8. EL MUDO
Andrés Ruiz (Armuña de Tajuña, Guadalajara).
20 años oculto
Es un paisaje de campos de girasoles, de trigales, con el trigo engavillado y una línea verde de álamos y chopos que sigue al río Tajuña y rompe la aridez de los montes pelados por la erosión.
Es domingo al mediodía y mientras la campana de la iglesia, sobre la ladera de Armuña de Tajuña, llama a misa, en los dos bares del pueblo se sirven cervezas y algunos parroquianos juegan al dominó. El pueblo está muerto, semiabandonado, quedan veinte, treinta vecinos. Según se llega por la carretera desde Alcalá de Henares, ya dentro del pueblo alcarreño, la iglesia queda a la izquierda y nos muestra la lápida sobre una cruz con trece nombres de los caídos «por Dios y por España» encabezados por el párroco D. Constantino Sánchez Sánchez. Los caídos de la República no tienen lápida pero fueron una treintena, nadie en el pueblo lo recuerda ahora con exactitud. Por las bajas de uno y otro bando el pueblo quedó sin pulso, desangrado y un halo de tristeza flota, más de cuarenta años después, sobre las casas de piedra, el suelo de mampuesto y las calles vacías. Frente a la lápida de los caídos, al otro lado de la carretera, alguien ha pintado con almagre sobre la puerta metálica de una bodega esta frase en inglés: «The gates of delirium» («Las puertas del delirio»).
Unos metros más abajo, en una calle sin nombre, sobre la ladera, en una casa chata, recién pintada de cal, de dos plantas y apretadas habitaciones vive el matrimonio formado por Andrés Ruiz y Micaela Flores, de 72 años los dos. Andrés está sentado en el estrecho corredor. Tiene ojos de pajarillo asustado, está prácticamente mudo, no alcanza a emitir sonidos, apenas siseos; sus piernas son muy débiles. Es un hombre hace tiempo acabado, acabado antes de que saliera en mayo de 1965 de su topera, donde vivió veinte años como un vegetal, destruido por la malnutrición, por la humedad, por el anquilosamiento y la melancolía. Los médicos que le examinaron la garganta no hallaron ninguna lesión, ninguna enfermedad, simplemente que al topo alcarreño por hablar bajito durante tantos años se le habían atrofiado las cuerdas vocales.
Micaela por el contrarío es una mujer robusta, muy viva, de gran fortaleza física y moral que empieza a pagar en su cuerpo las miserias, privaciones y sufrimientos de tantos años. Padece del riñón, de la vesícula, del reuma. «Los médicos —nos dice con una voz quejumbrosa— no han dado con lo que tengo, a pesar de todos los análisis y las pruebas de rayos. Es posible que dentro de unos días me ingresen. Hemos pasado mucho, mucho».
Micaela, enferma del alma y del cuerpo, se niega a recordar el pasado y cuando lo intenta los sollozos la interrumpen. Como si estuvieran sincronizadas sus respuestas emocionales, los dos esposos lloran a un tiempo. Su hijo Andrés, su mujer y los nietos, que han llegado de Meco, donde viven, asistían a la escena con los ojos bajos, en silencio. Andrés Ruiz Flores nació en plena guerra, en 1937, y desde su nacimiento fue víctima y testigo de la desgracia familiar.
