidades para leer. En la cárcel estuve encargado del botiquín, en recuerdo de los años de África. En cuanto salí de la cárcel me hice cargo inmediatamente de la alcaldía y de la secretaría de los Trabajadores del Campo. No salí escarmentado porque no había razón para que yo purgara por nada. Lo que pasa es que el 18 de julio lo veía yo venir. Con toda seguridad lo veía venir. Veía venir el Movimiento porque llegué a comprender que en España se vivía una guerra civil de hecho. No se vivía la guerra como tal, bélica o militarmente, pero sí civilmente. En Rueda, sin embargo, la mayoría era ignorante de lo que sucedía o de lo que iba a suceder. Yo estaba en relación permanente con el Frente Popular. Me consultaban sobre la situación y recibía información de cómo estaban las cosas. Eso motivó mi puesta en guardia. Pensaba para mí: «Si como parece en cada pueblo se preparan a hacer un escarmiento yo creo que seré de los que no escapan». Trabajé, sin embargo, en mi despacho de la secretaría hasta que el domingo anterior al 18 de julio de 1936 di un mitin en Villalón de Campos. No sé de qué hablé exactamente, pero estoy seguro de que no destilaba odio o palabras de venganza.
Mis tesis eran casi siempre las mismas: aconsejaba la unión de los trabajadores y la disciplina. Porque en las sociedades la gente se agrupaba para defenderse mejor y el mismo derecho a defendemos unidos teníamos los trabajadores. Veintiocho años después en el Gobierno Civil me dijeron durante el interrogatorio: «Eso que usted defendía antes del 36 es lo que ahora se ha conseguido».
Mi trabajo como secretario provincial de los trabajadores del campo era intenso. Salía de mi casa a las ocho de la mañana. En la oficina, recibía a las comisiones llegadas de los pueblos. Casi todos traían asuntos oficiales por resolver. Se creaban gestores comunes y lo que pasa, unos traían un problema de tierras, otros una cuestión de aguas. «Que hay que ir a la Mancomunidad Hidrográfica del Duero, acompáñenos usted, Eulogio». Otros traían problemas relacionados con la Delegación del Trabajo; otros, asuntos del Gobierno Civil. Yo les escuchaba y les acompañaba porque era su hombre en las negociaciones, el intermediario. En eso, se me iba la mañana. Por la tarde, después de comer volvía a la secretaría para leer la correspondencia y contestarla.
Lo que necesitábamos con más urgencia era la prevención contra los accidentes del trabajo, que no alcanzaba a los campesinos. No nos preocupamos de pedir el descanso dominical, y fue una concesión, porque había por lo general obreros parados en el pueblo. Tanta era la necesidad que se trabajaba hasta los domingos. O sea, que si había quien no trabajaba en domingo, ese puesto o esa tarea la aprovecharía quien estuviera parado.
En Rueda se contaban un millar de obreros y el trabajo dominical contribuía como digo a conjurar en algunos casos el paro total. Entonces no se conocían los subsidios ni el abono del domingo. Esto era por lo que luchábamos, por un trabajo digno. Y así hablé días antes del Movimiento en el mitin de Villalón de Campos, en una especie de plaza de toros, levantada en la misma peña, como en forma de cazuela, y con los asientos alrededor. Fue el último mitin, después se vino abajo todo. Para mí fue el Ejército el que se tiró. El Ejército fundó el Movimiento, pero los que iniciaron la lucha fueron en Valladolid los guardias de asalto y salió un autobús cargado de ellos. Luego mandaron pedir más y fue este segundo envío el que se sublevó. Estuvo el poder toda la noche en la calle sin que nadie lo recogiera. No había autoridad, y la República no supo imponerla. A las doce de la noche salieron las tropas de guarnición y demás y ya se hicieron cargo del poder. El Movimiento triunfó por una debilidad del Gobierno, por su indecisión, porque el Gobierno nos paralizó, nos ató de pies y manos. Porque la derecha no tenía ambiente en Valladolid a pesar de todo lo que después se ha dicho y escrito. No sé lo que hacían por los pueblos Onésimo Redondo y Ledesma porque, claro, yo no acudía a ellos para presenciar sus mítines, pero los sindicalistas y los falangistas en Valladolid no tenían seguimiento. Lo que sucedió es que al triunfar el militarismo nacido en África tuvieron que envolverse en una filosofía política y han llegado a crear el mito de la «raíz falangista de Castilla». Pero Onésimo Redondo no era nadie en Valladolid. Los discursos de los falangistas tenían graves contradicciones entre sí, porque ofrecían el oro y el moro al obrero y al mismo tiempo contemporizaban con el patrono. En síntesis es lo que después organizaron, los sindicatos verticales. Organizaciones que nacen taradas porque eso de unir a los lobos con los corderos nunca ha resultado. ¿Cuándo no está el cordero a merced del lobo? Nosotros pedíamos un sindicato para el obrero y otro para el patrono.
Ellos trataron por todos los medios de fomentar un clima propicio. Crearon un semanario, «Libertad», que fundó Onésimo Redondo. Nosotros tuvimos también nuestro semanario, «Adelante». La verdad es que ninguno de los dos alcanzaba una tirada fuerte, pero nos hostigábamos de tal modo que al estallar la guerra «Libertad» y «Adelante» estaban suspendidos por el gobernador. Pocos días antes del gran estallido, el «Libertad» dedicó un número a mi persona, porque el «Adelante» me lo escribía yo entero, prácticamente. Lo hacíamos entre un grupo de correligionarios pero el grueso de los originales lo aportaba yo. Casi casi me alegré de que el gobernador lo suspendiera porque el trabajo recaía sobre mí, que conocía más a fondo la problemática de la provincia.
Los ánimos, por éstas y otras causas estaban al límite de la explosión. Los gestos, el puño, la mano alzada al estilo fascista de Mussolini, las actitudes. El día del último mitin en Villalón, al pasar por Cuenca de Campos, al mediodía, salía la gente de la iglesia y vimos cómo algunos fascistas levantaban el brazo. Resulta que uno de los que iban conmigo, Garrote, que fue el primero que fusilaron en Valladolid, se excitó ante el gesto:
—Ahora —dijo— saco la pistola y los mato, les pego un tiro. Ese gesto, es una amenaza abierta.
—Déjeles usted, Garrote —le aconsejé—; mientras no se metan violentamente con nosotros, déjeles en paz. Ellos levantan el brazo y nosotros el puño y ya está.
Se mascaba el Movimiento en estos gestos de los fascistas. De regreso de Villalón a Valladolid paramos en Rioseco para hacer una visita. Lo que es la juventud, la ingenuidad de los insurgentes era tal que sospechamos que el Movimiento estaba secretamente en marcha porque aquellos jovencitos creyeron en seguida, sin más averiguaciones, que éramos de su bando:
—Esta noche nos tiramos a todos los rojos del pueblo —nos dijeron.
En Rioseco, como en el resto de la provincia, había pocos falangistas. Surgieron después, apresuradamente. Nos confundieron con falangistas porque eran bisoños, entusiastas, sin experiencia. Jugaban a la rebelión.
Desde mi observatorio veía fraguarse el Movimiento día a día. Quizá por eso el miércoles anterior dormí ya en el Gobierno Civil. Tenía dos fuentes de información que no me fallaban y que me pusieron al día de lo que la derecha tramaba. Pero el gobernador civil me tranquilizó. «Manejamos los hilos, no pasará nada, no os pongáis nerviosos», me dijeron. Al sábado siguiente acudí al Gobierno con miembros del Frente Popular, con los que siempre mantuve contacto porque les informaba de cómo se desarrollaban los acontecimientos en la provincia. Acostumbraba a verme con ellos en el Gobierno, los sábados. Ese sábado nos dimos cita también para cambiar impresiones con el gobernador: «Hay que esbozar un plan de defensa —le propusimos— el pueblo está con nosotros y hay que utilizarlo si es necesario». Pero el gobernador no veía grave la situación. Nuestro plan era muy simple: situar a la guardia en todos los puntos estratégicos, la guardia propia de Ja República, la guardia de asalto. El gobernador se negó en redondo. No fortaleció ningún puesto, sólo redobló la guardia en el propio Gobierno Civil.
Yo comenzaba a no sentirme seguro. El sábado, el día que estalló el Movimiento, fui al gobierno con Garrote, el que primero fusilaron. Cuando subíamos los bancos del Gobierno Civil, que son muy tendidos, nos adelantó un guardia de asalto. Era un hombre de estatura y bien desarrollado que corría a gran velocidad y subía tres o cuatro bancos a la vez. Yo le dije a Garrote, digo, «Éste va a avisar que ha llegado el momento». Y recuerdo que añadí: «Estamos en una raposa».
—Puede que tenga usted razón —me respondió Garrote—. Desde luego, algo pasa.
En efecto, algo sucedía: el Movimiento, la sublevación en Marruecos. El guardia de asalto parlamentó con el comandante en jefe, y salió de nuevo a la calle. De lo que le informó, de lo que hablaron nada supimos. En el Gobierno Civil había cuatro señores de paisano. Insistimos al gobernador:
—Mire usted que la situación es grave, decida usted algo.
—¿Decidir? —preguntó.
—Nosotros podemos poner a toda la juventud al lado de la propia guardia de la República. Hay que guardar el orden.
—No hay necesidad de tomar estas medidas —añadió el gobernador—. Han desembarcado las tropas en Algeciras, pero el Gobierno maneja los hilos, domina la rebelión. Señores, tranquilícense por favor.
En efecto, sabíamos ya del desembarco. Las primeras tropas de Franco fueron copadas por el Gobierno. Sin embargo la evolución de los acontecimientos era preocupante, no nos gustaba nada la atmósfera que se respiraba. Del Gobierno, Garrote y yo nos dirigidos a la Casa del Pueblo. Organizamos una reunión de urgencia:
—¿Qué podemos hacer?, ¿qué defensa hay? —pregunté yo al grupo.
Antes de que nadie respondiera a mi pregunta un grupo de jóvenes llegaron sofocados con la noticia en la boca:
—Los guardias de asalto se han sublevado. Vienen cantando himnos por la calle de Santiago y se les agregan algunos falangistas. Es muy posible que se dirijan hacia aquí, hacia la Casa del Pueblo.
Nuestra reacción fue instantánea.
—Todo el que tenga armas, que levante el brazo.
Contamos unos treinta brazos. Las armas estaban pasadas de moda, eran escopetas de los abuelos y los tatarabuelos, armas inservibles. No estábamos preparados. Nuestra consigna había sido la de no armarse para ahorrar inútiles derramamientos de sangre.
En evitación de que los guardias y los falangistas nos pillaran en la casa del Pueblo desalojamos rápidamente.
—Si vienen —dijo alguien— el Gobierno se encargará de hacerlos frente y dominará en seguida la situación.
Teníamos la idea de que Valladolid reaccionaría pasivamente al levantamiento o que el Gobierno no perdería el control.
Abandonamos la Casa del Pueblo y nos dispersamos. Yo me palpé la pistola que llevaba en el bolsillo. Una pistola autorizada por el Gobierno, con mi correspondiente permiso de armas. Salté las tapias de una obra en construcción.
—Si me encuentro de frente con los sublevados, me podrán liquidar inmediatamente, pero moriré matando —pensé.
Evité el centro de la ciudad, por si me topaba con los manifestantes y corrí, con la mano puesta en el bolsillo de la pistola, hacia la estación. ¿Qué escondrijo buscar en aquellos momentos? Me recluí en casa de unos amigos de mi padre, gente ya de edad.
—¿Qué pasa Eulogio? —me preguntaron asustados.
Lo que pasaba era que la sublevación estaba en marcha dentro de la ciudad, que el poder estaba a nuestra disposición y que no supimos hacernos con él No era de prever que en casa de esta gente mayor amiga de mi padre me buscaran los falangistas. Los quince primeros días del Movimiento permanecí, aislado, sin noticias, en casa de estos amigos. Ellos se encargaron de mantenerme engañado. Me ocultó el viejo la verdad de lo que sucedía en aquellos momentos en España.
—He oído la radio en casa de fulanito o menganito —me decía para darme ánimos— que el Movimiento no arranca.
Me contaba el viejo todos los bulos que circulaban por la calle y al no mantener contacto con compañeros o amigos no supe a qué atenerme. Estuve con ellos de esta manera hasta el dos de agosto de 1936, en que los viejos comenzaron a temblar. Las matanzas habían comenzado y se escuchaban cosas terribles en todas partes:
«Han encontrado escondido a fulano y han matado a toda la familia», se decía. Notaba sobre todo a la mujer, la señora Basilisa, que me hacía insinuaciones, que se las hacía a su marido, y que me mostraban un poco la dirección de la puerta.
Hasta que el marido no pudo más:
—Es que… —me dijo.
Le interrumpí:
—Miren, me voy, por mí no hay problema, les noto a ustedes muy inquietos, no quiero que por mí les ocurra nada a ustedes. Me voy.
—Hombre, Eulogio, espérate —me contestó— esto no puede durar mucho…
Era la impresión que ellos me habían transmitido y que estaba un poco en la calle, la idea de que en cuatro días el Gobierno frenaba el Movimiento. En los primeros días de agosto del 36 se produjeron los bombardeos sobre Valladolid. La gente corría despavorida, como loca.
«Éste es el momento —pensé yo—, mi oportunidad, saldré al amparo de la confusión de los bombardeos. Ahora mismo me voy, a paso ligero para no encontrarme con nadie que me pueda delatar».
Julia
Los falangistas salieron con la guerra. Antes apenas se les conocía, o permanecieron en la sombra. Los socialistas, los trabajadores de la tierra eran bastantes y estaban unidos en cuerpo y alma a la Casa del Pueblo. Más tarde los liquidaron a muchos de ellos sin que hubieran hecho nada malo. Porque lo que pedían era justo y basado en razón. He tardado quince años en volver al pueblo; lo que no sé todavía es si algunos del pueblo se volvieron falangistas para salvar el pellejo vistas como estaban las cosas. Yo no visitaba a nadie mientras estos años. Sólo a mis padres, a los que iba a hacerles alguna vendimia. Oculto Eulogio, iba como viuda, porque en mi carnet de identidad figuraba como Julia de la Mota Rueda, viuda. Así no me molestaba nadie. Me sentía más segura. Lo realmente importante es que mi marido viviera. El resto de las formalidades me tenían sin cuidado. Porque a Eulogio le dieron por muerto oficial. Mejor dicho, no por muerto, sino por desaparecido. Era desaparecido oficial a los diez años en 1946. Después, cuando Eulogio salió, hice que me pusieran en el carnet de identidad: estado, casada. Fuimos juntos a que nos dieran el carnet. Cuando llegamos a la ventanilla oí que un empleado decía: «Pues esta señora se ha casado ya mayor».
En el verano ayudaba a mis padres en las faenas de la tierra. Los de casa íbamos a vendimiar. El vino de Rueda era bueno y famoso en la región. También cuando mi padre cogía garbanzos salíamos con él para rebuscar.
El padre de Eulogio, a quien mataron, hacía la vida en casa, retirado. Tenía asma desde que llegó de la guerra de Cuba. No podía salir a la calle. En cuanto andaba un poco se agitaba y se ponía malísimo. Le mataron porque quisieron, porque se les puso matarle. Porque no encontraban al hijo. Porque la gente es así, y él desde luego no pertenecía a nada, era incapaz de desplazarse por su asma atrapado en Cuba. A un hermano lo mataron; el otro vive en Valladolid, salvó la vida. Estaba al tanto de la ocultación de mi marido. Lo que es que no se visitaban, por el pueblo, por la gente y eso. Hablábamos, no mucho, porque su hermano, no es que sea de otras ideas políticas, no, es que es un poco así, no sé como explicárselo. Yo me defendía bien en la vida y cuidaba de mi marido escondido y su hermano debía pensar: ¿y cómo se defiende la Julia? ¿Bien? Yo, si se terciaba ir a su casa, iba. Él sabía lo de su hermano y le había ido a ver. Su mujer también y sus hijos. Sus hijos y mis hijos eran amigos. Jugaban juntos. Quizá fuera un poco de envidia, al comprobar que yo tiraba bien. Es que supe defenderme. Me aclimaté a trabajar al salir de la cárcel. Tenía a los hijos en el pueblo, con mis padres, los dos hijos.
A nuestros dos hijos los llevé a Rueda cuando la guerra. Me percaté de que teníamos vigilancia a la puerta. El hijo pequeño, que ahora tiene 40 años estaba siempre sobresaltado.
Y a eso de las siete o las ocho de la tarde se ponían de vigilancia a la puerta de casa, con sus escopetones a la espera de Eulogio. Eran falangistas. Ocurría todos los días. Y resulta que los niños se agitaban al ver los mosquetones. Por la noche los falangistas se iban. Se podía entonces andar alrededor de nuestra casa, teníamos el patio cercado. Desde la parada del autobús que hay ahora se veía nuestra casa, pues todo era una pradera y en lugar de venir por la carretera nosotros la atravesábamos siempre para ir al autobús. Por la noche a eso de las diez se iba el coche y daban vueltas a la casa toda la noche y yo les veía desde el balcón de la cocina y los niños se excitaban. Duró hasta que marché a la cárcel.
Decidí que aquello no podía continuar así. Los niños, al pasar los días, al venir los de los mosquetones se aterrorizaban. Envié a los niños al pueblo, para que no vieran ya los mosquetones. En agosto se llevaron a la niña por una temporada. La niña tenía seis años. Como la guerra estalló en julio ya no pudo venir y se pasó tres años allí. Me enviaron un retrato suyo a través de la Cruz Roja. Como mataron al cuñado el 11 de agosto, yo me quedé sola en casa. Mi marido se encontraba entonces escondido por el campo. Lo de mi cuñado fue muy triste porque yo me había quedado sola con ellos en la casa. Mis cuñados arriba y yo abajo. Tenían cuatro hijas, una de cuatro años y la más pequeña de tres meses y entremedias las demás. Cuando mataron a su marido dije a mi cuñada:
—Mira, conviene que vayas al pueblo. Coge a los niños y te vas al pueblo.
Yo veía llegado el momento de escaparme también de allí. No podía dejarla sola. Mi cuñada trabajaba en la RENFE, en la contrata. Ganaba cinco pesetas diarias y sólo le alcanzaba para comer. No contaba con ahorros. Por eso le di algo de dinero para que marchara al pueblo, donde su madre, que era viuda.
