9. EL LIRIO Y EL QUEMACHOZAS
Manuel Piosa Rosado (Moguer, Cádiz).
32 años oculto
Manuel Piosa Rosado, más conocido por «El Lirio» apodo que heredó de su padre, aspiró el aire del campo hasta que llenó los pulmones, contuvo la respiración, y cuando ya no pudo resistir más expulsó el aire con ganas. Repitió la misma operación varias veces. Era como si pretendiera, entre los pinos y los eucaliptos de Moguer, su pueblo natal, purificar de golpe los pulmones. Durante sus treinta y dos años de ocultación en una cuadra respiró los olores más pestilentes. Porque Manuel Piosa había permanecido gran parte de ese tiempo enterrado vivo a cinco metros de la cochiquera del único cerdo, que tenía, muy cerca también de la mula, tapado con un saco de paja podrida y un montón de estiércol, dentro de una fosa como un ataúd, para escapar de los registros de la Guardia Civil.
Eran las seis de la mañana del 7 de julio de 1969. Hacía un día que el Lirio era libre. Su primer acto consciente de la libertad fue levantarse temprano para esquivar la guardia de los curiosos que le miraban la víspera como a un extraño ejemplar de un zoológico y sumergirse en medio de la naturaleza. A solas con ella corrió un rato entre los pinos y la pureza de la atmósfera le produjo una agradable sensación de embriaguez. Corrió para redescubrir el espacio. Durante treinta y dos años sólo conoció los límites del establo de su casa. Estiró las piernas, movió los brazos en molinillo y dio unos saltos de canguro. Era la gimnasia de la libertad. Era libre, libre, libre. Sintió de frente el sol de la aurora que le dañó en los ojos. Tantos años en la más completa oscuridad le provocaron el horror a la luz, la fotofobia.
«Al enfrentarme con la naturaleza tuve la misma sensación que debe experimentar un pajarillo al que le abren la jaula. Recordé en esos momentos las fotografías que había visto del regreso a España de los repatriados del “Semíramis” que antes de llegar al puerto de Barcelona lanzaron sus gorros y otros objetos al agua».
«El Lirio» repitió el gesto de aquellos repatriados y lanzó al aire su gorrilla de fieltro que planeó durante unos segundos entre los pinos, antes de caer. Fue como si perdiera de pronto el sentido de la responsabilidad, la incertidumbre, que es una de las ilusiones de la psicosis de la cautividad. Un paisano suyo, el poeta Juan Ramón Jiménez, había descrito tiempo antes una de aquellas auroras de Moguer:
«El viento solitario
por la marisma oscura,
moviendo —terremoto
irreal —la difusa
Huelva lejana y rosa.
¡Sobre el mar por La Rábida,
horizonte de pinos!»
Reconfortado con aquel primer ejercicio de espontaneidad Manuel Piosa, nacido el 15 de marzo de 1911, hijo de Manuel y Patrocinio, soltero, carbonero, pescador y campesino, regresó a su casa en el pueblo, calle Galinda número 42. Esperanza, su hermana, había ya abierto la tienda de comestibles situada en el mismo portal de su casa. Le esperaban algunos amigos. Invitó a cerveza y charlaron hasta la hora del almuerzo. Más tarde se incorporaron al grupo otros parroquianos. «El Lirio» los reconocía por la voz.
—Lauro, tú eres Lauro ¿verdad?
—Sí, claro —contestaba Lauro, el cartero—. ¿Verdad que me escuchabas hablar cuando yo llegaba con el correo? ¿Verdad Manuel?
—Hombre, claro.
La noche de su liberación la calle Galinda apareció atestada de gente. Fue un curioso espectáculo. Manuel estaba de pie, en el umbral de la puerta, apoyado en una jamba, incrédulo, como a la defensiva. Le envolvió el calor humano y poco a poco perdió sus reservas. Los curiosos le asaltaron a preguntas, pero Piosa las evadió como pudo. Respondió generalidades. Sólo habló al cabo de la Guardia Civil para rechazar la acusación básica que se le había hecho, el asesinato del teniente coronel D. Luis Pinzón y su intervención en la quema y saqueo de la iglesia parroquial y el Convento de Santa Clara, «yendo siempre armado de escopeta».
Consta en la ficha de «El Lirio», «a la entrada de las fuerzas nacionales en Moguer el día 29 de julio de 1936, huyó de la localidad y se encontraba en ignorado paradero hasta el día 6 de junio de 1969 en que se presentó ante el Juez de Instrucción del Partido de Moguer, manifestando sus deseos de acogerse a los beneficios del Decreto Ley 10/1969 de 21 de marzo de 1969, por el que se declara la prescripción de todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939».
En su declaración a la Guardia Civil de Moguer, «El Lirio» manifestó que durante todo ese tiempo había permanecido oculto en su domicilio, «a cuyo fin había construido una fosa en la cuadra del mismo, que perfectamente camuflada había pasado inadvertida a cuantos registros se habían efectuado. Subsistió a costa de sus padres hasta el fallecimiento de ellos y posteriormente recibió asistencia de su hermana Esperanza, casada, la cual habita el domicilio donde ha permanecido».
En sus primeras manifestaciones a la Guardia Civil «negó rotundamente su participación en el asesinato del teniente coronel que se cita, si bien reconoció que se hallaba en aquellas proximidades cuando se cometió. Añadió que en la fosa tenía escondida una escopeta, de la que sólo ha sido recuperada los cañones de ella en avanzado estado de deterioro. Hizo constar igualmente que se hallaba recluido en su domicilio desde el día 20 de enero de 1937».