Andrés Ruiz Flores
Cuando padre se fugó del campo de trabajo y vino a esconderse a casa, la Guardia Civil entró al cabo de un año para registrarla. Llegaron a ponerle la linterna en las costillas pero de puro milagro no le vieron. Padre estaba bajo el tejado, en la cámara, donde la casa va a morir casi a cero, en el último hueco donde no queda ya más espacio. Padre se había ocultado allí, reducido, pegado, encogido, tan arrugadito que debieron creer que se trataba de una viga, un artesón, un material que formaba parte del sotabanco y se marcharon. Pero volverían a desparramarse en torno a la casa día y noche, de noche con sus linternas alumbradas para darle caza por si entraba. Yo, que tenía entonces seis o siete añitos, me levantaba de madrugada, miraba instintivamente por la ventana de mi cuarto y allí estaban los guardias, envueltos en sus capotes, para comprobar las salidas y entradas de la casa a lo largo de la noche. Y padre escondido en la buhardilla o en la bodega, quieto, paralizado; sólo nos hablaba con susurros, de manera que cuando salió al aire libre en 1965 se le había olvidado emitir sonidos, la garganta no le respondía. También es verdad que pudo haber salido antes, pero estaba tan ambientado a vivir así que le costaba trabajo de salir; se puso a pensarlo y pensarlo y estuvo así hasta que le arreglaron los papeles, pero mientras le arreglaban la documentación le tuvieron tres meses en la cárcel.
Este pueblo tuvo siempre fama de rudo. Familiares, incluso hermanos, se liaban a tiros por las ideas, por las envidias o las venganzas, se querían muy mal y se mataban entre sí. Yo recuerdo que me contaron cómo un hermano le saltó un ojo a otro de un disparo desde una ventana. Se tenían ya mala ley unos a otros y la guerra sirvió para ventilar los odios a base de bala y perdigón. Unos tenían que ser de derechas y otros de izquierdas, pero padre no había hecho nada, lo que se dice nada, lo subieron a un camión como a un borrego y apareció en el frente con los rojos, porque Guadalajara fue zona roja. Si le dijeron que era rojo, rojo tuvo que ser. A media guerra se lo llevaron: o moría en el frente o lo mataban aquí. Y al terminar la guerra, después de haber luchado en Madrid, Valencia y Cartagena, era un «rojo peligroso».
Éste de Armuña será uno de los pueblos donde más gente ejecutaron después de la guerra, aunque falangistas, lo que se dice falangistas, sólo había uno. En Guadalajara hubo pueblos más sangrientos que otros, éste era uno de ellos.
Por lo que tengo oído, padre vivió su calvario después de la guerra en los campos de concentración y de trabajo, en una media docena de ellos, en León, Asturias, Madrid, Guadalajara, hasta que en un juicio celebrado aquí en la capital le condenaron a muerte. Estuvo diez meses condenado a muerte, hasta que le conmutaron esta pena por la de prisión mayor. Pasó varios años en la cárcel de Guadalajara, mejoraron las condiciones de vida, mejoró también la alimentación y el trato que recibía hasta que lo trasladaron a un destacamento penal en el campo de Pálmaces de Jadraque, junto al embalse, para redimir la pena de treinta años y un día por medio del trabajo. Le redimían seis días de pena por cada uno de trabajo.
De Pálmaces pasó voluntariamente a Valdemanco de la Sierra, junto a La Cabrera para trabajar en el mismo régimen en la línea férrea de Madrid a Burgos. Madre acudía a visitarle y le llevaba algunas cosejas de lo poco que teníamos. Así hasta que lo mismo que otros penados, padre decidió fugarse al provecho de la escasa vigilancia que tenían en aquel campo. Se llegó a pie hasta aquí, alimentándose de lo que hallaba por el camino y con cuidado de que no lo apercibieran. Escapó de noche y llegó de noche. Debió ser por la primavera de 1945. Bajaba yo casualmente a la cocina cuando vi a un hombre desconocido que entraba en ese momento. No esperábamos a nadie. Del susto salí arreando hacia arriba para refugiarme en las faldas de la abuelilla; mi madre no estaba. «Ven aquí hijo, ven aquí»: subía el hombre desconocido por las escaleras. Menudo cisco llevaba yo para arriba. Mi abuela lo reconoció y me tranquilizó: «Es tu padre». Como un año después comenzó el cerco de nuestra casa por parte de la Guardia Civil.