Ella se fue por la tarde y yo de anochecido. Tenía que huir de la casa cuanto antes porque pensaba que cualquier noche vendrían a por mí. Como había sucedido con mi cuñado.
Ocurrió que llegaron una noche y preguntaron por él. Se llamaba Pascual de Vega. Mi cuñada no sospechaba nada grave.
—¿Dónde está Pascual de Vega? —le preguntaron.
—Está allí, con una niña, es nuestra hija. Miren —señaló—, aquél es.
Se lo llevaron.
—Es sólo para tomarle declaración. En seguida lo dejamos libre —añadieron.
Al día siguiente estaba de cuerpo presente en el depósito de cadáveres del hospital.
Eran falangistas. Dijeron que venían de Rioseco. Eran seis y llegaron en un coche. Yo me acuerdo del hecho, de la tragedia, pero no de ellos, de los que se lo llevaron. Ocurrió, no se me olvidará mientras viva, el 11 de agosto de 1936.
Me marché a casa de unos conocidos en la calle de la Florida, para esconderme. A nadie dije dónde iba. Ni a mis cuñadas ni a nadie. A mi cuñada, que lloraba todavía por la muerte de su marido, la acompañé hasta el coche y desde el coche marché ya hacia la casa donde me ocultaría.
Yo me instalé en casa de una señora conocida, en el entresuelo. Un día, una de mi pueblo me vio desde la ventana.
Y dijo: «Anda, pero si está ahí la mujer del alcalde Rueda. Pues estará él también». Dio cuenta a los dueños de la casa. Fueron buenos y a su vez alertaron a la señora en cuya casa vivía yo:
—Mire —le dijo— si tiene al alcalde en su casa, van a venir a buscarle.
—Pues yo al marido no le tengo —respondió—; la que está es la mujer del alcalde, pero no es que esté escondida. Ha venido de visita y ha pasado el día aquí. La he convidado a comer y ha comido, pero nada más.
Me marché entonces para no complicar la situación ni comprometerla. Salí en dirección hacia la Farola, que tenía un primo casado a su vez con la hija de un primo camal de mi padre. En cuanto a él, era hijo de un primo carnal de mi madre. Pasé a verle y se lo conté. Era mi última esperanza en la ciudad, porque estaba segura de que me seguían los pasos. Dije: «Mira, Paco, pasa esto, ha dado cuenta fulanita de que me ha descubierto en su casa de la calle de la Florida». Añadí a mi primo que había salido de aquélla, y que si no había otra solución me vería obligado a volver a casa, con el peligro consiguiente.
—Pues tú no te vas a casa —respondió mi primo—. Te quedas aquí.
Tenía ocho hijos y una vaquería.
Volví para despedirme adonde la señora de la calle de la Florida que me había albergado En efecto, habían ya llegado en busca de mi marido. Por fortuna tampoco me pillaron a mí.
Obligaron a la señora para que hablara:
—Pues tiene usted que decirnos donde está, porque si no, se viene usted con nosotros.
Para qué quiso más. Les indicó donde estaba. Dice:
—Está donde un primo y luego es posible que vuelva a su casa.
Acudieron los guardias, no, no eran guardias sino policías. Fueron buenos conmigo. Cosía yo en el patio. Y llegaron para decirme:
—¿Es usted la esposa de Vega?
—Sí, señor, para servirles.
—¿Qué hace usted aquí?
—Pues miren ustedes, de sirvienta. Son primos míos, pero he venido a servir porque no tengo bienes ningunos. Antes de servir a otros que no sean de la familia me ha pedido mi primo que me quede aquí de sirvienta. Tiene ocho hijos y alguien tiene que ocuparse de ellos.
—¿Dónde está su primo? —me preguntaron.
—En la cuadra —les contesté—. Cuida del ganado.
Le llevaron a un aparte para tomarle declaración. Miraron en el desván y en el porche: buscaban a mi marido.
A uno de los policías le habían matado a una hija en la carretera, donde Onésimo Redondo.
Mi prima salió en mi defensa:
—Huy, por Dios, no se la lleven ustedes que tiene tres hijos…
—Yo tenía también una hija y me la han matado —respondió el policía.
—Pero yo no la maté —respondí—. No puede acusarme por algo que no he hecho.
Se marcharon sin tocarme un pelo. Y dijeron: «Bueno, ahora tiene usted que quedarse fija aquí, quiera o no».
—Usted tiene que vigilarla donde vaya, allí donde vaya, siempre, a todas horas, no la pierda de vista —advirtieron a mi primo.
Me quedé con mis primos. A los cuatro o cinco días apareció la policía, los de la secreta con la misma misión. Pensé que aquella vez era ya definitiva. Me tomaron declaración.
—¿Cuánto tiempo hace que no ha visto a su marido? —fue su primera pregunta.
—Desde el día del Movimiento. Salió de casa a trabajar y no ha vuelto, no le he vuelto a ver.
En razón era así, que yo no le había vuelto a ver. No mentía. Sabía que estaba vivo, pero escapado en el campo.
—O sea, que no le ha vuelto a ver.
—No.
—Ha tenido que huir de su casa. ¿De qué vive usted?, ¿de qué come?
—Trabajo aquí para mis primos, así me lo han pedido.
Se marcharon.
A las dos noches llegó la Guardia Civil de Rueda, el cabo más un número. Preguntaron a la puerta:
—¿Julia de la Mota de Vega?
—Pues sí, aquí está —dijo mi prima.
—Que salga.
Cosía cuando llegaron. Tenía un delantal puesto. Un delantal, las tijeras en la mano, el dedal en el dedo.
Me dicen con voz firme:
—Hala, ahora se viene usted con nosotros.
—Esperen un momento que me quite el delantal y deje las tijeras y el dedal —pedí a los guardias.
—No hace falta, donde la llevamos da igual que vaya así.
Pero yo me despojé del delantal y lo tiré a un lado.
Sabía ya que esta vez iba a parar a la prisión. Pero antes me llevaron al Gobierno. Me tuvieron allí en el Gobierno, desde las nueve de la noche hasta las once. Sentía miedo. Había presos en el calabozo, a mí me dejaron en la antesala.
Mientras tanto mi prima, preocupada, sin saber qué hacer, explicó mi situación a una vecina:
—Han llevado a Julia a la cárcel.
—Vámonos al Gobierno —dijo la vecina.
Tomaron un mantón y se llegaron hasta el Gobierno.
—Por favor, entréguenselo a Julia de la Mota —pidieron a los guardias en la puerta.
Era el 16 de octubre y yo estaba helada y con una enorme tristeza. Me tapé con el mantón y el hecho de que alguien se ocupara de mí me dio ánimos.
Pronto trasladaron a los que estaban en el calabozo a las cocheras y a mí a la cárcel.
Mi prima esperaba con la vecina a la puerta del Gobierno.
—Queríamos traerla un poco de leche —solicitaron de los guardias.
—Está bien, tráiganle leche —dijeron los porteros.
Mientras tanto me sacaban del Gobierno para llevarme a las Moreras. Vi llegar a mi prima cuando ya los guardias de asalto me metían en el coche. En lugar de ir hasta la cárcel en línea recta, desde el Gobierno a la cárcel nueva, nos llevaba por las Moreras.
—Las llevan por ahí para dejarlas en el campo. ¡Pobre Julia!
Ellas se quedaron para ver si volvía el coche de Asalto a la misma esquina. Me llevaron con el resto de los presos. Volvimos, pero en el coche la única presa era yo. El coche enfiló por la Costanilla, por la calle Queipo de Llano. Vi que mi prima seguía en la misma esquina con la vecina. Yo dije a los de Asalto:
—Anda, están todavía ahí mi prima y la vecina.
—Claro —me dijo uno de ellos—, ésas están ahí a ver si veníamos solos o acompañados.
Abrieron la ventanilla y las llamé. Y me dieron un vaso y una botella de leche y un riche. El rostro de mi prima estaba más relajado y sonreía. De allí me llevaron a la cárcel. Cuando ingresé eran las once de la noche. No me hicieron juicio. En la cárcel las reglas eran más rigurosas, no dejaban entrar botellas y otros objetos. Todo lo que tenía para cenar, para alimentarme, era la botella de leche entregada por mi prima.
—Esta señora no ha cenado —dijo el de Asalto—. Le han traído esta botella. ¿La dejan ustedes pasar?
—Que pase, sí.
Pasé la botella.
Me tuvieron en la cárcel hasta que un día fui llamada para contestar a unas preguntas. Lo hicieron dos veces nada más. Nos trasladaron a la cárcel vieja porque éramos muchas presas en la nueva. Las cárceles estaban atestadas. Eran días de odio y de ajustar cuentas. Cada una se defendía como podía. Por ejemplo, si una vecina había reñido con otra, la denunciaba por roja y la metían en la cárcel. También iba a la cárcel aquélla que por ejemplo decía:
—Hay que ver, qué barbaridad, ¿qué ha hecho para que la ingresen en la prisión?
—Pues ahora usted también, a la cárcel, por hablar así.
Se dio el caso también de que una chica de Tordesillas llegó a ver a un hermano que estaba preso. Llegó tarde o no era el día de visita y dice a los guardias.
—Ay, por favor, déjeme usted pasar a ver a mi hermano. Hoy por mí, mañana por usted.
—Ah, ¿conque hoy por ti mañana por mí?, ¿con que le gustaría meterme en la cárcel? Pues ahora mismo entra usted.
Así estaban las cosas. Si una decía, «ésta es mala, es roja, es comunista, es anarquista» iban los falangistas con su mosquetón y a la cárcel con ella. Sin más. De esta forma éramos 700 u 800 mujeres en la cárcel. Todas venían con las mismas explicaciones, con llantos y lágrimas:
—Huy, madre, pero si yo no he dicho nada, pero si yo no he hecho nada…
Y le decíamos nosotras:
—No llore usted, mujer.
—Pero si no tienen razón de traerme aquí…
—No se preocupe, ya se acostumbrará.
Otras no reaccionaban, estaban como aleladas o muertas y parecía como si todo les diera igual. Seguramente sus maridos o sus hijos habían muerto.
La cárcel nueva era habitable. La estrenaron cuando la República. Había una celda muy amplia. Se cabía bien. Metíamos cada una nuestro petate para dormir en el suelo, porque de todos modos trescientas mujeres no podían caber en las literas. Otras, al no caber ya un alfiler, dormían durante el verano en el patio, al cielo raso. Luego, cuando se anunciaba el invierno nos trasladamos a la cárcel vieja. En la cárcel vieja había más ratas que pelos teníamos en la cabeza. Las tarimas al romperse dejaban salir a las ratas. Había otra nave grande que decían el «Número Uno». Los hombres estuvieron allí hasta que se los llevaron.
En la cárcel vieja, había de malo todo lo que se quisiera, grandes cantidades de porquería. Yo tuve la suerte de ir a parar a la sección de arriba, a una planta que le Llamaban las Escuelas, una nave grande y luminosa. Me salvó que era muy aficionada a coser, a hacer labor. Hacíamos mucho punto para la calle. Nos metían lana y cosíamos. Era nuestra defensa para no desalentarnos, para no caer en las obsesiones. Porque yo veía a otras mujeres como yo, alrededor de los treinta y cinco años de edad, pasarse el día y la noche gimoteando. Formamos un grupo de amigas que nos entendíamos en todo. Nos consultábamos. Era una confianza total la que teníamos unas con otras. Éramos cinco. Juntas siempre. Tres de Valladolid y las dos restantes, una de Medina de Rioseco y la otra de Cabezón. Allí comíamos y condimentábamos lo poco que nos daban. Las patatas las robábamos, y luego nos las comíamos con alubias con bichos. Total, que como se dio cuenta el oficial de que nosotras hacíamos labor, buena labor de punto y con rapidez, nos dejó que metieran alimentos desde la calle. De Cabezón o de Medina nos pasaban hortalizas, embutidos. Yo pedí a mi casa una estufa de carbón. Entonces nos poníamos a lavar las patatas y en la estufa freímos el tocino y apañábamos una cosa con otra. El oficial nos puso una luz donde precisamente estábamos sentadas siempre. Nosotras nunca salíamos, ni al patio ni nada. Siempre una con otra y en la nave.
A una de ellas le habían matado el marido, sin juicio previo. Era el alcalde del pueblo. A otra, con juicio, se lo mataron también. Yo les contaba que el mío estaba desaparecido. El trabajo nos servía de olvido de las noticias que pasaban y que escuchábamos contar en la cárcel. Yo cosía batas con la tela que nos pasaban. A veces, venía la chica, la hija, o la hermana y yo la tomaba las medidas allí mismo.
El oficial nos metió la luz sobre nuestro lugar de trabajo. Fue una gran cosa. Se trabajaba mejor con luz, porque coser, enhebrar la aguja es labor que fatiga la vista. Hicimos algunas cosillas para el oficial para que nos consiguiera la luz. Les hice unas trajecillos para sus hijas. Les tomé medidas y cosí los trajes.
De esta manera transcurrió la vida en la cárcel, diecinueve meses en total. Cada una hablaba de su marido. Si muerto de lo que había sido, de sus defectos, de sus virtudes. A pesar de la confianza del grupo jamás descubrí yo que el mío estaba con vida. Sólo dije: «Está desaparecido». Que desapareció el día del Movimiento y que yo no tenía más noticias.
El día del Movimiento salió a las tres de la tarde de casa. Había venido a almorzar. Comimos y se marchó a su trabajo y no le volví a ver. Supe, sin embargo, que se había puesto a salvo en el campo, en unas tierras sembradas de maíz. Era un maíz alto, como un bosque. Allí estuvo oculto hasta que se abrió el tiempo de lluvias. Cuando empezó a llover no le quedó otro remedio que refugiarse bajo techo. Eso es todo lo que sabía, y era lo que pensaba antes de que me prendiera el sueño. ¿Qué habría sido de Eulogio?
A una de nuestras compañeras la llamaron un día, de madrugada, para que despidiera a su marido. Se vio con él en el locutorio. Estábamos entonces en la cárcel nueva. Al hombre lo habían sentenciado a muerte. El día que le tocó pidió como gracia especial despedirse de su mujer, que estaba también en prisión. Ella volvió en silencio y lloraba. Se lo llevaron a San Isidro, que fue donde lo ejecutaron con todos los demás de esa madrugada.
Ella se secaba las lágrimas, y hasta que amaneció la acompañamos en la celda. En silencio absoluto, porque estaba prohibido hablar y apagadas las luces. De vez en cuando lanzaba alguna lamentación y algún suspiro. Al amanecer sentimos ya los camiones: se los llevaban al paredón.
Después he vuelto a ver a esa señora, nos hemos visitado. Eran gente pobre. Aquélla fue una de las peores noches que he pasado en mi vida, a la espera de que los camiones encendieran sus motores. De vez en cuando la mujer susurraba, entre lloros:
—Sin haber hecho nada, que vayan a matar a mi marido, que lo maten así…
Era alcalde de Cabezón. Dicen que a todos los alcaldes de la provincia los pasaron por las armas. Estaba también con nosotras una chiquita de Medina de Rioseco que tenía una niña de un año. El día de Nochebuena sacaron de las cocheras a su marido y no volvió a verle. Yo me acordaba de Eulogio y del cuñado difunto.
No supimos nunca dónde mataron a mi cuñado porque cuando su mujer le vio, estaba ya en el depósito de cadáveres. Yo la había dicho, al desaparecer, que fuera por la mañana al Gobierno Civil. Preguntó si sabían de él.
—Pues no, no está en el Gobierno —le dijeron—. Estará ya en la cárcel o en fin…
Se notaba que allí sabían dónde estaba, de fijo. Cuando mi cuñada volvió a casa la dije yo:
—Has hecho mal en venirte; vete al depósito del hospital.
Y justo, entró en el depósito y lo vio. Le habían disparado un tiro en la cabeza. Reclamamos el cadáver para enterrarlo. Fueron unas vecinas de nuestra casa a ver si metían el cadáver en la caja. Lo metieron. Y lo enterraron. En el caso de mi suegro, lo cogieron junto con otro. Ya he dicho que mi suegro estaba incapacitado por el asma de Cuba. Estaba medio muerto cuando vinieron por él, y mientras lo bajaban, el otro, que era un muchacho, consiguió escapar. Llamó a la ventana de mi cuñada y dijo rápidamente antes de huir:
—Oye, a tu padre casi le han matado.
Cuando fue al sitio donde le había señalado, ya no estaba allí mi suegro. Lo habían trasladado al depósito. Fuimos con una vecina y también le reclamamos para enterrarle. No sabemos si le mataron los falangistas o quién, porque ocurrió de noche.
Yo no era religiosa, nada religiosa. Estoy bautizada y todo lo demás, pero resultaba que cuando sentenciaban y mataban a los muchachos, antes, los confesaban. Algunos que no querían confesarse antes de morir los molían a palos. El cura presenciaba todo esto. Yo pienso que el cura tenía que haber puesto mano de Dios, para eso predicaban lo que predican. El cura tenía que haber parado las palizas, porque al fin y al cabo a aquellos hombres los llevaban a matar. Además, que algunos no tenían nada que confesar puesto que nada malo habían hecho.
A mí se me dio este caso: estábamos un día en la celda cuando nos comunicaron públicamente que en mayo nos confesaban a todas. Yo dije: «No tengo nada que confesar. Llevo aquí un año más o menos encerrada y sin salir. ¿Qué pecado o qué culpa quieren que confiese yo?». A pesar de todo cuando llegó mayo nos sacaron al exterior. Cerraron las celdas. Nos trasladaron a una amplia y hermosa galería para cumplir con el sacramento. Allí estaba el confesor. Cuando me tocó el turno me dirigí a él con firmeza:
—Me pongo de rodillas, pero no confieso…
—¿Por qué? —me preguntó el confesor—. Tú también eres hija de Dios…
—Mire, a mí me han obligado a que venga ante usted a confesar y lo que me pasa es que no tengo nada de qué arrepentirme ante Dios.
Le conté mi situación:
—Tengo tres hijos y un marido desaparecido. Los hijos están abandonados. Gracias a que mis padres se han hecho cargo de los niños. Mi marido no sé dónde está, si muerto o vivo o cómo, o me lo han liquidado una noche por ahí con un tiro en la sien. Así es que yo no tengo nada que confesar, sólo le puedo contar lo que me pasa.
—Levántate —dijo el confesor—. Y no dijo más.