Manuel Piosa salió a la luz, como una momia, blanco, deforme. Pesaba más de cien kilos y se movía con dificultad. Le cegó la luz del exterior y hubo de ponerse unas gafas de sol, no graduadas, de su hermana. Sin embargo no le costó adaptarse a la vida normal. Comenzó a trabajar en el campo y pocos meses más tarde pesaba 70 kilos. El sol atezó su rostro y las faenas en el campo le hicieron recuperar rápidamente la agilidad perdida en 32 años de emparedamiento.
Al principio los transeúntes le señalaban con el dedo. «Ahí va El Lirio». Pronto dejó de ser novedad. Pasaba a la casa del vecino de enfrente o tomaba su aperitivo en la tabernilla más próxima, transitaba como un moguereño cualquiera y al cabo del tiempo su caso dejó de verse con el morbo del primer día.
—¿Ahora?, le había preguntado el capitán de la Guardia Civil tras el interrogatorio.
—Borrón y cuenta nueva —respondió «El Lirio».
—Eso.
«El Lirio» alquiló al Ayuntamiento una parcela de huerto para cultivar la fresa por 1200 pesetas anuales y se quedó a vivir en una choza de enea. Luego se llevó a trabajar con él a Domingo Pérez. Manuel Piosa fuma los cigarrillos en cadena. Enciende sus pitillos negros con un chisquero de mecha. Tiene las encías sucias de nicotina. Pero hay cosas de las que el Lirio no ha prescindido nunca, la copita de aguardiente por la mañana, el café y la copa de coñac después de almorzar y el tabaco, a todas horas. Tiene el pelo negro, fuerte, rizado. Usa gafas oscuras graduadas, se deja negligentemente la barba y trabaja de sol a sol en su campo de fresa que delimitan los pinares.
En el interior de la choza de enea el extopo ha colgado carteles de películas. La de «Furia en Bahía», con los pechos de Mylene Demongeot en primer plano, y «El gran golpe de los siete hombres de oro» en un apoteosis gráfico de pistolas. Hay cestas colgadas, el brasero, un camastro y varios aparejos y un juego de cubrepantalones. No falta el transistor japonés. Éste es su universo, los toques de sexo y violencia propios de la época y el campo de fresas por delante. Piosa es reacio a recordar el pasado. Su objetivo es olvidar, el borrón y cuenta nueva con que se despidió del capitán de la Guardia Civil. Sin embargo no se olvida la «leyenda negra» de las semanas que precedieron a la entrada de las tropas de Franco.
Manuel Piosa era de filiación socialista «muy avanzada». 32 años después opina que «Franco es un gran estadista». Antes, según figura en su ficha «sobresalió siempre por su ideología extremista y tomaba parte en fraudulentos cortes de maderas y leñas en los Montes del Estado».
Un vecino de Moguer
Tres eran los cabecillas, «El Lirio», su compañero Isidoro González y otro más que vive su vida, que se colocó muy bien y del que «El Lirio» no ha dicho nada. Los tres iban siempre juntos, como el trío de la benzina, y nunca mejor dicho lo de la bencina, porque una tarde de aquellas poco antes de la guerra se presentaron donde Murillo que se llevó un gran susto. Murillo cuenta que estaba en aquel momento en compañía de su esposa y que llamaron a la puerta. Le recibieron los tres con una escopeta. Dicen, «Ande Murillo, véngase con nosotros que hay que ir por gasolina donde su padre, necesitamos un bidón».
—No te vayas, dónde vas —terció su mujer—. Y para qué querrán la gasolina.
—Para lo que sea, eso a usted no la importa, para quemar la iglesia, por ejemplo —cortó uno de ellos.
Y en efecto, lo sacaron de su casa, lo llevaron hasta el surtidor, cogieron la gasolina y se la llevaron. «Hicimos de todo, de todo». «El Lirio» me contaba aquello que no se puede contar ni decir. «Yo era muy joven y me dejé engañar» explicó al salir.
Yo me trasplanto al año 1936 en Moguer. El número de los analfabetos era superior al 90 por ciento. En país de ciegos Piosa era casi un intelectual, había leído mucho, y es un vicio que no abandonó nunca porque hay que ver la serie de periódicos y revistas que hallaron en la cuadra cuando se decidió a salir. Claro, la hermana compraba en la imprenta los periódicos ya usados para que no se sospechara nada. Llegaba y decía: «Dame muchos periódicos de esos viejos, Salvador».
Y Salvador le daba los periódicos para la tiendecilla de comestibles, para envolver género, cuando en realidad eran para que «El Lirio» se ilustrara. De haber tenido estudios hubiera llegado lejos. Era descaradísimo, atrevido, muy determinado y de gran resistencia. Ya se ha visto donde vivía, donde se metía al aventar el peligro, en un agujero que practicó en la cuadra, enteramente con la forma de un ataúd. La fosa estaba situada al fondo de la cuadra y tenía las medidas y la forma de una caja de muerto, uno ochenta y pico. El fondo de madera, la parte donde apoyaba la espalda estaba brillante, brillante, como de caoba. Allí se encerraba «El Lirio» como un vampiro. Colocaba encima paja y estiércol y santas pascuas. No hubo quien le encontrara. Cuando presentía a la Guardia Civil se metía en su ataúd con una rapidez pasmosa. La cueva estaba junto a la pocilga. El mal olor reinante es fácil de presumir y resulta difícil creer que este hombre en los treinta años largos que permaneció viviendo en aquella cuadra no hubiera contraído enfermedad alguna, salvo el mal de los ojos que tenía de siempre. No sufrió ni un simple resfriado, y él estuvo de acuerdo en que lo peor hubiera sido caer enfermo por tener que avisar al médico. Afortunadamente para él no le surgieron este tipo de complicaciones.