Micaela
Me tuvieron nueve meses encerrada en la cárcel de Pastrana, tirada sobre un suelo como éste, de puro cemento, rodeada de otras mujeres como yo, mujeres de soldados «rojos». Recibíamos una lata redonda de patatas guisadas y medio panecillo para dos personas durante veinticuatro horas y una frasca de agua. Todas esperábamos que nos juzgaran pero a mí se me iba el pensamiento tras de Andrés y de nuestros hijos que había dejado repartidos con sus tíos. Sólo el mayorcejo quedó en esta casa con los abuelos.
Sabía de Andrés por las cartas que me escribía desde su cárcel a la mía, cartas a las que no pude contestar porque no me llegaba ni para el franqueo. Yo me cansaba de preguntar a los guardianes: «¿Por qué me han encarcelado?» «Porque su marido es rojo», me respondían. «¿Cuándo me sacarán de aquí para que pueda ver a mis hijos?» Y se alzaban de hombros.
Nos obligaban a desfilar por el patio de la cárcel y por las calles de Pastrana y cantar el «Cara al Sol». A algunas las pelaban al cero y luego las tomaban declaración, o las juzgaban y condenaban. A mí no me tomaron declaración. A los nueve meses llegó el guardián a la celda y dijo: «Micaela Flores, coja usted la ropa y se vaya usted a su casa». No podía creerlo. Cogí el hatillo y camina que te camina llegué hasta Armuña. Andresito fue el primero en verme, pero echó a correr: no me reconocía. Luego recuperé a nuestros otros dos hijos y empecé a luchar para criarlos y alimentarlos. En Auxilio Social daban tres duros al mes por cada niño pero a mí no me entregaban más que tres duros por mis tres hijos. Alguien me sugirió: «Micaela, tienes derecho a cobrar nueve, protesta». Porque protesté me advirtió el jefe de Falange de aquí: «Como vayas a dar queja de lo mínimo, va a ser peor para ti; vas a volver a dónde has estado o sea que chitón, a callar». Ya pueden imaginarse quién se quedaba con los otros seis duros que me correspondían.
El jefe de Falange organizaba manifestaciones en el pueblo contra los «rojos». A las mujeres de los republicanos las cortaban el pelo al cero y a su paso la gente cantaba: «Pelona, sin pelo…» Incluso algunos que tenían familiares en la cárcel salían a la calle para gritar: «Mueran los rojos».
Yo trabajaba como una mula. En el pueblo, por causa de Andrés, no me daban ocupación y hube de buscarla en Aranzueque. Me abonaban tres pesetas y medio pan por espigar y por el arranque de legumbres, almortas, lentejas, garbanzos. Hacia las matanzas del que me llamaba. Además iba de pueblo en pueblo, mercaba una gallina en un pueblo y la vendía en otro. La Guardia Civil seguía todos mis pasos. Por la noche con el cuerpo baldado me iba a echar la hiel, a ganar el real; asistía a una familia, fregaba y subía el agua desde la plaza. Al volver a casa para dormir unas pocas horas me encontraba a Andrés receloso, asustadito en su rincón de la buhardilla, llorando, impotente ante aquella adversidad. Sólo después que echaba el candado a la puerta nos sentíamos relativamente aliviados, podíamos cenar en familia y hablar quedo o no hablar, pero sí estar juntos.
Andrés Ruiz Flores
Yo era zagalejo y cuando llegaba a mi casa desde el campo me encontraba siempre con la misma consigna, miles de veces repetida al oído: «A callar», «a callar», «silencio, hijo». Esa tensión se nota. Estábamos siempre huyendo de traer amistades a casa. En estos pueblos las reuniones entre amigos en las casas son frecuentes, sobre todo en ferias y fiestas. Yo iba a casa de todos pero ninguno podía venir a la mía, para ello me inventaba disculpas. Así ocurrió durante veinte años. Mi hermana se puso de novia con un muchacho que no pudo conocer a nuestro padre, ni saber de su cuestión hasta muy poco antes de casarse y ello con todo el tiento posible. Ni siquiera el banquete de bodas pudo celebrarse en la casa.