Naturalmente. ¿Tendría que inventar unos pecados para contentar a los carceleros? Pensaba sólo en mi marido y en mis hijos abandonados a la clemencia de Dios. De no ser por mis padres hubieran terminado mis hijos en el hospicio o en sitio peor o en una alcantarilla de la calle.
Desde entonces decidí no confesarme nunca. Porque, además, confesarte ante un hombre me pareció siempre una tontería. Porque las cosas que usted haya hecho en perjuicio mío no se las va a decir a ese señor. ¿A él qué le importan? Ni lo que yo le haya hecho de pernicioso a usted se lo voy a contar a ese señor. De modo que aunque crea que hay algo arriba, Dios o algo parecido, yo a esos hombres no tengo nada que confesarles. Así que me dije: cruz y raya, desde ahora nada de nada.
Los gritos, los lloros de los que apaleaban por no confesarse llegaban hasta nuestra celda. Estaba el locutorio, dos escaleras y el pasillo por medio. Todas las noches durante el tiempo que duró el encarcelamiento escuché los gritos y los llantos. Hasta que dejaron de matar. En la misma cárcel nunca ajusticiaron a nadie. A los que sentenciaban a pena de muerte con juicio previo los subían al paredón. Los trasladaban a San Isidro todos los días al amanecer. Por la noche, la última noche, el cura iba de celda en celda para confesarlos. El que más y el que menos no se quería confesar o decía: «Oiga que yo no he cometido nada», o «A mí van a matarme por pertenecer a una sociedad como Falange».
Eulogio
Salí de mi primer escondrijo al anochecer, justo cuando se iniciaron los bombardeos de Valladolid por parte del Gobierno de la República. No tenía yo al salir una noción clara de mi destino. Pero una cosa es cierta y es que en 28 años de ocultación la suerte me acompañó desde este primer paso que di. Al salir de la casa de los viejos, me dirigí hacia la Farola. Había corros en las calles, que comentaban los últimos acontecimientos. Había una gran sed de noticias, que eran contradictorias, y que iban, venían y rebotaban, corregidas y aumentadas. Que si ha caído una bomba en el puente, que si ha matado a fulanito. Yo intenté pasar de largo pero había gente conocida en uno de los corrillos y me detuvieron a tiempo:
—¿Dónde vas tú por aquí? —me detuvo en son de alarma un amigo—. No se te ocurra ir a casa. Ven para acá. Allí te esperan con fusiles para darte el paseo. Tu casa está completamente cercada.
Se desprendió del grupo y me apartó. Pasé con ellos la noche. Al amanecer me llevaron a casa de un viejo comerciante. En aquellas horas de indecisión, de incertidumbre, necesitaba un buen consejo sobre qué hacer. Los hombres que me acompañaban, temblaban: era lógico, porque se jugaban la vida. Cualquier detalle, mínimo, cualquier declaración podía costar un tiro en la cabeza.
—¿Qué consejo te voy a dar yo? —me dijo el viejo comerciante—. Dicen que esto no puede durar mucho, pero mis informes son de que mientras dura se mata y se mata. Han matado ya a fulano, a zutano, a mengano. Han cogido a éste y al otro. No se sabe nada de fulano.
De repente me percaté con claridad de que la cacería estaba en marcha y que yo sería de las piezas más codiciadas. En el curso de las horas, en casa del viejo comerciante recibí noticias más concretas de lo que sucedía. Supe los nombres de las víctimas, de los que habían matado en Rueda, mi pueblo. De pronto me sentí horrorizado y comprendí el alcance de la rebelión. Era la gran venganza.
Quedaba mi propio problema de sobrevivir a la matanza y de qué modo lo haría: lo que entonces me importó por encima de todo fue no comprometer a nadie. «Si se enteran de alguien que me ha echado una mano en la huida, lo pasean. El mejor sitio para esconderme sin complicar ni comprometer a nadie es el campo, donde les será más difícil buscarme, ya me arreglaré», pensé. Cuando expliqué a mis amigos, reunidos en casa del viejo comerciante, mi decisión de ocultarme en el campo, alguien llamado Ladislao dijo:
—Unos conocidos míos tienen un huerto en las Arcas Reales. Tengo confianza para pedirles que te recojan allí, pero no les comprometas. Tienen además una chabola para guardar los aperos, y podrán dejar la puerta entornada por si durante la noche quieres esconderte allí.
Yo estuve de acuerdo. Era una solución:
—Mañana a las cinco de la mañana vengo a buscarte —me dijo— y te llevo hasta allí.
Aquella noche dormí en una casa de La Farola. Ladislao cumplió su palabra. Apareció puntualmente, a las cinco de la mañana, para llevarme hasta el huerto. Salimos sigilosamente de la casa donde había pasado la noche. Al atravesar la vía del tren que va a Ariza, miraba a un lado y otro. Era temprano y no se veía gente por los descampados, sólo unos minutos más tarde, vería por detrás en nuestra dirección a un hombre en bicicleta.
—Vamos a apretar el paso, señor Ladislao —dije al que me guiaba— si no, el de la bicicleta se nos echa encima y estamos perdidos.
El señor Ladislao hizo pantalla con las manos para ver mejor, a la primera luz del sol. Yo sentía escalofríos. Hubo suerte:
—Bah, no hay por qué preocuparse. El que viene es «El cubano».
Era un vecino que vivía con nosotros. Un inquilino de mi padre. Vivía en nuestro mismo bloque. A la derecha yo, a la izquierda él.
No le causó sorpresa verme.
—He hablado con Julia —me dijo—. No puedes volver a casa, está vigilada día y noche, y esperan que aparezcas por allí en cualquier momento. ¿Sabes, Eulogio, dónde estarías bien a cubierto?
—¿Dónde?
—En mi casa, detrás del armario, te metes allí, te tapamos y no te encuentra nadie.
—Ya —repliqué en seguida—. Yo no me encierro en casa; si muero, muero al aire libre. En casa no me encierro.
No sabía entonces que 28 años de mi vida transcurrirían prácticamente entre cuatro paredes.
—Bueno, bueno —dijo—; yo le hablaré a mi padre. Vente conmigo ahora mismo —añadió «El cubano».
Su padre era dueño en el parque de esa parcela de terreno que ahora es el Polígono. Llegamos. Me quedé en la puerta mientras padre e hijo hablaban. El padre no se atrevió a cobijarme. Salió humilde, como derrotado y con pinta de sentirlo.
—Lo siento mucho —dijo—, pero no puedo, no puedo.
Yo le había resuelto días antes unos problemas en la Delegación de Trabajo. Él vino a mí como patrón: «Tengo estos problemas», me dijo. Y me los enumeró.
—No se preocupe, yo se los resuelvo —le dije.
Éramos vecinos y nos entendíamos bien. Pero las cosas habían cambiado en pocos días.
—Quédate por ahí, ya hablaremos —me dijo después.
Pensaron en dejarme en un maizal, en casa no podían guardarme de ningún modo: «Si se descubre, nos la cargamos. Además nosotros no somos políticos ni queremos nada con la política. Tú te metes en el maíz y si te descubren tú dirás que fue por cuenta tuya, que a nosotros no nos conoces».
El maíz era frondoso. Viví allí cuarenta días y cuarenta noches como un conejo silvestre. Era una franja de terreno, una parcela pequeña, estrecha y larga. Cuando tenían que regar el maíz se encargaba de hacerlo el hijo, que sabía de mi existencia allí. Pero había obreros que podían denunciarme. Me pasaba tumbado el día y la noche. La comida la recibía de mi mujer a través del hijo, que vivía al lado. Aunque la casa estaba cercada por los falangistas mi mujer entregaba al hijo los víveres, por el pasillo. Mi dieta era de tortilla, algo de embutido, laterío para resistir. Vivía con un saco y una manta. En cuanto escuchaba murmullos de gente alrededor y veía que se venían por donde estaba, tomaba el saco y simulaba recoger hierba para los conejos. Tomaba cuatro matas y los que me vieran así podían pensar que se trataba de un obrero. Pero a veces me sentía asfixiado y necesitaba oxígeno; salía del maizal para respirar y hacía como que recogía hierbas. Me hubiera gustado sentarme a la sombra de un árbol, pero la gente podía muy bien pensar y preguntarse: «¿Qué hará ese hombre, ahí, todo el día sentado?». Q sea que deambulaba, un rato aquí, un paso allá. Nadie vino a por mí en ese tiempo. Veía cómo grupos de mujeres recogían hierba. Las veía y las sentía llegar de madrugada con sus sacos para la hierba. Las oía, porque las mujeres se anuncian siempre, y las evitaban.
Mientras tanto, mi hermano al que mataron semanas más tarde, cuando pasaba al trabajo paraba en un bar para echarse un vaso de vino. Allí escuchó las noticias, estaban al tanto de los fusilamientos. En el bar, que regentaba una señora, se comentaba que habían matado a fulano o habían cogido a zutano. Uno de los de la parroquia identificó a mi hermano una tarde.
—Ése es el hermano del Eulogio, el de la Tierra (a nosotros nos llamaban los de la Tierra); a ése no le han cogido aún.
Mi hermano se tomaba un vaso y adiós. Pero un día la dueña tuvo el atrevimiento de acercarse a él y entablar conversación:
—Oiga usted —le dijo—, estoy enterada de que tiene usted un hermano por ahí, en mala posición. ¿Es cierto?
—Sí, señora. ¿Y cómo lo ha sabido? —preguntó mi hermano con cautela y algo atemorizado.
—No se preocupe —continuó ella—, no conozco a su hermano, pero yo le recojo en el pozo, tengo otros dos más, ocultos.
Los guardaba en un pozo. Mi hermano me hizo llegar el ofrecimiento de la señora. Pero no quise abandonar el maizal, me pareció una imprudencia, hasta que el tiempo me obligó a ello. Comenzaba la lluvia y el frío crecía por las noches. Era ya prácticamente imposible aguantar a la intemperie, con unas simples mantas. Estaba a veces calado hasta los tuétanos. En la propiedad del maizal había una casa, sin terminar de construir. En la puerta había un letrero que decía «La Solita». Era la única casita de todo el Polígono. Cuando el mal tiempo arreciaba yo iba a refugiarme a «La Solita». La tenían abierta de modo permanente y almacenaban los aperos de la labranza, alfalfa, paja. Nunca encontré a nadie salvo una vez que se me heló la sangre al toparme allí con un vecino que me reconoció de inmediato. Fue un día de nublado, rompió a llover y se me encharcó la manta. Unos labradores que pasaban por allí se refugiaron en «La Solita», en tanto escampaba. Allí me vieron, de golpe, mojado hasta los huesos. Podía reaccionar de dos maneras: o escapar en seguida de allí, dejarme llevar por el pánico al verme descubierto, o bien, dar la impresión de que como a ellos la tormenta de agua me había pillado en pleno campo y que me ponía a cubierto, sin más.
—¡Qué tiempo! —exclamó mi vecino.
—Sí, se acerca un invierno duro y desagradable —respondí yo, más que nada por decir algo.
Con todo y con eso, al final, quizás al ver que ponía cara de incrédulo, le dije a mi vecino que no estaba aposentado allí para que, no dijera que se había topado conmigo.
Pero lo parló todo, porque al poco tiempo de aquel chaparrón el que me traía la comida me dijo que el Desiderio parló a mi padre que me había visto.
—Bueno, mientras no pase de ahí, no me preocupa —pensé yo.
No pasé miedo en aquellos momentos, que fueron en realidad angustiosos. Y no pasé miedo porque me habitué a no perder la sangre fría. Al hermano que luego mataron le advertí que se pusiera a salvo, a pesar de que estaba menos comprometido, porque era un simple «cotizante» no un «distinguido» como yo. El caso es que le dio el ataque de miedo y se quedó como paralizado, no pudo escapar. Se quedó encerrado en la habitación con nuestro padre. En realidad le daba casa, como hijo que era, pero mi padre tenía una habitación reservada para él. Cuando mataron a mi hermano, nuestro padre se encerró en su cuarto. Llamaban, pero él no abría nunca hasta que un día, de tanto aporrear la puerta, asomó la cabeza. Un vecino le anunció que eran guardias civiles, que no eran falangistas y que a lo mejor le llevaban detenido por poco tiempo y después lo soltaban. Los otros se liaron a dar culatazos, que han estado marcados mucho tiempo en las hojas de las puertas. Cuando llevaban rato a culatazos y la puerta iba a ceder, mi padre abrió, y naturalmente lo mataron.
Mi padre tenía una edad ya de sesenta y tantos años, una salud delicada. Padecía de asma por añadidura; tenía descoagulada la sangre y sufría de hemorragias. Nos advirtieron los médicos que podía fallecer a consecuencia de una de estas hemorragias. Había sido muy bebedor y se había negado a seguir los consejos de los médicos de abandonar el vino. No tenía ideas políticas. En Rueda había sido socio, pero en Valladolid no se había inscrito.
Al llegar los temporales y las lluvias decidí trasladarme a la Farola, al pozo que habilitó la señora del bar. Había ya dos inquilinos cuando llegué. El pozo estaba cercado de cemento. Habían hecho desde fuera como una gran tumba, colocaron traviesas de ferrocarril para hacerlo hueco y luego lo cubrieron de tierra. Así, después de socavar el cemento lo rompieron de un golpe. No era muy hondo, entrábamos y una vez dentro poníamos la piedra. Tenía el pozo unos seis o siete metros. Allí dormíamos juntos durante el día. Había que guardar silencio por la proximidad de la gente que paraba en el bar. El pozo estaba en el patio del bar, junto a una parra y era peligroso si algún parroquiano se acercaba y escuchaba hablar. Algún vecino sabía de nuestra presencia allí en el pozo, y un día nos prestaron una radio. Nos la dejaron desde entonces algunos días y la escuchábamos con fruición para saber cómo marchaba España. El vecino que nos la dejó fue el mismo que una tarde nos avisó de que se aproximaba la guardia civil. Nos escondimos rápidamente en el pozo. Fue una redada. Al poco tiempo apareció cerca del pozo y nos dio el parte: la Guardia Civil se había llevado al Escorial a una porción de vecinos.
Estuvimos empozados desde el 14 de septiembre hasta el 28 de diciembre de 1936. En el pozo hacía bueno, buena temperatura quiero decir, mientras en el exterior se sucedieron días de densa niebla. No podíamos permanecer de pie, sólo tumbados o medianamente agachados. El colchón sobre unas tablas nos permitía, tumbados, una cierta comodidad. Dormíamos vestidos. En ese tiempo la dueña del bar nos aderezó la comida. De los tres yo fui de los que más aporté económicamente para la alimentación. Luego en aquel intermedio llegó un tercero. Fuimos hasta cuatro ocultos. Vivir así, como las ratas, era cosa que podía volverle loco a cualquiera. Pero fuera nos irían las cosas peor si nos sorprendiera la Guardia. Conseguí mantenerme en calma y aguantarme las ganas de salir corriendo. Viridiano, por ejemplo, no pudo resistir aquellas posturas, y salió a la superficie:
—Lo siento —nos dijo—, pero yo no me aguanto más, me esconderé en otro sitio.
Disfrutó de un día de libertad, porque a las veinticuatro horas le cogieron. Nos enteramos pronto de lo que le había sucedido. Se fue a buscar refugio en la casa de un familiar. Llamó a la puerta un cobrador de la luz y lo vio allí:
—Hombre, tú por aquí —le dijo.
—Sí, ya ves, de visita a la familia.
El cobrador de la luz lo denunció. Lo que no alcanzo a comprender todavía es por qué razón aquel hombre se ocultaba; su única culpa era que había pertenecido a Falange. Al llegar la hora de decir, «vamos», respondió, «no, no, yo no voy». Creyó que tomarían represalias por su cobardía.
Quedamos tres en el pozo. Los otros dos eran gente neutral, pero en aquellos años hasta la neutralidad era punible.
Hacia el veintitantos, el 28 de diciembre, detuvieron a la dueña del bar. La gente dejó de ir al bar porque los registros se habían multiplicado. El temor alejó a los parroquianos y no tardaron en llevarse a la mujer.
Una noche, al ver que cerrado el bar nos quedábamos solos, sin información y sin comida, vi llegado el momento del «sálvese el que pueda».
—Hay que salir de aquí —dije a mis compañeros—; es el momento.
Había elegido ya mi próximo refugio: una finca donde trabajaba un amigo, a resguardo de los registros y del paso de la gente. Una finca donde me movería con libertad, de un lado a otro, donde pasaría la noche en el pajar o en el lagar.
Al salir del refugio nos despedimos los tres empozados; cada uno tomaría una dirección distinta. Juramentamos que si a uno le cogían no delataría a los demás. Así sucedió. Fuimos todos fieles al juramento. Más tarde vi a uno de los empozados. Otro murió de mano airada en Laguna. Rompieron a reñir dos amigos, se metió él por medio para separarles, le alcanzó una puñalada y murió allí mismo. Fue después de la guerra, bastantes años después. Otro de ellos se alistó en el Tercio y en cuanto pudo se pasó al enemigo y cuando vio su ocasión, del enemigo se pasó a Francia y de allí a la Argentina. Ahora las noticias que tenemos es de que tiene una hija azafata, ha viajado a Inglaterra y ha visitado aquí a la señora, la dueña del bar, que por encima de todos los peligros nos sostuvo en aquellas horas locas de sangre. El otro marchó a Navarra.
—Eulogio, ¿por qué no te vienes por Navarra? Estarás a salvo, si quieres yo te llevo, allí nadie te reconocerá —me aconsejó.
—Gracias, no salgo de aquí, estoy hecho a esto —le respondí.
Otros amigos que estaban al tanto de mi escondite en la casa se ofrecieron a pasarme ilegalmente a Francia por los Pirineos. Siempre dije que no porque esa solución me parecía de incertidumbre. Porque irme yo significaba dejar abandonada a mi familia.
—¿Qué sería de mi familia si paso a Francia? —pregunté a mis amigos.
No insistieron al ver que me asistía la razón.