Se encontró también un saco, de paja podrida, con el que se cubría. Tanto cariño tenía al saco que pidió a los civiles que se lo dejasen como recuerdo. La escopeta la encontraron oxidada, inservible, carcomida por la humedad. Cuando se sentía verdaderamente en peligro colocaba el cañón de la escopeta junto al mentón. Si lo llegan a descubrir seguro que se suicida. Esa escopeta de 16 mm se la quitó a uno que halló cazando, Rafael Borrero. Borrero cazaba pardillos. En pleno monte se construye un puesto con una tronerita por donde poder sacar la escopeta y a ocho o nueve metros se le pone una especie, que nosotros llamamos farol. Un día que estaba de caza y sin que Borrero se percibiera de su llegada al puesto le tocó la espalda.
—Dame la escopeta, dijo.
La escopeta apareció totalmente podrida, de tenerla enterrada. Y la paja con la que cubría el hoyo, también. Para examinar el hoyo el capitán de la guardia civil tuvo que auxiliarse de una linterna. Era una obra de arte. Yo siempre he dicho que «El Lirio» es listo, hombre de imaginación, arrojado, capaz de todo.
Según apuntan algunas guías turísticas, Moguer «es sin duda el mejor pueblo de la provincia de Huelva, y hasta la capital, situada a 19 kilómetros, tiene que envidiarle sus rectas calles y sus hermosos edificios».
Moguer se extiende sobre un montecillo en la margen izquierda del Río Tinto. «Su caserío es alegre y lleno de carácter». Cuenta con unos 8000 habitantes. Tolomeo, cuyas observaciones son inevitables en las citas geográficas, la designa con el nombre de Irium. El topónimo procede de la lengua árabe, y tiene el significado de «caverna» o «cueva», accidente geográfico que abunda en el término municipal de Moguer.
Juan Ramón Jiménez, nació allí en 1881. De 1905 a 1912, «medita y crea en Moguer en la soledad absoluta del campo». Allí nace también «pequeño peludo, suave», el asno «Platero». Hoy, el creador y su burrillo tienen allí su museo. «El Lirio» no cree que Platero existiera: «No he leído el libro, pero creo que fue una invención de nuestro paisano. Nuestros asnos son más brutos. Algo he leído de Juan Ramón Jiménez y me enteré por la prensa en 1956 que le habían dado un premio los suecos».
Según la Guía de Andalucía de Afrodisio Aguado, «los onubenses son personas de genio vivo, carácter en ocasiones precipitado y pasiones violentas». También se desatan las pasiones políticas en el pueblo del borriquillo que endulzaba «todo el valle de las viñas» con su «tierno rebuzno lastimero». Llega la hora de la quema de las iglesias. La iglesia del convento de Santa Clara es el monumento más importante de Huelva. Lo fundó en 1337 Jofre Tenorio y es de estilo mudéjar. Cristóbal Colón estuvo allí rezando la tarde antes de emprender su viaje del descubrimiento. Los cronistas de arte elogian las tres naves del convento, «las resaltadas ménsulas, ornadas de característico follaje y coronadas de molduras surgen de las impostas para soportar el arranque de las cruzadas bóvedas y el de los agudos arcos que se levantan airosos en la nave central, estribando en sus perforados muros, en los cuales y sobre los abocelados baquetones muéstrese elegante moldura, de puntas de diamantes, de más vistoso efecto». Los cronistas se hacen también lenguas de los capiteles, de la sillería del coro, el lecho sepulcral, las estatuas yacentes, la pintura de San Cristóbal, los ornamentos, de principios del siglo XVII, las lápidas sepulcrales.
En cuanto a la iglesia parroquial, consagrada a Nuestra Señora de la Granada, es de estilo barroco muy depurado. Consta de tres naves por las que están repartidos hasta catorce retablos churriguerescos. Tiene un torreón que recuerda al de la catedral de Sevilla y por ello es llamado la «Giralda chica». Estos dos monumentos de Moguer estaban destinados a ser pasto del fuego y según dicen Manuel Piosa tuvo algo que ver con ello.
Un vecino de Moguer
En aquellos momentos el pueblo no era de nadie. Al convento de Santa Clara y a la parroquia las dejaron muy maltrechas con el saqueo y el incendio. Tomó parte mucha gente en el asalto. La iglesia se restauró y se abrió al culto en verano de 1944.
(Pasa como sobre ascuas al referirse a la responsabilidad directa de la quema. Y por supuesto no entra ni sale en la acusación de que Piosa mató al teniente coronel Pinzón de varios disparos de escopeta).
El Lirio
Mi padre trabajaba en el carbón vegetal en pleno monte. Yo tenía nueve años cuando comencé a trabajar a su lado. Limpiaba y descortezaba la leña, podaba los pinos y amontonaba la madera. Al no existir todavía el butano mandaba el carbón. Mi padre me enseñó el oficio. Vivíamos en Moguer, con muchas dificultades. Yo ganaba seis reales «de gorra y consumo».