Al principio trabajé como pastorcillo por el sustento, luego me dieron una cincuenta al día. Hoy les cuento a mis hijos del hambre que pasé, el mayor tiene la misma edad que yo entonces, y no se lo creen. La abuela me preparaba por la mañana la comida del día, a los pocos minutos me la había zampado y luego me pasaba el resto buscando membrillos a la orilla del río o me subía a los cerezos. A veces el dueño me sacudía, lo mismo que la Guardia Civil, sobre todo en una ocasión en que culparon al pastor con el que yo iba de haber incendiado una tina; nos pegaron a los dos y a él le llenaron el cuerpo de verdugones con la misma vara que llevaba para mandar el rebaño.
Había cumplido seis años cuando entré de zagal. Por la mañana me daban un poco de café negro. Dormía en un saco de paja al lado de la lumbre. Salía muy temprano a los pastizales con una manteja y al volver al mediodía al aprisco me ponían unas almortas cocidas sin grasa, sin pan y sin nada que las acompañara. Y cuando iba por el campo y apacentaba el ganado miraba de recoger algunas almortas y me las echaba al zurrón. Si llegaba y la manta estaba mojada por la lluvia me cubría con la manta seca, pero a veces estaban húmedas las dos. Así me ocurrió que al pasar el invierno y llegar la primavera sufrí un fuerte ataque de reuma. Tenía ya siete años y mi madre se veía obligada a bajarme de la cama, vestirme y ayudarme a subir el risco. La verdad es que he pasado calamidades y gurruminas pero ninguna comparable a la situación de nuestro padre que nos hacía vivir encogidos, siempre al tanto de quien merodeaba por la casa para llevárselo al paredón. Nuestra vida se montó sobre el disimulo, había que aparentar que nada sucedía, sonreír siempre ante los vecinos y dar a todo un aire de normalidad. Padre no podía salir de allí, no era cosa de llevarlo donde unos familiares, no podíamos comprometerles. Madre decía que el problema era sólo suyo, su obligación tener oculto a nuestro padre, era una carga que había que llevar sobre nuestras espaldas y sobre las de nadie más. Así transcurrieron veinte años, hasta que un día un abogado de Madrid nos arregló los papeles. Padre salió una noche y sin que nadie reparara lo llevaron en un taxi hacia Guadalajara para firmar él atestado. Le cayeron tres meses de cárcel. A la vuelta de esos tres meses a nadie le quedaba humor para celebrar la liberación.
Un vecino del pueblo de Aranzueque
Andrés Ruiz no se metía con nadie. Todo su pecado debió ser que votó por las izquierdas, por el Frente Popular y que lo llevaron en un camión a la guerra. Era muy tímido y desde luego no tenía instintos criminales, y en lugar de enfrentarse a la autoridad y decir al cabo de algunos años o entonces mismo: «Aquí estoy yo, ¿qué pasa?», prefirió enfoscarse. Lo que pasa es que Armuña debió ser con Loranca uno de los pueblos peores de Guadalajara, donde más gente cayó antes y después de la guerra, pero sobre todo después.
En Aranzueque, a tres kilómetros de Armuña, no sucedió nada y fue así porque las autoridades de aquí, el alcalde republicano, lograron sujetar la trómbola de hombres sin conocimientos que venían arreando gresca. Todos estos pueblos a nuestro alrededor tienen historias truculentas y no por los combates, que no nos envolvieron, porque el frente se cerró en Brihuega a unos cincuenta kilómetros de aquí. Antes, en el momento que decías «éste no piensa como yo», le juzgabas como enemigo. Hoy hay más cultura, el pensamiento es libre y no creo yo que la historia volviera a repetirse, pero el pobre Andrés Ruiz perdió veinte años de su vida y amargó su existencia y la de su familia.