El día 28 de diciembre de 1936 salí del pozo para volver al campo, cerca de las márgenes del Esgueva, en las proximidades del polvorín. En aquella finca me ocultaron. El que me protegía reunió a los vecinos para recomendarles que hicieran la vista gorda si veían a alguien por allí. Comencé a sentirme a mis anchas, perdida en cierto modo la sensación de peligro. A veces mi amigo, mi protector, me traía el periódico, que era «El Norte de Castilla», y siempre sacaba algo de jugo a las noticias y a los comentarios. Pero a veces me volvían los fantasmas de la persecución y el recuerdo cercano de las muertes de mi padre y mi hermano, de los amigos de Rueda, de los correligionarios de la provincia y me sobresaltaba y no me sentía con el espíritu sereno para leer. Volvía a darme cuenta que era un fugitivo en peligro de muerte y me escondía como un caracol dentro de su concha. Caían de vez en cuando algunos otros periódicos. El estilo de la prensa por aquellos meses era siempre el mismo. Reflejaban la grandilocuencia de los partes de guerra, las arengas y las charlatanadas de Queipo de Llano, literatura exagerada que hoy, de leída, haría reír a cualquiera. Permanecí en la finca hasta que terminó la guerra, en 1939. Mi última esperanza era ver cómo terminaba la guerra.
Nunca pensé, mientras tanto, en pasarme al lado republicano. Antes del Movimiento, incluso podía haber escapado a Madrid, zona más segura que mi provincia. No lo hice por entereza, porque yo tenía una significación en Rueda y el resto de los pueblos de Valladolid y me lo hubieran tomado a cobardía. «Éste es de los que en cuanto huelen algo, se va», hubiera pensado alguien con derecho. Llegó un momento en que pensé que lo que importaba era morir al pie del cañón aunque yo no les ciaría facilidades para ello. Lo mismo sucedió por la inercia, más tarde cuando los pocos amigos que estaban al tanto de mi situación y me visitaban insistían en la posibilidad de una fuga al extranjero:
—Ahora hay facilidades —me animaban—, hay agencias que falsifican la documentación y te pasas por la frontera tan tranquilo.
En los años que pasé en la finca, esperé con ansia el resultado de la guerra. De ella dependía mi futuro como el de otros miles de personas más o menos en mi situación. Allí estuve y pensé en que si acababa favorablemente la guerra, me reintegraría a mi puesto, de secretario de los Trabajadores del Campo y si desfavorablemente… Yo al principio creí ciegamente en una victoria de la República. Ésta es la verdad. Hacía mis cábalas y mis cálculos del personal que tenía cada bando en guerra, de la industria de guerra en cada parte.
«Tenemos todo el dinero, controlamos toda la industria bélica y la otra, dominamos Cataluña, la guerra tiene que ganarla la República». Pero pronto supe que la guerra no la ganaba Franco, sino Hitler y Mussolini, porque hemos visto en nuestro suelo miles y miles de soldados italianos y alemanes, y hemos visto los Junkers en nuestros cielos.
Con estas fuerzas era ya lógico, aplastante, que ganasen ellos.
Durante los dos últimos años antes del fin de la guerra sufrí de reuma. Fue consecuencia de mi vida a la intemperie y de las lluvias que había aguantado sobre mi cuerpo. Una buena mañana amanecí con una pierna tiesa y rígidos los músculos. Avisé a los vecinos:
—Unos días al calor te vendrán bien, Eulogio —me dijeron.
Me marché de la finca unos días pero no fue un traslado oportuno porque tuve la mala suerte de que, de sopetón, me reconociera una vecina que había llegado del pueblo. Era el 20 de abril. La guerra había terminado. Mis amigos hablaron con la vecina de Rueda:
—No digas nada, no abras la boca, es cuestión de vida o muerte. Si hablas, el Eulogio no dura.
Me quedé sereno a medias. Tenía mis dudas, no me fiaba de la discreción de la mujer, y así fue que a poco, se presentó a ver a Julia una mujer vieja del pueblo.
—Julia —le advirtió—, que dicen en Rueda que han visto al Eulogio donde Maximino (que así se llamaba el amigo).
Conque Julia me hizo llegar una nota:
—Eulogio, piensa en otro sitio, te han localizado, fulana se ha ido de la lengua.
Julia
Yo sabía, de seguro, que mi marido estaba en el maizal. Cuando Eulogio se escondió en él vino a mí un vecino, hijo del dueño del maizal. Vivíamos en la misma planta. Mi marido se dio a ver al vecino en el maizal. Yo le hacía la comida y el vecino al salir se la llevaba hasta el refugio. Ni el dueño del maizal ni su hijo eran del partido, ni de la Unión de Trabajadores, no eran ni de una cosa ni de otra. Les parecía bien lo que estaba bien y mal lo que estaba mal. Eran muy buenos vecinos. Yo preparé la comida a mi marido hasta que me llevaron a la cárcel.
Eulogio dormía en el centro del maizal. El dueño también sabía de la presencia de mi marido en su territorio y en lugar de mandar a los obreros a regar en el centro del maizal, lo regaba personalmente su hijo para que a mi marido no lo vieran oculto. Eulogio estaba quieto, paralizado allí en medio, metido entre las hojas, camuflado porque los obreros se movían de un lado a otro.
Al llegar la noche, para que le diese un poco el aire salía del maizal para almacenar un poco de oxígeno en los pulmones y entrar luego en el terreno. Cuando vinieron a por mí los guardias dejé dinero a los vecinos que estaban al tanto para que salieran a comprar comida o se la mandaron comprar a alguien.
Así lo hicieron.
Al comenzar las lluvias no tuvo más remedio que refugiarse, y se llegó a un pozo de La Farola, donde ya había, ocultos, otros tres vecinos. Hicieron una zanja y rompieron un bloque. El pozo era propiedad de un matrimonio que tenía un bar por el que pasaba todos los días mi cuñado. Estuvieron en el pozo hasta Nochebuena, en que se preguntaron: «¿Y ahora qué hacemos nosotros aquí? Hay que evacuar». Conque hicieron llamar a mi cuñado para decirle: «Esto se ha acabado, han metido a la cárcel a los hombres y se han quedado solos los hijos, que son niños».
El marido de la señora del bar tenía una casa, una especie de escenario para el teatro. Allí hacían comedias los de la juventud socialista. Cobraba por ello una cantidad, fuesen de un color o de otro. Él vivía de eso. Cuando lo metieron en el camión para llevarlo al campo y matarlo, el hermano que era falangista llegó tan a tiempo que lo salvó. Le sacó del paredón para ponerlo en la cárcel. La mujer amaneció también en la prisión a los pocos días. Presos los dueños del bar y del pozo quedaron solos dos hijos, de quince y trece años, y los empozados. Mi marido se vio ya otra vez en un maizal. Ya no tenía sentido quedarse en el pozo, sin suministros. Eulogio se metió de nuevo en los campos de San Isidro, donde mi cuñado le visitaba. Compraba los víveres en las Delicias. Eran embutidos, chocolate, latas, conservas.
En cuanto me vi libre de la cárcel, le dijimos que se viniera a casa, donde me había instalado de nuevo. Todavía entonces no había comprado las vacas, tardé algún tiempo en tenerlas. Hasta que los hijos no fueran mayores no me iba a poner de vaquera. Alquilamos un piso y nosotros pasamos a vivir en la habitación que dejó mi suegro, porque sin darme cuenta se me acabó el dinero.
Todos los muebles me los colocaron donde había habitado mi suegro. Ahí se vino a quedar Eulogio.
La primera vez que Eulogio apareció en casa era de noche. Estaba yo con el chico mayor. Iba para tres años que no le veía. Fue exactamente el 22 de mayo de 1939. El maizal, el pozo, de octubre a Nochebuena fueron sus refugios, el resto del tiempo estuvo perdido por el campo. Cuando echaba a llover se refugiaba en una caseta o en algún cobijo. Yo sabía que se le buscaba y que estaba vivo, por la vigilancia que tuvimos a las puertas de la casa. Fueron tres años de incertidumbre. El 18 de julio de 1936 había salido a trabajar a la secretaría. Yo decía: las diez, las once de la noche. Nada, que no vuelve Eulogio. Total que empecé a esperarle y esperándole me pasé tres años. A las doce de la noche sentimos aquel 18 de julio: salió la tropa del cuartel de Farnesio, y se oía vibrar el puente sobre el Pisuerga. La noticia corrió por las casas: «¡Ha estallado la guerra!, ¡ha estallado la guerra!».
—Hay tiroteos por los barrios de Valladolid —divulgó una vecina.
—¿Qué le habrá pasado a tu padre —dije entonces a mi hijo— que no viene?
Eso fue todo. Luego se hizo el silencio sobre Eulogio, hasta que el hijo del dueño del maizal me comunicó que estaba vivo. El tiempo que pasé en la cárcel nada supe de él. Mis chicos que estaban en el pueblo tampoco supieron de su padre. Cuando, una vez libre, los trajeron a casa les hablé:
—Hijos, no sabemos nada de vuestro padre.
Y a mi cuñado le dije:
—Me pongo a servir, hay que hacer algo para salir adelante.
—No me digas —me contestó.
—A ver —razoné—, no hay otra solución que ponerme a trabajar y a ganar. O sea, que me pongo a servir.
Me puse a servir en una finca que hay en el Camino viejo de Simancas. Era la finca de un tal Paniagua, que ha sido muy nombrado. Hizo un desfalco al Estado, en el Servicio Nacional del Trigo, con unos cuantos vagones. Teníamos alquilado un piso a una fresquera, donde vivía yo. Fue ella la que nos dio la pista. Mi cuñado se sorprendió de que pensara en servir. «Si sabes de alguna señora por ahí que necesite sirvienta, me pongo yo», le dije. Tenía entonces 34 años.
—No he servido en mi vida —expliqué a mi cuñado—, pero he hecho siempre las labores de mi propia casa, conque sabré hacer las de las demás.
Mi cuñado vino al otro día y como me vio siempre decidida buscó un sitio para mí:
—Mira, es donde uno que llaman Paniagua. Necesita servicio porque ha reñido con la cocinera.
—Allá voy —respondí sin pensarlo más.
Se encontraban el tío Paniagua y señora en el jardín.
—Miren —hablé—, es que vengo por mandado de la fresquera, que me ha dicho que ustedes necesitan muchacha.
—Sí, pero ya hemos llegado a bien con la cocinera —dijo la señora.
—Ah, lo siento, gracias.
Antes de irme decidí apurar alguna posibilidad que hubiera de trabajo. Sabía que por allí trabajaban mujeres en el campo. Es decir, que hablé al tío Paniagua de mi circunstancia en la vida:
—Le voy a decir la verdad, señor Paniagua. Yo he salido de la cárcel el día 11 de mayo. Estamos a 22 y necesito ganar dinero como sea para alimentar a mis hijos. Aunque no sea para servir, deme algo en el campo.
—Mañana si la necesito se lo haré saber —terminó Paniagua.
A las nueve de la mañana uno que trabajaba allí me viene a decir que de parte de Don Dionisio, que así se llamaba, que puede usted ya ir a trabajar.
Yo no era mujer acostumbrada a las faenas del campo y se me notó en seguida. Durante horas y horas me dediqué a cavar, quitar hierbas, escardar. Al anochecido, de regreso, el señor Paniagua estaba en el jardín; me ve con sangre en las piernas, la cara arañada, el vestido sucio y roto. Me dice:
—Huy, madre, ¿es usted la señora que vino ayer aquí?
—Sí, señor.
—Pues da pena verla.
—Como no tengan otra cosa…
—No hay nada que hacer —contestó Paniagua.
Entonces tercia ella:
—Si le parece, se viene usted al cargo de los niños, me los cuida.
—Pues muy bien.
—Así que mañana reúne usted sus enseres y se viene aquí.
En efecto, me fui para hacerme cargo de los chiquillos que tenía. Tan contentos todos. Pero esto sucedía en mayo y en octubre de 1939 pone una fábrica de papel para hacer sobres, carpetas, cuadernos.
—¿Quiere usted ir de encargada? —me preguntó.
—Sí, claro, y además si le parece y usted necesita personal traigo al hijo mayor, de trece años. Y además para cosas menores, para recados y eso puedo traer al hijo menor.
—De acuerdo —dijo el señor Paniagua.
Estuve tres años en la fábrica como encargada. Luego puso otra fábrica con un señor de Canarias. El canario era el capitalista y don Dionisio el industrial. Para entonces yo tenía ya a mi marido de nuevo en casa. El punto más delicado era la puerta de la casa. La cerrábamos a las nueve de la mañana, más o menos. El hijo mayor y yo dejábamos a Eulogio encerrado entre cuatro paredes. Aparte de la angustia natural de que nadie le viera, de que pudieran dar parte al fallo mínimo, estaba la cuestión de ocultarle bien, de que no pasara frío. Le compré un hornillo para que lo encendiera y se calentara. El pobre Eulogio permanecía inmóvil hasta las ocho de la noche en que volvíamos de la fábrica.
Me preocupaban los vecinos de la casa, los renteros. En realidad, todos. Por eso, lo esencial entonces era aproximarme lo más posible a casa, para estar cerca de él, salir más tarde, llegar antes. Así que le dije al señor Paniagua que me pasara a la nueva fábrica, situada más cerca de casa.
—Debería —le dije— pasarnos al chiquito y a mí a la nueva fábrica.
—Pero es que allí se trabaja duro.
—No me importa; es para estar más cerca de casa.
Cambiamos. De esta forma salíamos a las nueve menos diez. A la una estábamos en casa. Eulogio comía con nosotros. En fin, que era otro plan. A las tres volvíamos al trabajo. Regresaba a las ocho.
El nuevo trabajo no era precisamente agradable. Me colocaron en una mesa a pesar el puré, sentada todo el rato, al cargo de otras chicas encargadas de empaquetar el producto. Así estuve cinco años, que sumados a los tres que trabajé en la fábrica anterior hacían ocho años. Ocho años, al cabo de los cuales pedimos más sueldo y nos echaron a veintisiete. Entre los veintisiete, mi hijo y yo. Antes, al solicitar aumento de sueldo nos enviaron a otro trabajo, más ingrato. Nos encargaron de fregar las naves, las maquinarias del trigo. De esta manera hasta que nos despidieron, con indemnización. Tres meses de sueldo por cada año de trabajo.
Había que hacer algo y rápidamente, para sobrevivir en aquellos momentos. Vendimos un viñedo que teníamos en el pueblo de la parte que nos había tocado de la herencia de mi suegro. Con aquello compramos las vacas y así empecé la industria que nos salvó. Dicen algunos del cuento de la lechera y lo cierto es que a nosotros nos salió bien el cuento. Llegamos a tener hasta siete vacas. Empezamos con dos y aumentamos poco a poco, hasta siete. Lo hice sobre todo para que mi marido trabajase en algo. El negocio de la lechería le venía bien. Podía ordeñar, encargarse de las vacas, llevar las cuentas conmigo, participar.
Yo siempre traté de que Eulogio estuviera ocupado, con algo entre manos. Aquellos años hicimos de todo un poco. Por ejemplo, preparábamos sobres. Cuando trabajaba en la fábrica de papel tuve once chicas a mi cargo, y algunas veces, más que nada por distracción, me ponía a pegar interiores. Así fue como aprendí la mecánica de los sobres:
—¿Te importaría que trajera sobres a casa? —consulté a Eulogio.
—¿Para qué?
—Es muy sencillo, basta con pegar los interiores, así te distraes y ganamos algo.
Dicho y hecho. Nos dieron trabajo para casa, pero nos rentaba muy poco. Terminé con dolores agudos de espalda porque llegué a pegar hasta un millar a la hora. Eran cinco millares, ocho millares según las ganas. Nos pagaban a tres pesetas el millar de sobres. Más tarde nos lo pagaron a cinco pesetas.
—Esto no nos cunde nada, hijo —dije a Eulogio.
Una vecina supo unos meses después que mi marido había entrado en casa, que estaba allí. Se lo confesé porque confiaba en ella. Cuando me iba le dejaba la llave y me ponía a repartir leche. Ella se encargó también de recibir los camiones de alfalfa para el ganado. Los recogía y los pagaba como si no hubiera nadie en casa. Lo mismo hacía con los carros de paja: recogía la factura y la pagaba.
Otra temporada hicimos pantalones para el ejército. Para los guardias civiles. Era un complemento al negocio de la leche. El caso era trabajar, ganar, salir adelante.
—Eulogio —le dije a mi marido—, voy a hacer que me enseñen a coser pantalones.
—¿Qué clase de pantalones?
—Para la Guardia Civil.
—No fastidies, mujer.
—Sí, porque dicen que se gana dinero y el trabajo no se agota: hay muchos guardias civiles y además no queda más remedio que trabajar.
Eulogio
Después de tres años mi mujer me había visto por fin en mayo de 1939. Mientras yo viví escondido nos mantuvimos en contacto por medio de mensajeros. No era conveniente que nos viéramos porque estaba convencido de que a ella la seguían. Pero estábamos comunicados, sobre todo a través de una chica, hija de unos vecinos de una finca próxima que consiguió trabajo en la fábrica de manipulados de papel donde Julia era la encargada. La chica bajaba todos los días a la fábrica, veía a Julia, y por la noche subía a la finca y me contaba de ella, de cómo estaba y de cómo se encontraban los hijos y de las últimas novedades. Hasta que un día vino con la noticia.
—Está tu marido un poco malo del reuma —dijo la chica a mi mujer—, no puede andar, se ha quedado unos días con el vecino.
Habían decidido hablar de mi situación tan sólo a la salida de la fábrica y a solas.
El hecho de que yo estaba vivo y en Valladolid se había sabido en Rueda por una indiscreción. Nosotros, Julia, el vecino que me protegía y el que me había llevado después con él por el reuma nos dimos cabalmente cuenta de la gravedad del momento. La chica me trajo el recado de Julia: «Eulogio, que corre ya en el pueblo que te han visto».
«Esto ya se ha acabado, pensé yo. Lo que sea de mí, que sea en mi casa, me voy a casa. No puedo comprometer a los que me protegen». Convinimos, cuando tomé esta decisión, que si la guardia acudía a preguntar o indagar confirmarían que sí, que me habían visto en la finca: «Se ha presentado aquí y no lo hemos querido admitir», sería la respuesta. La disculpa era que yo venía perdido de algún sitio, en fuga, pero mis protectores no habían querido saber nada. Por fortuna nadie se llegó a preguntar por mí. Sin embargo, estuvo a punto de ocurrir algo peor. Cuando me emparedé ya en mi casa, llegó hasta la Guardia Civil el rumor de que la vecina tal había parlado en el pueblo que me había visto en carne y hueso. La Guardia Civil reaccionó en seguida: mandó llamar al marido.
Esa mujer, la que me había reconocido, la que había dado el soplo, tenía muy arraigado el vicio del vino. Se enmierdaba con gran frecuencia. El marido se presentó en el cuartelillo de la Guardia Civil:
—Le llamamos a usted para que comparezca con su esposa, que sabemos que ha parlado y que ha dicho que vio a Eulogio de Vega, exalcalde de Rueda.