Era muy chiquitín cuando comencé a acudir a la escuela que era gratuita y la llevaba un cura, don Miguel. Se dividía en dos clases, una para los más adelantados y otra para los menos. Yo estaba en la primera. Leíamos historia, geografía, hacíamos dictados. Me gustaba la gramática que era de Editorial Calleja. De los episodios de la Historia Sagrada el que más me gustaba era el de David y Goliat, que se me quedó muy grabado. Creo que todo lo que cuenta la Biblia es verdad, aunque tengo algunas dudas.
Mi familia era muy religiosa y el cura, un sádico. Compraba una peseta de caramelos y los tiraba a lo alto, nosotros nos lanzábamos a por ellos como unos poseídos, nos revolcábamos, nos mordíamos, y el cura disfrutaba con aquel espectáculo. El día que hice la primera comunión fue para mí de gran alegría. Me había preparado bien y aprendí a conciencia el catecismo, todavía me lo sé de memoria. Mi traje de comunión era como el de los demás chicos, un traje blanco de marinero. La fiesta que siguió fue divertida, lo pasé muy bien.
Las peleas entre nosotros eran frecuentes, sobre todo con los niños del colegio de los ricos, pero eran encuentros sin gran trascendencia. El incidente más grave de mi paso por la escuela lo tuve con el cura. Un día, poco antes de terminar la escuela, ya en verano, llegaba yo con una trampa de cazar ratones, y Manolito, que tenía un año más que yo y estaba en la puerta de vigilante me vio. Decidí no ir a clase. Al día siguiente el cura me esperaba a la puerta con dos más. Yo salí corriendo y comenzó la persecución. Me esperaron en otra esquina para darme la paliza. Así es que en defensa propia cogí una china y la lancé contra el cura. Le dio en la cabeza y le brotó la sangre. Me escondí y esa tarde tampoco acudí a la escuela. Lo pensé mucho pero decidí volver.
Al día siguiente nada más llegar a la escuela di los buenos días. Me llamó el cura y me dijo que tenía que pedir perdón, y yo que no, y él, «pide perdón» y yo que no. Así me lo pidió muchas veces y cada vez que lo hacía me arreaba un palmetazo. Salieron los chicos al recreo y me dejaron encerrado y al volver comenzó otra vez el juicio. «Pide perdón» y yo que no y palmetazo. Al llegar la tarde me dejó encerrado. Como en mi casa no se preocupaban por mi hora de llegada no me hallaron en falta hasta que ya de noche llegó mi padre y preguntó por mí. Salieron en mi busca y me encontraron encerrado en la escuela. Mi madre escribió una carta al Superior que comenzaba así: «En el pueblo sobra un cura…» Entonces el cura se presentó en mi casa para pedir perdón. Desde entonces no fui más a la escuela, tenía nueve años.
Me puse a ayudar a mi padre en las faenas del monte. Me atraía el campo, la verdad. Cazaba conejos y pájaros. Dormíamos al raso y recogíamos leña que luego se vendía a dos pesetas el saco. Sabía leer y escribir y quise prepararme mejor. Al bajar a Moguer daba clases por la noche y el tiempo me cundía mucho. Hasta me quedaba tiempo para tomar parte en las luchas entre las pandillas del pueblo. Yo era jefe de una de ellas y tenía fama de invencible, no me sacudían nunca. Ahora que lo pienso, la violencia estaba por todas partes, Moguer siempre tuvo fama de violenta, de pendenciera, mi madre conoció una temporada que hubo doce muertos al año por herida de arma blanca.
Desde los nueve años llevaba ya pantalones, aunque no de pana porque no me gustaban. Alternaba en la taberna o iba al cine, fumaba tabaco liado desde muy chiquillo. Mi vida se repartía entre el trabajo de carbonero y el mar. A partir de los dieciocho años y durante los veranos pescaba la caballa en un barco de vela. La vida del mar tampoco me desagradaba, zarpábamos muy temprano y dormíamos en el barco. Íbamos a partes iguales pero el patrón se embolsaba parte y media más como dueño del velero. En fin que vivía bien aunque a costa de trabajar duro. Me libré del servicio militar y a los veinticuatro años me eché novia. Era del pueblo. Me gustaba el cine, el baile, aunque prefería ver bailar a bailar.
Llegamos a ser siete hermanos pero quedamos vivos tres, el resto murieron de pequeñitos. Dejé el mar para echar una mano a mi padre; durante el verano trabajaba en la siega del trigo, con hoz. La siega se hacía antes de salir el sol y después de ponerse. Íbamos en cuadrilla y los segadores llevábamos la manija en la mano izquierda y unos zahones largos que nos protegían de las víboras, muy numerosas en la región. Mi hermana Esperanza ayudaba en casa a mi madre desde muy pequeña. Mi madre tenía un genio de perros, pegaba muy presurosa con lo primero que tomaba en sus manos. En una ocasión me abrió la cabeza con una lata. Mi padre no se ocupaba de esas cosas. A mi madre yo la quería como un hijo que quiere y debe querer a una madre.