—Yo no sé nada, pero les traigo a mi señora —respondió el interesado.
El marido, que era hombre de bien, además de prevenido y astuto, le puso vino en abundancia a su señora aquel día de la cita con la Benemérita. La puso ahíta de vino y a la hora señalada bajó con ella, que estaba en la gloria del vino que se había escanciado. La mujer daba tumbos. Es claro que el marido puso en práctica este truco para protegerme. Esa suerte tuve también de que la borracha estuviera casada con un marido así. Los dos se presentan en el cuartelillo de la Guardia Civil a que les tomen declaración. Las primeras preguntas de la Benemérita fueron para el marido:
—Su señora afirma que ha visto a Eulogio de Vega. ¿Sabe usted algo de esto? ¿Tiene usted algún conocimiento de lo parlado por su señora sobre el susodicho?
—Nada, yo no he visto al alcalde de Rueda. A mí no me digan nada. Si dicen que lo ha dicho es muy dueña, aquí se la he bajado, que lo confirme ella o lo niegue. Pregúntenle lo que quieran; en cuanto a mí, ¡qué quieren que les diga!…
Interrogaron entonces a la mujer. No dio pie con bola.
—Señora, ¿ha visto usted a Eulogio de Vega?
—Hip… ¿qué?, ¿qué Vega, hip?
Le olía el aliento a vino, de forma y modo que la Guardia Civil no pudo sacarle otra cosa que hipidos.
—Hala, hala, fuera, a dormirla —le dijeron.
El marido se la llevó del brazo.
La última etapa de mis años de vida oculta comenzó una noche de la primavera de 1939. Entré en casa de anochecida, decidido como estaba a afrontar en mi propia casa, con mi familia, cualquier cosa que me pudiera suceder. En ese período entré y salí un par de veces en mi casa, cuando la crisis del reuma, hasta que me instalé definitivamente. Regresé de noche, porque dicen que si de noche todos los gatos son pardos, o mejor dicho entre dos luces que es cuando el personal está más desorientado. La peor hora era la que iba desde las dos o las tres de la mañana en adelante. Mi composición de lugar era que si aparecía hacia mi casa a las dos o tres de la mañana, cualquiera podría echarme el alto. Ese par de veces o tres que me atreví a entrar en mi casa antes de instalarme definitivamente lo hice al anochecer y al amanecer. Busqué la penumbra porque sabía que la oscuridad total no me protegería.
Cuando me instalé en la casa, se presentaron varias veces a preguntar por mí. O bien la policía interrogaba a los vecinos sobre si me habían visto. O pedían declaración a Julia. Julia siempre respondió lo mismo, no se salió una palabra de lo que en un principio dijo: que me vio salir el 18 de julio de 1936 y que no me había visto más desde aquel día.
El miedo me duró de 1936 hasta 1950 más o menos. Después las precauciones se aligeraron. Tanto es así, que discutía con Julia y hasta me permitía a veces levantar la voz como entre un matrimonio cualquiera.
—Psichtt…, calla, Eulogio, no seas insensato.
A veces pensé que lo mejor sería que se enteraran de mi escondrijo y que vinieran a por mí. Pero eran locuras, porque yo sabía que aunque no me liquidaran, siempre estaría mejor en mi casa, oculto, que en la cárcel, pendiente de una amnistía o de la libertad definitiva.
Las vacas, las vacas gordas, no las tuvimos hasta 1947. Desde que me encerré en mi casa en 1939 hasta 1947 fueron años tensos. Primero, por el lugar: nuestra casa era de una construcción pobre. Un inquilino estaba separado de otro por un débil tabique. Se sentía todo. Los llantos de los hijos, las disputas de los matrimonios vecinos, hasta los ronquidos de los ancianos. Al cuidado extremo de no hacer ruido se unía la soledad. Porque Julia se iba por la mañana al taller con el niño y me quedaba yo, inmovilizado, apenas si podía mover una extremidad. En el buen tiempo me tumbaba en una hamaca y me tiraba casi todo el día dedicado a leer. En el invierno procuraba quedarme en la cocina, bien alumbrada, cargada de carbón. Si el tiempo era frío y duro me metía en la cama.
La peor época que hemos vivido fue la que va de 1939 a 1945, el período de la Segunda Guerra Mundial. Porque fue la de mayor estrechez económica, la de las vacas flacas, hasta que vinieron las de verdad. Había que engañar el hambre con la lectura y con la imaginación de tiempos mejores. En todos estos años yo me paseaba en zapatillas por la habitación y me relajaba para evitar la tensión nerviosa, y con el nerviosismo el pánico o la desesperación. Sufrí, no obstante, graves sustos. Sustos como el que me proporcionó un día mi sobrina. Era una niña de siete años. Lo que pasa con los niños, miraba un día tal que así por la ventana de la casa, cuando le da por poner la mano en la pared y arrastrar la mano pegada al muro. Cuando llega a la ventana se asoma y me ve. Se asusta y sale a parlar a las vecinas:
—En casa de la tía Julia he visto a un hombre.
Mientras tanto, yo, previsor de las consecuencias, puse cerca de la ventana una silla y en la silla una chaqueta colgada y me escondí. Digo: si se asoman las vecinas a comprobar lo que la niña parla, verán la chaqueta y pensarán que ha confundido la chaqueta colgada con un hombre de verdad. Así ocurrió y no le hicieron más caso Hubo sin embargo, otros momentos más peligrosos en mis años de reclusión: uno de ellos sucedió en la finca. Era domingo y viví una de las peores situaciones que recuerdo. Mi amigo, mi protector, se había ido al pueblo inmediato, a Renedo de Esgueva, por un carro de paja. Los dueños de la finca eran industriales y aprovechaban los domingos para darse una vuelta por sus propiedades y pasar allí el día. Mi protector apareció con un carro de paja desde Renedo y le dije que le ayudaría a meter la carga. No hacemos más que llegar, me pongo a ayudarle a meter la paja cuando aparece una muchacha del barrio de los Pajarillos:
—Venimos porque estábamos aburridas en los Pajarillos y hemos dicho que en la finca estaríamos mejor. Vienen ahí también la señora fulana, la señora mengana…
Empezó a hacemos un relato de las mujeres que venían a la finca, y entre ellas su madre, que era una posible conocida mía. Mi protector me susurró entonces al oído:
—Eulogio, rápido, a la lagareta.
Me fui a ocultar en la lagareta. Por cuanto aquel día, aciago para mí, me encuentro a salvo en la lagareta cuando se presenta el dueño de la finca con un amigo que había pasado de Cataluña a Francia y de Francia a zona nacional y había venido a visitar la finca. El domingo, a la una, se iba a celebrar en la finca una misa de acción de gracias, pero antes le enseñaría la propiedad. Mi amigo me dejó encerrado en el lagar y llega el señor y dice que va hacia la bodega. Pide a mi protector:
—Dame la llave que voy a mostrar a mi amigo el lagar…
Mi amigo duda y se disculpa:
—Es que he perdido la llave y de momento no la encuentro.
—Mira que tiene esto salero, venir uno a su propia finca y encontrarse con que no dispone de la llave…
—No encuentro la llave, que no sé dónde la he puesto, que la he buscado desde ayer…
A todo esto, yo acurrucado en el lagar escuchaba esta conversación que se celebraba a la misma puerta: «Anda que si a este señor se le antoja entrar a pesar de la llave, se lía a patear la puerta y la tira…» No lo pensé mucho. Había dos grandes cestos de mimbre.
Entonces me las ingenié, para en caso de emergencia, meterme en un cesto y taparme con el otro. Pero no hizo falta que pusiera en práctica el plan porque el señor se resignó y entonces los llamaron para asistir a la misa de acción de gracias por la liberación de su amigo a través de Francia.
Una vez asentado en mi casa tuve sustos con la Guardia Civil. Se daban una vuelta algún domingo, o el día de Santiago.
Julia
La verdad es que las vacas no me daban para mucho. Tenía que comprarlo todo en el almacén, la paja, la alfalfa, el alimento del ganado. No es como el vaquero que va libremente al campo y coge la materia, siega, trae y lleva. Lo tenía que mercar todo en el almacén: la alfalfa, el pienso, todo. Pero lo que me importaba por encima de todo era dar calidad, no engañar con la leche, no aguarla. Ésa ha sido siempre nuestra manera de ser, la de Eulogio y la mía, no defraudar. En vez de dar agua dábamos leche. Entre mis clientes estaba un veterinario que me gastaba abundantes litros. Se me sinceró en una ocasión:
—Mire usted, Julia, yo noto que la leche que usted vende es buena y seguramente ganará poco.
—Más bien poco, sí, señor…
—A mí me da igual, pero en cada treinta litros va usted a echar un litro y media de agua.
—Eso no me gusta —le dije.
—No se preocupe, porque a la leche no se la conoce si cada diez litros echa uno o medio de agua. Eso para las mermas que tenga también, porque a algunos les gusta corrida. Nunca la pillarán.
Así he vivido veinte años con la industria de la leche y nunca me han multado. Me tomaban la muestra y jamás vieron que tuviera un mililitro de agua.
Las vacas eran de raza holandesa. Las compré aquí a unos ganaderos. Cada una de ellas tenía su nombre. La Rubia, la Morena, según. Les dábamos nombre sobre todo para saber cuál de ellas daba más leche. De ellas vivimos veinte años. No era de todos modos como para que nos hiciéramos ricos porque cuando una vaca pare da cuarenta cuartillos, pero a medida que pasa el tiempo descienden en el rendimiento y la alimentación que necesitan es la misma. O sea que la media era de unos doce o trece litros y aparte, los temeros, que vendíamos. Por eso decidí coser pantalones. Con la leche y los pantalones nos defendimos mucho mejor. La pantalonería estaba donde había sido la fábrica de puré de Paniagua que dio a la quiebra y se la quitaron. Del puré se pasó a las confecciones. Es decir, que no trabajábamos directamente para los guardias civiles. Después de vender la leche, la chiquita y yo nos poníamos a coser pantalones. El promedio de pantalones que cosíamos era entre seis y ocho. Nos los pagaban a ocho pesetas cada uno. Entre el ordeño y la aguja me sentía con el día ocupado. Yo ordeñaba cuando había gente y Eulogio se veía imposibilitado para salir. Pero habitualmente lo hacía él, a las seis de la mañana, a las dos de la tarde, a las diez de la noche. Y si por un casual llegaba alguien a las diez de la noche, una visita, yo les pedía:
—Perdonadme, pero voy a ordeñar.
Entre las visitas y las amistades, había gente que sabía que mi marido estaba oculto. La había porque en cuanto alguien lo supo, se lo contó a su familia, a un pariente o a un amigo. «Yo te lo digo, pero no lo digas». Y el otro a su vez decía: «Oye, Eulogio está escondido en su casa, pero no lo digas porque si lo cogen…». De esta forma, nosotros no sabíamos quiénes eran, pero el más allegado, o un simple conocido, o un vecino con el que no llegamos a tener gran trato sabía de la existencia de Eulogio en casa. Lo más importante, casi increíble en aquellas circunstancias es que nadie, absolutamente nadie denunciase a Eulogio a las autoridades. Cuando ya empezó mi marido a confiarse un poco, las vecinas le veían algunas veces, pero hacían como que era un obrero que ordeñaba las vacas. Se portó muy bien la gente en este sentido.
Así, al paso de los años mi marido dio un aire de normalidad a su vida. Nunca se disfrazó de nada para ocultarse mejor. No se metía con nada ni con nadie. Él, su vida, en su cuarto. La casa tenía cuatro habitaciones según se entraba a la derecha. El pasillo era corto. De las cuatro habitaciones sólo usábamos una. Las demás se destinaban para almacenar la alfalfa, la paja. En el ala izquierda había cuatro habitaciones: tres dormitorios, la cocina y el cuarto de aseo dentro del patio. La vaquería estaba situada a mano derecha, donde ahora hay un garaje. Mi marido se movía ya cómodamente por todas las habitaciones. Era una vivienda corriente. Todo lo que tengo en el comedor del piso donde vivimos ahora lo tenía ya en la otra casa. Con un mueble nuevo, la televisión. Pero nuestra televisión de entonces era la radio, que la teníamos según se entraba a mano derecha. Mientras mi hijo vivió con nosotros utilizamos su radio, pero al irse se la llevó. Nos gustaba oírla, sobre todo a mi marido, para él era media vida. O sea, que compramos una; la vendían donde trabajaba mi hija. Es una marca rara, pero mi marido la escuchó durante unos quince años día y noche. Eulogio sintonizaba Londres para enterarse de lo que pasaba en España. Las dos hijas ponían las novelas, yo no tenía tiempo de oírlas. Estaba por completo entregada a mi trabajo. Ahora como mis hijas ya no viven conmigo la radio está muerta de risa y no la hemos vuelto a poner aunque nos recuerda toda una época. Ahora vemos la tele.
En aquellos años de encierro, Eulogio leía pocos periódicos. No nos llegaba el dinero para comprarlos. Lo que sí leyó y en abundancia fueron libros. Se los compraba mi hija, libros baratos, de la colección «Pulga» que todavía Eulogio conserva con cariño.
Nuestros hijos se habituaron en seguida, a aquellas circunstancias de su padre. Al mayor me lo llevé a la fábrica, de trece años, y al otro que le seguía en edad lo entré a los quince. Ellos no salían de casa, de conmigo. Iba con el mayor y volvía en autobús. Ésa era toda la vida que se hacía. Nunca fue necesario advertirles nada porque ellos se dieron cuenta de por sí solos que cuando entraba una visita en mi casa su padre no daba señales de vida. Se estaba quieto leyendo en silencio en otra habitación. No hizo falta que les dijese nunca nada. Se dieron cuenta por sí solos de que su padre no tenía que darse a ver a nadie. Porque si aparecían algunas amigas de mi hija o entraba alguna amistad mía de las de vecindad, mi marido no se presentaba. Si nos encontrábamos en una habitación nos pasábamos a la otra, él se quedaba en la que antes ocupábamos y nosotros nos íbamos a recibir a la visita en la otra.
En veintiocho años Eulogio sólo salió una vez a la calle: no le tiraba, no le atraía. Él se sentía seguro y feliz con nosotros. El único día que salió lo paseamos en el carro de la leche. Y es que le dije:
—Si vieras el grupo de casas que han hecho en el «4 de marzo»… Ha cambiado todo. No lo vas a conocer. Está Valladolid que no lo conoces.
Mi hija pequeña añadió entonces:
—¿Quieres que te llevemos, padre?
—Bah, para qué voy a ir, para qué me voy a mover, no será para tanto.
—Anda, anímate —insistí—; una noche de éstas te paseamos. Tú vas oculto atrás, en el carro. Nosotras vamos en unas tablas junto al hueco de los cántaros.
Al fin decidió que sí.
Marchamos en el carro de la leche por todo el paseo Zorrilla, entramos por la calle Miguel Iscar, dimos la vuelta por Gamazo. Eulogio llevaba unos veinte años sin salir de la casa. Durante el trayecto del viaje no despegamos los labios. Él iba en silencio y miraba a la calle por entre los cántaros de la leche.
Cuando regresamos a casa nos sorprendió:
—Bueno, ¿qué he adelantado yo con salir de casa?
—Hombre, has salido un poco, has visto Valladolid. ¿O es que no lo notas cambiado?
—Aquí es donde se está bien.
—Tienes razón, Eulogio —asentí.
Y era verdad que en casa se estaba a gusto y él se había ya acostumbrado. No hizo apenas comentarios de lo que vio.
—Pues sí, ha mejorado mucho —es todo lo que oímos.
Se encontraba a gusto en casa y ya nunca le volvimos a insinuar que se diera una vuelta en el carro. «Pues buena gana de que en una de ésas me vean», nos comentó.
Eulogio tomaba el aire en el patio, un patio hermoso y ventilado, donde le llegaba bien el sol. Nunca le tentó salir al cine o para ver al Valladolid en el Estadio Zorrilla… Estábamos familiarizados con el patio, la cuadra, las habitaciones, cualquier rincón de la casa. ¿Para qué salir? Ése era nuestro universo. Desde el primer momento decidí que aquello había que llevarlo con calma, sin riñas ni disgustos, con toda la paciencia del mundo. Nunca nos entraron ganas de presentarnos en el Gobierno Civil o en la Guardia Civil. Siempre volvíamos a las mismas.
—Mira, Eulogio, tu conciencia está tranquila, nunca has hecho nada malo, pero si vas y hasta que se gestionen tus papeles de libertad te tienen un mes, dos, tres meses o un año en la cárcel, pues ¿qué mejor cárcel que esta tuya, si estamos en esta prisión nuestra divinamente?
Mas que luego no fue así como habíamos calculado, pues las autoridades se portaron muy bien.
Eulogio
A partir de 1947 compramos el ganado, instalamos la vaquería y Julia se puso a repartir la leche. Teníamos un molinillo de mano en el que yo trituraba el grano. Ordeñaba a las vacas. Nuestra vida transcurría sin sobresaltos hasta que un domingo por la tarde, hacia las cinco vinieron, emparejados, los civiles. Zas, se meten sin más aviso en la casa. Venían a parlamentar con Julia porque a una vecina le había faltado alfalfa y se habían supuesto que eran los chicos nuestros. La vecina había denunciado a Julia ante la Guardia Civil, por una pista falsa. Resulta que descubrió desde la carretera hasta la puerta de nuestra casa un reguero de alfalfa. Pero es que los chicos estuvieron por la mañana en el almacén para comprar alfalfa. Habían salido para alquilar un carro y se trajeron la carga de alfalfa para el ganado. Julia no se amilanó:
—Mis chicos no han quitado la alfalfa a nadie, pueden ustedes comprobar a la hora en que han llegado, a las doce de la noche, porque estuvieron en el bar hasta esa hora.
Los guardias se fueron, pero a buscar a los chicos, donde Julia dijo que posiblemente estuvieran.
Los chicos dieron la misma declaración que su madre. Volvieron de nuevo.
Julia dijo entonces:
—Esta alfalfa es mía y se la he comprado a fulano.
El dueño de la alfalfa robada se vino con la pareja de la Guardia Civil y comprobó sobre el terreno nuestra alfalfa y unas briznas de la suya. Concluyó:
—No, señor, esta alfalfa de la Julia no es como la mía, no es como la que nos han quitado a nosotros, es distinta.
La pareja de civiles se marchó, visto que los culpables del hurto no éramos nosotros. Pero el disgusto me lo llevé yo, agazapado como una liebre en el cuarto de atrás donde guardábamos la alfalfa, la paja, los útiles y el molinillo, mientras contenía la respiración el mayor tiempo posible y escuchaba el diálogo entre los emparejados y Julia.
La primera y la única salida que hice en los años de encierro a la ciudad fue muy poco antes de inaugurarse el nuevo barrio del «4 de marzo». Yo hasta entonces no había salido a la superficie porque no sentía necesidad de hacerlo. La ciudad no me llamaba. Ya, la cuestión de la seguridad personal no me acuciaba tanto. Al cabo del tiempo los seres se transforman físicamente y habían pasado tantos años que ya sería difícil que salvo verme muy de cerca y largo tiempo algún conocido hubiera podido descubrirme.
—Bien, hala, vamos al «4 de marzo» y paseamos por Valladolid —dije a mi mujer y a mi hija. Lo hacía más por ellas que por mí, por acompañarlas y por sentir que en el fondo el cerco había cedido. Nos sentimos más libres de movimientos. Enganchamos la yegua, una hermosa yegua, a un carro atartanado que teníamos y salimos hacia nuestro primer paseo después de tantos años. Yo me acordaba de momentos impresionantes que había vivido, en el maíz, en el pozo, en la finca y en especial en la casa. Como aquel día que paseaba por mi habitación. Una de nuestras ventanas daba a lo que hoy es Farmacia Militar. Yo paseaba con un libro en la mano cuando de golpe, me da un vuelco el corazón. Un guardia civil que mete la cabeza y dice:
—Aquí es.
Instantáneamente rectificó:
—No, no es aquí.
La ventana daba a campo yermo y estaba abierta de par en par. ¿Quién podía pensar que asomaría la cabeza, por allí, un civil? Entonces, el guardia se dirigió a otra ventana del mismo bloque donde vivía un vecino, un amigo suyo. El guardia era de Zaratán y los labradores le daban legumbres, embutidos, los traía a la ciudad y los vendía a sus conocidos. Después del susto de la ventana le vimos otras veces. Venía el hombre cargado de ocho o diez kilos de legumbres y se los cedía a los vecinos por tanto o cuánto. Eran años de gran escasez y de miseria.
Mientras enganchaba la yegua al carro, minutos antes de salir hacia el «4 de marzo», en una época en que las pesadillas para mí habían acabado aunque prefiriera permanecer aún oculto, recordé aquella noche en la finca, por Reyes. Dormía en el lagar. Cogía cuatro trapos viejos, unas mantas viejas de las mulas y me tapaba. Algunas noches el termómetro bajaba hasta diez bajo cero. Aquel día por Reyes se presentaron en la finca unas familias de Villalón amigas de mi protector Maximino. En la finca había habido en tiempos un cachicán de Villalón y había mantenido con Maximino buena amistad. El cachicán estaba preso en la cárcel de Valladolid. Así, la mujer del capataz y otras del pueblo vinieron a traer ropa a los maridos presos. Se acercan a la finca. Maximino me puso al tanto:
—Mira, están aquí los familiares de Villalón; allá a media noche, cuando comprendas que nos hemos acostado te cuelas en la cocina. Yo te dejaré bastante lumbre para que resistas así parte de la noche.
Al llegar la media noche crucé hasta la cocina, sin que ladrara el perro guardián que se había hecho ya a mí. No hago más que meterme y me he acurrucado en la cocina cerca de los rescoldos de la lumbre cuando tan, tan, tan, tan, llaman a la puerta. Yo veía sin embargo que las familias se habían acostado y dormían, dos o tres en cada cama. Con lo único que me había quedado yo era con una almohada y con una manta de mula. Tan, tan, tan, repiten la llamada a la puerta. En esto, que los oigo hablar y que reconozco sus voces. Uno de ellos era el cuñado de Maximino. Venían a arreglar los papeles como hijos de viuda que eran. El hecho es que se presentaban de improviso a casa de Maximino para pasar la noche. El cuñado era conocedor de la casa y sus dependencias. O sea que al no obtener respuesta se fueron a llamar a otra puerta. Es el momento que aproveché yo para entrar en el cuarto de Maximino.
—Ha llegado tu cuñado con otro. Llaman a la puerta, yo me voy de la cocina…
Cogí la ropa, la manta y al cruzar, en medio del patio, por la precipitación se me cae la almohada. Entonces llegan el cuñado y el otro, mientras Maximino les abría, y se encuentran con la almohada en medio del patio:
—Maximino, que hay aquí una almohada, qué raro, ¿a quién se le habrá perdido? —dice el cuñado.
Mi primer viaje al exterior no me dejó una huella especial. Lo hacía sin gran interés y nuestro paseo en la tartana por Valladolid me hizo ver que la ciudad estaba transformada y que los años la cambiaban. Sin embargo el paso, el efecto del tiempo sobre la ciudad, y sobre la vida de mis vecinos lo seguí mejor a través del observatorio de mi casa. Vivía al lado de la carretera y había visto subir el tráfico de vehículos y la renovación de las marcas. El primer año, desde mi casa, que daba a la carretera comprobé lo mal que vestía la gente. Veía desde la ventana pasar a la gente, que con mantas teñidas se había confeccionado abrigos o chaquetones. Luego a medida que pasó el tiempo comprobé que se vestía mejor, que se notaba el dinero en los hogares y sobre todo por el tráfico, que la revolución del automóvil era una realidad. Una realidad que se me apareció ya casi monstruosamente dentro del casco urbano, en la primera hora que salí a declarar en 1964. Las calles de la ciudad estaban embotelladas de coches.
La televisión la había visto ya en casa de un hijo, que la tenía. Aunque vivía distanciado, una noche fui a ver el aparato, por curiosidad. Era bonito, pero yo pensaba siempre en lo útil que la radio me había sido. Tardamos mucho en comprar un aparato porque mi mujer no quería meterse en gastos, pero me fue de gran ayuda, para distraerme. Tenía nuestra radio, dos ondas, la corta y la larga, y alcanzaba a casi todo el mundo. Yo manipulaba el dial en busca de nuevas emisoras. He oído prácticamente todo el orbe. Lo que nunca llegué a sintonizar fue América porque no tuve paciencia. Así, escuchaba Moscú, Pekín, Alemania, Londres. La radio me configuraba la idea del mundo exterior, de lo que sucedía fuera de mis cuatro paredes. Sobre todo en los años decisivos de la Segunda Guerra Mundial. De nuevo, el resultado de esta guerra a escala mundial podría con sus alternativas o sus complicaciones cambiar mi vida, incluso volverme a la normalidad, a la libertad, si los aliados intervenían en territorio español. Jamás me cupo duda de que la guerra la ganarían los aliados como también pensé siempre que tarde o temprano España se vería envuelta en el conflicto. Yo echaba mis cuentas en este sentido:
—Ésta es una guerra total. Franco debe en gran medida su victoria del 39 a las potencias del Eje. Es natural que haga causa común con Roma y con Berlín.
Pero, como tantos otros, me equivoqué, y con el bloqueo diplomático supe que España se había salvado del peligro y que yo seguiría emparedado.
La radio, los libros y algunos periódicos me sirvieron de distracción. Durante un tiempo me dio por leer el diario Pueblo de Madrid porque pensé que informaba más y con atrevimiento hasta que caí en la cuenta de que no. Pero mi mejor fuente de información fue en todo tiempo el boletín de las autoridades. Eran unos boletines de régimen interior, que sólo circulaban entre las autoridades. Me los facilitaba un amigo mío, que hacía la limpieza en el Ayuntamiento. Estos boletines confidenciales daban más detalles que la prensa, uniforme toda ella.
La vida en familia la hicimos como si nada de extraño ocurriera en mi vida, o distinto a los demás maridos o padres.
Los cumpleaños se han celebrado todos, las fechas señaladas, las fiestas, las Navidades. Las bodas de plata de nuestro matrimonio las celebramos con normalidad, con nuestros hijos y un par de amigos. Los santos se han celebrado también. Y las bodas. La primera, de la del primer hijo, como los consuegros eran lejanos familiares, se dio el almuerzo para los invitados a la ceremonia y luego la cena se dio en nuestra casa, en la intimidad.
Por mucho que cueste creer, al transcurrir los años yo llegué a sentir que mi modo de vida era natural. Mis hijos se habituaron desde el primer día. Al que más se lo escondimos fue al tercer hijo, el segundo varón, por su edad y porque había vivido con los abuelos en Rueda. Lo supo a última hora, cuando ya fue mayorcito. El hijo mayor lo supo todo desde la primera hora, desde que su madre lo trajo del pueblo para vivir con nosotros y se lo llevó a la fábrica donde manipulaba papel y donde servía de recadero; los niños eran responsables y serios. Antes, en los años de la finca, los cuatro chicos de Maximino se portaron magníficamente: eran mis espías y observadores. Andaban de acá para allá pendientes de si acudía gente, para avisarme con tiempo. Utilizábamos unas claves por las que señalaban que había peligro o que no lo había. No sólo me advertían sino que como en la finca se daba abundante la fruta, me guardaban racimos, peras y manzanas.
Lo que me ayudó también en gran medida a superar la crisis de aislamiento y de desánimo fue, ya lo he dicho, la confianza en que la segunda guerra modificaría el panorama político de España con el triunfo aliado. En ese caso, con la vuelta de una República yo me reintegraría a mi cargo. Me consideraba con prestigio suficiente como para volver a salir reelegido. En cualquier caso, con cargo o sin él, hubiera salido adelante en un puesto cualquiera; hubiera vivido de mi trabajo. Lo que nunca he sentido, ni antes ni ahora, ha sido rencor. Alguien puede pensar que yo al verme en una situación de fugitivo y perseguido y al volver a un teórico triunfo de la República en mi cargo, sacaría mi lista de víctimas y diría: «Tengo que apiolar a éste y al otro». No. Por ejemplo, se me ha insinuado quién es el asesino de mi padre. Se podría producir en mí una reacción revanchista, pero he reflexionado profundamente sobre lo que pasó, fue una circunstancia pasional y violenta como ninguna la que se desencadenó en España. Ni aún dentro de ese torbellino de venganza y liquidaciones hubiera servido para matar a nadie. Otros está bien claro que han servido.
El caso del asesino de mi padre puede que sea el que más directo me llegue al corazón y a la cabeza; ¿voy a tomarme la revancha con él, a aplicarle la ley del Talión? Pero su muerte ahora, a mis manos, se consideraría como delito común, y yo dejaría mi casa empobrecida; mis hijos consternados se verían en la obligación de ayudar a su madre. Pero sobre todo es que entraríamos en el círculo vicioso de la venganza. Yo mataría al asesino de mi padre, luego sus hijos a su vez me matarían a mí o a alguno de mis hijos y sería una cadena de crímenes sin fin. Eso, ni hablar de ello. Lo que a mí me gustaría, sé que mis ideas son simples pero son al fin y al cabo las mías, es que en la humanidad se creara un movimiento psicológico de hermandad, de respeto de unos a otros, una democracia de la igualdad. Respetar, después de unas elecciones, a las minorías. Ésa era mi filosofía. Yo he sido siempre un idealista. Creí a pies juntillas en la Sociedad de Naciones y más tarde en las Naciones Unidas. No es que fuera un idealista simplón y tonto. Sabía valorar el alcance de los acontecimientos históricos. En los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial, subió de visita un matrimonio amigo, del pueblo. Él había estado preso en Valladolid y trabajó de panadero durante un tiempo, hasta que decidieron volver a Rueda. En la despedida, recién estallada la Guerra Mundial, mi amigo el panadero me preguntó:
—¿Cuánto crees que puede durar esto?
—Yo creo —respondí— que una guerra de éstas puede durar cuatro o cinco años.
—¿Y qué vas a hacer, Eulogio?
—Seguir así, como estoy, oculto, a ver qué ocurre en la guerra.
—Pero ¿vas a tener paciencia para estar encerrado cuatro o cinco años? Yo no resistiría más allá de unos meses.
—Sí, hombre —le dije—, ¿por qué no?
Pero la guerra no resolvió nada, ni la Sociedad de Naciones, mejor dicho, las Naciones Unidas, que fue la hija que le nació a la Sociedad de Naciones. Llegado el tiempo he sentido que perdía aquel idealismo del principio. En una palabra, que me he desilusionado al paso de los años. De 1945 a 1947 esperé en vano una solución para España que me permitiera salir a la luz. Un gobierno democrático en España hubiera sido mi salvación. Pero las advertencias de las Naciones Unidas al gobierno de Franco, que yo seguí a través de la radio, no dieron resultado. Mi suegro seguía conmigo el desarrollo de las acusaciones y conminaciones al gobierno de Franco. Él murió el 20 de noviembre de 1947. Supo como yo que un cambio en la actitud de Franco significaría mi liberación a corto o largo plazo. Aquel 20 de noviembre, cuando se votó una resolución de la ONU que yo esperaba que fuera más enérgica, definitiva, mi suegro agonizaba en su lecho:
—¿Cómo va eso? —me preguntó con un hilo de voz—. ¿Hacen algo las Naciones Unidas?
—Todo va bien, parece que esto se arregla —le mentí. Mi suegro murió, las Naciones Unidas no supieron rectificar el rumbo del régimen español y yo me descorazoné a partir de entonces. Las Naciones Unidas no sirven ni servirán nunca para nada.
En lo que tuve suerte fue en la discreción de las personas que estuvieron al tanto de mi ocultamiento antes o después. Eran años en los que por precaución la gente supo callar. Un período grave es el que abarca desde que mi hija salió para casarse hasta que vinieron a prenderme. Lo mío empezó a ser casi un secreto a voces. Durante dieciocho años lo supieron unos cuantos, pero el secreto se mantuvo. Después, cuando salí libre, hubo gente que vino a verme:
—Eulogio, yo sabía de lo tuyo, me lo dijo fulano, que era de toda confianza.
Algunos de los que supieron eran de derechas y han hecho la vista gorda. «Es cosa suya», decían. En este sentido no puedo quejarme del comportamiento de mis vecinos y amigos. Han sido prudentes, sólo hablaron en su cadena de relaciones, en su círculo, y si alguna vez la noticia trascendió a otros grupos tampoco me delataron. Pero algunos, en la conversación de una bodega, sin darse cuenta, me mentaban a mí como hombre vivo aunque oculto. Un día vendimos una partida de harina, de calidad, a un precio alto. Aquella operación se comentó en el barrio. En una bodega un parroquiano dijo: «Pues anda, la harina de Eulogio ha valido tanto o tal».
Había gente que se hacía a la idea de mi enclaustramiento y que al perder poco a poco el temor a las represalias de la posguerra dio por hecho en su pensamiento que mi situación no era ya grave. O es que en el fondo pensaban que no era responsable de matanzas y que un día u otro se me haría justicia. Todo lo que hice en mi trabajo público fue defender a las clases trabajadoras. Lo posible es que los patronos, en las reclamaciones de aumento de salarios, y en las huelgas subsiguientes me echaran a mí la culpa. Llegaron a pensar que yo era el instigador. Cuando lo cierto es que algunas de las huelgas que se produjeron en Rueda se hicieron en contra de mi voluntad. Porque siempre he considerado que una huelga es un arma de dos filos, arma que hay que saber manejar con oportunidad y tacto, porque así resultó que en la huelga más larga que tuvimos en Rueda, ganamos moralmente, el derecho estaba con nosotros, pero económicamente la perdimos y nos produjo enojosos trastornos. En fin, que si yo sigo con vida es porque jamás tuve enemigos directos. Alguien que pudiera decir, incluso al cabo de los años: «Ése mató a mi padre o a mi hermano y en cuanto dé con él, me lo llevo por delante». No. Mis únicos enemigos directos en los 28 años de emparedamiento fueron la soledad, alguna depresión, la escasa o inadecuada alimentación, el temor a ser descubierto, la enfermedad.
Me cuidaba y medicaba yo mismo recordando lo aprendido como cabo de botiquín en Marruecos. En mi casa, cuando Julia se marchaba al trabajo en la fábrica permanecía la cocina bien encendida. Era una habitación reducida y es natural que el carbono influyera en mí. No hacía movimiento ninguno, porque vivía como paralizado para que no sospecharan. Llegó un momento que entre el carbono y la inmovilidad no hacía bien las digestiones. Sólo digería la leche. Tuve un problema de riñón. Los días que más grave me sentía, si comía lechuga, sardinas o garbanzos ese día estaba molido. Julia se presentaba al médico haciéndole creer que estaba enferma: «Oiga, doctor, que me duele la boca del estómago y me dan espasmos». Era lo que a mí me sucedía y así el doctor le recetaba pastillas para el mal. Llegué a creer que sólo digería la leche. Eran años en que escaseaban los alimentos, estaba todo racionado, y menos mal que nuestros lecheros nos consideraban mucho. La base de nuestra alimentación era la leche, leche pura. Yo llegué a padecer frecuentes desprendimientos. Un día, al esforzarme para defecar, que iba a hacer la necesidad, pom… sangre. Oriné sangre, sentí un gran dolor. Sucedió el 30 de diciembre de 1945. Me dio el acceso hacia las doce. Era domingo. Esperaron a un médico a la salida del fútbol. Según los síntomas que le describió Julia, el doctor me hizo el recetario. Llegué a estar grave, pero me curé de la nefritis y ya no hube de hacer frente a otros problemas de salud. Salvo el fortísimo ataque de nervios que sufrí, el único que he tenido en mi vida. En aquella época me empaché de lectura, y entre que estuve peor mantenido, un mediodía, hacia las dos comencé a sentirme extraño, no encajaba. «Yo siempre vivo sosegado y ahora siento que se me rompe algo por dentro».
—Que me da un acceso, Julia —grité.