Cuando llegó la República voté dos veces, en 1931 y en 1936, me gustaba cumplir con mi deber, pienso que las votaciones deberían ser lo más frecuentes que se pudiera, espabilan a la gente. Voté por el Frente Popular. Seguía de cerca los avatares de la política y escuchaba por la radio los discursos de los cabecillas de los partidos. Para mí el mejor de todos era Pepe Díaz, el más honrado, sabía repartir las críticas y los palos y daba a cada uno lo suyo. La UGT era la más grandiosa organización de todas las del país. En Moguer nunca hubo tiros o reyertas por consecuencia de la política hasta que estalló el Movimiento. Nos enteramos de que había empezado el follón porque la Guardia Civil de aquí salió hacia Huelva para unirse a los rebeldes. El 19 de julio de 1936 llegaron los nervios. La iglesia fue incendiada, falta de cultura por su parte. Yo me encontraba en la central de la luz, que los de derechas amenazaban con quemar pero no lo consiguieron. Éramos media docena de frentepopulistas y aguantamos allí durante dos días armados tan sólo de una escopeta. El 29 entró el camión con los falangistas armados de mosquetones. El alcalde pidió la ayuda de todos. Los de José Antonio pusieron en libertad a sus presos. El pueblo estaba prácticamente abandonado por los hombres. Las mujeres y los niños no se movían de sus casas, nadie protestaba, ni se levantaba, ni se oponía a los camisas azules. Al alcalde le maniataron y le dieron muerte en la carretera. Después se fueron a mi casa para darme el paseo, me acusaban de haber liquidado al teniente coronel Pinzón y de haber quemado la iglesia.
Un vecino de Moguer
El teniente coronel era nieto del almirante Hernández Pinzón y se vino a Moguer al estallar el Movimiento. Nadie se explica el porqué de su presencia aquí. Él iba a entregarse con sus dos hermanos o lo detuvieron. Salía de su casa y lo llevaban a la cárcel cuando a la altura de la calle Vendederas pegando a la iglesia salió la partida de hombres armados con escopetas y le mataron. Ahora tiene una lápida grande en el muro donde ocurrió el atentado. ¿Por qué mataron al teniente coronel y no tocaron a ninguno de los que habían encarcelado? Quizá porque en aquella época un teniente coronel de derechas era un cargo de importancia.
El Lirio
Nadie sabe quién mató al teniente coronel yo creo que lo mató el pueblo. Apareció en Moguer para refugiarse de unos problemas que le habían surgido en Huelva. Yo creo que después de un laberinto que se le formó en Huelva enviaron a gente aquí para quitarlo de en medio. Sucedió tres días antes de que entraran los falangistas cuando los del Frente Popular le llevaban a la cárcel como a los demás de derechas. De pronto se habían calentado los ánimos en el pueblo. Dicen que tiraron desde un balcón, qué sé yo. Tantas cosas dijeron… Yo estaba por las proximidades aquel día pero no en el mismo lugar donde fue muerto. Los de derechas creyeron que también yo había estado en medio de la calle Vendederas. Si los cincuenta o más fascistas que detuvieron llegan a tener la posibilidad de ocultarse como yo lo hice más tarde lo hubieran hecho, pero no pudieron. Pensaron que como yo me había ocultado, no me daba a ver, sería por algo. Pero también estuvo oculto el Quemachozas, que trajo una vida más descarada que yo, que vivía de lo que como furtivo cazaba en el monte, que se ocultaba de los civiles pero no de la gente…
Un vecino de Moguer
El Quemachozas permaneció oculto unos diez años, poca cosa comparado con El Lirio que se encerró de 25 años y volvió de 58. El Quemachozas salió en tiempos de don Pablo, que era el alcalde de Moguer por aquellos años. En el pueblo creían también que el Quemachozas estaba complicado en la muerte del teniente coronel. Pues bien, después de vivir años oculto en el monte, se largó a Huelva con una hermana, se compró una gabardina de muchos colorines y unas gafas negras, como de ciego, y se puso a hacer vida normal o casi normal. Se iba al cine con todos esos disimulos. Pero antes se había tirado años en el monte, vivía de lo que cazaba. Se conocía al dedillo el terreno. Y como serían las cosas que debido a su fama de buen cazador llegó a estar de cacería con jefes de la Guardia Civil, que no le conocían, claro al irse renovando los mandos y los números para rato iban a saber que aquél era el peligroso Quemachozas. Los de Moguer conocían su identidad pero nadie se atrevió a decir nada. Además, los dueños de las fincas le dejaban de guarda y vivía con un pie en la legalidad y otro fuera de ella.
Su novia hizo mucho por él, mucho, pero se echó una querida, le hizo un hijo y tuvo que casarse con ella. Una de las veces que el Quemachozas bajó al pueblo desde su refugio en el monte se metió en la casa de la novia en la calle Pico. A la Guardia Civil le dio el olfato y varios números se fueron para allá y pusieron cerco a la casa. Pero el Quemachozas no era manco, tenía un instinto de gato montés y a la que vio que le tenía localizado la Guardia Civil, dio un salto como en las películas y se tiró por el corral que da al campo. Al caer se rompió la pierna y con ella rota, a rastras, como pudo, escapó de los guardias. Su novia salió a por él y se lo encontró herido, lo llevó a su casa, lo ocultó de los guardias y le curó la pierna.
—Locuras de la juventud, acostumbra a decir ahora.
Cansado de vivir como un raposo se marchó con su hermana vivir en Huelva y es cuando se compró la gabardina de colores y las gafas oscuras. Una tarde cuando entraba en el cine Mora de Huelva le echó el ojo uno de Moguer, le reconoció y corrió a denunciarle y el Quemachozas al verse pillado se dio el bote. Dijo: «No entro en el cine, que es peor». Al rato, pum, que la policía se presenta en casa de la hermana.