Y me dio un ataque de nervios. Me metí en la cama y esperé a que se me pasara. Por fortuna se me disipó. Desde entonces y por un tiempo dejé de leer, notaba que la lectura me debilitaba. Entonces me puse a cuidar de los gatos. Porque llegamos a tener varios gatos, me divertía observarlos y jugar con ellos, aunque en un principio pensé que el gato se espantaría. Un día salía el animal haciendo «fu» y podría dar la sensación de que allí ocurría algo extraño. Bastantes preocupaciones tenía yo como para pensar en mimar gatos. Pero un día una gata preñada apareció por el tejado, parió y crió en el desván. Estaba escuálida, y no podía criar a sus gatitos. Nos dedicamos a tirarla residuos de comida por los tejados. La gata terminó por identificarse con nosotros, entró un día tímidamente y ya dormía a veces en casa. Hasta que decidí que teníamos que echarla mano para instalarla en casa y que fuera nuestra. Recogimos también a las crías. Bautizamos a la gata madre como «Bienvenida». Se portaron siempre muy educadamente. Jamás se subieron al cubo de la comida, o a las sartenes del fogón. Parían y ponían como ratas de modo que tuvimos una amplia familia de gatos, hasta que los vecinos empezaron a colocarlas venenos. Murió una, luego otra, luego el gato, «pues ésta ha amanecido hoy muerta», me informaba Julia. Se comían venenos y ratas envenenadas.
Pasaron los años y yo me acostumbré a mi reclusión. Compramos la radio, y comíamos mejor, pero no vi llegado el momento de salir. Las amnistías que daban nunca me convencieron. Conocí casos de gente oculta, uno de ellos de Medina del Campo, que fue preso durante ocho años. Hubo otro caso, el de un ministro de un gobierno regional, que volvió a España cuando la primera amnistía. No lo mataron, pero fue encarcelado. De modo que no, que no era cosa de confiar en las amnistías. Yo prefería reducirme en mi casa. Porque entre otras razones creo que influye el carácter, de inclinación a los vicios comunes. No he frecuentado cantinas, no me siento cómodo en ese ambiente. Tampoco soy hombre de numerosos amigos. Entonces, antes del 36, los tenía, eran revolucionarios. Ahora no, ahora sólo tengo amistades de vecindad, buenas, pero como políticamente no se habla de nada, sólo nos sentimos con muy escasos temas de que hablar. Prefiero la intimidad del libro, la lectura a la que volví después del ataque de nervios. He comprado algunas obras. Tengo varios volúmenes de Premios Nobel. Otros se van al bar y dispendian. Yo si tengo una cerveza me la bebo con mi mujer. Esto no quita para que sea un abstemio o un puritano porque cuando me encuentro con un amigo, nos tomamos una copa.
Julia
Los que fueron a buscarle no pudieron ser mejores personas, más amables y más educadas. Primeramente fueron a hablar con nuestro hijo. Eustaquio. No estaba en casa cuando llegaron. Mi nuera abrió la puerta:
—¿Eustaquio de Vega? —preguntaron.
—Sí, es aquí, para servirles —dijo mi nuera—. Es mi marido.
Era enlace en la fábrica y ellos lo sabían.
—¿Qué tiempo hace que su marido es enlace en la fábrica? —le preguntaron.
Mi nuera se asustó un poco al ver que eran policías.
—Pues no sé hace cuánto tiempo, como un año… —respondió.
—¿Dónde está ahora? —dijeron los policías.
—Ha bajado a hacer unas compras. Le toca entrar a las dos. No tardará en volver.
—Mañana a las nueve de la mañana que se presente en el Gobierno, que tenemos que hacerle unas preguntas.
Cuando apareció Eustaquio mi nuera le puso al tanto de la visita:
—Ha venido la policía.
—¿Qué querían?
—Que cuánto tiempo llevabas de enlace y que qué tal te va en la fábrica. Que mañana bajes al Gobierno.
—Bueno.
En el Gobierno, durante el interrogatorio con la policía mi hijo se quedó como mudo y no supo qué contestar:
—No sé nada —dijo.
—Mire usted —habló la policía—, nosotros le hemos llamado con el fin de que no se dé un espectáculo en la vecindad cuando llegue su hermana y reclame la herencia que le toca. Sabemos que su padre está escondido en casa desde hace veintiocho años.
—Yo no sé nada —insistió mi hijo—. Ahora si ustedes me dejan ir para consultarle a mi madre…
Le dejaron. Pero se vinieron con él dos de la secreta y dos de la Armada.
La policía lo supo, no es que lo afirmemos, por una declaración de nuestra hija menor. Creemos que nuestra hija había ido a pedir la herencia de su padre. Repito que no lo sabemos de seguro porque nadie nos lo confirmó. Es que nos preguntaron que si teníamos alguna herencia pendiente y respondimos que no, que ninguna herencia, porque habíamos hecho las partes de tres. Ella no había nacido aún y claro, no le tocaba la herencia. Y debió acudir al juez para declarar que era una de las herederas y que no figuraba en el testamento. Se conoce que —nosotros nos lo hemos supuesto—, que le dijo el juez: «Si usted me trae el documento de defunción de su padre, yo la hago a usted heredera. Pero mientras no me traiga usted el documento, no hay nada que hacer».
—Es que mi padre vive. Está en casa —debió decir, nos suponemos que dijo.
Había vivido con nosotros hasta los 19 años en que decidió casarse a su gusto. Ella sabía que era hija nuestra porque nosotros se lo habíamos dicho, porque yo la registré como hija nuestra legítima.
Fui a dar a luz a Úbeda, provincia de Jaén, donde vivía una hermana, para que no se dijera, y allí la inscribí. Es que si me veían embarazada, a falta de mi marido, muerto o desaparecido oficialmente y yo con mi carnet de viuda, podrían suponerse que era de alguien. Nadie me comentó nada. Tan sólo una mujer.
Sacaba yo agua del pozo en el patio. La Antonina y la Pilar comentaban en el patio de ventana a ventana mientras yo sacaba agua del pozo. Le oigo decir a la Antonina:
—¿Qué haces, Pilar?
—Limpio los cubiertos —dice.
—Pues fregotea bien los cubiertos, sácales brillo porque el día del bautizo habrá que celebrarlo.
Se conoce que se habían puesto las dos cíe acuerdo, con la disculpa de abrillantar los cubiertos para sacar la conversación y dejarme en evidencia. Yo me callé. Entré en la casa y se lo dije a mi marido.
—Esto y esto ha dicho la Antonina a la Pilar,
—Déjalo, Julia, no te hagas mala sangre —pensó mi marido—. Cuando yo salga a la luz verán que es del matrimonio y dentro del matrimonio y si pasa cualquier cosa se sabrá también que es nuestro. Así, que no te apures.
De todos modos para que el escándalo no fuera grande, ¿dónde iba yo a dar a luz? Desde luego, aquí no. Fui lejos a ocultarlo, a esconder el nacimiento. Dejé a la recién nacida en Úbeda, con mi hermana. Yo me volví a Valladolid a los 40 días del parto. Desde aquí le hacía la ropita a la niña. Se la mandaba por el correo. Le enviaba también dinero para que mi hermana la criara. Al año y medio del nacimiento de la criatura vino mi hermana al pueblo. Nos quedamos con la niña como que era sobrina, hija de mi hermana la de Úbeda.
Nunca me llamó madre, aunque ya cuando alcanzó razón, a los 6 años, se lo dijimos. «Tu padre y tu madre somos nosotros. Tu tía es tu tía». Yo fui siempre su tía. En los repartos de la leche, donde fuera, en la misma casa era la tía, su tía, «Tía, decía, dame el dedal», «Tía, dame el pañuelo», «Tía, quiero un vaso de leche». Nunca pronunció en casa la palabra «madre». A mi marido le llamábamos el Güito, los niños, los nietos, le llamaban de esa forma en lugar de abuelo o abuelito. A mí me llamaban la Guapa en lugar de abuela o abuelita. Los niños que le nacieron a mi hijo fueron cuatro y vivieron con nosotros ocho años. El mayor de los nietos estuvo con nosotros hasta que el hijo compró un piso. Esto de los nombres eran curiosos caprichos de los niños. Cualquiera sabe lo que querían expresar con esos nombres, la Guapa y el Güito. Todavía nos lo llaman a veces. Cuando telefonean, cualquiera de ellos empieza:
—Oye, Guapa…
—Digo: vaya hombre, ya estamos en las mismas.
Nuestra hija menor vivió bien hasta que pensó de casarse. No hubo escándalo particular aunque la gente, a la larga insinuaba:
—Se parece totalmente al hijo segundo. Huy, huy, Pepita (se llama Josefa), qué parecida es a su primo Julito.
—Nada de particular tiene —contestaba yo— porque son primos carnales. Es hija de mi hermana.
—Sí, claro, decían entonces.
Pero ella sabía que éramos sus padres. Nos escribía como a padres. Era como la dueña de todo, porque en las entregas de la leche ella cogía el dinero. Cuando llegábamos a casa allí no se hacían cuentas. Ella dejaba la parte de su dinero cobrado, y yo el mío. Se juntaban sin más las dos partes. No se llevaban cuentas de nada. En fin que era una hija y era bien. Lo que hizo de malo fue la boda:
—Espera hasta que cumplas los 21 años —le aconsejé.
Por el registro estaba claro que tenía los apellidos de Eulogio y por supuesto los míos. Estaba todo legalizado. Cuando se puso de novia yo la dije, digo:
—Mira, eres muy joven, no te pongas de novia tan pronto porque ya ves las circunstancias de tu padre. Ya sabes que tu padre está recluido aquí y si se descubre, ¿quién te dice que no lo llevan a la cárcel? Antes de que se lo lleven es mejor que esté con nosotros.
Total, que ella, nuestra hija menor, se puso de novia y yo la quité de que hablas con ese señor, con ese muchacho que es su marido ahora.
La pregunté un día.
—¿Qué es de aquel muchacho con el que alternabas?
Me salió con evasivas:
—Bah, sólo te ocupas de mí.
Trató de convencerme de que lo había alejado. Pero cierto día que estábamos en el reparto, se acercó hasta la estación. Cuando regresó, a las doce de la noche, la pregunté:
—¿Qué tal por la estación? ¿Mucha gente en los trenes?
—Vaya, contestó.
Nos acostamos. Al otro día fuimos a repartir la leche a los clientes. Cuando volvíamos de la leche, era un viernes, se me vino a la cabeza que era viernes y no teníamos comida almacenada.
—Es viernes y no tenemos qué comer, hija.
—Ahora mismo voy a por pescado —me respondió.
Como era muy tarde ya sólo quedaban bacaladillos en la pescadería. Fue lo que trajo, bacaladillos.
—Hija, esto a mí no me gusta —dije—. ¿No hay pescadilla o algo parecido? Bueno, haremos unas tortillas. Ahora lo malo es para cenar.
—Si comemos tortilla —dice ella—, cenamos huevos y si comemos huevos cenamos tortilla.
Era viernes de Semana Santa.
—Mira, hija, que aunque no sea muy religiosa me gusta observar las cosas. —Ese día comimos de huevo y la tortilla.
Mi hija acudía a coser donde una sastra. Confeccionaban pantalones. No la pagaba nada porque como en casa ya nosotras no cosíamos nada, ni interiores ni nada, iba adonde la sastra a gastar el tiempo. A las siete de la tarde yo me llegaba a buscarla, porque no era lejos, en la carretera del Pinar. Conque la fui a buscar y se conoce que el novio, su muchacho, se citaba allí con Josefa. Nosotros éramos ignorantes de eso. Cuando ese buen día salió para dar la leche a la sastra y otras, se quedó también a coser. En esto, que mi sobrina viene a decirme que me llaman por teléfono. «¿Quién será?», pensé. Unas horas antes los ganaderos me habían descargado un camión de alfalfa. Eran las seis y media y salía hacia el teléfono, que lo tenía una cuñada que vivía en el mismo bloque. Mis pensamientos iban hada los ganaderos de la alfalfa: «Si hemos hecho la cuenta y está bien hecha, ¿qué querrán ahora?»
Subí las escaleras y cogí el teléfono.
—Dígame…
—Que soy Manolo, el novio de su hija.
—¿Que es usted Manolo?
—Sí —repitió— el novio de su hija. Usted no lo ha sabido pero durante todo este tiempo su hija y yo hemos sido novios.
—¿Y qué quiere ahora?
—La llamo para decirla que su hija está recogida.
—¿Cómo dice?
—Recogida, que está recogida.
—Pero… ¿dónde?
—En un convento.
Bajé las escaleras a toda velocidad y corrí a decírselo a Eulogio:
—Fíjate, Eulogio, a Pepita nos la han llevado, ese hombre, ese Manolo. Ha tenido el rostro de que cuando salía la chica por la carretera nos la ha cogido y nos la ha birlado.
—¿Cómo nos arreglamos ahora? —dijo Eulogio.
La primera idea que se me vino a la cabeza fue la de salir hacia la casa de la sastra. Así lo hice.
—¿Y Pepita? —dijo.
—No está —me dice el marido de la sastra.
—Pero ¿no había venido con el cántaro de leche y a coser a las seis de la tarde?
—No, no —me dijo el marido de la sastra—. Y mi mujer tampoco está.
—¿Tampoco?
—No, tampoco está.
Volví a casa. «No ha estado con la sastra», informé a Eulogio. Me sentía nerviosa e impaciente. Así que regresé donde la sastra tres cuartos de hora después. Entro, sin llamar.
—Pues, ¿y Pepita?
—No sé, vino con la leche, nos la dejó y se fue.
—Pero ¿dónde se fue? ¿Y el cántaro de la leche?
Al fin la sastra me informó de la verdad.
—Vino el novio para llevársela al convento.
Lo había conseguido. Un día el novio se me había acercado y de sopetón me lanzó:
—¿Por qué no la deja usted casar conmigo?
—Mire usted —digo—, porque es muy joven, casi una niña. Yo no quiero que tenga novio, todavía.
No le iba a contar que su padre estaba con nosotros en aquellas circunstancias, escondido desde tantos años atrás. Lo de la situación se lo había ya contado mi hija. Es que mi hija tenía sólo 18 años.
—Es muy joven y no quiero que Pepita tenga novio. Usted ya es mayor, ha cumplido el servicio y todo eso. Para mí usted no es bueno ni malo, no le conozco a usted de nada.
Él siguió, como si tal.
—Yo acompañaré a su hija cuando quiera y como quiera, aunque usted se oponga.
A veces el novio nos seguía mientras hacíamos el camino de la leche. Iba a nuestra altura hasta los Sótanos. Nos daba la palmada. Pasó el tiempo y no volvió a acercarse. Trabajaba en un garaje. Yo le perdí la pista. Un día pregunté a Pepita:
—¿Qué es de aquel muchacho que salió a decirme que por qué no te dejaba alternar con él?
—Anda, pues como si no hubiera habido más chicas que yo —contestó mi hija—. A lo mejor hasta se ha casado ya y todo.
Era incierto, andaban en relaciones, pero sin darse a ver, hasta que aquella tarde me la ingresó en el convento. No podía yo darme por vencida. ¿En qué convento me habría depositado a la Pepita? Llamé a mi hijo. «Sabes que tiene un garaje en la calle de la Olma, allí te darán noticias del paradero de tu hermana».
Fue allí y no descubrió nada, salvo que había dicho la víspera a unas chicas vecinas que ingresaba como recogida en un convento, vamos, que se iba de casa y es más, que por mayo se casaba. Con Manolo. Hasta que no pasó la cosa las chicas no me contaron nada; si me lo dicen, otro gallo hubiera cantado.
—Sólo me he enterado de esto y esto —me dijo al volver mi hijo.
Hablé con las madres de esas chiquitas. Había un convento cerca de donde ellas vivían.
—Por favor, hablen con la madre superiora para ver en qué convento de la ciudad han recogido a mi hija.
Llamaron a las Arrepentidas, a orilla del Gobierno. La madre superiora preguntó a las monjas, que eran Adoratrices.
—Mire, llamo para saber si ha ingresado ahí una chiquita que se llama Josefa.
—Sí, aquí está —respondió la monja—. ¿Y usted quién es?
—Mire, soy la madre superiora del convento de San José.
Dice la monja al otro lado:
—Sí, claro, por teléfono puede usted ser la madre superiora o puede ser otra. No tengo por qué creerla por teléfono.
—Podrá verme mañana, ¿a qué hora me recibe?
—A las cinco de la tarde la espero.
Preferí no ir yo. Envié con la superiora a la mamá de una de las chiquitas. Cuando llegaron al convento, abrió la madre que recibe a las visitas.
—Venimos a entrevistamos con Josefa.
La madre de la portería se lo comunicó a la madre superiora. Ésta, preguntó: «¿Es alguien de su familia?».
—No, es la madre superiora de San José con una amiga.
Si era yo la que llegaba, no me recibía.
—Que pasen —dijo.
Como es natural la dijeron que Pepita se había ido. Mi hija había contado todo a las monjas. Que Eulogio, su padre, estaba oculto, recluido en casa. En este caso las monjas tenían que haberme llamado a mí. Decidieron:
—Mire usted, como es un asunto político, no le denunciamos, si hubiera sido un ladrón o un criminal hubiéramos llamado a la policía. Nosotras no diremos nada.
Cuando regresaron la monja y la señora me dicen:
—Si es usted no la recibe. Lo ha contado todo, que su padre está en la casa, que es hija de fulano y fulanita, de Vega y de la Mota, que tiene todos los apellidos, que nació en Úbeda. Así están las cosas.
Las monjas tenían que haberme llamado a mí, puesto que conocían ya todas las circunstancias, y haberme preguntado:
—Vamos a ver, ¿por qué se viene al convento esta hija suya?
Yo las hubiera respondido:
—Mire, es que no sabíamos que tenía este novio, porque el novio la ha escondido y ahora tratan de casarse ocultamente. Pero no admito que me birle a mi hija. Yo se la entrego y que se casen como Dios manda.
Podía haber sucedido de esta manera o parecida, pero las monjas no lo entendieron así. Pepita se me casó en mayo. Estuvo recogida en el convento desde el 1 de marzo hasta el día mismo de la boda, el 10 de mayo.
Pidió la herencia a los dieciocho meses de casada. Así fue, a través de la herencia, como Eulogio salió a la superficie. La pista de la herencia atrajo a la policía. Antes, en la primera entrevista que mantuvieron con mi hijo se le preguntó:
—¿Tienen ustedes alguna herencia así, entre manos?
—No, porque ya se hicieron las partes de los abuelos. Que yo sepa no tenemos herencias.
Cuando mi marido quedó libre por fin, una de las preguntas que le hicieron fue en este sentido: si tenía pendiente alguna herencia. Por eso hemos deducido que fue ella la que reclamó la herencia de su padre. La policía no nos dio explicaciones. Eulogio respondió que tenía como herencia lo que le había tocado de su padre, pero que todo lo que tuviera era suyo porque estaba vivo, era un hombre civil otra vez.