El Quemachozas corrió y corrió. Se metió por el cementerio de Huelva, vino a romper donde está el puente de la Alcoba, se metió bajo el puente, en el agua. Era de noche. Perdió los zapatos. Los sabuesos de la policía seguían su rastro, hasta que alcanzó tierra de Moguer, terreno conocido para él. Eso le salvó. «Aquí me las den todas —dijo—, que a mí no me cogen». Estuvo huido y oculto hasta que con el tiempo los familiares le dijeron que se presentase a las autoridades, que no le pasaría nada. Había un alcalde muy bueno, don Pablo, que se preocupó mucho por él. Y no pasó nada en absoluto. El Lirio y el Quemachozas no se mientan en absoluto. Ellos sabrán por qué y el secreto que comparten…
El Lirio
El 29 de julio de 1936 cuando caminaba yo por la parte de la iglesia escuché los primeros tiros. Entraban las tropas de Franco, eran cuatro guardias civiles y tres soldados y medio. Salí corriendo calle de la Peña arriba, hoy Calvo Sotelo en dirección a la calle Flores para meterme por la Ribera, pero me di de morros con una patrulla, me escondí en una casa hasta que ocuparon la plaza del pueblo y me escabullí en dirección al coto de don José Flores, donde se encuentran las playas de Mazagón. El coto era una buena guarida porque tenía monte bajo, pinares y una maleza espesa. Estaba allí oculto, con Isidoro González, el «Tete», mi amigo de toda la vida. Llevaba yo una escopeta de 12 mm fabricada en Eibar. El «Tete» y yo pasamos mucho miedo. Las fuerzas nos rodearon en el coto, dieron una batida con muchos hombres armados, hasta que dieron con nosotros. La primera descarga de sus fusiles la hicieron a una distancia de unos 70 metros. Era de día y la visibilidad muy favorable para nuestros perseguidores. De modo y manera que mataron al «Tete» y a mí no me dio una bala, ni siquiera me rozó. Estaba muy nervioso y apreté a correr, hicieron muchos disparos mientras corría y me perseguían y así corrí y corrí durante casi todo lo que quedaba de día. Tenía la ventaja de que el territorio lo conocía bien. Me perdieron de vista y ya no volvieron a verme el pelo. Ellos creyeron que con tanta detonación me habían herido. Decidí entrar en Huelva y llamar a la puerta de unos primos míos. Entré sin la escopeta, la tiré. En Huelva mis primos me recibieron con los brazos abiertos, me escondieron en una habitación de forma tal que escapé al primer registro sin que me vieran. Hasta que detuvieron a uno de Sevilla, uno que tenía amistad con mi primo; se chivateó de que yo estaba en su casa. Civiles y falangistas fueron a por mí. Era el 26 ó 27 de diciembre de 1936, ellos entraron por una puerta y yo salí por otra. Mi primo fue hecho preso. Le pegaron para que dijese mi paradero, le pegaron muchísimo, pero para entonces estaba yo escapado. Vagaba por los pueblos y vivía de lo que me socorrían, dormía en el campo oculto entre los arbustos.
Sobre el 18 de enero de 1937 al amanecer entré en casa de mis padres. Tuve suerte porque a otros perseguidos como yo, por un ideal, los cazaron. Quedé recluido en casa de mis padres y ellos y mi hermana cuidaron de mí. Estaba tan fatigado que las piernas me temblaban, me sentía débil, dormí creo que durante varios días.
Un vecino de Moguer
Los del Frente Popular aquí eran muy pocos, ocho o diez. Todos escaparon. Como no había organización ni nada previsto, no hubo resistencia, y se evadieron como pudieron. Algunos cayeron pero el Lirio no estaba entre ellos. Demasiado listo, demasiado ágil, demasiado astuto para que lo sorprendieran logró librarse del acoso en el campo hasta que buscó refugio en su casa. Del trío de Moguer, Isidoro fue abatido, el otro está muy bien colocado por ahí, y el único que quedó a resultas de comprobar su culpabilidad era el Lirio. El Lirio cavilaba y nos decía: «Me he pasado 33 años oculto, pero si me cogen y me encarcelan me llevo 20, 25 años de cárcel. ¿No hubiese estado mejor a la sombra que 33 años de sustos, de dudas? Allí me hubieran vestido, alimentado, hubiera incluso aprendido un oficio para salir como un hombre de provecho…» Pero el Lirio yo creo que sabía que si lo cogen se lo cepillan. Es hábil, tiene sentido de la ironía y sabe defenderse, se desvía, cuenta las cosas como le conviene.
En el pueblo se llegó a saber que estaba vivo, se sabía incluso que a la muerte de sus padres su hermana Esperanza y su cuñado Gabino Martín González cuidaron de él como de un hijo. Su hermana ha sido una mujer de una fuerza de voluntad tremenda para mantener en esas condiciones a su hermano, cuidar de su marido, de los chicos. Mantener ahí en la cuadra a su hermano, dándole de comer un día y otro día.
No había quien lograse ver al Lirio, al tío Manolo. Sí, con el tiempo lo llegó a ver una señora, y quizás otra gente pero les entró a todos el reparo de decir «pues lo he visto o no lo he visto», en fin, que la gente tampoco quiso enredarse en aquel problema. En la mente de todos, estuvo al final que el Lirio vivía encerrado en casa de su hermana y que vivía con los ojos bien abiertos, espiaba al pueblo a través de la rendija de la puerta de la cuadra y vigilaba las entradas y salidas de la calle. Que se aproximaba la Guardia Civil pues el ataúd estaba a unos metros, le daba tiempo de cubrir la cueva con el estiércol y el saco de paja.