El juez, por su parte, diría a Pepita:
—Si usted me aclara que su padre ha muerto la haré heredera, pero si no me lo aclara, pues no.
Entonces ella dijo al juez:
—Es que mi padre vive.
Eso es lo que suponemos que dijo:
—Mi padre vive y lleva casi treinta años escondido en casa.
Eulogio
Al no acogerme a las amnistías que salieron en la posguerra no tuve idea de cómo se resolvería mi caso desde el punto de vista legal Pero al salir mi hija para casar y saberse mi situación, yo esperaba de un momento a otro el desenlace. Permanecía a la espera en mi sillón de mimbre, junto a la radio. Leía una carta de mi hija, intérprete entonces en Lloret de Mar. Estábamos aquellos días en tratos con un señor de una finca que nos abastecía de paja y alfalfa. Teníamos unos terneros y mandé al hijo mayor:
—Vete a la finca de Santana a hacer el trato.
Santana se dedicaba a la recría del ganado menor. El trato era: los temeros por la vaca, más una cantidad por la diferencia. Volvió mi hijo:
—Dice Santana que mañana o pasado hablará con uno que entiende para que examine a los terneros. Y que en seguida vienen.
Allí, sentado, esperé que vinieran. Oímos cómo entraban dos o tres paisanos.
—Mira —dije—, ahí están los de la vaca.
Pero dos pasos detrás venía la policía armada. Con lo que yo me resguardé en la habitación inmediata. Entraron para preguntar equivocadamente por el nombre de mi padre:
—¿Vive aquí Eugenio de Vega?
Yo escuchaba con la oreja pegada a la puerta de mi cuarto. «Esto ya se acabó —pensé—. Conque sea lo que tenga que ser».
—Eugenio era mi suegro —corrigió Julia.
—¿Y su marido, Eulogio?
Julia, ya, sin más pensarlo, confesó:
—Está en la cuadra y cuida a las vacas.
Y se echó a llorar.
Era el 30 de septiembre de 1964. Me presenté:
—Buenas, ¿qué desean ustedes de mí?
—Venimos a liberarlo —dijo uno de los policías.
Yo tenía mis dudas, mi cautela, mi temor.
—No tema —insistieron.
Yo tenía mis razones para temer porque aquel octubre pasado, antes de la guerra, años atrás, también me llevaron a tomar declaración y de paso me sacudieron unas soberanas palizas en el Gobierno Civil. Luego el tiempo confirmó que era verdad lo que los policías decían. Todas sus palabras fueron de aliento y de esperanza, de liberación. Así resultó.
Me llevaron al Gobierno Civil. Cuando entramos, el policía le dijo al comisario:
—Aquí traigo al cartujo.
—Siéntese usted y relájese, que no le va a pasar nada —añadió el comisario.
Era verdad. Se me saltaron las lágrimas.
—Díganos, ¿tiene una hija casada?
—Sí, señor —contesté mientras me secaba las lágrimas con el pañuelo.
—Esta hija, ¿cómo se llama?
—Josefa de la Vega de la Mota.
—¿Tiene usted pendiente algún problema de herencia?
—Pues no señor. Problema de herencia ninguno, cuando mi padre falleció se hizo un expediente de defunción. Pasaron los hijos a ser herederos y las hijas de otro hermano que mataron y el otro hermano que vive. Nos repartimos lo poco que nos dejó nuestro padre.
—Y esta hija suya, Josefa, ¿dónde nació?
—En Úbeda, provincia de Jaén.
—Entonces ustedes trataban de ocultar a esta hija…
—Hombre yo no le voy a negar la ocultación, porque mi vida ha sido toda de ocultación. Y este episodio de Josefa no es más que un eslabón en la cadena de encubrimiento.
—¿Cómo sucedió entonces?
—El hecho es que mi mujer fue a Úbeda a dar a luz porque su madre, que la podía atender aquí, era ya anciana. En Úbeda tenía una hermana joven que la cuidaría, pero sobre todo es que en Úbeda no levantaría sospechas. Éste es su nombre y su filiación, Josefa de la Vega de la Mota, fue bautizada en la iglesia Santa María de Úbeda, el día 19 de marzo de 1944.
—Cuéntenos sus años de ocultación. No se preocupe, no le va a pasar nada. Usted habrá oído la Pirenaica… la radio extranjera, que si hacemos esto o lo otro o dejamos de hacer, ¿no?
—Pues mire, francamente yo lo que más escucho es Radio Valladolid, Radio Nacional de España y la BBC de Londres porque creo que de las emisoras extranjeras es la que informa mejor.
El comisario continuó el interrogatorio:
—Usted ocultó a su hija Josefa y la hizo que naciera en Úbeda, ¿cómo reaccionó cuando su mujer le dijo que estaba embarazada?
—Comprenderá que para cualquier padre el nacimiento de un hijo es motivo de alegría. En este caso mi alegría podía estar atenuada porque la llegada de este hijo comprometería mi vida. La pusimos nuestros nombres con el convencimiento de que si se descubría no había delito. Podía incluso haber cometido infanticidio para evitar el compromiso. Sin embargo, mi vida de fugitivo era consecuencia de la guerra. No había hecho otro mal que pensar de distinta manera a los que ganaron. Yo era una víctima de la pasión sentimental, política, de las gentes. Si llegaba a cometer infanticidio podían suceder dos cosas: o que se supiera o que no se supiera. Si se sabía era un criminal. Si no se sabía yo quedaba a solas con mi problema, con mi delito y no merecía vivir. Entre vivir sin merecimiento y morir tras haber sido descubierto yo preferí el riesgo de morir, pero que mi hija llevase mi apellido.
—Menos mal, menos mal —respondió el comisario—. Eso está muy bien.
Ellos insistían en que hablase sin temor: no me sucedería nada. «Cuéntenos los episodios fundamentales de su vida. Tenga un poco de paciencia que pronto quedará resuelto todo», añadieron.
Esto me hizo gracia porque me parecía mentira que pudiera aconsejárseme paciencia a mí, por tardar unas horas, después de llevar 28 años encerrado.
Obraba sin embargo con precaución, temeroso de que en alguna mesa podía haber emplazado algún magnetofón, y si me deslizaba en algún tema resbaladizo pudieran agarrarme. No dije nada punible porque nada punible había hecho, lo único que traté de hacer fue salvar mi vida de los dolores y de las pasiones desatadas por la guerra.
Transcurrió así la conversación. Ellos insistieron.
—La vida de usted es una vida muy humana, cuéntenos todo. ¿No salió jamás de casa?
—Salí una vez en el carro, al «4 de marzo». Como en El Quijote, lo que me interesaba, más que ver, era no ser visto.
—¿Usted ha leído el Quijote?
—Sí.
—Ya se ve —añadió el comisario.
Entonces un policía, que se apellidaba Paniagua, dice:
—Es muy humano, pero ¿es usted creyente?
—No, señor.
—Vaya hombre, nos lo ha estropeado usted. Sepa que teníamos el propósito de exhibirle como ejemplo, pero como usted comprenderá no vamos ahora a presentar a la población un ejemplo humano y que usted resulte que es ateo. ¿Cómo no cree usted, hombre? ¿Usted no cree que arriba hay algo?
—Sí, contesté, arriba hay los astros y el cosmos, pero un dios propiamente dicho creo que no lo hay. Hay, eso sí, la naturaleza, que es muy superior a nosotros, pero nada más.
Eso les dije. Después hablaron con el juez. Ese día era ya tarde para que el juez interviniera y saliera yo libre.
—El hecho —dijo el comisario— es que el juez no puede resolver hoy su caso porque es tarde. Lo siento, pero tendrá que pasar aquí la noche, con nosotros.
Un policía me llevó a un cuarto, pasillo adelante, y me entregó a un soldado:
—Hazte cargo de este preso —ordenó.
—Ah, yo no me hago cargo —respondió el soldado.
Salimos del cuarto y en el pasillo, el policía me dijo, según íbamos:
—Mira, Eulogio (éste me tuteaba): como comprenderás en tanto el juez no intervenga eres un detenido. Nosotros respondemos de ti y nuestra obligación sería encerrarte esta noche en un calabozo. Pero yo a ti no te meto en ningún calabozo. Quédate aquí.
Más tarde el comisario se despidió:
—Señor, yo ya me voy, hemos terminado. No creo que le condenen porque usted bastante condena ha sufrido ya en 28 años de ocultación. Diga usted al juez todo lo que sea justo, la verdad, pero nada que le comprometa.
Esto me dijeron los policías y nada malo puedo contar de ellos.
Julia
Por aquellos días estaba en tratos con unos señores. Les vendía unos terneros y ellos a mí una vaca. Habían quedado en venir aquel mismo día. Leía una carta de mi hija mayor, se la leía en voz alta a Eulogio. Escuchamos ruido, como de alguien que entraba. «Son los de la vaca», dije a mi marido. De pronto veo las gorras de los de la Policía Armada.
—Eulogio, es la Armada —exclamé—. Vienen hacia aquí.
Me sobresalté.
—Pues que vengan —replicó Eulogio.
No se asustó, al menos aparentemente. Había esperado 28 años aquel momento. Yo me eché a temblar. Salí al portal y él se quedó en el cuarto. Me hablaron los de la secreta:
—¿Eugenio de Vega? —preguntaron.
—Era mi suegro.
Rectificaron:
—No, no, perdone: Eulogio de Vega…
—Era mi marido —contesté.
—Somos de la policía y venimos con la intención de entrar en la casa y registrarla.
Estaba claro que lo sabían. O sea que cambié de táctica:
—No es necesario que registren la casa, yo le llamo:
—Eulogio, unos señores preguntan por ti —levanté la voz para que me oyera desde el cuarto.
Salió.
—Venimos a ponerle en libertad —dijo el de la secreta.
—Que así sea —respondió mi marido.
—Nada, nada, que no tiene por qué alarmarse, hemos dicho bien, a ponerle en libertad.
—Muchas gracias.
—Convendría —intervine yo— que le dejaran cambiarse de ropa porque está con el traje de faenar en la cuadra.
—Ya sabemos que tienen ustedes vacas —dijo uno de la secreta.
En efecto, lo sabían todo.
—Puede cambiarse de ropa —decidieron.
—Lo único que les suplico es que no me lo maltraten —les pedí yo.
—No, señora —fue su respuesta—, ni hablar; ya verá usted cómo ha de venir pronto, contento y libre.
—Agradecida. Dios se lo pague.
Y así sucedió, como me habían dicho. Al otro día a las doce estaba ya en casa, libre como un pájaro.
Se demostró lo que ya sabíamos: que era inocente, que nunca había hecho nada malo. Sólo le paralizó y le retuvo el temor, el miedo por los muertos que hubo, incluidos su padre y su hermano. Él quiso librarse de la muerte y lo consiguió. «Me quiero librar de la muerte, no me cogerán, haré lo que sea», había decidido.
Poco después de llevarle con ellos los guardias, había mandado venir a mi hijo:
—Vete y lleva ropa a tu padre, una botella de leche y comida.
Cuando mi hijo llegó, Eulogio estaba en el puesto de guardia. Volvió para contarme lo que había visto:
—Mi padre está muy conforme. No se le ve excitado, ni tiembla.
—A ver qué pasa —dije yo.
Así pasamos el día y la noche, en vela. Pero a las nueve de la noche y al ver que no aparecía le dije a mi hijo:
—Anda, vete a llevarle otra botella de leche.
—¿Otra botella?
—Hombre, a ver, alguna disculpa debes tener para volver al puesto de guardia.
Llegó, y lo mismo. Su padre seguía allí. Volvió. Yo estaba impaciente:
—Sigue allí, en el mismo sitio que le vi esta mañana está ahora.
Así transcurrió la noche del treinta de septiembre de 1964. Al amanecer tenía que hacer el reparto de la leche, porque eso no lo podía abandonar. Llamé a mi hijo otra vez. Dije, digo:
—Vete y le llevas otra botella de leche.
Fue y estaba donde siempre, en el puesto de guardia. Habló con él y le avisó:
—Ahora mismo me dan la hoja de la libertad.
Ya mi hijo se esperó. Le acompañó un guardia para darle la libertad en el juzgado. Repartí a toda prisa la leche y volví a esperar a casa. Dan las doce y nada. Que nadie venía. Estaba pendiente, nerviosa, del reloj y hacia la una de la tarde digo al nieto mayor:
—Tu padre no viene, y el abuelo tampoco.
Mi nieto me ayudaba a cuidar del ganado. Tenía 14 años.
—No viene tu padre. ¿Qué será de tu abuelo?
Conque ya iba a salir el chiquito al patio de la casa y de repente se pone a gritar como un loco, de modo que yo salté sobre la silla.
—¡Ya vienen!
Asomé en seguida. Escuchaba el ruido de la moto de mi hijo. Alcancé a ver no sólo a mi hijo sino el pelo blanco de Eulogio.
—Huy, ¡si vienen los dos! —grité—. ¡Si viene tu abuelo también!
Me eché en los brazos de Eulogio y eso fue todo, el final de los veintiocho años.
—Soy libre —me dijo.
Era el día de mi cumpleaños.
Ese día, mandamos una conferencia por teléfono a la hija mayor que vivía en Barcelona. A las seis de la tarde nos llegó la conferencia. Me puse al auricular. Ella pensó en seguida que era para regañarla porque como todos los años me enviaba un telegrama de felicitación y ese año se le había pasado. O pensaba que yo estaba intranquila por no recibir el telegrama. Las primeras palabras que la dije fueron:
—Hija, en este momento dan la libertad a tu padre.
—No me diga, madre —contestó al otro lado desde Barcelona—. No me diga, madre, que es verdad, no me lo diga…
Puse a su padre al teléfono para que se lo confirmara:
—Soy tu padre —habló— que estoy en la calle, estoy libre, me han puesto en libertad, que estoy en casa de tu tía.
—Tengo que ir a verle, padre, es una alegría grande —dijo mi hija.
Al otro día recibimos un telegrama de Barcelona, y ya vino a ver a su padre en libertad.
Mi cumpleaños lo celebramos otro día. Invité a todos los hijos y a todos los nietos. Menos la hija pequeña.
Eulogio
Al salir libre, para siempre, me sumergí en las calles de Valladolid y mi primera impresión fue de nostalgia. Cuando llegué de Rueda a Valladolid sucedió que muchos me conocían ya de referencias. Teníamos en pie una organización y la gente me reconocía, los de la Tierra teníamos miles de afiliados. Aquellos años antes de la guerra nunca daba un paso por la calle sin que alguien me reconociera y viniera a saludarme. En octubre de 1964, al verme libre, comencé a recorrer la dudad y a identificar las casas o los comercios de mis amigos. «Aquí trabajaba fulano —pensaba—, aquélla es la casa de mengano». Claro, ni fulano trabajaba allí ni mengano vivía en aquella casa. Este hecho me impresionó porque me dio más que otra cosa la sensación del tiempo transcurrido.
Casi nada estaba donde estuvo. Ahora encontraba la ciudad inundada de coches y de gente que desconocía. Ya nadie venía a saludarme. Sólo han quedado dos o tres hombres que conocí y traté antes del 36. Después he intimado algo con uno de ellos que vive en San Pedro Regalado. A veces, en plena calle, entre el torbellino de gente localizaba un rostro que me era familiar: «Éste se parece a Rubiano», pensaba para mí. Pero luego hacía un cálculo de la edad y comprendía que no podía ser, Rubiano era más viejo. Yo he visto con claridad después de 28 años de asilamiento lo mucho y lo profundo, que se transforman los seres. Porque la memoria guarda la imagen de la última vez que se les vio y cuando han pasado treinta años esos años han dejado huella. Sin embargo, a algunos les he reconocido por los ademanes. Cuando empecé a vivir en libertad y se publicó mi caso acudieron antiguos amigos a verme a casa. Desde la ventana yo los veía entrar por la reja de casa y hablar con Julia. No los reconocía, pero por la manera de andar, por los ademanes sabía quiénes eran. Cuando se me echaban encima, cara a cara, no los reconocía, es decir, que los identificaba más por el aire que por el físico.
Durante los dos o tres primeros meses de mi liberación el trasiego de gente fue continuo. Algunos me confiaban: «Ya sabía lo tuyo, pero no me atreví a acercarme». Otros se impresionaron vivamente al conocer mi relato. Y lo que pasa, sufre uno decepciones. En una situación como la mía es cuando se sabe a carta cabal quiénes son los amigos de verdad y quiénes los enemigos. Cuando era secretario provincial o alcalde Rueda los arribistas me halagaban y no me daba cuenta. Ha pasado el tiempo y muchos de los que yo creía que eran amigos se ha demostrado que no lo fueron nunca. Al contrario, gente neutral que conocía el caso y lo analizaba me ha mostrado espontáneamente su simpatía. Incluso me han ofrecido ayudas económicas que por fortuna no he necesitado. Han sido a la postre muchos más los desconocidos que se han compadecido de nosotros que los que, por conocidos, esperamos su visita y no han venido.
Al salir tuve tiempo de revisar la situación de los mejores amigos. Uno de ellos, sin nosotros saberlo, había fallecido en Rubi de Bracamonte, donde era panadero. Cuando llegó el día de Todos los Santos alquilamos un coche para ir hasta el cementerio donde descansaban sus restos mortales, depositamos un ramo de flores. Ya, de camino, paramos en Rueda. Fue mi primera visita al pueblo donde había sido alcalde. Visitamos a la anciana, contaba 98 años, sólo a ella en todo el pueblo, porque fue la única que se arriesgó a traer el recado de que una vecina, la borracha, me había descubierto. Esta anciana, que ahora estaba paralítica, al cuidado de un hijo soltero, dos años mayor que yo, fue también la única que tuvo el valor de llegarse hasta las rejas de la cárcel para comunicar con mi mujer presa. Los demás, aun estando yo libre, me huían. Les seguía el miedo.
Hemos pasado algunos inviernos en Barcelona con nuestra hija y temporadas en Vitoria. Trabajo en un hotel de lujo como conserje interior. Al principio, cuando me lo ofrecieron, dije que ya vería. Puse una condición: «Si hay que vestir uniforme no lo acepto, yo a estas edades me sentiría ridículo vestido de uniforme».
Me toca controlar el personal que entra y sale. Pongo la hora, compruebo las entradas y salidas.
Ésa es mi vida. Mis ideas políticas apenas han cambiado. Lo que yo desearía para España es un socialismo moderado, un socialismo modelo europeo, por ejemplo, como el de los laboristas ingleses.