El Lirio
Nada más llegar eché manos a la obra para fabricarme el agujero, en el fondo de la cuadra, un hoyo como un ataúd donde me quedaba tendido, tumbado como un cadáver en el mismo suelo de la cuadra. Había veces que se llenaba de agua mezclada con excrementos de la caballería. Tenía siempre a mano la escopeta de 16 mm y cuatro cartuchos que procuré por todos los medios que no se mojaran. Al escuchar una voz desconocida, sentir un movimiento raro, me tendía a toda prisa en el ataúd y con el roce de la espalda, la madera llegó a quedar con los años tan suave como el afilón de un barbero. Sólo me vio una persona, la hermana Rafaela que entró un día a por agua y me vio y no me dijo nada y que tampoco se fue de la lengua. Cuando se produjo el primer registro de la Guardia Civil no estaba construido todavía el agujero, me escondí como pude. Después sí, dormí noches y noches en aquel agujero de 1,8 de largo y 1,75 de hondo y cuando no barruntaba peligro en una habitación de arriba. Pensé que aquello era para el resto de mi vida. A una cosa estaba dispuesto, a matarme antes de que me mataran, por eso conservé a mi lado la escopeta y los cuatro cartuchos hasta que se pudrieron.
Mi vida de 32 años apenas sufrió variaciones. Mi madre murió en 1951 y mi padre en 1953. En la propia casa nunca llegaron a pegarles, pero los encarcelaron y a mi madre la pelaron al cero. Cuando los rezos fúnebres yo estaba en la atarazana, una habitación donde se meten los aperos de labranza. Quería estar lo más cerca posible de mi padre. Le vi antes de morir. Murió ciego y sin habla. Se le fue paralizando la lengua, paralizando, paralizando… Se fue secando, secando. Por alguna razón extraña la puerta se cerró y esto dio pie a que las gentes del pueblo dedujeran que la puerta se había cerrado para que yo pudiera asistir al duelo de mi padre. Informada la Guardia Civil acudió a inspeccionar. Fue el penúltimo reconocimiento y en el que pasé más pánico, tuve la mayor sensación de peligro porque llegaron muy cerca, muy cerca de donde yo estaba, casi me tocaron con los dedos. Yo estaba en el doblado, en el desván y me introduje entre dos muros, con la escopeta del 16 cargada y apretada contra mi barbilla. Dio la coincidencia de que los dos doblados estaban vacíos. La Guardia Civil examinó uno de ellos con la linterna y luego el otro, yo estaba en el hueco, entre los dos.
Salvo estos contratiempos, y los días que tardaron en las obras de la casa, mientras que los albañiles trabajaban yo debía permanecer en el ataúd, encerrado hasta diez horas diarias, el resto transcurrió tranquilamente, sin enfermedades, que era lo que yo más temía. Nunca me puse enfermo. Tan sólo sufrí algunos dolores de muelas, que las calmaba con una miajita de aguardiente. Eso sí, llegué a pesar más de cien kilos. Me asfixiaba de estar tanto tiempo sentado. Hacía las comidas normales, un cocido, un puchero, un guisado. La comida la preparaba yo mismo, sobre todo a base de patatas y garbanzos que cultivábamos nosotros mismos en la casa.
Para matar el tiempo y echar una mano a mi cuñado Gabino preparé dulce de membrillo, aliñé aceitunas para la tienda de mi hermana, arreglaba sillas de enea y lié cigarrillos en los tiempos de escasez. Enfermé de la vista debido a la escasez de la luz y leía con dificultad el ABC de Sevilla, que era el periódico que mi hermana me traía y que me tenía informado. No hacía crucigramas, no me gustaban, jugábamos eso sí a los naipes, a la brisca, a la ronda, al tute, sin dinero. Me tomaba siempre que podía una copilla de aguardiente para subir la moral y el resto me lo pasaba en lectura con las revistas de segunda mano que mi hermana compraba como material de envolver. Seguía con más atención las noticias de los toros y las del cine y recordaba aquellas películas de Charlot, El enmascarado, que había visto. Pero, con los toros, el cante flamenco era mi pasión favorita. Alguna vez abro la boca para cantar un fandanguillo y si sale mal la cierro. Llegué a escribir letras de canciones y a cantarlas con música que improvisaba. Uno de mis fandanguillos preferidos era éste que decía:
«Señorito cocinero
corre y vete a la trinchera
deja la vida que llevas
que a costa del pueblo obrero
quieres hacer una España nueva».
Me cortaba el pelo un primo hermano mío, que si el cariño de un hermano puede ser más fuerte que el nuestro yo digo que eso es mentira. Afeitarme lo hacía yo solo. La limpieza de la casa no la hacía. Yo no soy un afeminado, soy muy masculino. Comíamos todos juntos, yo lo preparaba todo, el desayuno, el almuerzo, la comida, la cena. Preparo platos muy condimentados, y hago maravillas con las almejas y con el gazpacho. Casi siempre después de almorzar y cenar, con la puerta atrancada jugábamos a los naipes, como ya digo. ¿El rosario? ¡Ni la aurora! Luego me iba a dormir a la habitación de arriba o al ataúd según los casos.
No disponía de reloj en mi escondrijo, nunca lo he tenido. Para las horas me guiaba por mi hermana, además, desde la cuadra el reloj del pueblo se escucha perfectamente. Me levantaba matemáticamente entre siete u ocho para abrir la puerta de la casa, según el tiempo que hiciese así era la hora en que lo hacía. En invierno más tarde, en verano más temprano. Los triunfos del Real Madrid en la Copa de Europa me impresionaron muy poco aunque seguía de cerca toda la actualidad, el fútbol, la guerra de Biafra, la del Vietnam, la de Oriente Medio. Después de la guerra, los franceses son aliados de los americanos, y los americanos de los ingleses, salvo China y Rusia que son enemigos, yo creo que todos son aliados y son todo uno. Yo me conformaba y conformo con poco. Ahora el personal se vuelve loco para amontonar millones. Prefiero mi vida en el campo y espero morir aquí, en el campo, en la tierra en que nací. No quiero ir a Madrid, las capitales llevan una vida muy loca, alborotada, todo el mundo corre para hacer millones, mientras a otros sólo les llega para malvivir. Además, de la ciudad llegan las aberraciones como los chavales de pelo largo que yo lo que hacía era tijeretearlos y pelarlos. Prefiero, la verdad, las chavalas de falda corta que se pasan el día bailando el yeyé.
A pesar de todo lo que digo, yo creo que la gente ahora va más a misa que antes. Hay misa a la madrugada, por la mañana, al mediodía, por la tarde, por la noche y a todas horas hay misa. Así no hay manera que se condene nadie, con las facilidades que dan los curas. Yo no voy a misa, pero reconozco que visito a la Virgen, patrona del pueblo. No dudo que haya cielo, como dicen. Yo lo creo que lo hay. Yo creo que alguna cosa invisible hay, porque el mundo por medio de algún eje debe girar. Se diga lo que se diga, aunque de vez en cuando al enfadarse eche alguna blasfemia, algo invisible hay. El movimiento se ve arriba, en el cielo. Yo le daba vueltas a esto desde mi cuadra cuando rompía la tormenta. Anoche mismo, sin ir más lejos, se vieron los candilazos, los relámpagos. ¿De dónde vienen? ¿Quién los mueve? Que no me digan, eso es algo sobrenatural.
Un vecino de Moguer
El alcalde de Mijas le dio pie a éste para salir, porque el Lirio estaba cagadito de miedo. Si el de Mijas no da el paso el Lirio seguía en la cuadra.
El Lirio
En marzo de 1969 me enteré del indulto por el periódico. Me dio un vuelco el corazón y me eché a llorar como un crío. Aquello era la liberación. Mi hermana comunicó mi caso a un pariente cura, como en un secreto de confesión. Era primo segundo mío. Hizo las averiguaciones, se informó y se llegó hasta la casa para visitarme.
—Esta noche a las ocho viene el capitán para darte la libertad. Tú no tienes que moverte de aquí.
Mi primo el cura se había informado en el cuartel y en el juzgado. Esta vez el indulto era definitivo. Estuve al tanto de amnistías anteriores, pero no las acepté porque dudaba y dudaba. De esta última de 1969 como ya se habían presentado dos, el de Mijas y el de Valladolid pues me dije, «que sea lo que Dios quiera».
Mi padre y mi madre me aconsejaron que no me entregara y también por ellos lo hice. En 32 años, se lo juro por mi padre, la persona que yo más quise en el mundo, ni un día ni una hora ni un minuto siquiera salí de mi escondrijo. De vez en cuando abría cautamente el postiguito de la puerta y echaba una ojeada a la calle. Yo pensé siempre que la muerte es lo último, por eso, antes de que me mataran preferí esto, el escondrijo, el ataúd, el olor a mierda de mula y el de cochino.
Cuando los guardias de aquí, de Moguer vinieron a ponerme en libertad no me dieron papel alguno. Me dijeron simplemente que estaba libre como un pájaro, que podía circular como un ciudadano cualquiera. Eran las ocho de la tarde del 6 de junio de 1969 y les conté todo. Fue cuestión de poco tiempo lo que estuve con ellos. «Ahora tiene que hacerse el carnet de identidad», me dijeron. El capitán midió el ataúd, le interesaba para su informe. No se creían que yo hubiera vivido allí como un enterrado vivo. Me quedé sentado en la casa y más tarde apareció la gente. Estoy seguro de que todavía habrá en el pueblo alguien que me odie, pero qué se le va a hacer, quién lo va a evitar. A mí todo el que me saluda le saludo y estoy convencido plenamente de que ya no me pasará nada. No he pensado en casarme, nunca volví a ver a mi novia aunque vive en el pueblo. Un día, durante mi encierro, mi cuñado me dijo: «Ella y Pepe se hablan». Yo la quería mucho, pero nunca hice por verla. Pensaba casarme cuando saliera, pero ella se fue a la vicaría con Farruco y sé que tienen un hijo muy glotón, que va siempre en la moto, rrrruuuuummm.
Al día siguiente de salir descubrí la televisión. Me gustó. Lo que está bien es que está bien. La veo todas las noches que puedo, en la taberna donde paramos. De lo que he visto prefiero las corridas de toros, sobre todo cuando torean Paco Camino y Diego Puerta y el cante flamenco. El número de los coches que circulan no me sorprendió tanto porque yo oía sus motores, escuchaba el ruido de los motores, unos para arriba otros para bajo. A Huelva he ido, desde entonces, varias veces. Está mucho más moderna que estaba. Me han impresionado mucho los edificios nuevos que han levantado. Pero yo prefiero mi campo de fresa y mi choza de enea, los tragos de aguardiente. Ahora estoy con el mulo labrando la tierra, la preparo para la planta del verano. Luego, si no hay pedrisco o alguna otra calamidad tendremos las fresas.
Serían las primeras fresas de la libertad de Manuel Piosa Rosado, más conocido en Moguer por «El Lirio».